La clave

Luis Rubio

¿Por qué no crece más la economía? Esa es quizá la pregunta que con mayor insistencia se escucha en foros académicos, empresariales y políticos. Las respuestas que se ofrecen a tan fundamental interrogante son de chile, de dulce y de manteca: que si la economía del mundo o las reformas pendientes, la inversión pública o el gasto privado. El sólo hecho de que no haya una respuesta específica y concreta, o un consenso sobre la naturaleza del problema, dice mucho de nuestra realidad. Quisiera proponer que, por importante que pudiera ser cada uno de los factores que cada funcionario, empresario, académico o político propone como crucial para el desarrollo, la clave está en la existencia de un gobierno o, más precisamente, en la ausencia de gobierno que hemos padecido por años.

El problema comienza con el hecho de que, como sociedad, nos hemos acostumbrado a los niveles mediocres de desempeño económico que hemos experimentado por décadas y que viene de la mano de la desidia y del sentido de agravio que se encuentra a flor de piel. No es que no se hayan hecho esfuerzos por lograr elevados niveles de crecimiento de la economía o que no existan factores exógenos que expliquen algunas de las dificultades; tampoco se puede ignorar el enorme costo que ha tenido para el país el extraordinario desorden que en los setenta se introdujo tanto en la administración de la economía mexicana como en la conflictividad social, cuyas consecuencias (legislativas, regulatorias, políticas, de deuda pública y de pérdida de confianza en el futuro) seguimos padeciendo hasta hoy.

Las propuestas de corrección a la falta de crecimiento vienen en todos colores y sabores. Un mero listado (que no pretende ser exhaustivo) del tipo de propuestas que están en la mesa de discusión de la sociedad mexicana incluye las siguientes: adoptar un conjunto de reformas orientadas hacia el mercado como algunas de las que se han instrumentado en años recientes; crear un “consejo económico y social” por medio del cual se recrearía una estructura corporativista de coordinación entre los sectores productivos y el gobierno; recrear un gobierno “duro” capaz de restablecer el orden y  acabar con los impedimentos actuales a la toma de decisiones; darle rienda suelta a los monopolios (sobre todo en las comunicaciones y la construcción) para que esas empresas y sectores se conviertan en los pilares señeros o campeones de una transformación industrial; adoptar una política industrial que identifique los sectores que serían ganadores en el futuro para apoyarlos con subsidios y otros mecanismos de protección y promoción; adoptar los principios del Estado de derecho que son característicos de las sociedades occidentales modernas y hacerlos efectivos; modificar los principios constitucionales que nos rigen a fin de adoptar concepciones occidentales de los derechos de propiedad; eliminar las fuentes de discrecionalidad, arbitrariedad y corrupción que actualmente son imperantes en la toma de decisiones dentro del gobierno; elevar la inversión pública como mecanismo generador de demanda en la economía nacional; y crear procesos que garanticen la transparencia en el actuar gubernamental y sindical.

La lista contenida en el párrafo anterior mezcla propuestas que pretenden construir una economía centrada en el ciudadano y consumidor con aquellas que privilegian al productor o al sindicalismo, las que enfatizan un gobierno arbitrario con las que propugnan por la visión de unas cuantas empresas líderes. Aunque obviamente tengo preferencias, esta enumeración no pretende argumentar cuál sería el mejor camino; lo que sí hace de manera fehaciente y, de hecho, brutal, es evidenciar el grado de confusión y conflictividad política que padecemos. La diversidad es tal que refleja no sólo intereses contrapuestos, sino la extraordinaria incapacidad de los mecanismos institucionales existentes para acotar y encauzar una discusión seria sobre el tema.

Si se analiza el contenido de las propuestas específicas se va a encontrar con que, independientemente de preferencias, algunas o muchas de ellas tienen sentido. Algunas son claramente interesadas, pero la mayoría pretende responder a problemas reales. Quienes ven al gobierno como un ente abusivo y arbitrario proponen transparencia y Estado de derecho; en contraste, quienes perciben a los problemas sociales y sus riesgos como fundamentales, privilegian las soluciones apoyadas en un gobierno duro, que se caracterice por su celeridad, independientemente de las consecuencias económicas o financieras. Quienes han sido frenados en sus proyectos de inversión privados o públicos por activistas de diversa índole (igual ecologistas u organizaciones no gubernamentales que comisiones como la de competencia) típicamente abogan por un gobierno capaz de hacer valer la fuerza sin contrapeso alguno.

Sea cual fuere la mejor alternativa, lo que los últimos cincuenta años han hecho evidente es que el factor clave en el desarrollo es el gobierno: no un gobierno grande o chico, sino un buen gobierno. La evidencia de esto, en México y en el mundo, es abrumadora: un gobierno con claridad de rumbo y capacidad de acción hace toda la diferencia; al mismo tiempo, un gobierno que abusa y que es corrupto no hace sino darle al traste a cualquier posibilidad de desarrollo. El gobierno chino ha actuado con el criterio de maximizar la estabilidad política a través de un acelerado crecimiento económico; el hindú se ha abocado meramente a allanar problemas y crear espacios para que pueda funcionar la economía privada. Son dos modelos que responden a sus circunstancias, pero ambos exitosos en su objetivo. Nosotros tenemos mucha discusión, pero carecemos de un modelo socialmente aceptado con posibilidad de funcionar.

De la era de gobiernos duros pero funcionales de los sesenta pasamos a la de los gobiernos abusivos y arbitrarios de los setenta y luego a la de los reformadores de los noventa, pero en todo ese proceso no se consolidó un sistema de gobierno efectivo. Desde esta perspectiva, parece evidente que nuestra economía no crece porque hemos tenido gobiernos incapaces de fajarse los pantalones y actuar de manera clara y consistente, pero dentro de un sistema funcional de pesos y contrapesos así como de un marco de legalidad  y de sentido común.

Nuestro gobierno tiene que ser capaz de hacer valer un proyecto de desarrollo y contar con la habilidad política para controlar y limitar los excesos de los poderes fácticos dentro de un contexto de transparencia. En lugar de eso hemos tenido gobiernos que se auto limitan, que no son capaces de ponerle un “hasta aquí” a los abusos empresariales, sindicales o políticos y que han acabado cosechando la mediocridad que nos caracteriza. La pregunta es ¿hasta cuándo?

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Presidentes

Luis Rubio

El péndulo es un factor inseparable de la política. Hay presidentes de derecha que acaban adoptando los objetivos de la izquierda y presidentes de izquierda que se convierten en paladines de las posturas de la derecha. La historia está llena de paradojas y contradicciones que no hacen sino confirmar la necesidad inexorable de ejercer el poder en forma pragmática. La historia de nuestros presidentes es elocuente al respecto porque ilustra lo vano de las etiquetas ideológicas, pero también los costos y oportunidades que cada presidente hace suyos en su manera de actuar.

En una visita turística que realicé hace años al palacio de Versalles en las afueras de París, el guía hizo una descripción que alude directamente a los avatares del poder. Luis XIV, decía el guía, construyó el imponente palacio; Luis XV lo disfrutó; y Luis XVI pagó el costo del lujo ahí contenido. Lo mismo se puede decir de nuestros presidentes: cada uno tomó las decisiones que consideró apropiadas, intentó equilibrar las fuerzas políticas del momento y asumió, a conciencia o sin ella, las consecuencias de su actuar. A unos les fue mucho peor que a otros. ¿Cómo le irá al presidente Calderón?

La idea del péndulo es que las realidades del poder obligan a un nuevo presidente a ajustar sus  objetivos y estrategias a las realidades que encuentra al momento de responsabilizarse de la conducción de una nación. Esa responsabilidad trasciende los cartabones que se asocian con la persona hasta el momento de una elección porque los posicionamientos cambian según las circunstancias. El presidente Lula de Brasil se encontró con la necesidad de ajustar su programa económico, de la misma manera en que el presidente de Gaulle no tuvo más alternativa que concluir la guerra argelina. México no ha sido excepción en estos avatares.

