El otro retorno

Luis Rubio

En México, solía decir el entonces secretario de Gobernación Enrique Olivares Santana, se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir muy poco. Ese era el México de entonces, un país en el que los mundos de la política y la economía estaban nítidamente diferenciados y en el que el peso del gobierno sobre la sociedad era brutal. Al menos por algunas décadas, las cosas funcionaron de esa manera y con resultados nada despreciables. Pero, como dijera Marx, no se debe confundir aquella tragedia con la farsa que representaría una segunda oportunidad. El mundo de hoy ya no es como el de entonces.

La preocupación que anima a nuestros políticos en su esfuerzo por restablecer un sentido de orden y funcionalidad a la vida política nacional no sólo es sensata sino encomiable. Todos ellos observaron el conflicto que precedió y siguió a los procesos electorales del 2006 y claramente llegaron a la conclusión de que el país se encontraba al borde del caos y que el potencial de desmantelamiento institucional era real y por demás grave. Uno puede o no coincidir con el sentido de las propuestas de solución que se han presentado en los últimos meses en materia de reforma de medios, elecciones y el resto de los proyectos contenidos en la iniciativa de reforma del Estado, pero nadie puede dudar que éstas responden a una acusada percepción de riesgo.

En concepto, habría dos maneras de enfocar el ajuste institucional que requiere el país. Una consistiría en reconstruir y, de hecho, recrear, el viejo sistema de control político con las adecuaciones que la realidad actual exige. El otro implicaría construir y desarrollar una nueva estructura institucional acorde con la cambiante realidad no sólo política, sino también económica e internacional. Es decir, una se inspiraría en lo que funcionó en el pasado en tanto que la otra buscaría sentar las bases de una estructura socio política distinta a la que ha caracterizado al país.

Lo que se observa es que el objetivo que se persigue es el de reconstruir el concepto de control que existía en el México del pasado, adaptándolo desde luego a circunstancias que han cambiado. De esta manera, por ejemplo, no es la presidencia la que concentraría el control político como antes, sino que éste se transfiere a los partidos políticos. En sincronía, el propósito último del nuevo esquema es el de restablecer la capacidad de control de los procesos que afectan la toma de decisiones: de ahí la importancia de someter al IFE a un régimen de estricta supervisión partidista y de desarrollar mecanismos institucionales para mantener el control de los medios de comunicación, de los miembros del consejo del IFE y, en general, de la vida política nacional. Se recurre a un entramado legaloide que, como antaño, justificaba y sostenía el statu quo.

Por supuesto, el gran cambio respecto al pasado reside en que ya no existe un partido hegemónico que le de funcionalidad al gobierno. Lo que se pretende ahora es construir un bloque hegemónico por parte de los tres partidos grandes para manejar a conveniencia al gobierno, cualquiera que sea el partido que lo origine. El congreso, como la presidencia, acaba siendo un mero instrumento en manos de los partidos para avanzar la agenda colectiva o individual. Se trata, pues, de una adaptación de los viejos principios de control a la realidad de hoy.

La adaptación no es sólo de carácter institucional. El país realmente ha experimentado un cambio de fondo en sus estructuras políticas. El poder que perdió la presidencia a partir del momento en que dejó de controlar al legislativo y, sobre todo, a partir de que el PRI, en su carácter de mecanismo de control, dejó de ser el partido gobernante, migró hacia los gobernadores y hacia los partidos políticos. Es decir, la concentración de poder de antaño, junto con las estructuras formales e informales para su ejercicio, ya no existe.

Pero el hecho de que el extremo de concentración del poder que caracterizaba al país en el pasado no se pueda reproducir no quiere decir que no se estén haciendo intentos en esa dirección o que la legislación que se está avanzando no vaya a traer consecuencias desagradables. El caso de la libertad de expresión es ilustrativo.

Los partidos políticos están empeñados en crear un entorno de competencia electoral terso donde sólo los políticos tengan capacidad de participar. Es decir, su pretensión fundamental es la de quitarle al ciudadano su potestad de participar en el proceso más allá del voto. La democracia mexicana dejaría de ser participativa y se limitaría al depósito del voto en la urna y al día de la elección. Todo el resto, antes y después de los procesos electorales, sería potestad de los partidos.

En ese entorno, nadie, excepto los partidos y sus candidatos, tiene derecho a expresar su concepción de país o su ideario y los propios partidos y candidatos estarían estrictamente constreñidos a presentar sus propuestas sin posibilidad de criticar o incluso contrastarlas con las de sus contrincantes. Las organizaciones civiles o empresariales, sociales o campesinas y sindicales estarían igualmente impedidas de manifestarse por un candidato o contra otro. El control y una dudosa apariencia de pulcritud y neutralidad por encima de cualquier consideración.

Se intenta así construir un escaparate digno de un cuento de hadas pero que inexorablemente choca con la realidad porque la sociedad humana no es así y ninguna democracia que se respete funciona de esa manera. Las personas observan, piensan y opinan. También quieren expresarse y convencer a sus vecinos y a sus amigos, a sus clientes y agremiados. Esa es la sociedad humana y no va a cambiar por más que los partidos lo intenten.

Pero supongamos que los mecanismos de control resultan ser efectivos, que la institución electoral sanciona a todo aquel que rompa con la omertá y que los medios y otros vehículos de expresión se disciplinan. ¿Qué clase de sociedad habremos creado? ¿Cómo funcionaría una sociedad así en el contexto de una economía mundial donde lo que prospera no es el control de la sociedad sino la creatividad, es decir, la capacidad intelectual, más que manual, de la población?

Es evidente que los partidos tienen la capacidad legal y política para imponer un régimen de control a modo y lo están avanzando. Lo que debiera ser claro es que ese régimen de control no es compatible con el desarrollo del país y de su población en la era digital. No vaya a ser que en su afán por controlarlo todo, los partidos acaben condenando al país al caos. India le va a acabar ganando a China, cuyo gobierno privilegia el control, porque su población es libre de pensar, expresarse y crear y eso, en la era digital, es lo único que importa. ¿Por qué entonces ir hacia atrás?