Ésta y nos vamos

Luis Rubio

Hacía mucho tiempo que no concluía un periodo legislativo tan exitoso. No sólo se rompió la maldición de la parálisis, sino que se dejaron abiertas las puertas para la negociación de los dos temas más importantes para la conducción de la vida pública en el país: lo fiscal y lo institucional. Todo mundo sabe que, tarde o temprano, la reforma fiscal será impostergable e igualmente obvia es la necesidad de atender la interrelación entre los poderes públicos. Pero esas obviedades han sido invisibles por toda una década. Esta oportunidad no debe dejarse pasar.

El gran riesgo de lo que viene no está en la sustancia, sino en los pruritos y los prejuicios. Por lo que toca a lo fiscal, los legisladores saben que se requiere elevar la recaudación pero tienen claro lo que no se puede tocar. Si sumamos todas las objeciones, todos los intereses que hay que proteger y los que podrían tener los 128 senadores y 500 disputados, resulta evidente que nada podría aprobarse. Por lo tanto, estamos frente a dos posibilidades: negociar una reforma que no satisfaga a nadie en lo particular pero sea equilibrada y sensata para el conjunto de la sociedad mexicana; o seguir cosiendo parches que no resuelven el problema pero abren la puerta para los interminables amparos, disputas y desajustes.

El problema fiscal no es menor. Los pasivos, tanto los que se atienden como los que se ignoran, se elevan sin contemplación, en tanto que los desequilibrios e injusticias se agudizan y aferran. Entre los pasivos que se ignoran destaca la calidad de la infraestructura y su insuficiencia, y entre los que se atienden están temas como el de las pensiones. Por lo que toca a este último, si bien el gobierno mexicano es responsable de sufragar las pensiones de sus empleados, es hasta este año que ese compromiso tiene una cifra concreta: la ley de pensiones no cambió ni en una coma el tamaño del pasivo contingente, pero ahora ya se obliga el gobierno a hacer aportaciones anuales para sufragarlo. En otras palabras, los compromisos fiscales son enormes y crecientes.

No menos relevante en la problemática fiscal son los desequilibrios y las injusticias imperantes, que son al menos de dos tipos: por una parte, la desigualdad en la carga fiscal actual y los enormes agujeros por los que se consuma la evasión; por la otra, los abusos, errores y corruptelas asociados al gasto. Ninguna reforma fiscal que pretenda comenzar a ganar el favor popular avanzará mientras no se atiendan, primero, los dos lados del dilema (es decir, tanto el gasto como el ingreso), y se combatan los espacios de abuso y las fuentes de desigualdad.

El gasto tiene que ser transparente y quienes lo ejercen deben asumir su responsabilidad frente a ello, lo mismo si son gobernadores que funcionarios. Sin cuentas claras y rendición de cuentas, la recaudación seguirá siendo endeble y, por lo tanto, insostenible. PEMEX no requiere más dinero o, al menos, no más mientras no explique cómo se ha gastado miles de millones de dólares al año y, aun así, no tener un presupuesto suficiente para exploración. Es decir, lo fiscal no se puede concebir como necesito más fondos así que ve dónde los consigues; es claro que el gobierno requiere más fondos y es igual de claro que los impuestos se pagan mal y son muy injustos en la forma de tazarse. Pero eso no implica que se pueda resolver el problema del ingreso sin pensar en el gasto.

El tema del ingreso es de suyo complejo. Aquí habitan las desconfianzas y los cambios de dirección, a lo que se suman prejuicios e intereses. Por un lado, cada que falta dinero se le cambia la jugada a las empresas: por ejemplo, hace unos años se buscaba propiciar su capitalización, hoy se castiga a las que hicieron eso. Los prejuicios respecto al IVA son conocidos, pero no por eso menos ignorantes: lo importante no es cobrarle IVA a los pobres sino cerrar los puntos de evasión y, al mismo tiempo, hacer transparente el impuesto. Pero no hay peor vicio que el de los regímenes especiales de tributación donde los intereses son brutales, pero la desigualdad mil veces peor.

No es imposible que, a final de cuentas, la reforma fiscal acabe siendo moneda de cambio para la reforma institucional o del Estado. Pero no por ello ésta es menos importante. En su esencia, la llamada reforma del Estado propone generar un conjunto de arreglos que permitan el funcionamiento más eficiente del gobierno mexicano. Como la fiscal, esta reforma es impostergable porque todo el sistema político actual, originalmente creado de acuerdo a las reglas y circunstancias del viejo presidencialismo, es disfuncional, como hemos podido atestiguar a lo largo de la última década.

En días pasados, los partidos políticos dieron a conocer las primeras propuestas de reforma. Aunque las diferencias son muchas, los comunes denominadores también lo son. Quizá el riesgo principal para esta reforma no resida en los prejuicios sino en los intereses no revelados de los propios participantes, pero sobre todo en lo que podría denominarse como la tiranía de las pequeñas diferencias. Sin duda, los intereses partidistas son muchos, pero también evidentes. Por ejemplo, algunos consideran que el PRI quiere fortalecer al poder legislativo ante la posibilidad de jamás recuperar la presidencia, en tanto que el PRD quiere exactamente lo contrario por si en la próxima vuelta finalmente gana. Sea como fuere la realidad, esas diferencias se cancelan mutuamente y son parte no sólo inevitable, sino sobre todo legítima, de cualquier proceso de negociación. Lo importante es que no sean las pequeñas diferencias, incluidos los ánimos de venganza, sobre todo en materia electoral, las que determinen los resultados, pues no se lograría más que un nuevo entuerto como resultado.

Las primeras propuestas de reforma son encomiables, toda vez que apuntan hacia un mayor equilibrio entre los poderes legislativo y ejecutivo, a la vez que le conferirían a este último facultades suficientes para eliminar el desequilibrio actual. No menos sensatas son algunas de las propuestas en materia electoral. Ninguna reforma resolverá todos los problemas, pero la que ahora se articula camina en la dirección correcta a la vez que responde, de manera razonable, a la parálisis de la última década. Desde 1997 no ha habido una oportunidad como ésta. Hay que aprovecharla.

 

Seguridad pública

Luis Rubio

Seguridad pública y sentido común. La suma de estos dos conceptos explica el enorme éxito de Rudy Giuliani en el combate a la criminalidad como alcalde de la ciudad de Nueva York. En materia de unos cuantos años, la ciudad que vivía presa de los embates de la criminalidad y la inseguridad, pasó a ser ejemplo de transformación no sólo en términos económicos, sino también de autopercepción. Aunque en el proceso se emplearon múltiples técnicas e instrumentos administrativos innovadores, la verdadera transformación fue resultado de algo muy simple: el uso del sentido común.

En su reciente libro Príncipe de la Ciudad, el connotado académico e historiador de temas urbanos, Fred Siegel, analiza con detenimiento el desempeño de Giuliani al mando de una de las ciudades más complejas del mundo. En su descripción de la problemática de la criminalidad y la forma en que el ex alcalde la combatió, Siegel relata los pormenores de una conferencia al inicio de su gestión en la que Giuliani y otros tantos alcaldes de ciudades importantes de Estados Unidos (incluyendo Boston, Miami y Los Angeles), abordaron el tema delincuencial. Mientras que el grueso de los alcaldes adoptó la línea tradicional que sostiene que el criminal es víctima de sus circunstancias (sobre todo de cambios económicos abruptos) y, por tanto, no se le puede combatir de manera frontal sino que se requieren mecanismos de educación, reentrenamiento e integración, Giuliani respondió con un planteamiento radical.

