Luis Rubio
¿Por qué no crece más la economía? Esa es quizá la pregunta que con mayor insistencia se escucha en foros académicos, empresariales y políticos. Las respuestas que se ofrecen a tan fundamental interrogante son de chile, de dulce y de manteca: que si la economía del mundo o las reformas pendientes, la inversión pública o el gasto privado. El sólo hecho de que no haya una respuesta específica y concreta, o un consenso sobre la naturaleza del problema, dice mucho de nuestra realidad. Quisiera proponer que, por importante que pudiera ser cada uno de los factores que cada funcionario, empresario, académico o político propone como crucial para el desarrollo, la clave está en la existencia de un gobierno o, más precisamente, en la ausencia de gobierno que hemos padecido por años.
El problema comienza con el hecho de que, como sociedad, nos hemos acostumbrado a los niveles mediocres de desempeño económico que hemos experimentado por décadas y que viene de la mano de la desidia y del sentido de agravio que se encuentra a flor de piel. No es que no se hayan hecho esfuerzos por lograr elevados niveles de crecimiento de la economía o que no existan factores exógenos que expliquen algunas de las dificultades; tampoco se puede ignorar el enorme costo que ha tenido para el país el extraordinario desorden que en los setenta se introdujo tanto en la administración de la economía mexicana como en la conflictividad social, cuyas consecuencias (legislativas, regulatorias, políticas, de deuda pública y de pérdida de confianza en el futuro) seguimos padeciendo hasta hoy.
Las propuestas de corrección a la falta de crecimiento vienen en todos colores y sabores. Un mero listado (que no pretende ser exhaustivo) del tipo de propuestas que están en la mesa de discusión de la sociedad mexicana incluye las siguientes: adoptar un conjunto de reformas orientadas hacia el mercado como algunas de las que se han instrumentado en años recientes; crear un “consejo económico y social” por medio del cual se recrearía una estructura corporativista de coordinación entre los sectores productivos y el gobierno; recrear un gobierno “duro” capaz de restablecer el orden y acabar con los impedimentos actuales a la toma de decisiones; darle rienda suelta a los monopolios (sobre todo en las comunicaciones y la construcción) para que esas empresas y sectores se conviertan en los pilares señeros o campeones de una transformación industrial; adoptar una política industrial que identifique los sectores que serían ganadores en el futuro para apoyarlos con subsidios y otros mecanismos de protección y promoción; adoptar los principios del Estado de derecho que son característicos de las sociedades occidentales modernas y hacerlos efectivos; modificar los principios constitucionales que nos rigen a fin de adoptar concepciones occidentales de los derechos de propiedad; eliminar las fuentes de discrecionalidad, arbitrariedad y corrupción que actualmente son imperantes en la toma de decisiones dentro del gobierno; elevar la inversión pública como mecanismo generador de demanda en la economía nacional; y crear procesos que garanticen la transparencia en el actuar gubernamental y sindical.
La lista contenida en el párrafo anterior mezcla propuestas que pretenden construir una economía centrada en el ciudadano y consumidor con aquellas que privilegian al productor o al sindicalismo, las que enfatizan un gobierno arbitrario con las que propugnan por la visión de unas cuantas empresas líderes. Aunque obviamente tengo preferencias, esta enumeración no pretende argumentar cuál sería el mejor camino; lo que sí hace de manera fehaciente y, de hecho, brutal, es evidenciar el grado de confusión y conflictividad política que padecemos. La diversidad es tal que refleja no sólo intereses contrapuestos, sino la extraordinaria incapacidad de los mecanismos institucionales existentes para acotar y encauzar una discusión seria sobre el tema.
Si se analiza el contenido de las propuestas específicas se va a encontrar con que, independientemente de preferencias, algunas o muchas de ellas tienen sentido. Algunas son claramente interesadas, pero la mayoría pretende responder a problemas reales. Quienes ven al gobierno como un ente abusivo y arbitrario proponen transparencia y Estado de derecho; en contraste, quienes perciben a los problemas sociales y sus riesgos como fundamentales, privilegian las soluciones apoyadas en un gobierno duro, que se caracterice por su celeridad, independientemente de las consecuencias económicas o financieras. Quienes han sido frenados en sus proyectos de inversión privados o públicos por activistas de diversa índole (igual ecologistas u organizaciones no gubernamentales que comisiones como la de competencia) típicamente abogan por un gobierno capaz de hacer valer la fuerza sin contrapeso alguno.
Sea cual fuere la mejor alternativa, lo que los últimos cincuenta años han hecho evidente es que el factor clave en el desarrollo es el gobierno: no un gobierno grande o chico, sino un buen gobierno. La evidencia de esto, en México y en el mundo, es abrumadora: un gobierno con claridad de rumbo y capacidad de acción hace toda la diferencia; al mismo tiempo, un gobierno que abusa y que es corrupto no hace sino darle al traste a cualquier posibilidad de desarrollo. El gobierno chino ha actuado con el criterio de maximizar la estabilidad política a través de un acelerado crecimiento económico; el hindú se ha abocado meramente a allanar problemas y crear espacios para que pueda funcionar la economía privada. Son dos modelos que responden a sus circunstancias, pero ambos exitosos en su objetivo. Nosotros tenemos mucha discusión, pero carecemos de un modelo socialmente aceptado con posibilidad de funcionar.
De la era de gobiernos duros pero funcionales de los sesenta pasamos a la de los gobiernos abusivos y arbitrarios de los setenta y luego a la de los reformadores de los noventa, pero en todo ese proceso no se consolidó un sistema de gobierno efectivo. Desde esta perspectiva, parece evidente que nuestra economía no crece porque hemos tenido gobiernos incapaces de fajarse los pantalones y actuar de manera clara y consistente, pero dentro de un sistema funcional de pesos y contrapesos así como de un marco de legalidad y de sentido común.
Nuestro gobierno tiene que ser capaz de hacer valer un proyecto de desarrollo y contar con la habilidad política para controlar y limitar los excesos de los poderes fácticos dentro de un contexto de transparencia. En lugar de eso hemos tenido gobiernos que se auto limitan, que no son capaces de ponerle un “hasta aquí” a los abusos empresariales, sindicales o políticos y que han acabado cosechando la mediocridad que nos caracteriza. La pregunta es ¿hasta cuándo?