El presidente Miguel de la Madrid se encontró con un panorama aciago luego de los excesos de López Portillo y no tuvo más remedio que dedicarse a restaurar la calma, recoger los platos rotos y comenzar a limpiar la cocina. Aunque su gobierno fue esencialmente mediocre, su gran mérito residió en romper con devastación económica y política, consecuencia de la racha populista, y de los excesos de sus predecesores, que ahora se identifican con la llamada “docena trágica”.

Si nos abstraemos por un momento de lo malo de muchos de sus actos, Carlos Salinas fue un verdadero revolucionario en el sentido literal del término: rompió con el orden establecido. Su gran mérito residió en cambiar la lógica que por años había anestesiado al país, rompiendo mitos (como con las relaciones con Estados Unidos y el Vaticano y concepciones arcaicas como el ejido) y replanteando la lógica del desarrollo del país. Aunque su gestión acabó mal y los cambios que enarboló fueron insuficientes, nadie puede dudar que modificó el statu quo.

Después de Salinas vino Zedillo, un presidente sin ese espíritu revolucionario pero que supo restaurar la paz interna y reconstruir las finanzas públicas, aunque en el camino creó las condiciones para la revolución populista que se hizo presente en las elecciones del año pasado. Sin imaginación para transformar al país, tuvo que abocarse, una vez más, a enderezar las cosas, terminando su gestión sin pena ni gloria, pero envuelto en el manto del presidente democrático. La paradoja es que la figura de Ernesto Zedillo ha crecido más por los excesos de su predecesor y lo patético de su sucesor.

Vicente Fox es quizá, con la posible excepción de Madero, el único presidente de la historia moderna de México que tuvo la oportunidad de verdaderamente revolucionar al país y colocarlo al frente del siglo XXI, pero no entendió el momento ni la circunstancia. Gozó de una economía estabilizada, del llamado bono democrático, del apoyo mayoritario de la población y de un extraordinario nivel de aprobación y tolerancia. Pero su frivolidad, superficialidad, lejanía de la toma de decisiones y, para colmo, su decisión de ejercitar la administración a través de lo que él denominó “la pareja presidencial”, llevó al peor de los mundos: oportunidades perdidas y desazón. Fue esa incapacidad para asir la oportunidad lo que hizo posible el surgimiento de un líder iluminado, del renacimiento populista y de la aparición de la mediocracia. Al final, los mexicanos acabamos pagando los costos de una revolución ¡que no se dio!

A un año de la llegada del presidente Calderón, la gran pregunta es si será él quien acabe pagando las cuentas del “cochinero” de la administración anterior o quien encabece la frustrada revolución que el país requiere para transformarse en uno de los países ganadores del siglo XXI.

La pregunta no es ociosa. Si uno ve hacia atrás, es evidente que ha habido grandes cambios en el país a lo largo de las últimas décadas. También es cierto que muchos de esos cambios no han sido adecuados o suficientes para romper la inercia y crear condiciones para un desarrollo equitativo al que tengan acceso todos los mexicanos. De hecho, una de las peculiaridades de nuestra triste realidad actual es precisamente esa: que si bien mucho ha cambiado, también es cierto que muchas cosas fundamentales no han cambiado en nada. El presidente Calderón tiene la oportunidad de cambiar esas estructuras depredadoras que han permanecido incólumes precisamente porque no le debe nada a nadie. Queda por ver si lo intentará y, en ese supuesto, si podrá lograr el ansiado cambio.

En los años posteriores a las convulsiones de los años setenta y al arribo del fenómeno de la globalización económica reciente ha habido de todo: presidentes buenos y malos, responsables e irresponsables, hábiles y torpes, pero independientemente de sus características, ninguno se abocó a crear las condiciones para que cada mexicano tuviera la misma oportunidad de ser exitoso. Al final de sus mandatos, todos esos presidentes habían preservado ese híbrido tan nuestro, tanto en la economía como en la política, de apertura pero con cerrazón. Nuestra economía, como nuestra política, está abierta pero sólo para algunos: los mecanismos generadores de privilegio parecen mantenerse siempre incólumes.

El presidente Calderón tiene la oportunidad de aprovechar el ocaso de Fox para iniciar la transformación que el país requiere. Con su ridículo protagonismo reciente, Vicente Fox le está regalando al presidente Calderón la oportunidad de lanzar la revolución que Fox no tuvo la capacidad de entender y menos encabezar.

Está por verse si el presidente Calderón verá esta circunstancia como la oportunidad para romper con la maldición de la pasada elección, o como una condición que obliga a la continuidad en la política nacional, lo que significaría que lleva a no mover el barco.

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El fetiche

Luis Rubio

El país lleva cinco lustros bajo el hechizo de un fetiche: la noción de que si sólo se aprueba esta reforma o serie de reformas el país entrará, como por arte de magia, al Nirvana del desarrollo económico. Hay mucho bueno que decir de los innumerables cambios y reformas que en los últimos 25 años han transformado a buena parte de la planta productiva para bien. Lo que no se puede afirmar con igual certeza es que hayamos logrado encaminarnos hacia el desarrollo.

Como con todo fetiche, es terriblemente seductora la idea de que un conjunto de reformas pueda transformar nuestra realidad, crear una sociedad de clase media capaz de desarrollar su potencial al máximo y resolver los ancestrales problemas de pobreza y desigualdad de oportunidades. Se trata de una visión que atrae los sentimientos más profundos y engolosina el debate público. El problema es que se trata de una falacia: ninguno de los países que ha logrado romper con los círculos viciosos del subdesarrollo lo hizo gracias a que, cuan estudiante cumplido, satisfizo un conjunto de requisitos formales. Y ese es el tema de fondo: que el desarrollo no es cuestión de un checklist sino de una decisión por parte de la sociedad de transformarse de manera integral.

Cualquiera que analice nuestra realidad económica sabe bien que al país le urgen innumerables reformas. Independientemente de valores ideológicos o concepciones políticas, nadie que vea la realidad con un mínimo de objetividad puede dudar que nuestras paraestatales energéticas y monopolios privados le restan productividad a la economía en general o que nuestros procesos judiciales son costosos, prolongados, inciertos y cubiertos con un manto de opacidad. Lo mismo se puede decir de los mercados laborales, de la provisión de servicios y, en general, de la torpe, inepta y sesgada regulación gubernamental. Es, pues, obvio que se requieren reformas. Menos obvio es que un conjunto de reformas aisladas vaya a transformarnos en un país desarrollado.

La noción de que se puede lograr el desarrollo siguiendo un conjunto de recetas no es nueva, ni tiene que ver con los tan vilipendiados organismos multilaterales, o con los odiados “neoliberales”. La noción se inventó en la época en que la CEPAL, a la que nadie puede acusar de neoliberal, estaba a la vanguardia de los proyectos de desarrollo regionales y cobró fuerza filosófica principalmente con la obra de WW Rostow, Las Etapas del Crecimiento Económico.

El hecho de reformar no resuelve, por sí mismo, los problemas que el país enfrenta ni mucho menos nos permite asegurar el desarrollo. Si cada reforma se tiene que negociar con el congreso y con la sociedad como si se tratara de un elemento independiente del resto de las políticas que permitirían el desarrollo económico, acabaremos con un collage de medidas que  aunque quizá cada una pudiera tener sentido por sí misma, el conjunto probablemente carecería de consistencia para avanzar al país hacia el objetivo deseado. Eso es lo que ha ocurrido en las últimas dos décadas. Una estrategia de reforma tiene que ser integral y partir de un consenso social al respecto. En ausencia de esa premisa elemental, cada reforma que se intente va a acabar truncada y sin posibilidad de lograr su cometido: cada reforma va a acabar mediatizada por los intereses particulares que ésta aspira a modular o regular. Si luego de casi treinta años de estar atascados en este proceso no podemos reconocer esta obviedad, tenemos otro tipo de problemas.