Para Giuliani, según lo cita Siegel, el tema medular es el cumplimiento de la ley y el fortalecimiento de los mecanismos para hacerla cumplir. Desafiando no sólo a sus colegas en el panel sino a lo que hasta entonces era el dogma policiaco predominante, Giuliani afirmó que el desempleo y la falta de oportunidades económicas no explican el crecimiento de la criminalidad y dio como ejemplo los años de la depresión en aquel país, periodo en el cual los índices de criminalidad no ascendieron a pesar de que el deterioro económico y en el empleo fueron extremos. De hecho, afirmó el alcalde neoyorquino, “la economía ha sido débil y ha sido fuerte, pero ninguno de esos periodos se correlaciona con la incidencia criminal”. Para Giuliani, los criminales, como todos los ciudadanos, tienen que cumplir con la ley y ser responsables ante la sociedad de su cumplimiento.

Es decir, aunque en su administración de la ciudad incorporó un sinnúmero de técnicas modernas para el acopio, organización y diseminación de la información tanto policiaca como criminal e introdujo un sistema de incentivos que premiaba el buen desempeño (que se traducía en la disminución de la criminalidad), el verdadero cambio  de Giuliani fue de sentido común. Estuvo dispuesto a romper con los dogmas prevalecientes y a retar al establishment político como punto de partida para la transformación de la ciudad. En ello residió su extraordinario éxito.

Por décadas, la ciudad de Nueva York había experimentado un severo deterioro que Giuliani de inmediato asoció con los enormes y poderosos intereses, sobre todo sindicales, que controlaban la educación, los servicios urbanos y el transporte de la localidad. Además, el establishment intelectual y académico había hecho suyas no sólo las posturas de esos intereses sindicales en su lenguaje y discurso político, sino que había convertido en verdades absolutas dogmas como el que la criminalidad y la situación económica o el desempleo iban de la mano. Para Giuliani, tanto los sindicatos como los intelectuales habían caído en una trampa de la que no estaban dispuestos a salir y sólo retándolos con el sentido común sería posible llevar a cabo una transformación económica de la ciudad, misma que tendría su punto de partida en el fin de la criminalidad.

En la práctica, Giuliani se propuso llevar a cabo dos cambios. El primero consistió en “recuperar” la ciudad, lo que implicaba restablecer el orden y las reglas del juego para el comportamiento tanto de las policías como de la ciudadanía. Para hacerlo, partió del principio filosófico en el que se articula el libro de George Kelling (Ventanas Rotas), cuyo argumento central sostiene que cuando uno deja de atender y reparar las cosas pequeñas (un vidrio que se rompe, un foco que se funde, alguien que se pasa una luz roja de semáforo, ignora una prohibición de tránsito o se estaciona en lugar indebido) poco a poco se deteriora el entorno hasta que todo el orden social se colapsa (sounds familiar?). De esta manera, Giuliani introdujo una serie de medidas que, a pesar de su simpleza, comenzaron a transformar todo el entorno: inició siendo implacable con las reglas más elementales del juego en la convivencia urbana. Penalizó cosas tan simples como el estacionarse en lugares prohibidos, el bloqueo de una bocacalle cuando el tráfico impide pasar al otro lado, cruzar de acera fuera de los lugares expresamente determinados para eso y así sucesivamente. Cuando la gente comenzó a sentir que alguien estaba efectivamente a cargo, toda la concepción de la ciudad cambió. Pero el cambio más importante consistió en que todos se hicieron intolerantes al crimen y el desorden. Para su propia sorpresa según relata Siegel, el propio Giuliani se asombró de la celeridad con que la población comenzó a reaccionar.

Un segundo camino para Giuliani fue atender las fuentes de la criminalidad. Tanto él como el jefe de la policía se metieron directamente con las mafias, pandillas y bandas criminales y, como diríamos aquí, les leyeron la cartilla: “deja las drogas, abandona el alcohol, deja de sentirte víctima y consigue un empleo”. A los policías también les tocó su parte: les hizo ver que su trabajo, y su compensación, dependería de su capacidad para disminuir la criminalidad, razón primera y última de su función. El alcalde los apoyaría y defendería hasta el final, siempre que no cayeran en la tentación de la corrupción, las drogas u otros negocios paralelos.

Cada contexto específico tiene su propia dinámica, pero la principal lección que arroja el caso Giuliani en Nueva York es que lo que importa y determina el éxito es simple y llanamente el sentido común. El gobierno de Felipe Calderón parece entender que es necesario romper los círculos viciosos que llevaron a la situación que hoy vivimos y que acompañan y hacen posible la criminalidad. La clave, como ilustra Giuliani, reside en la concepción y la estrategia y esos parecen ser los puntos fuertes del gobierno. Ahora falta que lo mismo ocurra en la ciudad de México.

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Qué controles

 Luis Rubio

En su análisis sobre las circunstancias y decisiones que llevaron a la crisis cambiaria de finales de 1994, el académico estadounidense Sidney Weintraub concluyó que fue la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas lo que hizo posible que los funcionarios de la administración saliente y entrante hicieran apuestas brutalmente peligrosas, algo inconcebible en una democracia representativa (Financial Decision Making in Mexico). Como ilustra la persistencia de la corrupción, poco se ha aprendido de las lecciones que arroja esa pérfida y terriblemente destructiva devaluación. De hecho, parece que existe una necedad interconstruida en todos nuestros marcos institucionales y legales para generar malas decisiones, medidas costosas y mucha corrupción.

Si bien todos los gobiernos cometen errores, el nuestro parece diseñado para que eso ocurra. Tres ejemplos de los últimos tiempos sirven de ejemplo para ilustrar esta inclinación que parece ser parte del ADN político nacional. En la era de Internet, que propicia la descentralización de la información y el acceso al conocimiento, sólo a un gobierno sin contrapeso alguno se le pudo ocurrir construir una gran biblioteca nacional, la Vasconcelos, y, para colmo, en una ciudad caótica, disfuncional y pésimamente comunicada. Lo mismo se puede decir de la segunda terminal del aeropuerto de la ciudad de México, cuando el problema principal es de pistas y no de terminales. Sin duda el caso de los segundos pisos es el mismo: además de que no van a ningún lugar, sólo mueven los puntos de dislocación vial sin jamás resolverlos. En los tres casos, obvios pero no excepcionales, se evidencia la propensión a la irresponsabilidad del actuar gubernamental a todos niveles.

Esto es posible porque no existen mecanismos efectivos de pesos y contrapesos. Tenemos muchas fuentes de control, pero no de equilibrio. Los controles son necesarios, pero nuestra forma de crearlos y administrarlos no constituye un factor disuasivo de la corrupción o del mal gobierno, sino que de hecho los propicia. Vale la pena analizar esta paradoja porque muchos de nuestros principales entuertos en materia de políticas públicas pasan por este lugar.

La propensión a tomar malas decisiones no es una característica del mexicano, pero sí parece ser típica de muchas decisiones gubernamentales. Uno puede observar cómo millones de personas deciden todos los días qué comprar o dónde ahorrar, al igual que miles de empresas emprenden proyectos luego de analizar sus opciones. Algunos se equivocan, pero la mayoría logra sus objetivos. A la luz de esto, el que tantos proyectos gubernamentales acaben mal se explica por el entorno en que esas decisiones tienen lugar.

La corrupción de antaño se ha combatido con dos tipos de mecanismos: uno, la secretaría de la Función Pública, y otro, la Auditoría Superior de la Federación (ASF). Una es parte del ejecutivo y en su origen fue concebida más como un medio de control político que como fuente de un mejor gobierno; en tanto la segunda es parte del poder legislativo y tiene por función auditar a posteriori el uso de los dineros públicos. La combinación de ambas ha producido reglas inadecuadas e inservibles, resquicios de corrupción que nunca se atienden y una serie de incentivos perversos con dos resultados lógicos, pero indeseables: por un lado, provocan malas decisiones entre los funcionarios públicos; por el otro, abren inmensos espacios de discrecionalidad que hacen irrelevantes todos los controles.

