Presidentes

Luis Rubio

El péndulo es un factor inseparable de la política. Hay presidentes de derecha que acaban adoptando los objetivos de la izquierda y presidentes de izquierda que se convierten en paladines de las posturas de la derecha. La historia está llena de paradojas y contradicciones que no hacen sino confirmar la necesidad inexorable de ejercer el poder en forma pragmática. La historia de nuestros presidentes es elocuente al respecto porque ilustra lo vano de las etiquetas ideológicas, pero también los costos y oportunidades que cada presidente hace suyos en su manera de actuar.

En una visita turística que realicé hace años al palacio de Versalles en las afueras de París, el guía hizo una descripción que alude directamente a los avatares del poder. Luis XIV, decía el guía, construyó el imponente palacio; Luis XV lo disfrutó; y Luis XVI pagó el costo del lujo ahí contenido. Lo mismo se puede decir de nuestros presidentes: cada uno tomó las decisiones que consideró apropiadas, intentó equilibrar las fuerzas políticas del momento y asumió, a conciencia o sin ella, las consecuencias de su actuar. A unos les fue mucho peor que a otros. ¿Cómo le irá al presidente Calderón?

La idea del péndulo es que las realidades del poder obligan a un nuevo presidente a ajustar sus  objetivos y estrategias a las realidades que encuentra al momento de responsabilizarse de la conducción de una nación. Esa responsabilidad trasciende los cartabones que se asocian con la persona hasta el momento de una elección porque los posicionamientos cambian según las circunstancias. El presidente Lula de Brasil se encontró con la necesidad de ajustar su programa económico, de la misma manera en que el presidente de Gaulle no tuvo más alternativa que concluir la guerra argelina. México no ha sido excepción en estos avatares.

El presidente Miguel de la Madrid se encontró con un panorama aciago luego de los excesos de López Portillo y no tuvo más remedio que dedicarse a restaurar la calma, recoger los platos rotos y comenzar a limpiar la cocina. Aunque su gobierno fue esencialmente mediocre, su gran mérito residió en romper con devastación económica y política, consecuencia de la racha populista, y de los excesos de sus predecesores, que ahora se identifican con la llamada “docena trágica”.

Si nos abstraemos por un momento de lo malo de muchos de sus actos, Carlos Salinas fue un verdadero revolucionario en el sentido literal del término: rompió con el orden establecido. Su gran mérito residió en cambiar la lógica que por años había anestesiado al país, rompiendo mitos (como con las relaciones con Estados Unidos y el Vaticano y concepciones arcaicas como el ejido) y replanteando la lógica del desarrollo del país. Aunque su gestión acabó mal y los cambios que enarboló fueron insuficientes, nadie puede dudar que modificó el statu quo.

Después de Salinas vino Zedillo, un presidente sin ese espíritu revolucionario pero que supo restaurar la paz interna y reconstruir las finanzas públicas, aunque en el camino creó las condiciones para la revolución populista que se hizo presente en las elecciones del año pasado. Sin imaginación para transformar al país, tuvo que abocarse, una vez más, a enderezar las cosas, terminando su gestión sin pena ni gloria, pero envuelto en el manto del presidente democrático. La paradoja es que la figura de Ernesto Zedillo ha crecido más por los excesos de su predecesor y lo patético de su sucesor.

Vicente Fox es quizá, con la posible excepción de Madero, el único presidente de la historia moderna de México que tuvo la oportunidad de verdaderamente revolucionar al país y colocarlo al frente del siglo XXI, pero no entendió el momento ni la circunstancia. Gozó de una economía estabilizada, del llamado bono democrático, del apoyo mayoritario de la población y de un extraordinario nivel de aprobación y tolerancia. Pero su frivolidad, superficialidad, lejanía de la toma de decisiones y, para colmo, su decisión de ejercitar la administración a través de lo que él denominó “la pareja presidencial”, llevó al peor de los mundos: oportunidades perdidas y desazón. Fue esa incapacidad para asir la oportunidad lo que hizo posible el surgimiento de un líder iluminado, del renacimiento populista y de la aparición de la mediocracia. Al final, los mexicanos acabamos pagando los costos de una revolución ¡que no se dio!

A un año de la llegada del presidente Calderón, la gran pregunta es si será él quien acabe pagando las cuentas del “cochinero” de la administración anterior o quien encabece la frustrada revolución que el país requiere para transformarse en uno de los países ganadores del siglo XXI.

La pregunta no es ociosa. Si uno ve hacia atrás, es evidente que ha habido grandes cambios en el país a lo largo de las últimas décadas. También es cierto que muchos de esos cambios no han sido adecuados o suficientes para romper la inercia y crear condiciones para un desarrollo equitativo al que tengan acceso todos los mexicanos. De hecho, una de las peculiaridades de nuestra triste realidad actual es precisamente esa: que si bien mucho ha cambiado, también es cierto que muchas cosas fundamentales no han cambiado en nada. El presidente Calderón tiene la oportunidad de cambiar esas estructuras depredadoras que han permanecido incólumes precisamente porque no le debe nada a nadie. Queda por ver si lo intentará y, en ese supuesto, si podrá lograr el ansiado cambio.

En los años posteriores a las convulsiones de los años setenta y al arribo del fenómeno de la globalización económica reciente ha habido de todo: presidentes buenos y malos, responsables e irresponsables, hábiles y torpes, pero independientemente de sus características, ninguno se abocó a crear las condiciones para que cada mexicano tuviera la misma oportunidad de ser exitoso. Al final de sus mandatos, todos esos presidentes habían preservado ese híbrido tan nuestro, tanto en la economía como en la política, de apertura pero con cerrazón. Nuestra economía, como nuestra política, está abierta pero sólo para algunos: los mecanismos generadores de privilegio parecen mantenerse siempre incólumes.

El presidente Calderón tiene la oportunidad de aprovechar el ocaso de Fox para iniciar la transformación que el país requiere. Con su ridículo protagonismo reciente, Vicente Fox le está regalando al presidente Calderón la oportunidad de lanzar la revolución que Fox no tuvo la capacidad de entender y menos encabezar.

Está por verse si el presidente Calderón verá esta circunstancia como la oportunidad para romper con la maldición de la pasada elección, o como una condición que obliga a la continuidad en la política nacional, lo que significaría que lleva a no mover el barco.

www.cidac.org