Lo que México –es decir, la sociedad entera- requiere es hacer suyo el objetivo del desarrollo y no meramente discutir, disputar o aprobar tal o cual iniciativa de ley o de reforma. El desarrollo no es un crucigrama que se va llenando letra por letra. Más bien, se trata de una forma de concebir al país, al gobierno, a la ciudadanía, a los empresarios y a los sindicatos. Los países que han logrado “dar el brinco” lo han hecho porque la sociedad entera se sumó al proyecto. Comparando todos los casos obvios, no pude encontrar ninguno en el que éste no fuera el caso.

Cada país exitoso ha logrado ese consenso social a su manera. En algunos casos se ha impuesto desde arriba (Ej. Chile), en otros ha surgido de la sociedad (Ej. India). En todos los casos, el gobierno creó condiciones que hicieron posible el surgimiento de iniciativas tanto de la sociedad como de otras instancias del Estado. Quienes han logrado entrar en el círculo virtuoso avanzan de manera prodigiosa. Ahí están los ejemplos de Chile y China, Irlanda e India. Quienes no lo han logrado dan tumbos, a veces suben, otras bajan, pero nunca logran consolidar un proceso de desarrollo. Nuestro caso es paradigmático.

Lo impactante de un país como India no es tanto la velocidad con que crece su economía o que siga siendo una nación extremadamente pobre, sino el hecho de que toda la sociedad parece volcada hacia el futuro. En India hasta los más pobres (y la suya es una pobreza infinitamente peor que la nuestra) parecen haber decidido saltar etapas para lograr el desarrollo, así tome cien años lograrlo. Esa visión y esa actitud tan palpable en los países exitosos, lamentablemente, no existe en México.

El problema es que no es obvio cómo se crea una dinámica transformadora de esa naturaleza. Viendo casos como los de España o China, cada uno en su espacio, resulta evidente que el liderazgo gubernamental fue central en su proceso. Casos como el de Chile demuestran que sólo un gobierno duro puede romper el impasse en casos de conflicto extremo; sin embargo, es igualmente evidente que hay muchos más casos de conflicto y de gobiernos duros que países exitosos. Los chilenos padecieron uno de los pocos gobiernos tiránicos con capacidad para construir algo trascendente. Los países exitosos no sólo llevaron a cabo reformas profundas sino que experimentaron una transformación social y anímica. Fue toda la sociedad entera la que dijo “basta” y se puso a construir algo distinto.

Lo que resulta claro es que no hay recetas para el éxito y las que hay no son muy confiables. Quizá lo más que puede hacer un gobierno es crear condiciones para que, poco a poco, se vaya dando el consenso social necesario. El problema de proceder así es que la gente está harta de los escasos avances, del interminable conflicto entre los políticos y de la ausencia de soluciones de fondo. El tiempo es una mercancía escasa y si el gobierno actual equivoca la estrategia  (e impulsa las reformas equivocadas o acepta el statu quo legislativo), podría acabar provocando una crisis en lugar de resolver el entuerto actual.

 

 

Veto pérfido

Luis Rubio

La mexicana es una sociedad desconfiada, con frecuencia temerosa del futuro, que desprecia a sus políticos y lo único que espera del gobierno, además de todos sus derechos sin obligación alguna, es que no le cause otra crisis o destruya lo poco o mucho que haya logrado construir. Por su parte, los políticos  y legisladores viven en un universo de su propia creación que ignora lo que importa y afecta a las familias y no se interesa por comunicarse con la sociedad más que para presumir todas las leyes que se aprueban pero que no cambian la realidad. Peor, esos mismos políticos que se desviven por hablar de consensos no avanzan la agenda legislativa excepto en temas que, para la población, no son sino triviales o relativas al supremo interés partidista. Aunque ambas fotografías sean un tanto caricaturescas, denotan claramente una fuente fundamental de desconcierto y distancia en la sociedad mexicana.

Por décadas, ambos mundos, el de las familias y el de los políticos navegaban en cursos más o menos paralelos pero nunca se contaminaban. Sin duda, algunas personas y grupos lograban incidir sobre los políticos, en tanto que los políticos empleaban a sindicatos y caciques para mantener un mecanismo de control sobre la sociedad. Pero se trataba de dos mundos relativamente distantes donde el ciudadano no existía más que en la retórica política. Esa realidad se acabó y no parece haber conciencia de ello. Sin embargo, quizá una de las explicaciones del estancamiento que vive el país en todos sus ámbitos públicos, y no sólo legislativo, se derive de este hecho fundamental.

La realidad del poder en el país ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Antes todo giraba en torno a la presidencia, que contaba con un amplio abanico de instrumentos para negociar desde una posición privilegiada, cuando no simplemente para imponer sus preferencias. Los políticos vivían en un mundo en el que la disciplina se compensaba con beneficios y privilegios diversos: desde puestos de elección popular hasta nombramientos administrativos, muchos de ellos fuentes interminables de corrupción. A la sociedad no le quedaba más alternativa que apechugar y tratar de vivir –o sobrevivir- a la sombra del Ogro Filantrópico como le llamara Octavio Paz, o del Grupo Industrial Los Pinos, como lo calificara Gabriel Zaid.

Pero las cosas han cambiado mucho. Poco a poco, la sociedad mexicana ha ido ganando una capacidad de veto sobre innumerables proyectos o imposiciones gubernamentales. Desconfiada como es, la sociedad ha empleado ese veto menos para promover ideas buenas y atractivas que para protegerse al negarse a cualquier cambio. Su veto es “pérfido”: se trata menos de un mecanismo democrático debidamente institucionalizado que de la adquisición de una capacidad de limitar los excesos gubernamentales, independientemente de que se trate de un exceso o no.

La desaparición de la presidencia abusiva, producto de la separación del PRI y la presidencia en 2000,  ha tenido numerosas consecuencias, pero tendemos a concentrar la atención sobre la reconformación de las relaciones políticas entre los tres componentes del poder público en el país: los antes enclenques poderes judicial y legislativo frente al ejecutivo. Quizá más trascendente sea la autonomía que lograron los llamados poderes fácticos (sobre todo sindicales) que, antaño, eran parte de la estructura de control priísta y que ahora juega para los intereses de sus líderes y caciques.

Con todo, poco se ha entendido el cambio en el resto de la sociedad a pesar de que es patente que algo grande ha cambiado ahí. Los cambios en la realidad del poder quitaron toda clase de controles e impedimentos a la sociedad (lo que se puede apreciar en la libertad de expresión), pero aunque no trajeron una democracia en el sentido estricto del término, donde el ciudadano es jefe del político y no al revés, sí hicieron posible que ésta, o muchos grupos emanados de la sociedad, adquirieran una capacidad de vetar al gobierno, para bien o para mal, algo inconcebible en el viejo sistema político. Ahí tenemos empresarios que se saltan las leyes y a los organismos reguladores sin costo alguno, lo vemos en grupos sociales que desarticulan grandes proyectos gubernamentales (el aeropuerto de Atenco es el más evidente), vecinos que le impiden al gobernante local construir un rascacielos o la sociedad en pleno que se rebela contra el abuso inherente al desafuero de un político. No se trata de una democracia, pero sí de una palpable capacidad de impedir, de decir NO.

Desde esta perspectiva, los políticos se equivocan al creer que la sola aprobación de una ley o el logro de un acuerdo en materia fiscal, electoral o de cualquiera otra naturaleza va a resolver los problemas del país. Sin duda, los acuerdos políticos y legislativos son indispensables para el avance del país, pero sin la sociedad, esa “nueva” realidad en la política mexicana, el país no tiene salida.