Las reglas que norman la toma de decisiones en el sector público no están diseñadas para que los funcionarios y tomadores de decisiones sepan a qué atenerse, sino, irónicamente, para aumentar la discrecionalidad. Las reglas son tan absurdas y contradictorias que generan un fenómeno de parálisis (muchos funcionarios prefieren no firmar ningún documento para no ser sujetos de un proceso judicial) o de malas decisiones.

El miedo a la persecución política (disfrazada de judicial) induce en los funcionarios un tipo de toma de decisiones que los protege de los controladores y poco o nada toma en cuenta aquello que convenga a la entidad gubernamental o al país. Hay ejemplos patentes de funcionarios probos y experimentados que toman decisiones poco adecuadas pero que son las que no pueden ser objetadas por los auditores gubernamentales. Es decir, actuando con plena probidad, conciencia (y hasta alevosía), deciden de acuerdo a lo establecido en las reglas y no lo que más conviene a la entidad o al país.

Eso por lo que toca a los funcionarios probos sin agendas ulteriores. Pero también están los del otro tipo: aquellos que utilizan las reglas no para tomar decisiones subóptimas, sino para construir bibliotecas o segundos pisos sin que medie una evaluación independiente, análisis de costos y beneficios o, en todo caso, la valoración de mejores alternativas. El país no cuenta con mecanismos adecuados de rendición de cuentas: cuando mucho, Fox o AMLO serán requeridos por el auditor superior a causa de sus dos obras monumentales, les llamará tal vez la atención, pero años después y una vez realizado el gasto. A falta de una discusión seria en un foro público donde se ventilen todas las opciones, funcionario y gobernante que quieran abusar tienen como límite sólo el horizonte.

Las reglas e instituciones públicas fueron diseñadas para el control presidencial. Desaparecido ese esquema, entramos en la etapa en que el señor Juan Kafka toma control de los procesos públicos. Esto genera un fenómeno particularmente mexicano, la combinación de escasez y dispendio: faltan cosas elementales, pero el dinero se desperdicia inconmensurablemente. Ello permite que los dueños de entidades como el ISSSTE y el IMSS empleen dineros de pensiones para construir elefantes blancos y transfieran cifras multimillonarias a sindicatos que mantienen a las entidades públicas, y al país, agarradas del cuello.

El problema no es de personas: ninguno de los secretarios de la contraloría o función pública o los encargados de la ASF fueron mejores. Unos aplicaban algunas reglas con mayor severidad que otros, pero todos sirvieron al mismo propósito de (intentar) mantener el control político, no hacer más funcional la toma de decisiones. La ironía es que esos controles no hacen sino propiciar una permanente y consciente irresponsabilidad que es lógica y legítima.

En la medida en que la reforma institucional promueva una mayor representatividad ciudadana y sujete a todos, ejecutivo y legislativo, a la soberanía del ciudadano y del consumidor, el país podría comenzar a avanzar hacia la estabilidad y la funcionalidad. Este es un prospecto que hace poco tiempo era impensable.

 

A conveniencia

Luis Rubio

La crítica a “los monopolios” es hoy en día ubicua. Se ha convertido en el tema de moda. No importa el tema particular sobre el que se discuta, la culpa es de los monopolios, sin que jamás se aclare cuáles o cómo dañan al país. A los monopolios se les atribuyen todos los males, pero hay una peculiaridad en esa crítica: se trata de una manera muy mexicana de criticar, porque los culpables son siempre otros. Uno no tiene responsabilidad alguna ni es parte del problema: son los demás quienes deben ser penalizados para que yo viva mejor. Más al punto, los monopolios son siempre de otros: en México nadie es un monopolista. Ni el mayor de todos (en el ámbito privado) se asume como tal: yo sólo tengo 85% del mercado y eso no puede concebirse como monopólico. Pero a pesar de poseer el monopolio de la red, el dueño de Telmex tiene un punto válido, si bien por razones muy distintas a las que él cree: en México hay muchos más monopolios y prácticas monopólicas de las que uno se imagina y, al menos en cierta forma, todos somos parte del problema. O, dicho de otra manera, el problema no es una empresa o un sindicato sino la estructura que lo hace posible.

Hace algunas semanas escribía en estas páginas que se usa la palabra monopolio para expresar fuerza o poder, pero no porque necesariamente se monopolice algo, sino porque se identifica al vocablo con la capacidad de imponer. A partir de ese artículo he recibido docenas de comentarios. Todos ellos reflejan la necesidad de definir la naturaleza del problema y, en muchos casos, el deseo de buscar soluciones; algunos relatan historias específicas, en tanto que otros expresan impotencia frente a los poderes fácticos que hacen difícil la vida cotidiana. Lo sorprendente fue encontrar que los problemas que enfrenta el país no se limitan al “ciudadano de a pie”, sino que impactan por igual hasta los más poderosos en todos los ámbitos. Más interesante fue encontrarme con esa actitud muy mexicana que parece hacernos genéticamente incapaces de ver la viga en nuestro propio ojo: en vez de afirmar que rompí el vaso, tendemos a despersonalizar el evento: “el vaso se rompió”. Nadie es responsable de nada.

Aunque esperables, muchos comentarios son reveladores. El primer grupo incluía quejas por los abusos cotidianos, sobre todo los relativos a las actitudes despóticas de los oferentes de servicios, particularmente teléfonos, luz y celulares. Uno iba un paso más adelante: “yo pago religiosamente el recibo bimestral de la luz, pero el servicio no es bueno ni constante. Ayer se fue la luz varias horas y hablé para quejarme, la respuesta que recibí fue que no me cobrarían el tiempo en que no hubo servicio”. Otro se quejó de la falta de gasolineras en las colonias de reciente creación. Nada de eso ocurriría de haber competencia.

El segundo grupo de correos ilustra la complejidad y extensión del problema que nos aqueja. Un grupo de investigadores en una de las principales instituciones académicas del país ha estado intentado encontrar una forma de intermediar entre productores y proveedores de materias primas con el objeto de ayudarlos a que puedan trabajar, pero se encuentran con que “desafortunadamente, la CFE no tiene interés en ninguna negociación y sólo impone su criterio”. Esa misma dificultad lo refleja otro correo, ahora del jefe de compras de una de las empresas más grandes del país: “los criterios de PEMEX y Hacienda en la determinación de los precios de los petroquímicos es obtusa y en ocasiones ridícula: por un lado dicen que tienen que poner precios internacionales para cada producto cuando no todos tienen referente internacional. En otros productos le cobran un precio distinto a cada cliente ¿pues no que era el precio internacional?” Uno se imagina que el único afectado por los avatares de nuestra pésima organización económica es el ciudadano que acaba pagando precios elevados por los servicios recibidos, pero resulta que el problema se reproduce en todos los niveles económicos.

Pero la parte más jugosa e interesante de los correos que recibí se refiere a las dificultades que enfrentan los empresarios (“Los aventurados empresarios y/o emprendedores mexicanos  que se atreven a sortear la burocracia de nuestro sistema para establecer sus negocios, son verdaderos héroes. Como aquellos de las novelas de caballería sorteando toda clase de peligros…”) o la población en general (“Barreras y más barreras… y de ello podría yo dar numerosos ejemplos… La cuestión es cómo cambiar lo que ya es parte de una cultura, que yo llamo «cultura de la desconfianza y de la improvisación» que nos lleva a generar leyes, reglas y miles de trabas a cualquier actividad y no preocuparnos de sus consecuencias, a corto y largo plazo… Si bien a nivel individual tenemos los Einsteins, los Mozarts o los Octavios Paz…  a nivel social no somos mejores que un cultivo de bacterias… creceremos mientras el medio nos lo permita… Me imagino a unos dinosaurios discutiendo estas cuestiones cuando se acercaba el meteorito a las costas de Yucatán…”).

