Luis Rubio
El Congreso está sumido en una importante discusión en torno al rediseño de las instituciones del gobierno mexicano. Se trata de la construcción de una nueva plataforma institucional que responda a las cambiantes realidades políticas del país. Lo que es crucial es que la reforma que eventualmente se apruebe responda no sólo a las demandas de los partidos políticos, sino que en su esencia contemple los espacios de participación ciudadana que una sociedad como la mexicana requiere para su desarrollo.
La necesidad de una reforma institucional o “del Estado”, como pomposamente se le ha llamado, es obvia. Con el “divorcio” del PRI y la presidencia a partir de la derrota de ese partido en 2000, el país experimentó un cambio radical en su realidad política: la presidencia dejó de ser la fuente de poder casi absoluto alrededor de la cual todo el resto del sistema político giraba. Es decir, cambió la realidad del poder, pero las instituciones siguieron siendo las mismas, con toda la disfuncionalidad que esa nueva situación entraña. La idea de transformar al Estado mexicano es una respuesta lógica a una situación real y en buena medida urgente.
En la iniciativa que presentó la fracción del PRI en la Cámara de Diputados se plantea una reforma radical de la estructura tradicional del poder. En su esencia, la propuesta se fundamenta en el objetivo de fortalecer al poder legislativo creando una estructura parlamentaria con funciones ejecutivas muy similares a las que caracterizan al gobierno francés. La idea es que un jefe de gabinete emanado del poder legislativo le daría un mayor dinamismo y funcionalidad a la toma de decisiones, resolviendo uno de los mayores problemas que hoy en día caracterizan al sistema de gobierno dividido.
Una propuesta de esta naturaleza sólo podría estar orientada por uno de dos objetivos: el primero sería que se procura conferirle una mayor funcionalidad al sistema de gobierno a través de un proceso de decisiones que incorpora, desde su inicio, la concurrencia del poder legislativo en las iniciativas que avance el jefe del gabinete; el objetivo alterno consistiría en pretender redefinir las relaciones de poder en la sociedad mexicana. Desde luego, lo probable es que la iniciativa esté animada por una combinación de los dos propósitos.
Nadie puede disputar la necesidad de reformar al gobierno para darle una mayor funcionalidad. En esto, la búsqueda del primer objetivo es no sólo bienvenida, sino por demás encomiable. El gobierno mexicano lleva una década sin funcionar debidamente, además de estar saturado de conflictos. Un rediseño que resuelva estos dos entuertos sin duda constituiría una gran contribución al desarrollo del país. El riesgo de una empresa de esta naturaleza reside en que el rediseño no haga sino recrear al viejo sistema con un nuevo disfraz, un poco como ocurrió con el PRI que, en un sentido histórico, representó la continuación del porfiriato por medios institucionales.
Aquí es donde entra en juego el segundo objetivo. Un rediseño del sistema político inexorablemente entraña la redefinición de las relaciones de poder. La pregunta crucial es si el objetivo de la iniciativa es el de la redefinición del poder entre el ejecutivo y el legislativo o una consecuencia de la misma. Aunque parezca un mero juego de palabras, la diferencia es fundamental: en el primer caso estaríamos ante un virtual golpe a la presidencia, en tanto que en el segundo se trataría de una renegociación institucional de las relaciones de poder. El orden de los factores si altera el producto.
Pero la trascendencia de esta redefinición en las relaciones de poder no reside exclusivamente en la motivación de los autores de la iniciativa sino en las estructuras que la llegasen a sustentar. No es lo mismo el fortalecimiento de un poder legislativo plenamente representativo que uno aislado o relativamente aislado de la ciudadanía. En aquellos sistemas en que la ciudadanía constituye el factor de soberanía política, es decir, que efectivamente tiene capacidad de exigir rendición de cuentas por parte de sus representantes en el poder legislativo, una reforma de esta naturaleza abre puertas y oportunidades antes no existentes. Por otra parte, un poder legislativo aislado de su sociedad que acaba siendo el beneficiario del antiguo poder presidencial no representa más que una nueva forma del viejo sistema al que se está queriendo sustituir.
Entre los beneficios que aportaría una estructura política fundamentada en un gobierno emanado del poder legislativo y con un ejecutivo con carácter de jefe de Estado (y las atribuciones que acabara preservando que, al menos en el modelo francés, a diferencia del inglés, siguen siendo amplias) estaría el de privilegiar la negociación por encima del conflicto. Es decir, si el problema político del México de hoy se define como uno de ausencia de mayorías y capacidad de decisión gubernamental, la existencia de un gobierno emanado del Congreso casi garantiza la solución a ambos problemas.
Por otro lado, si el problema político del país se define como uno de falta de representación y ciudadanía, es decir, como uno de un déficit democrático, la solución propuesta funciona sólo en la medida en que el poder legislativo sea ampliamente representativo, transparente y sujeto a una estricta rendición de cuentas. Desde esta perspectiva, la propuesta de reforma institucional sólo podría funcionar de modificarse tres componentes centrales, de hecho factotums, de la política mexicana actual: primero, sería necesario eliminar ese híbrido extraño que caracteriza a nuestro poder legislativo en el que se mezclan diputados y senadores electos por mayoría con otros electos por representación proporcional; segundo, habría que instaurar la reelección de legisladores; y, tercero, habría que facilitar la creación de nuevos partidos para desincentivar el recurso a vías no institucionales. Sólo cambiando estos tres elementos podría afirmarse que una reforma como la propuesta seria algo distinto a un mero enroque al estilo de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual.
El gran beneficio del proyecto de reforma propuesto reside en que se institucionaliza la política mexicana y se crean incentivos para que los actores en la política negocien y busquen soluciones dentro de los marcos legítimos, a la vez que se penaliza el actuar de grupos políticos independientes o violentos que juegan por canales extra institucionales, independientemente de que se consideren a sí mismos legítimos. El costo potencial es que se cierre la ventana de oportunidad al desarrollo de una democracia sustentada en la participación de una ciudadanía fuerte y pujante.