El cambio de realidad no ha sido asimilado. Tan seguros están nuestros políticos de su capacidad de decidir por todos e imponer sus preferencias que con frecuencia se asombran de las reacciones populares. Como sugieren los ejemplos antes mencionados, la población quizá no haya avanzado hacia su conversión en una ciudadanía ateniense, pero claramente tiene capacidad de contradecir e impedir, así sea por medios poco institucionales.

No es que la sociedad esté en contra del progreso, sino que desconfía de lo que proponen los políticos. Sometida al lacerante tráfico cotidiano, es inevitable que se oponga a la construcción de un nuevo edificio, sobre todo cuando ni siquiera se pretende atender el problema del tránsito general. Sospechosos de viejas promesas, los campesinos de Atenco no le creen al gobierno cuando les promete las perlas de la virgen. Para el mexicano el riesgo de abuso o de crisis va primero.

Tiene razón el presidente Calderón cuando insiste que el país tiene futuro, que no estamos perdidos y toca una fibra clave: el pesimismo que hoy recorre a la sociedad mexicana hace imposible salir adelante por obra y gracia del gobierno o del legislativo. Hacer posible ese futuro requerirá mucho más que la participación de los políticos: sin la sociedad nada va a cambiar, en tanto que los privilegiados seguirán expoliando. La única posibilidad de transformación reside en que la sociedad sea parte integral del proceso de decisión y haga suyo el proyecto de transformación. Protegidos y aislados, nuestros políticos jamás lo lograrán solos. La gran interrogante es cómo lograr esa participación dado lo limitado de los mecanismos existentes que, además, los políticos quieren limitar todavía más.

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Rediseño

Luis Rubio

El Congreso está sumido en una importante discusión en torno al rediseño de las instituciones del gobierno mexicano. Se trata de la construcción de una nueva plataforma institucional que responda a las cambiantes realidades políticas del país. Lo que es crucial es que la reforma que eventualmente se apruebe responda no sólo a las demandas de los partidos políticos, sino que en su esencia contemple los espacios de participación ciudadana que una sociedad como la mexicana requiere para su desarrollo.

La necesidad de una reforma institucional o “del Estado”, como pomposamente se le ha llamado, es obvia. Con el “divorcio” del PRI y la presidencia a partir de la derrota de ese partido en 2000, el país experimentó un cambio radical en su realidad política: la presidencia dejó de ser la fuente de poder casi absoluto alrededor de la cual todo el resto del sistema político giraba. Es decir, cambió la realidad del poder, pero las instituciones siguieron siendo las mismas, con toda la disfuncionalidad que esa nueva situación entraña. La idea de transformar al Estado mexicano es una respuesta lógica a una situación real y en buena medida urgente.

En la iniciativa que presentó la fracción del PRI en la Cámara de Diputados se plantea una reforma radical de la estructura tradicional del poder. En su esencia, la propuesta se fundamenta en el objetivo de fortalecer al poder legislativo creando una estructura parlamentaria con funciones ejecutivas muy similares a las que caracterizan al gobierno francés. La idea es que un jefe de gabinete emanado del poder legislativo le daría un mayor dinamismo y funcionalidad a la toma de decisiones, resolviendo uno de los mayores problemas que hoy en día caracterizan al sistema de gobierno dividido.

Una propuesta de esta naturaleza sólo podría estar orientada por uno de dos objetivos: el primero sería que se procura conferirle una mayor funcionalidad al sistema de gobierno a través de un proceso de decisiones que incorpora, desde su inicio, la concurrencia del poder legislativo en las iniciativas que avance el jefe del gabinete; el objetivo alterno consistiría en pretender redefinir las relaciones de poder en la sociedad mexicana. Desde luego, lo probable es que la iniciativa esté animada por una combinación de los dos propósitos.

Nadie puede disputar la necesidad de reformar al gobierno para darle una mayor funcionalidad. En esto, la búsqueda del primer objetivo es no sólo bienvenida, sino por demás encomiable. El gobierno mexicano lleva una década sin funcionar debidamente, además de estar saturado de conflictos. Un rediseño que resuelva estos dos entuertos sin duda constituiría una gran contribución al desarrollo del país. El riesgo de una empresa de esta naturaleza reside en que el rediseño no haga sino recrear al viejo sistema con un nuevo disfraz, un poco como ocurrió con el PRI que, en un sentido histórico, representó la continuación del porfiriato por medios institucionales.

Aquí es donde entra en juego el segundo objetivo. Un rediseño del sistema político inexorablemente entraña la redefinición de las relaciones de poder. La pregunta crucial es si el objetivo de la iniciativa es el de la redefinición del poder entre el ejecutivo y el legislativo o una consecuencia de la misma. Aunque parezca un mero juego de palabras, la diferencia es fundamental: en el primer  caso estaríamos ante un virtual golpe a la presidencia, en tanto que en el segundo se trataría de una renegociación institucional de las relaciones de poder. El orden de los factores si altera el producto.

Pero la trascendencia de esta redefinición en las relaciones de poder no reside exclusivamente en la motivación de los autores de la iniciativa sino en las estructuras que la llegasen a sustentar. No es lo mismo el fortalecimiento de un poder legislativo plenamente representativo que uno aislado o relativamente aislado de la ciudadanía. En aquellos sistemas en que la ciudadanía constituye el factor de soberanía política, es decir, que efectivamente tiene capacidad de exigir rendición de cuentas por parte de sus representantes en el poder legislativo, una reforma de esta naturaleza abre puertas y oportunidades antes no existentes. Por otra parte, un poder legislativo aislado de su sociedad que acaba siendo el beneficiario del antiguo poder presidencial no representa más que una nueva forma del viejo sistema al que se está queriendo sustituir.

Entre los beneficios que aportaría una estructura política fundamentada en un gobierno emanado del poder legislativo y con un ejecutivo con carácter de jefe de Estado (y las atribuciones que acabara preservando que, al menos en el modelo francés, a diferencia del inglés, siguen siendo amplias) estaría el de privilegiar la negociación por encima del conflicto. Es decir, si el problema político del México de hoy se define como uno de ausencia de mayorías y capacidad de decisión gubernamental, la existencia de un gobierno emanado del Congreso casi garantiza la solución a ambos problemas.

Por otro lado, si el problema político del país se define como uno de falta de representación y ciudadanía, es decir, como uno de un déficit democrático, la solución propuesta funciona sólo en la medida en que el poder legislativo sea ampliamente representativo, transparente y sujeto a una estricta rendición de cuentas. Desde esta perspectiva, la propuesta de reforma institucional sólo podría funcionar de modificarse tres componentes centrales, de hecho factotums, de la política mexicana actual: primero, sería necesario eliminar ese híbrido extraño que caracteriza a nuestro poder legislativo en el que se mezclan diputados y senadores electos por mayoría con otros electos por representación proporcional; segundo, habría que instaurar la reelección de legisladores; y, tercero, habría que facilitar la creación de nuevos partidos para desincentivar el recurso a vías no institucionales. Sólo cambiando estos tres elementos podría afirmarse que una reforma como la propuesta seria algo distinto a un mero enroque al estilo de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual.

El gran beneficio del proyecto de reforma propuesto reside en que se institucionaliza la política mexicana y se crean incentivos para que los actores en la política negocien y busquen soluciones dentro de los marcos legítimos, a la vez que se penaliza el actuar de grupos políticos independientes o violentos que juegan por canales extra institucionales, independientemente de que se consideren a sí mismos legítimos. El costo potencial es que se cierre la ventana de oportunidad al desarrollo de una democracia sustentada en la participación de una ciudadanía fuerte y pujante.