Hasta aquí el tipo de comentarios que yo había esperado, aunque con el invaluable sabor de las vivencias personales. Pero lo que más me llamó la atención fueron dos correos que quizá reflejan lo difícil que resulta cambiar todo esto. Un lector se refiere a los “beneficios excesivos” que reciben los empleados del IMSS. Nada nuevo, pensé al leer el correo, hasta que leí la afiliación del firmante: es empleado del SME. De verdad se necesita vergüenza para que la olla critique al sartén.

Otro correo, de un académico estadounidense que trabaja temas de migración, se queja porque las encuestas de salud en México en materias de nutrición, enfermedades crónicas, adicciones y otras, no son públicas, a pesar de que las paga el gobierno. “Los investigadores parece que sólo quieren ponerse medallas en lugar de resolver los problemas” y continúa “en otros países, ese tipo de información es pública y está en Internet desde el primer día (y todos, incluyendo a los investigadores mexicanos, las pueden consultar)”. Es decir, la propensión al monopolio no se limita a los oferentes obvios de servicios, sino que es una práctica cotidiana en la administración pública, las universidades y, en general, nuestra sociedad.

Vuelvo al principio: el problema de nuestra economía no se limita a unas cuantas empresas o proveedores, sino a nuestra forma de ser. La buena noticia es que hay muchas sociedades que tienen estructuras corporativistas y sin embargo funcionan mejor que la nuestra; la mala es que no sabemos qué queremos ni estamos dispuestos a discutirlo con seriedad.

 

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Subdesarrollados

Luis Rubio

El subdesarrollo habita en la mente. De esta manera un académico-diplomático explicaba, en un libro de hace veinte años, los círculos viciosos y de pobreza que caracterizan a la mayoría de los países de América Latina. En su momento, yo, como muchos analistas y estudiosos, rechacé la hipótesis implícita en el libro de manera casi visceral. Pensar que el subdesarrollo está en la mente, como rezaba el título del texto, y no en problemas estructurales de tiempo atrás, chocaba con todo lo que había aprendido en la universidad y pensado a lo largo de los años. Veinte años después, ya no estoy tan seguro de que Lawrence Harrison viviera en el error.

Desde una perspectiva analítica, lo que está de por medio en esta discusión es si los problemas de un país tienen origen en la cultura o en las instituciones. Se trata de un viejo debate en los medios académicos. Algunos afirman que el desarrollo depende de la existencia de un entorno cultural que genere valores y actitudes propicios a la inversión, la competencia y, en una palabra, el crecimiento económico. Thomas Sowell (Un conflicto de visiones) y David Landes (La riqueza y pobreza de las naciones) son los más recientes de una larga lista de pensadores que sostienen esta visión culturalista. Para quienes así piensan, el problema del desarrollo en un país como México reside, por ejemplo, en la ausencia de valores apropiados entre los empresarios que no les obligan a comprometerse con el país o en la existencia de trabajadores que no ven en su actividad una forma de trascendencia. En el ámbito político, los culturalistas afirmarían que la democracia mexicana no funciona porque no hay demócratas o porque la población se preocupa de asuntos no esenciales.

La visión alterna, que fundamenta sus explicaciones en las instituciones y en los incentivos que de ellas emanan, afirma que los seres humanos se adaptan al entorno en que viven y actúan de acuerdo a su mejor interés en cada momento. Cuando los incentivos están correctamente estructurados, añaden estos teóricos, la ciudadanía responde de manera natural. De esta forma, para un institucionalista la realidad económica es resultado de la acción colectiva de quienes producen y consumen; si sus incentivos los alientan a ser egoístas, simplemente lo serán. De la misma manera, esta corriente concibe al ciudadano no como una persona excepcional, dotada de valores extraordinarios, sino como un actor que responde ante lo que percibe en el entorno. Si advierte que su voto hará una gran diferencia no desperdiciará la oportunidad de hacerlo valer, en tanto que si teme por la manipulación del sufragio no verá razón para perder su tiempo. Douglas North (Instituciones, cambio institucional y el desempeño económico) y William Bernstein (El nacimiento de la prosperidad) son dos exponentes contemporáneos de esta visión.

Como en todo lo relativo a la naturaleza humana, es evidente que ambas perspectivas ofrecen ángulos que permiten explicar circunstancias específicas. En algunas ocasiones es lo cultural lo que se antoja como dominante, mientras en otras resulta evidente que las instituciones son la explicación última. Alguno podría llegar a afirmar que, en el fondo, se trata de un círculo vicioso, del viejo dilema sobre qué es primero, el huevo o la gallina. Sin embargo, el problema es más simple. Si bien hay explicaciones válidas y encomiables desde ambas perspectivas, resulta claro que no siempre hay contradicción. Mientras las instituciones (desde las leyes hasta las reglas del juego, las explícitas y las implícitas, las regulaciones y las normas sociales) estén bien estructuradas, generarán incentivos que permitan el logro de objetivos socialmente deseables y viceversa.

A nadie le costará trabajo explicar la razón por la cual una empresa utiliza todos los recursos disponibles para influir en la aprobación de una ley que le beneficia o para impedir otra que le afecta. Sus incentivos son transparentes. Lo mismo se puede decir de un líder sindical que paraliza una vía de comunicación o de un grupo de manifestantes que bloquea la avenida de los Insurgentes a la hora de mayor tránsito: todos saben que cuando un gobierno responde ante estos estímulos, tiene sentido llevar a cabo los bloqueos. Si, por el contrario, el gobierno hiciera cumplir la ley y aprehendiera a los manifestantes, las protestas públicas disminuirían de manera radical. No hay mucha ciencia en todo esto: los seres humanos respondemos ante incentivos.

La pregunta es qué ocurre con la construcción de las instituciones. A fin de cuentas, si los incentivos motivan que la gente se comporte de una determinada manera, bastaría con cambiar esos incentivos. Sin embargo, el hecho de que no sea fácil llevar a cabo esos cambios apunta hacia un problema mayor y más complejo. Un culturalista diría que la cultura impide ese cambio, en tanto que un institucionalista afirmaría que los responsables de llevar a cabo los cambios no lo hacen porque sus intereses sufrirían las consecuencias.

Vuelvo al tema del subdesarrollo. Harrison afirmaba que los impedimentos al desarrollo se encontraban en la mente, es decir, su perspectiva es la de un culturalista. Pero el tema me ha hecho ruido por mucho tiempo, sobre todo desde que me dediqué a tratar de entender el proceso de Irlanda, un país subdesarrollado y cada vez más despoblado por una población migrante en crecimiento (sounds familiar?) ante la falta de oportunidades. Luego de más de un siglo de subdesarrollo, pobreza y desperdicio, como nosotros, Irlanda súbitamente dio la vuelta, adoptó un conjunto de estrategias de desarrollo que transformaron su perspectiva y ahora es no sólo la economía que más crece de las europeas, sino que va que vuela a convertirse en la hermana rica de la Unión Europea.

Lo que ocurrió en Irlanda es que, un buen día, gracias a un liderazgo efectivo, los irlandeses se percataron de lo obvio: su país se estaba rezagando no por causa de una conspiración mundial o porque el pasado fuera sagrado, ni tampoco porque las importaciones desplazaran a sus productores locales o porque faltara capital u oportunidades de inversión o exportación, sino simple y llanamente porque ellos mismos estaban inertes. Todos los irlandeses, como los mexicanos hoy, sabían que estaban atrapados, pero cambiaron porque un liderazgo efectivo llevó a la población a reconocer, comenzando por los intereses más encumbrados, que todos ganaban, incluso esos intereses, si se lograba el crecimiento. El resto, para Irlanda, es historia; para nosotros, un calvario.

