Urge prudencia

Luis Rubio

El tono de la política mexicana está dando un viraje hacia terrenos poco halagüeños, por no decir peligrosos. Las palabras del discurso y la opinión pintan un cuadro particularmente insensato y preocupante, y las palabras importan porque crean un entorno, dan forma a un ambiente en el cual se cultiva igual la paz y la convivencia que la confrontación y la violencia. Lo peor de todo es que, con contadas excepciones, este ambiente es producto, en muy buena medida, de movimientos sensatos y responsables, así pudiesen ser errados, cuyo objetivo es la integración de una estructura funcional de interacción política. Pero en política lo que cuenta no son las intenciones sino las acciones y sus resultados. Y en ese frente el país enfrenta un caldo de cultivo por demás pernicioso.

Las palabras lo dicen todo. Cualquiera que vea los titulares de los periódicos, el contenido de los noticieros o las columnas de opinión no puede dejar de escuchar o leer palabras explosivas que quizá describan el panorama político del país pero que no por eso dejan de ser incitantes y provocadoras. Palabras como mezquindad, vocación golpista, complicidad, agandalle, reventón social, simulación, vacilada y ruptura, todas ellas típicas del escenario político nacional actual (y tomadas del periódico en los últimos días), evidencian un grave deterioro del discurso político y deben ser atendidas. En 1994 vivimos un entorno similar que terminó en un levantamiento y varios asesinatos. Todos los políticos, además de los ciudadanos, tienen la obligación de cuidar el lenguaje y evitar ser parte del deterioro.

La problemática actual se remite a dos circunstancias. Una tiene que ver con la fragilidad de nuestras instituciones, que no cumplen su función primordial de canalizar el conflicto y que evidenciaron sus límites el año pasado. La otra es producto de las tensiones que está generando el propio proceso de intento de reconstrucción institucional en el Congreso. Es decir, una fuente de tensiones es, por así decirlo, histórica y tiene su origen en la disfuncionalidad de los mecanismos institucionales en la etapa post-presidencialista de nuestro sistema político. La otra fuente de tensiones surge del proceso de la llamada reforma del Estado que ha estado conduciendo el Senado en un afán por corregir o atenuar la disfuncionalidad institucional y que está sacando chispas por todos lados. Es evidente que cualquier proceso de cambio y reforma genera conflicto; la pregunta es si el actual es un conflicto generado por perdedores marginales o por actores centrales que están siendo excluidos. La diferencia no es menor.

Aquí van unas consideraciones al respecto:

1. Lo primero que es evidente es que por más cambios y reformas, el estilo de hacer política no cambia. Como la energía, que no se crea ni se destruye, la política mexicana parece que sólo cambia de actores. Antes no se podía tocar al presidente ni con el pétalo de una rosa. Hoy son los legisladores quienes se sienten dueños del poder y, por lo tanto, intocables. Sentados en su macho, se sienten libres de descalificar a cualquiera que ose plantear una postura distinta. Lo mejor que pueden decir es que se trata de una vacilada.

2. Una sociedad compleja y diversa como la mexicana inevitablemente arroja posturas distintas, visiones encontradas e intereses contrapuestos. Si aspiramos a ser una nación civilizada, tenemos que respetar esas diferencias y emplear los medios institucionales para dirimirlas. Las controversias constitucionales y los amparos están ahí para proteger a los intereses particulares o grupales del abuso de la autoridad. Quienes deciden ir por ese camino tienen exactamente el mismo derecho de avanzar y proteger sus intereses que tienen los diputados y senadores que negocian las leyes. Ni siquiera es posible discernir si unos intereses son menos particulares o mezquinos que los otros.

3. La sociedad mexicana ha conocido violencia de verdad y no me refiero exclusivamente a la violencia política de la década de los noventa. La guerra de Independencia y la Revolución fueron dos grandes guerras civiles que acabaron destruyendo la infraestructura física del país y matando a millones de personas. No hay duda que las circunstancias son distintas, pero las tensiones no son menores y nadie debería estar jugando a probar los límites.

4. Persiste una franja marginal pero no irrelevante de activistas políticos, sobre todo en la izquierda, que fervientemente creen que la situación mientras peor, mejor pues, en su ceguera, creen que eso avanza su causa. Quienes así piensan no pueden acabar de entender que lo único que avanzan con esas formas, planteamientos y estrategias que los acompañan es provocar la reacción opuesta. Si algo ha caracterizado a la política mexicana en los últimos meses es la tendencia hacia la reconcentración del poder, lo que implica que de empeorar las cosas de verdad empeorarían. Nadie gana con provocar violencia.