 

DFiciente

Luis Rubio

Siempre me ha fascinado el contraste entre la retórica de los gobernantes del Distrito Federal y la realidad de la ciudad. Mientras que la retórica, sobre todo a partir del inicio de los noventa, se desvivía por afirmar la salud financiera de la ciudad, la realidad material del DF clamaba por toda clase de reparaciones físicas en su infraestructura más elemental. Es obvio que la razón del contraste es el hecho de que desde que nuestros regentes y jefes de gobierno se sintieron presidenciables todo, hasta el lenguaje, comenzó a cambiar. Cualquiera que haya sido su lenguaje, la realidad es que el DF tiene una atroz infraestructura física que no justifica las palmadas en la espalda que se dan nuestros gobernantes ni su pretensión de salud financiera en las cuentas de la ciudad.

La salud financiera de una ciudad se puede medir de dos formas: una es la que arrojan las cuentas fiscales que, de manera simplista se puede decir que equivale a sumar los ingresos, restarle los egresos (incluyendo el servicio de la deuda) y terminar con la cuenta final, que generalmente muestra un déficit, si bien relativamente modesto. Otra manera, la que realmente debería emplearse, tendría que incluir tanto lo que los contadores llaman pasivos contingentes (obligaciones que en algún momento tendrían que cubrirse) así como la depreciación del capital. En una ciudad, el capital (los activos) está integrado por el sistema de agua, las calles, los semáforos, el drenaje y, en general, todo lo que representa una inversión.

Cada uno de estos componentes del activo de la ciudad tiene una vigencia distinta. Mientras que los focos de los semáforos duran relativamente poco, el sistema de agua tiene una duración que se mide en décadas. La pavimentación de las calles dura mucho menos que el sistema de tuberías pero usualmente más que los puentes peatonales que cruzan las avenidas y periféricos. Sin embargo, todos estos elementos de la infraestructura urbana se van deteriorando poco a poco hasta que se acaban y por eso la contabilidad de la ciudad debería contemplar su reposición en un plazo lógico, antes de que comience a ser inutilizable o incluso contraproducente.

Lo que se puede decir de la infraestructura que no se ve (como el drenaje y las tuberías) también se puede afirmar de las vías rápidas con que cuenta la ciudad. El número de automóviles crece con celeridad, pero las calles disponibles para que estos circulen brillan por su ausencia. En lugar de anticipar crecimientos futuros, el gobierno de la ciudad responde décadas tarde (y usualmente mal) ante el desafío de la transportación urbana. Se construyen nuevos edificios de oficinas y desarrollos residenciales pero no se crean las calles y avenidas para desahogar el tránsito incremental que inevitablemente se producirá.

Así como son rápidos para ponerse medallas por museos o programas sociales no financiados, nuestros gobernantes locales nunca han sido excepcionales en su disposición a reconocer los pasivos que tienen con la ciudadanía en materia de infraestructura. Peor, desde que comenzaron abiertamente a querer ser candidatos a la presidencia se abocaron a toda clase de gastos muy atractivos y de gran visibilidad política (igual segundos pisos que universidades o subsidios a la población de mayor edad) sin reparar en la necesidad de darle el mantenimiento más elemental a lo existente.

Cualquiera que haya caminado en las calles de la ciudad de México sabe bien que toda la ciudad es un gran bache: prácticamente no hay cuadra en la que no haya agujeros en las calles, coladeras sin tapa u obras incompletas. El drenaje profundo ha sufrido descalabros mayores en los últimos años y nada se ha hecho para repararlo; la red de tuberías de agua potable tiene fugas por todos lados y su deterioro es palpable en grandes partes de la ciudad. Las calles y avenidas son insuficientes y conllevan al mayor desperdicio de horas hombre que alguien pudiera imaginar. Aunque en sentido estricto no es de su responsabilidad, el mismo problema existe en la red eléctrica. Sin embargo, el gasto público sigue concentrándose en lo aparente y visible sin reconocer que es lo otro lo que hace posible que funcione una urbe como la nuestra.

El gobierno de la ciudad pretende atraer grandes inversiones tecnológicas, turísticas, de manufactura no contaminante y de servicios diversos. Sin embargo, pretende que eso es posible sin construir la infraestructura (en sentido amplio) que requerirían esas inversiones. Por ejemplo, si bien la ciudad de México cuenta con grandes unidades hospitalarias de investigación que son un ejemplo para el mundo entero, las condiciones de trabajo de los científicos que ahí laboran son incomparablemente menos propicias que las de sus pares en naciones donde los temas de criminalidad o infraestructura elemental simplemente no son temas.

Estas reflexiones surgen de observar la forma en que los operarios del gobierno del DF responden ante problemas en las redes de agua por donde paso todos los días. Las tuberías tienen más de cuarenta años de vida y su deterioro es creciente. Rara es la semana en que no hay una fuga. Llegan los operarios, hacen un gran agujero que obstruye la circulación y molesta a los vecinos y proceden a hacer un parche: ponen un pedazo de tubo nuevo que no es del mismo material que el existente y lo conectan lo mejor que se puede, cierran el hoyo y se retiran. La semana siguiente vuelven para atender una nueva fuga y reparar otro pedazo de tubo, cuando no el mismo. Luego de decenas de reparaciones, a un costo astronómico, no se da el reconocimiento de lo evidente: hay que cambiar todo el tubo (a un costo mucho menor).

Detrás de esta manera de actuar yace la noción de que se puede parchar todo sin con ello mermar el potencial de desarrollo de una ciudad moderna. El problema es que esa es una pretensión absurda. Una parte importante de la ciudad no cuenta con los satisfactores esenciales para la vida, en tanto que otra sufre las consecuencias de la falta de atención de esos mismos factores. Mientras tanto, nuestros gobernantes predican la salud financiera y se dedican a procurar la construcción de grandes edificios y proyectos sin resolver su funcionamiento o impacto en materia de tránsito, infraestructura o desarrollo de la comunidad.

La ciudad de México tiene un extraordinario potencial, pero éste es inasequible mientras las prioridades estén tan trastornadas. Primero deberían ser las soluciones y luego la construcción de grandes proyectos urbanos o políticos. La lógica actual no lleva más que a la lógica del NO que caracteriza a todos y cada uno de los habitantes de esta jungla urbana.

 

Mientras aguante

Luis Rubio

El legendario detective Sherlock Holmes tenía un principio que empleaba para resolver muchos de sus casos. Decía que cuando todas las demás posibilidades habían sido eliminadas, lo que quedara, así pareciera implausible, tenía que ser la respuesta. Con la lógica sherlockiana, no queda más que concluir respecto a la forma en que se conducen nuestros legisladores en estos días que es más importante avanzar puntos que ganar adeptos, aunque esos puntos no se traduzcan en beneficios para la población o en un entorno político que promueva una ambiente de reconciliación. Todo se vale mientras dure la fiesta.

El problema es que la fiesta no es eterna y nada estamos haciendo como sociedad para prepararnos para el futuro. En aras de proteger a la planta productiva vieja, no tocar a los sindicatos y sostener a todas las mafias políticas y partidistas existentes, el país está sacrificando su futuro e impidiendo el desarrollo de su población. Ese es el costo verdadero del actuar de nuestros legisladores, de sus intrigas, fobias y ánimo de imposición a cualquier precio.

Ante la abrumadora evidencia de que lo importante no es el futuro ni la posibilidad de construir algo mejor en lo económico o en lo político, la pregunta obligada tiene que ser: ¿hasta cuándo?

La pregunta es pertinente porque el país se consume sus recursos, limita el desarrollo de su población, impide que surjan y prosperen nuevas empresas y todo eso ocurre mientras que un puñado de sindicatos hace de las suyas en empresas y entidades que deberían ser grandes fuentes de oportunidades pero no lo son. Y todo esto es posible porque el gobierno y los partidos cierran todas las llaves de competencia y monopolizan las decisiones más importantes para beneficio de un puñado de privilegiados.