 

Conocimiento

Luis Rubio

Hace mucho que la economía tradicional dejó de ser central para el desarrollo. Entendida como agricultura y luego industria, por décadas constituyó el fundamento y pilar del crecimiento económico del país a lo largo del siglo XX. Esa plataforma le dio a México la estructura que hoy distingue la actividad económica y la organización del gobierno e, incluso, la forma en como se desarrollaron los asentamientos humanos de acuerdo a la clasificación de zonas urbanas y rurales. Lo novedoso es que la economía tradicional aporta cada vez menos empleos y los pocos que ofrece son cada vez peor pagados. El futuro no está en la economía industrial y agrícola que representa la esencia del programa gubernamental, sino en los servicios. Ahí, en servicios y valor agregado, es donde debemos colocar todos los pesos y los esfuerzos.

El concepto de servicios ha ido cambiando con el tiempo. Obviamente, el sector servicios no es algo nuevo y es visible y hasta preeminente en todas las sociedades industriales y urbanas. Pero la concepción tradicional de los servicios se reduce al transporte y los hoteles, los medios y los hospitales, los taxis y los restaurantes, incluyendo por supuesto al más costoso de todos, el gobierno. En su nueva acepción, los servicios no son algo adjetivo a la economía industrial y urbana, sino el futuro del desarrollo económico.

En esta perspectiva, el rubro servicios agrupa las principales fuentes de riqueza y empleo de las sociedades desarrolladas. Es decir, software, genética, biotecnología, informática, pero también centros de llamadas (call centres), servicios de alto valor agregado, tecnología, asesoría, logística, manejo de marcas. El concepto revoluciona día con día y hoy integra una multiplicidad de empresas y actividades que se han convertido en el corazón del desarrollo en el mundo moderno.

En algunos países, esos servicios se localizan en el punto más alto en la escala de generación de valor (donde destacan Estados Unidos, Canadá, Suiza y Singapur), en tanto que otros, aprovechando sus propias ventajas comparativas, han explotado puntos más bajos de esa escala (desde Irlanda hasta India). El común denominador en todos estos casos es que los servicios son ahora la principal fuente de nuevos empleos, típicamente en el nivel más alto de ingresos de sus respectivas sociedades.

La diferencia entre los viejos servicios y los nuevos radica en el conocimiento. Mientras que cualquier persona con un mínimo de habilidades o entrenamiento puede ser un mesero o telefonista, sólo alguien con elevados niveles de educación y especialización puede desarrollar software. En cierta forma, por siglos, la mayor parte de los empleos industriales y agrícolas eran indistinguibles de los que generaba el sector servicios: la mayoría requería de un entrenamiento modesto. Ciertamente, un médico o un ingeniero requieren una formación muy amplia y seria, pero en el viejo mundo industrial eran la excepción, no la norma.

En la realidad actual, los empleos industriales y agrícolas, así como los de servicios tradicionales, son esencialmente los mismos en todos los países y, por lo tanto, compiten sobre la base del costo. Así, la ventaja competitiva de un país en productos manufacturados y agrícolas tiene cada vez más que ver con el costo de la mano de obra (y, sin duda, los factores climáticos y geográficos) que con las habilidades o factores excepcionales de una nación. Puesto en otros términos, si el gobierno se empeña en fomentar un desarrollo industrial y agrícola como si estuviéramos en los albores del siglo XX, terminaremos arrollados por países mucho más productivos y con menores costos como China o India.

La verdadera riqueza en el siglo XXI se encuentra en los servicios de alto valor agregado dependientes del conocimiento. A diferencia de los viejos servicios, los nuevos requieren de habilidades excepcionales que sólo se pueden lograr con un sistema educativo volcado hacia la ciencia, la tecnología, las matemáticas y la lengua, todos ellos con criterios de calidad y mérito, algo virtualmente desconocido en nuestro medio. En contraste con un barrendero (un servicio tradicional), un empleado del conocimiento trabaja en las fronteras de la ciencia, aplica conocimientos acumulados, procesa información o diseña procesos de transformación. Se trata de una nueva manera de ver el mundo e impulsar el desarrollo económico.

Como ilustra el resurgimiento de la India en los últimos años, lo extraordinario de los servicios del conocimiento es que pueden florecer en cualquier medio, incluso en países pobres. Ciertamente, hay condiciones esenciales que deben estar presentes para que un país pueda subirse al carro de la economía del conocimiento, pero ellas, aunque difíciles de lograr, no son barreras infranqueables. Entre esas condiciones destacan algunas obvias (un sistema educativo de excepción y comunicaciones eficientes de muy bajo costo, por citar sólo dos ejemplos) pero también otras menos evidentes e igualmente críticas, como seguridad pública, existencia de mecanismos para dirimir disputas en materia de contratos, etcétera. Como muestra la India, ninguno de estos factores es insuperable si existe la voluntad política y la capacidad de acción gubernamental.

La alternativa a la construcción de una economía fundamentada en el conocimiento es el empobrecimiento. No hay de otra. Fomentar la economía industrial y agrícola, como eje de la política gubernamental, implica no sólo perder otra oportunidad más para lograr el desarrollo del país, sino que supone una ingente transferencia de recursos hacia actividades y sectores que no tienen futuro como plataforma de desarrollo del país. Lo anterior no quiere decir que las actividades industriales y agrícolas existentes sean irrelevantes o que el gobierno no deba tener una estrategia para fomentarlas, pero debe hacerlo no con transferencias y otros mecanismos discriminatorios y de protección, sino con una elevación sistemática de la productividad a través de una mejoría sustancial de la calidad educativa y la infraestructura, así como mediante la eliminación de barreras y obstáculos burocráticos y de otro tipo. Es decir, debe agregarle valor en la forma de servicios a la producción tradicional.

Los franceses fueron arrollados en la segunda guerra mundial porque se prepararon para una invasión como la que habían sufrido en la primera guerra. Pretender construir o reconstruir una economía industrial a estas alturas sería equivalente a esa pifia. A México le urge un gobierno que piense cincuenta años adelante, no medio siglo atrás.

 

¿Transición?

Luis Rubio

Ya es tiempo de reconocer, y aceptar, que México no transita hacia la democracia. Ciertamente, atrás quedó el viejo sistema político con sus estructuras semiautoritarias y los mecanismos de control que hacían del partido en el poder un instrumento excepcional para mantener la disciplina política y gobernar. Pero en lugar del viejo sistema nos hemos estancado en un nuevo estadio político en el que no hay avances hacia una mayor representatividad y  efectividad gubernamental. Lejos de arribar a la democracia, conservamos muchas de las viejas estructuras autoritarias (algunos sindicatos son el ejemplo más obvio) al lado de mecanismos excepcionales de transparencia. Es decir, abandonamos el muelle del viejo sistema pero no llegamos a la estación de la democracia. Puesto en otros términos, aterrizamos en una estación distinta a la que se pretendía llegar y no estamos transitando hacia ningún otro lugar. Otras cosas tendrán que pasar para romper la inercia del estadio al que llegamos.

Lo que hacía funcionar al viejo sistema dejó de existir. La nueva realidad combina en forma extraña restos de bastiones autoritarios que no sólo se han adaptado a las nuevas circunstancias, sino que han aprendido a explotarlas con todavía mayor éxito que en el pasado. Algunos de esos bastiones, como los partidos, han experimentado algún grado de transformación, pero ahora se han adueñado de la vida política. El Congreso emplea los bríos de nuestra precaria democracia para controlar, impedir e incluso castigar al ejecutivo.