5. La mexicana nunca ha sido una sociedad democrática. Los gobiernos que han funcionado bien a lo largo de la historia han sido exitosos no por la participación popular sino por los mecanismos de control que los sustentaban. En la medida en que se deterioraron esos mecanismos, surgieron formas distintas de lograr el control social, algo necesario y normal en todas las sociedades, mientras sea ejercido bajo normas establecidas y con sus debidos contrapesos. Las instituciones electorales de los últimos años fueron una gran innovación en esta lógica porque, al crear un entorno de certidumbre, evitaban y hacían (o debían hacer) costosas las respuestas no institucionales. La reforma electoral reciente es un intento de satisfacer los reclamos del PRD. Al día de hoy no es obvio que ese partido quede satisfecho con lo logrado y, en cambio, la reprobación social al proceso es evidente. Queda por ver cuál es el balance final, pero no parece promisorio.

No hay ni la menor duda de que estamos viviendo un momento de gran conflictividad política. Esta conflictividad, como se apuntaba antes, tiene dos orígenes y la duda generalizada es si las reformas recientes contribuyen a atenuarla o la están atizando. Tal vez no haya forma de saber sino hasta que pase suficiente tiempo como para probar su efectividad o para que se desechen ante la presión social. Mientras eso ocurre, todos deberíamos ser cuidadosos en el uso del lenguaje, en el respeto al derecho de otros por buscar salidas institucionales y legales a sus agravios o diferencias. La alternativa es demasiado grave como para contemplarla sin preocupación.

 

Paradojas

Luis Rubio

Paradojas de una democracia no consolidada: por un lado, la población quiere más, considera que merece una mejor vida y que tiene derechos absolutos a eso y más; y, por el otro, esa misma población no reconoce obligación alguna, rechaza cualquier costo para lograr lo que desea y exige que esos beneficios le sean entregados sin dilación. Esa es nuestra realidad y, como dice el refrán, “con esos bueyes hay que arar”. El problema es que esa no es una base muy sólida para construir una sociedad moderna y democrática y sí, en cambio, una plataforma propicia para la instalación de una regresión política. La democracia mexicana se encuentra ante la tesitura de definir el camino hacia el futuro en materia política: ¿más ciudadanía o más control político desde arriba?

La versión optimista de la democracia es tan lógica que resulta imposible minimizarla: una vez alineados los intereses del electorado y sus representantes en la presidencia y en el congreso, la toma de decisiones se torna automática. Es decir, en la medida en que los intereses de los gobernantes y legisladores están claramente identificados con los del electorado, el ciudadano siempre va a salir triunfante. Sin embargo, al tildar a la democracia como “el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás”, hasta el más grande de sus defensores, Winston Churchill, expresaba, en su inigualable prosa, la paradoja que inevitablemente la acompaña. En México ni siquiera hemos comenzado a desmenuzar la ecuación derechos-obligaciones que yace en el corazón de cualquier democracia que se respete y ya estamos enfrentando retos a su existencia.

La joven democracia mexicana atraviesa desafíos fundamentales. En una dimensión, es evidente que la población disfruta los límites de un sistema de gobierno que inexorablemente le impone a los políticos que por décadas abusaron de ella. Pero en otra, como ilustra la inusitada votación por López Obrador el año pasado, una porción significativa de la población claramente extraña al gobierno que decide, resuelve y le entrega beneficios sin costo aparente ni dificultad. Quizá más importante, una vez que la capacidad de abuso ha disminuido es difícil recordar qué tanto abuso era posible y eso hace que mucha gente haya aceptado el statu quo como algo deseable independientemente de que no sea satisfactorio.

La paradoja de la democracia mexicana tal vez se pueda resumir en una oración: ha disminuido el potencial de abuso pero no ha logrado una gran mejoría en los niveles de vida o de participación política. En eso quizá no seamos excepcionales: cualquiera que haya leído las quejas de los alemanes y los estadounidenses, los rusos y los sudafricanos, es decir, de casi todo mundo, podrá apreciar que Churchill sabía de qué hablaba: la democracia no puede resolver todos los males por arte de magia. Pero una diferencia nuestra con respecto a todas esas naciones es que aquí enfrentamos la disyuntiva de un cambio que igual puede ser pacífico y consensuado que impuesto.

La pregunta relevante para México es si abandonamos un sistema semi autoritario para construir una democracia o si, en realidad, acabamos construyendo un nuevo estadio que no es muy democrático pero que, sin embargo, guarda ciertas formas democráticas. O, puesto en términos coloquiales, si no acabamos con la misma gata pero revolcada. Claramente, no es la “misma gata”, pero no hay duda que tampoco se ha logrado la construcción de un sistema político que sea, a una misma vez, funcional y democrático en el que el país funciona y los políticos le responden a los ciudadanos y no al revés. Esa tensión –entre si seguir adelante o recrear algo similar al viejo sistema político- es la esencia de la disputa soterrada que vivimos estos días.

Para complicar esta fotografía es imperativo también observar las distintas perspectivas que sobre la democracia mexicana tienen distintos componentes de la población. Es perfectamente posible que Fox no anduviera tan errado cuando dividió a la población en dos categorías, la del círculo verde (integrado por la mayoría de la población) y la del círculo rojo (integrado por quienes deciden, opinan y discuten). La perspectiva de quienes opinan, discuten y deciden es que la democracia mexicana tiene problemas, pero hasta ahí llega el consenso. Algunos creen que se requieren cambios fundamentales, en tanto que otros abogan por un proceso gradual de reforma. Esa división yace en el corazón de la disputa irresuelta del año pasado y que sigue pululando en la discusión legislativa.