Todo esto me recuerda el título de un libro sobre la Indonesia de Sohearto. El libro, Una Nación en Espera, pintaba un panorama que no parece muy distinto al nuestro: un sistema de gobierno depredador, un capitalismo a modo donde algunas empresas funcionaban y prosperaban por sus propios méritos pero la mayoría debía favores (o mordidas) por todos lados y un conjunto de grupos políticos que controlaba las fuentes de recursos más importantes de la sociedad y la economía. El problema para nosotros es que todo eso supuestamente habría de morir con la derrota del PRI en las elecciones presidenciales.

Lo que ocurrió, todos lo sabemos, es que obtuvimos un cambio en la presidencia pero no un cambio de sistema. El resultado fue un gobierno incompetente incapaz de gobernar al estilo de antes, pero con el mismo sistema corrupto y corrompido que ahora ha dado lugar al imperio absoluto de tres partidos. La pregunta es qué hace posible que sobreviva un sistema así.

Aventuro dos respuestas. Por un lado, las estadísticas demuestran que la población ha mejorado en su bienestar, quizá no tanto como ha ocurrido en otras latitudes (como España, Chile, China o Irlanda), pero suficiente para que nadie tenga incentivos para protestar demasiado. Por otro lado, el petróleo ha permitido mantener el statu quo sin generar fuentes excesivas de conflicto en el mundo político o sindical. Es decir, dada nuestra historia y la evidente preferencia de la población por no menear el bote, las cosas están suficientemente bien, o no tan mal, como para protestar.

Para una población que lleva siglos a la expectativa de una mejora sustancial, parecería impecable la lógica de esperar un poco más. Menos explicable es la lógica de nuestros gobernantes y políticos que siguen impávidos aún a sabiendas de la amenaza de que el crecimiento no llegue a ser suficiente en los próximos años o, particularmente, de que los recursos emanados del petróleo se desplomen en un futuro muy cercano. Vayamos por partes.

Aunque los últimos gobiernos se han dedicado a culpar al poder legislativo de la parálisis económica, la verdad es que una buena parte de los factores que mantiene inmovilizada a nuestra economía se encuentran bajo control del poder ejecutivo. Es en el ejecutivo donde se alojan las principales decisiones en materia de gasto corriente o de inversión; donde se regula el comercio exterior y se determinan los aranceles que hacen desigual a nuestra economía y hacen posible la informalidad; ahí también reside el poder de decisión respecto a las tarifas de interconexión en telefonía y licitaciones de espectro para banda ancha; y, en general donde se deciden las reglas que impactan la forma en que compiten o no compiten las empresas. Es en el ejecutivo donde se tolera a los sindicatos abusivos que obtienen más en cada negociación contractual y que hacen imposible la igualdad de oportunidades, por ejemplo a través de la educación. Aunque es fácil culpar al congreso (con razón), mucho de lo que hace imposible el crecimiento acelerado de nuestra economía se encuentra en el fuero del ejecutivo y la maraña de intereses que lo rodea. Mientras el ejecutivo se duerme, los partidos avanzan hacia convertirse en el factotum del poder.

Por supuesto, el poder legislativo no se queda atrás. Nuestros legisladores ni siquiera han sido capaces de atender el tema al que son más vulnerables: el ingreso petrolero. La evidencia empírica demuestra que la producción petrolera viene descendiendo de manera acerada y, sin embargo, hay cientos de iniciativas de reforma energética que están en la famosa congeladora. Nadie, ni los principales beneficiarios del statu quo, parecen capaces de actuar para mantener esos privilegios. Paradójico, por decir lo menos.

A nadie debe sorprender el hecho de que un político se aboque a lo que tiene inmediatamente enfrente. Eso es no sólo humano, sino natural. Para los políticos lo trascendente es la próxima elección o el siguiente puesto y su incentivo es el de concentrarse en ello. Desde esta perspectiva, parecería inevitable que tendremos que esperar a que el petróleo efectivamente deje de aportar recursos para que lo inmediato sea precisamente eso. De ser así, el país tendrá que esperar unos cuantos años más.

Lo que es mucho más difícil de explicar es la incapacidad del ejecutivo para atacar las fuentes de la parálisis económica. Particularmente inexplicable para un gobierno emanando de un conflicto cuya causa profunda es el hecho de que la economía del país no satisface a una enorme porción de la población. A diferencia del petróleo, cuyos beneficios en términos de ingresos podrían durar hasta una década (o sea, otras legislaturas), para el gobierno el plazo es 2012 y ni un minuto más. En vez de culpar a otros, el gobierno debería enfocar sus baterías a lo único que lo puede salvar: tasas elevadas de crecimiento económico.

 

25 años

Luis Rubio

México nunca volvería a ser el mismo. La expropiación de los bancos en 1982 se explicó de diversas maneras pero tuvo una enorme consecuencia que sus autores nunca imaginaron: la destrucción de la confianza. Un cuarto de siglo después, tras dedicar 25 años casi íntegramente a tratar de reconstruir esa confianza, el país no la ha recobrado del todo. Sin embargo, en 2006 México mostró que, a pesar del embate e intentos irredentos por minar la confianza, ésta se mantuvo, al menos por lo que toca a los mercados financieros. Si algo prueban estos cinco lustros es que la confianza, a pesar de su fragilidad, es indispensable para el desarrollo de una sociedad. Igual de claro es que se requiere una visión de futuro, en un contexto de confianza, para lograr ese desarrollo.

La expropiación de los bancos fue un acto inusitado. Luego de décadas de crecimiento y desarrollo, fortaleza y vigor, durante los setenta el sistema fue incrementalmente debilitado y subordinado a las preferencias financieras gubernamentales. Con el crecimiento de la inflación, los bancos vieron deterioradas sus finanzas, desaparecieron los créditos de tasa fija, se impusieron estrictos cajones para canalizar crédito a actividades improductivas y, en una palabra, se debilitó el factor clave para el desarrollo económico, toda vez que los bancos son el vaso comunicante entre el ahorro y la inversión. México llegaba al inicio de los ochenta con una banca deteriorada, que hubiera podido recuperarse con una corrección seria y necesaria a la política económica, luego de dos sexenios de pésima administración económica y financiera.

Pero no habría de ser así. En lugar de reconocer y enmendar los errores, la respuesta del entonces presidente José López Portillo fue pasional y arbitraria, y trajo consecuencias que todavía hoy no acaban de resolverse. La expropiación de los bancos constituyó un golpe mortal a la confianza no sólo del pequeño núcleo de propietarios o accionistas de los bancos, sino de la clase media que ya tenía un sentido de ahorro y de propiedad. Al mismo tiempo, el acto de expropiar abrió una escisión en la sociedad mexicana que, como ilustró la contienda electoral del año pasado, no acaba por sanar. Ambas dinámicas, la de la confianza y la de la disputa por el futuro, han dominado la lucha política de este cuarto de siglo y no parece haber nada en el horizonte que prometa una resolución razonable para beneficio de toda la sociedad.

La expropiación también minó la confianza en las instituciones. Para un sistema político tan dado a cuidar las formas, el manejo de la expropiación fue atroz. La expropiación destruyó la confianza en el sistema legal: es interesante observar que en los considerandos del decreto de expropiación se alega todo menos la utilidad pública de la medida. Luego se procedió a llevar a cabo una enmienda constitucional para hacer permanente la arbitrariedad, tirando al basurero el concepto de la no retroactividad de las leyes.