A pesar de lo anterior, nadie puede dudar que el cambio logrado entraña más beneficios que perjuicios. Quizá el mayor de ellos radica en la desaparición del potencial de abuso que antes se concentraba en un solo personaje. Eso no significa que el abuso haya desaparecido pero, por decirlo de alguna manera, se ha democratizado: ahora hay un sinnúmero de potenciales fuentes de abuso, la mayoría de ellas de menor dimensión a las del pasado. La competencia electoral, sumada a algunas ventanas de transparencia y a un poder desconcentrado, trae consigo dificultades nuevas, pero disminuye la posibilidad de que un hombre decida por todos y esa es una mejoría nada despreciable.

Comencemos por revisar algunas razones obvias por las que México carece de democracia:

  1. Hay elecciones competidas (no siempre respetadas), pero no existen mecanismos de representación efectivos, que son, a final de cuentas, la esencia de la democracia. El ciudadano no es la razón de ser de la democracia mexicana. Más bien, al revés, son las corporaciones sindicales, políticas, paraestatales y empresariales las que deciden por los ciudadanos
  2. La justicia de los políticos ha mejorado a nivel de la Suprema Corte, pero el poder judicial sigue estando viciado, sufre de corrupción y no le sirve al mexicano de a pie para resolver las injusticias cotidianas o excepcionales.
  3. La competencia política es sumamente limitada, el acceso a la competencia extraordinariamente costoso y las decisiones siempre acaban siendo impuestas por la soberanía de los partidos. Otra vez, la ciudadanía nada tiene que decir.
  4. A diferencia del viejo sistema, hoy existen contrapesos frente al poder del ejecutivo, pero no así con respecto al poder del legislativo. Ganamos una, pero perdimos cientos más del otro lado.
  5. Todas las discusiones relativas a la transformación institucional del país acaban versando sobre cómo maximizar las ventajas y el poder de los partidos y el legislativo. Nadie está preocupado por construir un sistema de pesos y contrapesos o de encontrar un equilibrio que conduzca a un mejor sistema de gobierno. Lo que se procura es más poder para un lado, no un mejor país.
  6. Algunos sindicatos controlan las principales fuentes de oportunidad para la movilidad social y el desarrollo presente y futuro del país (por ejemplo, educación y energía), pero no existen mecanismos de contrapeso frente a éstos y sus objetivos son estrictamente políticos y pecuniarios.
  7. Sin duda, se ha ganado en el terreno de la transparencia y la libertad de expresión, pero hemos caído en otro berenjenal: en ausencia de reglas (incluida ahora la preocupante despenalización de la difamación), el potencial de abuso y exceso se magnifica. Nadie puede objetar la existencia de mayor libertad, pero tampoco queremos caer en lo que Jorge Castañeda ha acuñado como “comentocracia”. Tampoco se puede ignorar la absoluta falta de respeto a la libertad de otros, como ilustró la presentación del libro de Carlos Tello Díaz en fechas recientes.
  8. El nuevo estadio político no es mejor para lidiar con una de nuestras peores características: la desigualdad social. El famoso “cambio” logró desarticular la vieja presidencia pero dejó intactas todas las estructuras socioeconómicas y políticas. El statu quo no permite atacar el problema de fondo, la falta de movilidad social, y no hay ninguna propuesta en el espectro político, incluidas las “alternativas”, que ofrezcan algún viso de oportunidad en esta materia.
  9. El abuso se ha “democratizado”. La causa ya no reside en una persona, pero el abuso sigue siendo ubicuo: lo mismo el inspector gubernamental que Telmex, la burocracia o las empresas eléctricas. Se nos dice que no pagamos suficientes impuestos, pero las dependencias gubernamentales no cumplen con su función. ¿Democracia? ¿Para quién?
  10. Sin duda los mexicanos poseemos muchas más libertades que antaño, pero eso no nos hace democráticos. Para Karl Popper, el fundamento de la democracia reside en que el sistema político esté constituido de tal forma que la ciudadanía pueda deshacerse de los malos gobernantes sin violencia ni derramamiento de sangre. Bajo ese rasero −y si observamos la inseguridad, la violencia, la falta de aceptación de las reglas del juego y la sucesión de malos gobiernos−, la democracia mexicana ni siquiera aprueba de panzazo.

 

No es posible negar algunos de los avances de nuestra política, pero resulta imposible defender que se trata de problemas de la transición. Todo indica que hemos arribado a un nuevo estadio y la lucha política hoy no es sobre cómo avanzar para construir un sistema político efectivo, sino qué hacer para mantener el control y, en todo caso, distribuir el poder entre quienes lo detentan. En este proceso hay claros intentos de reconstrucción de la vieja estructura centralizada, empatados con aquellos orientados a consolidar al poder legislativo como un mecanismo destinado a mantener el statu quo. Arribamos a un lugar distinto a la democracia y ahora tenemos que lidiar con esa nueva realidad.

www.cidac.org

¿Qué hacer?

Luis Rubio

Los monopolios y las prácticas monopólicas inhiben el desarrollo e impiden el progreso del país. Eso es cierto tanto en la política como en la economía. En la política, tres partidos controlan el acceso al poder, determinan las reglas para la creación de nuevos partidos y, aunque parezca increíble, establecen los criterios conforme a los cuales la ciudadanía puede ser representada. En la economía, un puñado de empresas impone precios y (mala) calidad a los consumidores, de la misma forma que un grupo igualmente pequeño de sindicatos se ha adueñado de vastos sectores de la economía y de la educación. El país trabaja para ellos. El problema es que resulta más sencillo hacer un juicio tajante sobre los efectos de la falta de competencia que diseñar estrategias idóneas para cambiar la realidad.

Tan pronto se inicia el análisis de estos temas, es evidente que no existe una solución mágica que resuelva todos estos problemas de una sola vez. Sin embargo, sí podrían articularse respuestas diferenciadas que permitieran mayor competencia sector por sector, pero esto requiere definiciones políticas fundamentales.

Para comenzar, aunque hay muchas quejas sobre los usos y abusos de poder perpetrados por actores económicos, políticos y sindicales, toda la construcción institucional del país crea, promueve y sostiene esas estructuras que tanto se denuncian. La Secretaría de Economía no define sus funciones en aras de elevar la competencia al interior de la economía mexicana para beneficio del consumidor, sino que la entiende como un factor de apoyo a los productores nacionales. La SCT defiende y protege el statu quo en las telecomunicaciones. Los partidos políticos se oponen a la competencia directa por las curules en el congreso y la reelección de legisladores. Todos procuran el apoyo de sindicatos cuyo poder y riqueza se deriva de los contratos colectivos. Es decir, la competencia es estructuralmente incompatible con nuestra realidad política.

En este sentido, lo primero que deberíamos hacer para crear un entorno competitivo es cambiar nuestra manera de ser y de concebirnos. La estructura de la economía y la política en el país es producto de una serie de decisiones que se han acumulado a lo largo del tiempo y que hoy se traducen en la triste realidad que tenemos. Por décadas, si no es que por siglos, el país y cada uno de sus gobiernos ha privilegiado la creación de áreas de influencia para el beneficio particular. Antes se otorgaban concesiones y alcabalas para que algún amigo del virrey o gobernante en turno pudiera explotarlas; hoy se adjudican pensemos en la renovación de concesiones de radio y televisión para apoyar al gobierno en la próxima elección: el tema cambia pero el criterio permanece, independientemente del partido que ocupa la presidencia. De esta manera, el dilema real no es sobre los poderes fácticos o los monopolios sino sobre el criterio que norma la toma de decisiones. Mientras el sistema siga prefiriendo el control sobre la competencia o sea, el clientelismo sobre el desarrollo, lo que cosechará serán poderes e intereses ultra poderosos a costa del consumidor y el crecimiento.