Para los integrantes del llamado “círculo verde” los temas son diferentes por la simple razón de que, a diferencia de los del “círculo rojo”, su acceso a la información, así como su capacidad de comprender la realidad, es muy pequeña. Es decir, para la población carente de información su única opción es la de adaptarse de la mejor manera posible a su realidad y actuar por vías de hecho y quizá eso explique tanto la economía informal como la migración hacia fuera del país. Este contraste de perspectivas recuerda la anécdota del asesor que, eufórico, llega a comunicarle a su candidato que toda la gente pensante está con él, a lo que el candidato responde “eso no es suficiente, necesitamos una mayoría”.

Esa mayoría de la población es el blanco fundamental de quienes pretenden reconstruir el viejo sistema político con nuevas formas y estructuras. La promesa de reconstruir una economía como la de los setenta que animaba al candidato del PRD o la de reconcentrar el poder priísta que yace detrás de la reforma del Estado, son dos maneras de enfocar el percibido clamor de la población por un sistema político y una economía más funcionales y exitosos, así sea a costa de la posibilidad de construir una participación democrática.

Lo que no es obvio es que la mayoría de la población comulgue con esas propuestas de solución. Independientemente del reclamo de AMLO respecto a las elecciones del año pasado, lo evidente es que la mayoría de la población decidió que su candidatura no era deseable como proyecto de gobierno. Esto no porque mucha gente no se identificara con su proyecto, sino porque reconocía lo insostenible de la propuesta. El país requiere ir hacia adelante para avanzar, no recrear visiones que hace décadas fueron derrotadas por la realidad. Lo que urge son propuestas de transformación constructiva pues tampoco es obvio que la población tenga una paciencia infinita y menos en un entorno de libertad que antes era en buena medida desconocido.

Lo que el país requiere es un proyecto de desarrollo que se apuntale tanto en la ciudadanía como en una economía de mercado, es decir, en competencia, derechos y obligaciones. A la fecha, toda la oferta política es de soluciones mágicas o más de lo mismo, el gobierno iluminado decidiendo y no la sociedad desarrollando al máximo su capacidad. Ninguna de esas propuestas es aceptable ni deseable: la democracia mexicana sigue coja.

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Retorno al pasado

La política mexicana es un mar de contradicciones. Grandes aspiraciones democráticas se ven minadas por la dura realidad de los pleitos callejeros que caracterizan la política cotidiana. Contra muchos pronósticos, el presidente Calderón ha dominado el panorama nacional y controlado a su equipo, pero no ha logrado trascender la agenda cotidiana, establecer un nuevo marco de referencia para la política nacional o para el desarrollo de la economía. Los priístas han sabido aprovechar el momento pero arriesgan su potencial cada que juegan al chantaje: si no gana su partido no hay negociación. El PRD,  enfrascado en una disputa medular sobre su función y responsabilidad en la coyuntura, puede igual acabar hundiéndose que convirtiéndose en el factor clave de equilibrio en la política nacional.

 

Las cosas no son lo que parecen: hablamos de democracia pero estamos inmersos en la disputa de la política real que nada tiene de democrática. La paradoja no tiene desperdicio. La palabra “democracia” ha sido parte del diccionario de la política mexicana desde antaño, pero su uso retórico prácticamente va en dirección inversa a la realidad cotidiana: mientras más se afirma su existencia, menor su realidad. Las elecciones de la semana pasada son un buen ejemplo de los contrastes y paradojas que vivimos.

 

La paradoja no quiere decir que la política mexicana esté estancada o que no haya cambiado a lo largo del tiempo. De hecho, si uno echa la mirada hacia atrás, es evidente que la realidad política mexicana actual nada tiene que ver con la de hace algunas décadas. Por ejemplo, desapareció el viejo presidencialismo y se afianzó la libertad de expresión. En forma paralela, nadie puede dudar del fortalecimiento de los poderes legislativo y judicial como mecanismos de contrapeso, al menos al más alto nivel. También es evidente que los gobernantes se eligen con el voto popular y que, al menos en lo fundamental, los políticos han respetado las decisiones de la SCJN cuando se trata de diferendos mayores.

 

Puesto en otros términos, el país ha experimentado una profunda revolución política que ha cambiado las normas, reglas del juego y expectativas de su funcionamiento. Ya no se hace lo que dice el presidente ni cualquier político puede imponer su voluntad al margen de las urnas o de los procesos institucionales establecidos. El que los viejos chistes de la política mexicana ya no resuenen como reales habla por sí mismo: el presidente ya no se puede dar el lujo de que, al preguntar la hora, le contesten “la que usted diga”. Otro rasero de la democracia, el que afirma que en un país autoritario los políticos se burlan de los ciudadanos en tanto que en la democracia ocurre al revés, sirve para reconocer qué tanto hemos cambiado. Desde esta perspectiva, poco o nada del viejo sistema sigue operando.