Los mexicanos podíamos estar de acuerdo o en desacuerdo con el sistema político posrevolucionario, pero por décadas al menos había existido la sensación de que funcionaba. El acto expropiatorio vino seguido de violaciones a las reglas no escritas de convivencia de la sociedad mexicana. Nunca antes se había amenazado a las personas en su vida, patrimonio y manejo de su destino, como ocurrió con las infames listas públicas de saca dólares, listas de gente que, valga recordarlo, nunca cometió delito alguno. Pronto vendría un monstruoso relajamiento en el comportamiento de los funcionarios públicos, que ahora se imaginaban destinados a salvar a la nación (con la notable excepción de Don Adrián Lajous, cuyo valor cívico merece ser recordado). Hubo una psicosis tal que súbitamente comenzaron a construirse listas de blancos de expropiación: que Televisa, que las grandes tiendas comerciales; hasta un hipódromo se consideró expropiar. Como los jacobinos en la Revolución Francesa, el gobierno, alentado por los progres, se aprestaba a pasar por la guillotina a una ciudadanía perpleja ante el espectáculo de un gobierno dedicado a violar toda norma y ley.

Sin confianza, la economía del país se vino abajo. El déficit fiscal para ese año de 1982 ascendió al 18% del PIB y todo indicaba que estábamos al borde de la hiperinflación. De hecho, hubo algunos meses en ese año y en el subsiguiente en los que la inflación mensual anualizada superó el 400%. Sólo un programa económico draconiano como el que se instrumentó a partir del inicio de 1983 podía contener la implosión de la economía. Pero lo más importante fue que, a sabiendas del gobierno o no, a partir de ese momento comenzaría una larga e incierta travesía, años de esfuerzos gigantescos, hacia la reconstrucción de la confianza de la población en sus instituciones y en su gobierno. Algo de eso sin duda se logró, tal y como lo ilustra la impresionante estabilidad que mostraron los indicadores financieros y macroeconómicos a lo largo del 2006, a pesar del conflicto político que se vivía.

El otro legado de la expropiación de los bancos y, de hecho, de toda la década de los setenta, fue la inauguración de la era del conflicto político como medio para avanzar una agenda distinta a la del desarrollo económico por medios ortodoxos y tradicionales. Visto desde esa perspectiva, la expropiación de los bancos constituyó la culminación de los esfuerzos iniciados a partir de 1970 por cambiar el curso del desarrollo del país, conferirle al gobierno control sobre los instrumentos de control de la economía y principales medios de producción. Para quienes avanzaban esa agenda, la expropiación de los bancos representó el primer gran paso en la construcción de ese otro México. A pesar de la derrota que en los hechos sufrió esa perspectiva, ésta nunca desapareció y, como pudimos observar en la contienda de 2006, está tan viva como siempre.

Veinticinco años de altibajos, esfuerzos en ocasiones exitosos y en otros fallidos por construir una plataforma de crecimiento económico. A lo largo de todo ese periodo, lo único que fue constante fue el intento sistemático de recobrar la confianza de la población y de los inversionistas. A estas alturas parece evidente que falta el jalón clave: el que haga funcionar a la economía, acabando con los privilegios, sin minar la confianza.

La expropiación de los bancos cambió a México y, aunque mucho del daño que provocó se ha superado, lo que no se ha podido recuperar es la confianza de que el México del mañana será mejor que el de ayer. Hay acciones y maneras de actuar cuyos costos trascienden mucho más allá de lo que cualquiera puede llegar a imaginar.

 

Sin proyecto

Luis Rubio

Entorno contencioso. Partidos alebrestados. Gobierno serio y profesional pero sin un sentido político. Una realidad que se resume en la ausencia de una estrategia de desarrollo o de la visión que de ahí se derive. A poco más de un año del momento político más delicado en la historia moderna del país, el gobierno del presidente Calderón ha logrado estabilizar la política nacional y ha mantenido control sobre las principales variables económicas pero no ha logrado avanzar más que en temas aislados. En lugar de contar con un proyecto amplio, claro, convincente y creíble que establezca un rumbo y sume a los partidos y a la población en un esfuerzo común y que cambie la lógica perversa del mundito político-, el gobierno se ha dedicado meramente a mantener el bote a flote. Ese tipo de camino no lleva sino al cadalso, como ilustra patéticamente la administración anterior.

Aunque ha habido mejoría en muchos frentes, el país lleva años a la deriva. A diferencia de los setenta y ochenta, el país goza de estabilidad financiera, lo que garantiza que no habrá crisis, un valor inapreciable para millones de familias mexicanas. Sin embargo, una sociedad joven y con el perfil socio económico de la mexicana no se puede permitir aceptar la estabilidad económica como un fin en sí mismo. La economía mexicana requiere de una estrategia integral de desarrollo que garantice tasas elevadas de crecimiento económico, fuentes de empleo y oportunidad para toda la población. Si una lección arroja la contenciosa disputa electoral del año pasado esa es que la población está harta de la mediocridad, de la parálisis, de la falta de oportunidades y de los privilegiados que abrevan de esta situación.

El presidente Calderón inició su gestión sin la certeza de que podría concluirla. Tan polarizado estaba el ambiente que su única opción realista y razonable al inicio era la sobrevivencia. Esa lógica le llevó a optar por una estrategia de conciliación política, combate frontal a la criminalidad y a la adopción de medidas y políticas con las que su oposición se sintiera cómoda. La estrategia fue tan exitosa que en unas cuantas semanas logró no sólo garantizar su sobrevivencia sino también cosechar un elevado apoyo y reconocimiento por parte de la población en general.

Se dice fácil, pero hace un año prácticamente nadie pronosticaba que el presidente se consolidaría con tal celeridad. El que lo haya logrado es prueba de la claridad con que él mismo comprendió el momento y supo responder a las circunstancias con excepcional liderazgo. Con la perspectiva que da el tiempo parece obvio que una población de la que se ha abusado tanto por tantos siglos supo de inmediato reconocer que lo crucial era contar con un gobierno claro de miras y efectivo en su actuar en lugar de continuar con el sainete de la legitimidad electoral. Aunque no hay duda de que trabaja intensamente, el problema es que una vez lograda su consolidación el gobierno parece haberse quedado sin proyecto.

La ausencia de una estrategia de desarrollo ha sido la constante en los últimos años. Una estrategia de desarrollo implicaría la fijación de un objetivo y la articulación de un conjunto de políticas conducentes a lograrlo. Cuando un gobierno construye una estrategia de esa naturaleza y la comunica debidamente, la población se entera de lo que el gobierno busca lograr y, de gustarle, se suma al proyecto, convirtiéndose en su principal fuente de sustento y legitimidad. Quizá más importante, cuando existe un claro sentido de dirección que es reconocido y compartido por la población, la construcción de cada escalón en el proceso se torna en un paso intermedio que adquiere sentido dentro del conjunto. En sentido contrario, la ausencia de una estrategia se traduce en batallas campales permanentes hasta por la menor nimiedad.

Nada ilustra mejor la falta de una estrategia de desarrollo que la negociación fiscal de las últimas semanas. El gobierno se limitó a plantear una propuesta modesta, poco ortodoxa y estrictamente recaudatoria porque no tiene un proyecto general dentro del cual se pudiera inscribir algo más ambicioso, constructivo y congruente con el crecimiento económico de largo plazo. Incapaz de presentar el tema fiscal como un paso dentro de un proyecto integral, su propuesta acabó siendo canibalizada por todo tipo de actores: los empresarios para proteger sus intereses y los partidos políticos para intercambiarla por una escandalosa iniciativa de ley en materia electoral. De esta manera, en lugar de avanzar hacia un objetivo trascendente, acabamos con un conjunto de parches en materia fiscal y con un gobierno que se asume vulnerable en su interacción con el legislativo.