Como en otros ámbitos de la política pública, la discusión sobre los monopolios está mal enfocada. Lo que importa no es el comportamiento de una empresa o un sindicato, sino el entorno que propicia su existencia. Históricamente, los gobiernos han creado un entorno que privilegia la concentración de poder porque eso funciona para ejercer el control político. Como reza el dicho, no tiene la culpa el indio sino el que lo hace compadre: en México, el gobierno estimula la proliferación de compadres. Cuando la población y el sistema político en conjunto reconozcan que la existencia de monopolios es perniciosa, el país comenzará a cambiar.

Como lo muestran España, Francia, Japón y Corea, por un lado, o Taiwán y China, por otro, no existe un solo modelo de competencia. Algunos países privilegian el desarrollo de grandes consorcios, otros fomentan la fragmentación de los mercados. En Francia y en Japón dominan las grandes empresas, mientras que en Taiwán y en China proliferan las pequeñas. Pero esos países, no obstante su diversidad y capacidad competitiva, muestran que no hay una situación de competencia perfecta. China tiene un sistema político centralizado y Francia, país que acoge a algunas de las empresas más formidables del orbe, preserva una estructura política que confiere enorme poder a grupos de interés como los agricultores y algunos sindicatos. Estos países también revelan que la solución a los problemas de competencia y monopolio generalmente descansa más en el entorno creado por el gobierno que en acciones de autoridad individuales.

Nuestro pasado generó condiciones que resultaron funcionales en su momento. Sin embargo, la globalización y los cambios políticos y económicos que el país ha experimentado en las últimas décadas, han creado una serie de desfases y concentraciones de poder que contraponen a una sociedad grande y demandante con una economía poco exitosa y productiva. Si bien lo deseable sería una modernización cabal de las estructuras institucionales y del sistema de regulación en su conjunto, eso requeriría un ejercicio mayúsculo de transformación política. El riesgo de no hacerlo podría desatar una ola contra la empresa privada en general, que acabaría por matar a la gallina que crea los empleos.

Con todo, quizá sería posible comenzar a abrir espacios de competencia a través de decisiones puntuales en actividades y sectores de tal suerte que, poco a poco, se vaya transformando el entorno competitivo del país. Evidentemente, nada de eso reformaría la estructura del poder (partidos y sindicatos), pero sí permitiría alterar el espacio productivo que afecta a los consumidores.

Un gobierno decidido a crear un ambiente competitivo podría dar los primeros pasos cambiando la lógica de la administración económica, adoptando, por ejemplo, un arancel cero para todas las importaciones, incluyendo los bienes y servicios susceptibles de ser comerciados, como los energéticos, así como la eliminación de restricciones a la inversión extranjera, para privilegiar al consumidor y acabar con muchas fuentes de corrupción. Y ese es el punto de fondo: en su esencia, lo que el país tiene que decidir es si va a privilegiar al ciudadano y al consumidor o al statu quo de los que detentan el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Es decir, la verdadera decisión es entre adoptar un esquema competitivo o construir un nuevo pacto político entre los grandes poderes y el gobierno. Pretender cambiar un factor aquí o allá no haría diferencia alguna.

 

Otro enfoque

Luis Rubio

La economía mexicana lleva más de cuarenta años de convulsiones, pero todavía no ha encontrado su camino. En este tiempo se han presentado toda clase de evaluaciones y propuestas para enfrentar los problemas: desde el propio Antonio Ortiz Mena como secretario de Hacienda planteando modificaciones al desarrollo estabilizador, hasta la agria campaña de AMLO el año pasado. Echeverría abandonó el desarrollo estabilizador e inauguró la era de crisis por todos conocida. Salinas empezó una fase de reformas que nunca concluyó. Fox desaprovechó la oportunidad, encabezando un gobierno fallido que sólo prolongó la agonía, además de empeorarla.

En las discusiones acerca de cuál ruta tomar ha habido de todo: propuestas de más gasto y de menos gasto, apertura o cierre de la economía a las importaciones, programas para atraer la inversión extranjera lo mismo que planes para limitarla. Las recetas son muchas y se han probado, algunas con resultados catastróficos. Sin embargo, hemos sido incapaces de alcanzar una tasa de crecimiento elevado y sostenido. Ya es hora de cambiar el enfoque.

Más allá de las interminables propuestas vertidas, quizá sea tiempo de pensar de otra manera. No me cabe la menor duda que, para prosperar, una economía requiere ciertos fundamentos sin los cuales el crecimiento es imposible. Esos fundamentos tienen que ser creíbles, es decir, permanentes y no formar parte de esa incertidumbre eterna que nos caracteriza.

Hay obviedades, por supuesto: el entorno macroeconómico (sin estabilidad nadie puede planear); las regulaciones, que hacen la vida imposible al empresario potencial y lo motivan a dedicarse a otra actividad o vivir en la informalidad; la burocracia, que exprime a ciudadanos y productores matando toda iniciativa. Parecen verdades de Perogrullo pero no lo son y un ejemplo dice más que mil palabras: hace un año, una conocida mía pretendía comprar un coche. El vendedor le explicó las opciones de financiamiento: tomar un crédito a tasa de interés fija relativamente alta o a una tasa variable más baja pero con el riesgo de altibajos. Lo revelador fue la forma en que lo planteó: todo dependía del posible ganador de las elecciones: tome la tasa de interés fija si cree que ganará López Obrador, tome la variable si piensa será Calderón.

Aunque nadie puede garantizar la estabilidad, que depende de variables no siempre controlables, es evidente que en México no hay un consenso al respecto y esa es una fuente de enorme incertidumbre. A diferencia de lo comentado por el vendedor de coches, recuerdo alguna vez la forma en que Felipe González, a la sazón presidente de España, anunció las consecuencias de un incremento en los precios mundiales del petróleo: palabras más, palabras menos, dijo: acabamos de hacernos más pobres y tendremos que encontrar la forma de elevar la productividad para absorber el golpe. Es decir, su respuesta fue la de un mandatario comprometido con la estabilidad, no la de alguien que juzga la estabilidad como un factor secundario o exógeno.

Pero más allá de los fundamentos elementales, que sin duda han mejorado en el país, quizá sea tiempo de preguntarnos por los temas de fondo que afectan las decisiones de los potenciales empresarios. Nadie ha dedicado tanta cabeza a este tema como Gabriel Zaid. Desde El progreso improductivo hasta sus artículos periodísticos recientes, Zaid ha hecho una crítica al enfoque implícito en la política económica. Desde su perspectiva, el problema reside en la microeconomía: en los impedimentos que hacen imposible la vida de un empresario; en la mentalidad que motiva las decisiones de los burócratas; en la creencia de que más burocracia, y más requisitos burocráticos, son siempre la solución a cualquier problema. La mentalidad burocrática que ha tomado control de la economía mexicana desde los setenta sólo sesga las decisiones de inversión, limita el desarrollo empresarial y condena al país a tasas miserables de crecimiento.

Hace unos treinta años visité la fábrica de un amigo. Producía medicamentos y estaba solicitando la aprobación de la FDA, la agencia responsable de medicamentos y alimentos de EUA, para poder maquilar y vender sus productos a laboratorios estadounidenses. La fábrica crecía de manera orgánica: con una inversión inicial gracias al ahorro del dueño y préstamos de familiares, todo el dinero se había destinado a construir el laboratorio. En lugar de oficinas había un pequeño cuarto con techo de lámina, tres escritorios y un enjambre de cables telefónicos. Unos años después, cuando el laboratorio producía de manera constante, mi amigo construyó un pequeño edificio de dos pisos para las oficinas y una cochera al nivel de la calle. Era un empresario prototípico de la zona industrial aledaña al DF.