 

Pero el cambio que ha experimentado la política mexicana no se ha consolidado en formas democráticas al servicio de la ciudadanía. Las disputas postelectorales no sólo no disminuyen, sino que es rara la contienda que no acaba en el Trife. Muchos gobernadores siguen siendo dueños y amos de vidas y haciendas y actúan como tales, si bien no siempre con inteligencia (el “carro completo” de Oaxaca habla por sí mismo). El chantaje legislativo se ha vuelto moneda de cambio. Los poderes fácticos son cada vez más poderosos y la impunidad está a la orden del día.

 

A pesar de lo anterior, la población ha obtenido un beneficio extraordinario y ese es que el potencial de abuso de los políticos sobre el bienestar de los ciudadanos ha disminuido: el presidente ya no puede cambiar la constitución a su antojo; los mercados financieros (y cualquier ciudadano) cuentan con información suficiente para anticipar crisis; los políticos pueden no creer mucho en las razones por las cuales es deseable la estabilidad financiera, pero tienen pavor de que los culpen de una devaluación; muchos burócratas, sobre todo los más honestos, prefieren no tomar decisión alguna que ser objeto de una investigación por corrupción. Por donde uno le busque, la población, aún a sabiendas de que tiene poca influencia sobre la toma de decisiones en la vida pública, goza del beneficio de que sus riesgos mayores se han mermado y eso no es poca cosa. Su sensatez en la forma de votar el domingo pasado es impactante.

 

Pero los mínimos no son siempre algo deseable y aquí hay un tema generacional: para quienes vivieron tiempos aciagos y violentos de la vida pública mexicana, el PRI constituyó una salvación y temen a la era actual; para quienes crecieron en la era de las disputas políticas y las crisis, cualquier cosa parecía preferible al PRI; para las generaciones más recientes, la democracia actual es inadecuada e insuficiente porque no responde a sus expectativas.

 

Desde esta perspectiva, los malos manejos electorales y los conflictos urbanos (igual los plantones en el DF que la toma de la ciudad en Oaxaca) merecen lecturas muy distintas por parte de cada uno de estos grupos de la sociedad. Por ejemplo, para quienes la historia de fraude electoral es inherente a la concepción política que aprendieron a partir de los años revolucionarios y sus consecuencias, lo importante es la estabilidad. En contraste, para la juventud de hoy, la idea de la democracia y su funcionalidad es mucho más importante. Para los primeros, la noción de que el PRI decidiera disputar el resultado electoral de Baja California o pudiera emplear medios autoritarios para ganar la elección de Oaxaca es una mera anécdota; para los segundos el burdo intento de chantajear al gobierno federal con la reforma fiscal de no ganar una elección local es algo inaceptable, independientemente de que todo mundo sabe que la capacidad del gobierno federal de decidir las elecciones locales es inexistente. El problema para el PRI es que el segundo grupo es el futuro del electorado mexicano.

 

El mexicano se ríe de sus políticos pero no es obvio que sea el último en reír. Hasta en sus momentos más duros, el autoritarismo mexicano en nada se parecía al soviético: la larga historia de chistes y caricaturas sobre la política y los políticos es testigo de que la risa es una constante. Lo que ha cambiado ahora es que los chistes son públicos, es posible demandar a un gobernante y la prensa todo lo publica. Pero eso no quiere decir que la rendición de cuentas haya mejorado, que los políticos sirvan a los intereses de la ciudadanía o que el país vaya resolviendo sus dificultades. La pregunta es qué tan infinita será la paciencia de la ciudadanía y su disposición a emplear el voto para mantener el bote a salvo.

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Ejercer la libertad

Luis Rubio

Los hechos no están en disputa: el tabaco es dañino para la salud. Quienes fuman lo saben, pero quienes no fuman lo padecen; el problema es que unos y otros son parte de una misma comunidad, cada uno con derechos propios, comenzando por el de la libertad. Se trata de uno de esos temas en el que la solución al diferendo es obvia para cada uno de los actores, tanto los que fuman como para los que no lo hacen. Pero sólo uno tiene razón.

Lo que está en disputa son los derechos de personas y empresas para defender su interés o libertad particular. El tema del tabaco polariza y genera reacciones extremas que no por eso dejan de ser peculiares. Los fumadores y los no fumadores tienden a creer que tienen derechos absolutos, pero el tema se complica en la medida en que otros actores, particularmente los fabricantes de cigarros y los dueños de restaurantes y establecimientos públicos, entran en la película. La pregunta importante es cómo conciliar los derechos de la colectividad con los de los individuos y las empresas.

El caso del tabaco es particularmente complejo porque ahí se mezcla la evidencia científica con el derecho de las personas. Los fumadores, reclaman el derecho de hacer con su cuerpo lo que quieran, pero esto choca con los derechos de los no fumadores que, según la evidencia, sufren consecuencias de respetar los derechos de otros sin que nadie respete los suyos. Este es el tema de fondo de la legislación tanto federal como local (DF) que está siendo discutida y que tiende a sacar chispas.