El electorado mexicano está ansioso de tener claridad de visión y mando: quiere y tiene que saber hacia dónde se propone avanzar el gobierno y cómo ese objetivo se va a traducir en beneficios tangibles para la población. Independientemente del mérito o viabilidad de su propuesta, el atractivo de López Obrador residía precisamente en el hecho de que propuso una visión cautivadora de lo que el país podía ser; de no haber sido por lo insensato de su propuesta económica, estoy seguro de que hubiera arrollado en las elecciones. El gobierno del presidente Calderón tiene que construir una visión que entusiasme a la ciudadanía y obligue al congreso a sumarse a su proyecto. Más de lo mismo no es opción.

Una estrategia de desarrollo aclararía el panorama no solo para la ciudadanía. El propio gobierno súbitamente tendría a su alcance definiciones precisas de qué se vale y qué no; cada secretario sabría que hacer y tendría que dejar de pretender que las cosas cambiarán por sí mismas. Resultaría inmediatamente claro quienes son aliados potenciales y quienes no; qué estrategia fiscal (impuestos y gasto) contribuye a avanzar su objetivo y cuál no. Sobre todo, una estrategia de desarrollo permitiría enfocarse hacia el futuro, dejando atrás los vicios, mitos y obstáculos que hoy son materia de su actuar cotidiano.

Por muchos años, el gobierno se ha dedicado a proteger la planta productiva existente, con todo lo que eso implica: sindicatos abusivos, empresarios rapaces y burócratas corruptos. Lo ha hecho, al menos en parte, porque al no haber una estrategia integral, los riesgos de sacrificar lo ya existente así como la oposición de quienes se benefician del statu quo resultan insalvables. Pero esa manera de proceder no ha hecho sino condenar al país al conflicto, el estancamiento económico y a la frustración permanente de toda la población.

Hay una mejor manera de salir avante por la que el país clama. Es tiempo de cambiar.

 

Control vs mercado

Luis Rubio

El discurso en torno a la llamada reforma del Estado es poderoso y atractivo. Lamentablemente en las propuestas que se han presentado hay, como elemento común, un total desprecio por el funcionamiento de los mercados. En lugar de alentar oportunidades interesantes de desarrollo político, profundizar la democracia y articular un esquema institucional propicio para el desarrollo de un mejor sistema de gobierno, lo único que se busca a toda costa es el control. El divorcio entre el desarrollo económico y la nueva institucionalidad política propuesta es patente.

Evidentemente, las propuestas de los diversos partidos políticos no son iguales ni parten de las mismas premisas. Cada uno ha articulado una oferta que, seguramente, concilia las corrientes partidistas internas y expresa un consenso entre sus distintos factores de poder. En dichas propuestas se puede apreciar la visión sobre sus expectativas y la percepción acerca de las posibilidades para el futuro mediato. Lo patente, sin embargo, es que no existe congruencia entre esas propuestas y el cambiante entorno económico que caracteriza al mundo en que vivimos.

La propuesta del PRI muestra una dualidad que no acaba por resolverse. Parece claro que los priístas no han decidido si apostar por la recuperación de la presidencia o encumbrarse en el poder legislativo. Algunas de sus propuestas parten del reconocimiento de un poder presidencial minado a causa de la división de poderes característica del país de hoy, razón por la cual plantean el fortalecimiento del poder ejecutivo como un factor imperativo para el desarrollo de un mejor sistema de gobierno. Por otro lado, proponen una serie de medidas que buscan afianzar al partido en el poder legislativo y darle una capacidad de control sobre la toma de decisiones del presidente. Visto desde lejos, no cabe duda que hay un deseo de recomponer la estructura del poder en el país, pero sin perder la posibilidad de llegar a la presidencia o, en su defecto, controlarla desde afuera. Parece poco probable que ambos objetivos sean consistentes entre sí, por lo que su propuesta es fundamentalmente pesimista y, quizá, por ello más institucional (podría lograr un equilibrio aunque ese no sea su propósito), no por diseño sino como consecuencia de su propio entuerto.

La propuesta del PRD es también titubeante pero de otra manera. Por un lado, destaca la expectativa (¿será esperanza?) de ganar el poder ejecutivo en la próxima vuelta (lo que les llevaría a conferirle amplios poderes a la presidencia). Al mismo tiempo, es perceptible la duda de si no sería mejor desarrollar un sistema institucional. Como los priístas, el PRD parece ofrecer una visión que refleja la duda de lo que será posible, de dos expectativas contrastantes, pero con una diferencia fundamental: el PRD no tiene duda sobre su interés en la presidencia, cree que es factible y por ello invierte sus esfuerzos en fortalecer más al poder ejecutivo.

Irónicamente, el PAN es el partido con la propuesta menos clara y acabada. Aunque por décadas los panistas propusieron esquemas de desarrollo institucional que el PRI nunca atendió, sus planteamientos reflejan una acusada ambivalencia. Por un lado, es evidente su ánimo de proteger y arropar al presidente surgido de su partido; por otro, la agenda tradicional del PAN apuesta por una mayor institucionalidad democrática. Es posible que esa ambivalencia se agudice por la lucha existente al interior del partido: entre la agenda social que para muchos panistas parece trascender el mundo terrenal y la agenda del poder que requiere la toma de decisiones y su ejecución en la vida real. También es posible que, en su calidad de partido en el gobierno, el PAN haya optado por un conjunto de propuestas que hagan posible la convergencia de los otros dos partidos en un proyecto de reforma común.

Lo que ninguno de los partidos contempla en sus propuestas y preocupaciones es el desarrollo de los mercados y de la economía en general. Por supuesto, su objetivo es reorganizar las estructuras institucionales del poder en el país tras la caída del viejo presidencialismo y eso quizá explique su concentración en temas propios del gobierno y del poder. Pero uno tiene que preguntarse cuál es, o debe ser, el objetivo del gobierno y de la organización del poder si no la creación de un entorno apropiado y propicio para el desarrollo económico que es, a final de cuentas, lo único que importa para el 99% de los mexicanos.

De hecho, no hay una preocupación por los temas de desarrollo económico, además de que destaca una perceptible y acusada nostalgia por los viejos esquemas de desarrollo iniciados, promovidos y controlados por el gobierno. Esa nostalgia por la rectoría económica y por sus instrumentos terrenales son preocupantes, porque vienen asociados con mecanismos de colusión, ausencia de transparencia y una cultura de consenso que no es otra cosa que un contubernio entre el gobierno o sus personeros y aquellos sindicatos o empresarios interesados en obtener prebendas y excepciones en vez de atender al consumidor y competir con calidad y precio por su preferencia.

Es decir, las propuestas presentadas hasta el momento no sólo no convergen con las exigencias de una economía moderna que requiere de menos obstáculos, mejores condiciones para operar y un marco de reglas estables y confiables, sino que evidencian un fuerte sesgo anti mercado. Es posible extrapolar las propuestas de reforma institucional al ámbito de la regulación económica e imaginar un escenario en el que se privilegia el endeudamiento sobre el acceso al mercado de capitales para el desarrollo de las empresas. Ese mismo prejuicio llevaría de inmediato a impedir que, por ejemplo, las Afores invirtieran en el mercado de valores, lo que dificultaría que el sistema de ahorro para el retiro optimizara los rendimientos para contar con fondos suficientes para un retiro digno. La toma racional de riesgo, que es la esencia de los mercados y de la inversión productiva, choca con la lógica abrumadora del control.

Puesto en otros términos, las propuestas de reforma del Estado muestran que no hay preocupación por el desempeño de la economía y, en todo caso, que prevalece un desprecio por las realidades económicas de nuestro tiempo. En lugar de preocuparse por el desarrollo del país, las propuestas manifiestan una obsesión por el poder y el mantenimiento del statu quo. De avanzar por ese camino, podemos estar seguros que no lograremos ni la institucionalidad ni el desarrollo.