Platicando con él en aquella visita, me comentaba sobre el contraste entre el proceso de aprobación de una solicitud por parte de la FDA y los inspectores de la entonces SSA. Los inspectores americanos consideraban los procesos productivos, la toma de decisiones, el apego a los manuales, es decir, todo lo que hacía predecible y confiable una línea de producción. Los inspectores mexicanos destinaban sus esfuerzos para buscar anomalías físicas, no necesariamente relacionada con la producción, con el objeto de girar una sanción y, así, negociar con el afectado el pago de una mordida. El contraste entre ambos posturas ilustra las diferencias de enfoque y de poder de las burocracias.

La fábrica se vendió años más tarde, pero lo interesante es que sirve de ejemplo a las críticas persistentes de Zaid. Cuando una empresa grande propuso la adquisición, mi amigo estaba preparando un gran plan de expansión. Su cálculo era que el nuevo laboratorio costaría aproximadamente un millón y medio de dólares. Cuando la empresa adquiriente analizó el proyecto, su conclusión fue que el costo sería de 37 millones. Hablando sobre la abismal diferencia en el cálculo, resultó que ésta era de enfoque: para mi amigo lo primero era el laboratorio (con reactores hechos a mano y en las instalaciones) y éste produciría el efectivo que le permitiría construir otras instalaciones, oficinas y demás. Para la empresa adquiriente, los reactores serían importados y el cálculo comenzaba por el ejército de ejecutivos y las prestaciones que los acompañarían. Al final, ambos acabarían produciendo lo mismo.

Dudo que un empresario como aquél sea concebible hoy en día dado el enfoque que prevalece en la administración microeconómica del país.

 

Monopolios

Luis Rubio

El tema de la competencia y los monopolios ha adquirido una inusitada atención. En un país que por décadas ha privilegiado el control sobre la competencia en todos los ámbitos de la vida pública, el mero hecho de discutir el tema es noticia. El debate es necesario porque el país vive estrangulado por intereses decididos a que nada cambie y, a diferencia de lo expresado por Lampedusa en El Gatopardo, ni siquiera ven la necesidad de disfrazarse.

Se usa la palabra monopolio para expresar fuerza, poder, pero no porque necesariamente se monopolice algo; es decir, en el debate se ha dado por identificar monopolio con la capacidad de inhibir la competencia. Los monopolios son perniciosos porque hacen imposible el desarrollo equilibrado de una sociedad. En lugar de permitir que cualquier ciudadano, por el hecho de serlo, tenga la posibilidad de desarrollar su potencial al máximo, los monopolios controlan accesos al poder, a la riqueza y al trabajo, paralizando al conjunto de la población. Con una definición tan amplia, México sufre de monopolios o equivalentes en todos los ámbitos de la vida pública. Pero no todos los llamados monopolios son perniciosos; algunos tienen un enorme impacto negativo, otros no; aún más importante, no todos son iguales ni pueden enfrentarse de la misma manera.

Si uno revisa las definiciones de diccionario y las extiende de la economía al conjunto de la sociedad, podrá reconocer las distintas maneras de ejercer un poder excesivo: por controlar una actividad, sector o acceso; por gozar de ventajas naturales o creadas excepcionales; por ser el único comprador o proveedor de un servicio; o por hacer efectivo lo que los economistas llaman poder de mercado, es decir, imponen condiciones a quienes aspiran a participar en una actividad determinada. Independientemente de la definición que uno prefiera, lo relevante es que un monopolio o práctica monopólica impide o inhibe la competencia, lo que cancela opciones para el desarrollo de los ciudadanos y consumidores.

La presencia de una práctica monopólica se puede manifestar de distintas formas. En el ámbito económico se expresa por medio de precios altos, mala calidad, pésimo servicio o abuso por parte de proveedores. En el plano laboral se manifiesta en el control sobre la contratación que ejercen los sindicatos a través de la titularidad de un contrato colectivo, instrumento que impide el acceso a cualquier ciudadano a un determinado puesto de trabajo si no es con la venia del sindicato en cuestión, así como por la llamada cláusula de exclusión, que permite eliminar a enemigos políticos o personales del liderazgo sindical. Esta situación establece costos artificiales (es decir, no de mercado) para la mano de obra, mismos que se ven reflejados en los precios finales.

En el ámbito político, la práctica monopólica estrecha nuestras opciones como ciudadanos y nos obliga a votar por el candidato menos malo, ya que la barrera de acceso impide que los mejores participen. Lo mismo se aprecia en la forma del llamado mayoriteo que puede ejercer un partido en el poder legislativo.

Pueden existir situaciones potencialmente propicias para las prácticas monopólicas por toda clase de razones y circunstancias. En algunos casos son legales, como ocurre con la ley electoral vigente, que le otorga un virtual monopolio del poder a los tres partidos políticos mayoritarios, o con el control que la constitución le otorga al gobierno en materia energética. En otros casos, se puede tratar de errores estratégicos: por ejemplo, la forma de privatizar una empresa, como ocurrió con Telmex. También puede ocurrir por corrupción o, en forma eufemística, por conveniencia coyuntural, como cuando existen facultades para eliminar una situación de monopolio o duopolio pero el gobierno prefiere no actuar; tal es el caso de la televisión. Finalmente, puede darse como resultado del éxito empresarial, sobre todo dado el tamaño relativamente pequeño de la economía mexicana, donde una empresa muy exitosa termina adquiriendo enorme presencia: ahí están Walmart y Telcel como ejemplos obvios.

Si uno analiza la ley de competencia, encuentra una distinción que permite diferenciar entre empresas o, ampliándolo al conjunto de la sociedad, entidades o instituciones que llevan a cabo prácticas monopólicas absolutas (es decir, que establecen alianzas para imponer sus condiciones), de aquellas que sólo incurren en una situación de esta naturaleza cuando hacen valer su poder de mercado (lo que la ley llama práctica relativa). Lo importante es reconocer que la naturaleza y el origen del poder excesivo determina en buena medida las opciones que existen para corregir la situación: no es lo mismo un monopolio que surge de la ley que otro producto de una circunstancia particular de mercado, ni se puede tratar de manera similar a una empresa cuyo poder se deriva de una concesión gubernamental de aquella que es producto del éxito empresarial.

Lo crítico en la evaluación de una situación monopólica es el mercado relevante. Si una empresa o entidad es grande o chica, no importa en sí. Lo fundamental es cómo incide en el mercado en que opera. Mientras la mayoría de los sindicatos goza de cláusulas de exclusión, hay otros que son virtuales dueños de su sector (como los maestros, petroleros o electricistas). Hay empresas grandes cuyo tamaño responde más a una lógica de consolidación a escala mundial, lo cual no tendría porqué incidir sobre la competencia: lo importante son las regulaciones que norman el mercado para garantizar la competencia.

Detrás de la estructura económica que permite la existencia de monopolios yace un sistema de gobierno que ha privilegiado el control y los beneficios de corto plazo sobre el desarrollo económico. Ello se debió, en parte, a la búsqueda o afán por mantener el poder y en parte por evitar conflictos de cualquier naturaleza; la suma de ambos criterios generó nuestro presente.

Muy pocos de nuestros gobiernos del pasado meditaron sobre la importancia de la competencia. Más preocupados por lo contingente, hicieron posible que otros actores con mayor visión hicieran de las suyas. En México no ha habido gobiernos preocupados por el futuro porque todos se ahogan en la coyuntura o en los intereses particulares de políticos y partidos, circunstancia que permite a los factores de poder explotarla en su beneficio.

Quizá la lección más importante que arroja nuestro pasado es que el mejor control al abuso no es la regulación ni la propiedad gubernamental, sino la competencia, en todos los ámbitos. Pero es más fácil denunciar el abuso que resolverlo. De ello hablaré en otra oportunidad.