Según las cifras oficiales, en el país mueren aproximadamente 54 mil personas al año como resultado del consumo de tabaco. Todas esas personas sabían que el tabaco es nocivo para la salud y asumieron el riesgo con plena conciencia. Desde la perspectiva individual, esas personas eran dueñas de sus cuerpos e hicieron uso pleno de sus facultades para decidir, es decir, actuaron como hombres y mujeres libres. Pero el ejercicio de su libertad choca con la de los otros en al menos dos planos: por un lado, en los costos que su adicción le impone a la sociedad en su conjunto; por ejemplo, en el 2004, el IMSS gastó el 4.3% de su presupuesto de operación (o 7100 millones de pesos) para pagar los costos de la atención atribuible al consumo de tabaco. Es decir, los fumadores le impusieron un enorme costo a la sociedad por ejercer su libertad.

El otro plano en el que choca la libertad de fumar con el resto de la sociedad es en el impacto que tiene sobre las personas que no fuman. A diferencia de otras adicciones, tanto las legales como las ilegales, los no fumadores pueden acabar contrayendo las mismas enfermedades que los fumadores por el hecho de respirar el humo de un cigarro: fumar tiene consecuencias negativas en la salud de los no fumadores que comparten el espacio con los fumadores. Es decir, los fumadores perjudican al resto de la población al fumar en espacios públicos sin jamás pagar un costo por ejercer su libertad.

Los liberales siempre han creído en la libertad del individuo pero siempre y cuando el ejercicio de esa libertad no tenga un impacto negativo sobre el resto. John Stuart Mill, el filósofo de la libertad, argumentaba que el gobierno debe distinguir con nitidez plena entre una intervención sobre actos individuales que afectan sólo al individuo de aquellos que afectan al resto. De esta forma, por ejemplo, el gobierno no tendría razón de intervenir en la decisión de un boxeador, de un amaestrador de serpientes o de un tragafuegos en la esquina de correr enormes riesgos personales, pero tiene toda la razón de intervenir en aquellos casos, como el fumar en espacios cerrados, por el hecho de que afectan a terceros. Con la misma lógica, ningún gobierno tiene derecho de impedirle a una persona que consuma tabaco en la calle; a lo más, puede imponerle un elevado impuesto para intentar disuadirlo, pero nada más.

La lógica de la legislación diseñada para obligar a los restaurantes y establecimientos similares a crear espacios separados para fumadores y no fumadores es absoluta. La iniciativa no prohíbe fumar en espacios abiertos ni viola la libertad de las personas de fumar o hacer lo que les plazca con su vida; lo que hace es proteger al resto de la sociedad de los efectos del ejercicio de esa libertad. Es decir, protege la libertad del resto de la ciudadanía. Uno pensaría que nadie puede estar contra de ella, pero no es así.

Sin duda, los primeros afectados son los propios fumadores, muchos de los cuales no tienen la opción anímica de dejar de fumar y esto crea un problema. Numerosas sociedades han optado por prohibiciones similares y el efecto ha sido positivo: muchas personas que antes fumaban dejaron de hacerlo y la mayoría del resto aceptó la nueva realidad sin más. Muchos fumadores están enojados por la iniciativa, pero quienes realmente están movilizados para derrotarla son los fabricantes de cigarros.

Las empresas fabricantes de cigarros están haciendo hasta lo indecible por evitar la aprobación de la ley. Una de sus tácticas ha sido la del cabildeo directo tanto en el congreso federal como en la Asamblea de Representantes del DF. Su principal propuesta como alternativa consiste en instalar extractores de humo que, según argumentan, reduciría en 70% el humo en un espacio cerrado. Aunque la propuesta podría sonar razonable, no es fácil explicar porqué se esperaron a hacer una propuesta de esta naturaleza hasta que se presentó la iniciativa de ley: no es como que el conflicto entre fumadores y no fumadores se hubiera iniciado ayer. En todo caso, la propuesta constituye una flagrante admisión de culpa: reconocen, así sea implícitamente, que el humo de un cigarro afecta a terceros.

Es evidente que tanto las empresas como los fumadores tienen derechos que no pueden ni deben ser conculcados, pero estos derechos no son superiores a los de la colectividad. La idea de crear espacios libres de humo de cigarro es civilizatoria; es, parafraseando a John Womack, una de esas formas decentes de vivir que hacen posible la convivencia en una sociedad.

Nuestro sistema de gobierno no es muy representativo ni permite la participación de la población en los procesos de decisión. Esta iniciativa probablemente responda más a la tradición tutelar (el gobierno protege a la ciudadanía) y al legítimo afán de reducir el costo del sistema de salud que a una respuesta directa al clamor de los no fumadores, pero no por eso infringe el principio de la libertad individual y por eso merece ser aprobada.

