Luis Rubio
En Puebla se encontraron las realidades partidistas del país y el resultado no es alentador. El PRI prácticamente arrasó en las recientes elecciones estatales, confirmando su legendaria vocación de poder. Casi lo contrario se puede decir del PAN. Pero lo más evidente es que nuestro sistema federalista es un fracaso en términos democráticos.
El triunfo del PRI en el estado de Puebla es avasallador. El partido no sólo logró el control del legislativo local sino que ganó los 26 distritos y 143 de las 217 alcaldías en disputa. El PAN escasamente quedó como segunda fuerza, perdiendo plazas importantes, en tanto que el PRD, a pesar de los enormes recursos que dedicó y de la campaña permanente de López Obrador en el estado, quedó como la cuarta fuerza electoral, detrás del PANAL. Una situación como ésta sólo puede explicarse de una de dos maneras: o bien el PRI, partido en el gobierno del estado, ha tenido un desempeño extraordinario y excepcional o existen otras circunstancias que produjeron la debacle de la oposición.
Bajo cualquier rasero, el desempeño del gobierno poblano, como el del oaxaqueño y otros similares, ha sido pobre y controvertido. Su economía no se ha destacado por resultados descollantes y los escándalos que han caracterizado a esos gobiernos estatales en los últimos años no sólo han empañado su administración, sino que, desde la perspectiva más generosa, los han distraído de sus responsabilidades cotidianas. Incluso utilizando la óptica más benigna, al igual que en el caso de Oaxaca, es imposible pensar que, con su voto, la población refrendó los miserables resultados de esa administración estatal.
Si la explicación del triunfo del PRI no reside en la calidad superior del gobierno del estado, ésta tiene que encontrarse en otras circunstancias. Aventuro dos hipótesis complementarias: primero, el gobernador tiene un control real y efectivo de los órganos electorales y legislativos, lo que le confiere una infinita capacidad de manipulación; y, segundo, el PRI y los priístas tienen una vocación de poder que les permite superar cualquiera sus disputas y diferencias internas y que contrasta con la ausencia de esa misma vocación en el PAN, cuya lógica sigue siendo la de un partido de oposición, más preocupado por sus querellas ideológicas que por gobernar. De ser válidas estas hipótesis, sobre todo la primera, la democracia mexicana estaría en severas dificultades.
Comienzo por la primera hipótesis. Los gobernadores se han convertido en virtuales señores feudales: controlan no sólo la hacienda pública sino toda la política local. A través de las ingentes sumas de dinero que reciben del erario federal y por sobre las cuales, para todo fin práctico, no tienen que rendir cuenta alguna, tienen una bolsa de dinero prácticamente ilimitada para ejercer el control total de los procesos políticos locales. A través del dinero someten y dominan a sus legislativos locales, comprando votos y voluntades sin resquemor alguno. Desde su perspectiva, lo que cueste el control es barato porque los dividendos son desproporcionados.
No es casualidad que los gobernadores enfrenten una situación de extraordinaria tersura en su relación con el poder legislativo local. A menos que gocen de una cultura política de corte ateniense, a diferencia de lo que hoy ocurre a nivel federal, el peso del gobernador es aplastante, como en su momento lo fue el del presidente a nivel federal. Nadie puede con el poder real coercitivo y económico- de los gobernadores. Nuestros gobernadores controlan todos los órganos políticos estatales: a través del control del legislativo local nombran a los miembros del Instituto Electoral Estatal, a los órganos de vigilancia del gasto y, en general, a todo lo que podría ser una fuente de contrapeso a su poder, incluyendo a la judicatura local. Además, en su actuar cotidiano, los gobernadores gozan de un vasto instrumental para manipular una elección de manera indirecta, como ilustró el gobernador de Oaxaca hace unos meses al utilizar unos bombazos como medio para alentar la abstención. Si la democracia está coja a nivel federal, simplemente no existe a nivel local.
Si a lo anterior se le agrega la excepcional vocación de poder de los priístas y la igualmente excepcional falta de vocación de poder entre los panistas, el cuadro adquiere características de las que el propio Mussolini se habría sonrojado. Los priístas saben qué es el poder, cómo se puede emplear y porqué es imprescindible dejar a un lado las diferencias entre sus diversos grupos en el momento de una elección. La evidencia de esto es abrumadora: lo vemos en la forma en que se organizan, votan y se disciplinan. A nivel federal, convirtieron la derrota en las urnas del año pasado en la oportunidad de controlar al poder legislativo en pleno.
En contraste, y siguiendo con la segunda hipótesis, el PAN sigue jugando a la oposición. Su tema no es el poder sino la agenda ideológica; sus candidatos no responden a la lógica de las preferencias electorales (que, uno supone, debería ser la principal consideración para un partido que aspira a ganar una elección), sino la pureza ideológica. Al PAN lo dominan su cerrazón ideológica (o la de su liderazgo) y las querellas y disputas internas. En lugar de plantearse llegar al poder como una oportunidad para implantar su ideario, temen ensuciarse con su ejercicio. En lugar de construir una maquinaria electoral desde el poder, se desviven por ser oposición y, ya en esa dinámica, una oposición pobre porque si no ganan elecciones ni oposición podrán ser.
En Puebla, un pequeño microcosmos de nuestro federalismo, se pudo observar la forma en que operan nuestros gobernantes, la inexistencia (¿e inviabilidad?) de un sistema efectivo de pesos y contrapesos y, en una palabra, lo modesto de nuestra democracia. Como en los viejos tiempos del presidencialismo priísta, los gobernadores se han apoderado de los órganos de decisión y utilizan el gasto público para controlar al estado y corromper a sus legisladores para ser amos y señores. La peor versión del modelo presidencialista se ha reproducido a nivel local y, como ilustra la elección de la semana pasada, no hay buenas razones para suponer que esto cambiará en el futuro.
El país pasó de la monarquía presidencial al feudalismo de los gobernadores y ahora se encuentra, a nivel federal, en una lucha por la re centralización del poder hacia el legislativo. No es difícil imaginar un nuevo modelo político donde el PRI, con algunos perredistas que igual que ellos saben usar el poder, acaben dominando la escena nacional. Pero es obvio que, a nivel estatal, los gobernadores son amos y señores sin contrapeso alguno.