 

El otro retorno

Luis Rubio

En México, solía decir el entonces secretario de Gobernación Enrique Olivares Santana, se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir muy poco. Ese era el México de entonces, un país en el que los mundos de la política y la economía estaban nítidamente diferenciados y en el que el peso del gobierno sobre la sociedad era brutal. Al menos por algunas décadas, las cosas funcionaron de esa manera y con resultados nada despreciables. Pero, como dijera Marx, no se debe confundir aquella tragedia con la farsa que representaría una segunda oportunidad. El mundo de hoy ya no es como el de entonces.

La preocupación que anima a nuestros políticos en su esfuerzo por restablecer un sentido de orden y funcionalidad a la vida política nacional no sólo es sensata sino encomiable. Todos ellos observaron el conflicto que precedió y siguió a los procesos electorales del 2006 y claramente llegaron a la conclusión de que el país se encontraba al borde del caos y que el potencial de desmantelamiento institucional era real y por demás grave. Uno puede o no coincidir con el sentido de las propuestas de solución que se han presentado en los últimos meses en materia de reforma de medios, elecciones y el resto de los proyectos contenidos en la iniciativa de reforma del Estado, pero nadie puede dudar que éstas responden a una acusada percepción de riesgo.

En concepto, habría dos maneras de enfocar el ajuste institucional que requiere el país. Una consistiría en reconstruir y, de hecho, recrear, el viejo sistema de control político con las adecuaciones que la realidad actual exige. El otro implicaría construir y desarrollar una nueva estructura institucional acorde con la cambiante realidad no sólo política, sino también económica e internacional. Es decir, una se inspiraría en lo que funcionó en el pasado en tanto que la otra buscaría sentar las bases de una estructura socio política distinta a la que ha caracterizado al país.

Lo que se observa es que el objetivo que se persigue es el de reconstruir el concepto de control que existía en el México del pasado, adaptándolo desde luego a circunstancias que han cambiado. De esta manera, por ejemplo, no es la presidencia la que concentraría el control político como antes, sino que éste se transfiere a los partidos políticos. En sincronía, el propósito último del nuevo esquema es el de restablecer la capacidad de control de los procesos que afectan la toma de decisiones: de ahí la importancia de someter al IFE a un régimen de estricta supervisión partidista y de desarrollar mecanismos institucionales para mantener el control de los medios de comunicación, de los miembros del consejo del IFE y, en general, de la vida política nacional. Se recurre a un entramado legaloide que, como antaño, justificaba y sostenía el statu quo.

Por supuesto, el gran cambio respecto al pasado reside en que ya no existe un partido hegemónico que le de funcionalidad al gobierno. Lo que se pretende ahora es construir un bloque hegemónico por parte de los tres partidos grandes para manejar a conveniencia al gobierno, cualquiera que sea el partido que lo origine. El congreso, como la presidencia, acaba siendo un mero instrumento en manos de los partidos para avanzar la agenda colectiva o individual. Se trata, pues, de una adaptación de los viejos principios de control a la realidad de hoy.

La adaptación no es sólo de carácter institucional. El país realmente ha experimentado un cambio de fondo en sus estructuras políticas. El poder que perdió la presidencia a partir del momento en que dejó de controlar al legislativo y, sobre todo, a partir de que el PRI, en su carácter de mecanismo de control, dejó de ser el partido gobernante, migró hacia los gobernadores y hacia los partidos políticos. Es decir, la concentración de poder de antaño, junto con las estructuras formales e informales para su ejercicio, ya no existe.

Pero el hecho de que el extremo de concentración del poder que caracterizaba al país en el pasado no se pueda reproducir no quiere decir que no se estén haciendo intentos en esa dirección o que la legislación que se está avanzando no vaya a traer consecuencias desagradables. El caso de la libertad de expresión es ilustrativo.

Los partidos políticos están empeñados en crear un entorno de competencia electoral terso donde sólo los políticos tengan capacidad de participar. Es decir, su pretensión fundamental es la de quitarle al ciudadano su potestad de participar en el proceso más allá del voto. La democracia mexicana dejaría de ser participativa y se limitaría al depósito del voto en la urna y al día de la elección. Todo el resto, antes y después de los procesos electorales, sería potestad de los partidos.

En ese entorno, nadie, excepto los partidos y sus candidatos, tiene derecho a expresar su concepción de país o su ideario y los propios partidos y candidatos estarían estrictamente constreñidos a presentar sus propuestas sin posibilidad de criticar o incluso contrastarlas con las de sus contrincantes. Las organizaciones civiles o empresariales, sociales o campesinas y sindicales estarían igualmente impedidas de manifestarse por un candidato o contra otro. El control y una dudosa apariencia de pulcritud y neutralidad por encima de cualquier consideración.

Se intenta así construir un escaparate digno de un cuento de hadas pero que inexorablemente choca con la realidad porque la sociedad humana no es así y ninguna democracia que se respete funciona de esa manera. Las personas observan, piensan y opinan. También quieren expresarse y convencer a sus vecinos y a sus amigos, a sus clientes y agremiados. Esa es la sociedad humana y no va a cambiar por más que los partidos lo intenten.

Pero supongamos que los mecanismos de control resultan ser efectivos, que la institución electoral sanciona a todo aquel que rompa con la omertá y que los medios y otros vehículos de expresión se disciplinan. ¿Qué clase de sociedad habremos creado? ¿Cómo funcionaría una sociedad así en el contexto de una economía mundial donde lo que prospera no es el control de la sociedad sino la creatividad, es decir, la capacidad intelectual, más que manual, de la población?

Es evidente que los partidos tienen la capacidad legal y política para imponer un régimen de control a modo y lo están avanzando. Lo que debiera ser claro es que ese régimen de control no es compatible con el desarrollo del país y de su población en la era digital. No vaya a ser que en su afán por controlarlo todo, los partidos acaben condenando al país al caos. India le va a acabar ganando a China, cuyo gobierno privilegia el control, porque su población es libre de pensar, expresarse y crear y eso, en la era digital, es lo único que importa. ¿Por qué entonces ir hacia atrás?

 

Retorno al pasado

Luis Rubio

En Puebla se encontraron las realidades partidistas del país y el resultado no es alentador. El PRI prácticamente arrasó en las recientes elecciones estatales, confirmando su legendaria vocación de poder. Casi lo contrario se puede decir del PAN. Pero lo más evidente es que nuestro sistema federalista es un fracaso en términos democráticos.

El triunfo del PRI en el estado de Puebla es avasallador. El partido no sólo logró el control del legislativo local sino que ganó los 26 distritos y 143 de las 217 alcaldías en disputa. El PAN escasamente quedó como segunda fuerza, perdiendo plazas importantes, en tanto que el PRD, a pesar de los enormes recursos que dedicó y de la campaña permanente de López Obrador en el estado, quedó como la cuarta fuerza electoral, detrás del PANAL. Una situación como ésta sólo puede explicarse de una de dos maneras: o bien el PRI, partido en el gobierno del estado, ha tenido un desempeño extraordinario y excepcional o existen otras circunstancias que produjeron la debacle de la oposición.

Bajo cualquier rasero, el desempeño del gobierno poblano, como el del oaxaqueño y otros similares, ha sido pobre y controvertido. Su economía no se ha destacado por resultados descollantes y los escándalos que han caracterizado a esos gobiernos estatales en los últimos años no sólo han empañado su administración, sino que, desde la perspectiva más generosa, los han distraído de sus responsabilidades cotidianas. Incluso utilizando la óptica más benigna, al igual que en el caso de Oaxaca, es imposible pensar que, con su voto, la población refrendó los miserables resultados de esa administración estatal.

Si la explicación del triunfo del PRI no reside en la calidad superior del gobierno del estado, ésta tiene que encontrarse en otras circunstancias. Aventuro dos hipótesis complementarias: primero, el gobernador tiene un control real y efectivo de los órganos electorales y legislativos, lo que le confiere una infinita capacidad de manipulación; y, segundo, el PRI y los priístas tienen una vocación de poder que les permite superar cualquiera sus disputas y diferencias internas y que contrasta con la ausencia de esa misma vocación en el PAN, cuya lógica sigue siendo la de un partido de oposición, más preocupado por sus querellas ideológicas que por gobernar. De ser válidas estas hipótesis, sobre todo la primera, la democracia mexicana estaría en severas dificultades.

Comienzo por la primera hipótesis. Los gobernadores se han convertido en virtuales señores feudales: controlan no sólo la hacienda pública sino toda la política local. A través de las ingentes sumas de dinero que reciben del erario federal y por sobre las cuales, para todo fin práctico, no tienen que rendir cuenta alguna, tienen una bolsa de dinero prácticamente ilimitada para ejercer el control total de los procesos políticos locales. A través del dinero someten y dominan a sus legislativos locales, comprando votos y voluntades sin resquemor alguno. Desde su perspectiva, lo que cueste el control es barato porque los dividendos son desproporcionados.

No es casualidad que los gobernadores enfrenten una situación de extraordinaria tersura en su relación con el poder legislativo local. A menos que gocen de una cultura política de corte ateniense, a diferencia de lo que hoy ocurre a nivel federal, el peso del gobernador es aplastante, como en su momento lo fue el del presidente a nivel federal. Nadie puede con el poder real coercitivo y económico- de los gobernadores. Nuestros gobernadores controlan todos los órganos políticos estatales: a través del control del legislativo local nombran a los miembros del Instituto Electoral Estatal, a los órganos de vigilancia del gasto y, en general, a todo lo que podría ser una fuente de contrapeso a su poder, incluyendo a la judicatura local. Además, en su actuar cotidiano, los gobernadores gozan de un vasto instrumental para manipular una elección de manera indirecta, como ilustró el gobernador de Oaxaca hace unos meses al utilizar unos bombazos como medio para alentar la abstención. Si la democracia está coja a nivel federal, simplemente no existe a nivel local.

Si a lo anterior se le agrega la excepcional vocación de poder de los priístas y la igualmente excepcional falta de vocación de poder entre los panistas, el cuadro adquiere características de las que el propio Mussolini se habría sonrojado. Los priístas saben qué es el poder, cómo se puede emplear y porqué es imprescindible dejar a un lado las diferencias entre sus diversos grupos en el momento de una elección. La evidencia de esto es abrumadora: lo vemos en la forma en que se organizan, votan y se disciplinan. A nivel federal, convirtieron la derrota en las urnas del año pasado en la oportunidad de controlar al poder legislativo en pleno.

En contraste, y siguiendo con la segunda hipótesis, el PAN sigue jugando a la oposición. Su tema no es el poder sino la agenda ideológica; sus candidatos no responden a la lógica de las preferencias electorales (que, uno supone, debería ser la principal consideración para un partido que aspira a ganar una elección), sino la pureza ideológica. Al PAN lo dominan su cerrazón ideológica (o la de su liderazgo) y las querellas y disputas internas. En lugar de plantearse llegar al poder como una oportunidad para implantar su ideario, temen ensuciarse con su ejercicio. En lugar de construir una maquinaria electoral desde el poder, se desviven por ser oposición y, ya en esa dinámica, una oposición pobre porque si no ganan elecciones ni oposición podrán ser.

En Puebla, un pequeño microcosmos de nuestro federalismo, se pudo observar la forma en que operan nuestros gobernantes, la inexistencia (¿e inviabilidad?) de un sistema efectivo de pesos y contrapesos y, en una palabra, lo modesto de nuestra democracia. Como en los viejos tiempos del presidencialismo priísta, los gobernadores se han apoderado de los órganos de decisión y utilizan el gasto público para controlar al estado y corromper a sus legisladores para ser amos y señores. La peor versión del modelo presidencialista se ha reproducido a nivel local y, como ilustra la elección de la semana pasada, no hay buenas razones para suponer que esto cambiará en el futuro.

El país pasó de la monarquía presidencial al feudalismo de los gobernadores y ahora se encuentra, a nivel federal, en una lucha por la re centralización del poder hacia el legislativo. No es difícil imaginar un nuevo modelo político donde el PRI, con algunos perredistas que igual que ellos saben usar el poder, acaben dominando la escena nacional. Pero es obvio que, a nivel estatal, los gobernadores son amos y señores sin contrapeso alguno.

 

Des-centralización

Luis Rubio

La paradoja no podía ser más sugerente: el país experimenta dos corrientes que van en sentido contrario. Por un lado, la descentralización del poder es palpable en todos los ámbitos: los gobernadores y los partidos políticos acapararon el poder que, en la última década, perdió la presidencia. Por otro lado, igualmente clara es la tendencia hacia la concentración del poder: los partidos políticos han comenzado a reducir el ámbito de acción de la sociedad mexicana casi en la misma medida en que el poder legislativo acota no sólo el poder del presidente, sino el de toda la sociedad. La gran pregunta es cuál de las dos corrientes va a ganar y cómo impactará eso al desempeño de la sociedad y la economía.

México experimentó una profunda transformación a partir del momento en que el otrora partido hegemónico perdiera el control de las dos cámaras legislativas. Desde ese momento, el poder del presidente, y sobre todo su capacidad de imposición,  comenzó a menguar. El proceso se aceleró a partir del 2000 en que la presidencia acabó en manos de un partido distinto al PRI. La institución presidencial, tradicionalmente el corazón de la política nacional, perdió su fuerza y estructura. La carencia de habilidad política en la persona de Vicente Fox no hizo sino agudizar el fenómeno. El hecho indiscutible es que la presidencia perdió buena parte de su poder.

Pero ese poder no desapareció; más bien, la pérdida de uno fue ganancia de otros. En el minuto en que la presidencia perdió su centralidad en la política mexicana, otros actores, particularmente los gobernadores y los partidos políticos, se encontraron con que, súbitamente, su capacidad de acción se había multiplicado. El país pasó, en las palabras cínicas, pero precisas, de un viejo observador y actor de la política nacional, de la monarquía al feudalismo. Actores que hasta ese momento siempre (al menos desde los treinta del siglo pasado) habían estado sometidos al poder central, de pronto cobraron una fuerza inusitada, no siempre para bien.

La fotografía es interesante porque no deja de ser paradójica: de un poder altamente centralizado pasamos a muchos poderes igualmente centralizados. Es decir, hubo una desconcentración del poder pero no una democratización del poder. La ciudadanía ganó sólo en la medida en que la capacidad de afectarla negativamente disminuyó, pero no incrementó su posibilidad de influir en la calidad del gobierno ni mucho menos en las decisiones que éste toma y que le afectan, en ocasiones de manera extraordinaria.

El experimento de desconcentración del poder no ha sido del todo benigno. Si bien desapareció el brutal poder de la presidencia, la capacidad corruptora de los gobiernos estatales y de los partidos políticos se elevó de manera desproporcionada. Cualquiera que observe el contraste entre el desconcierto que prevalece en el poder legislativo federal frente a la frecuente unanimidad de los legislativos estatales no puede mas que concluir que, una de dos, o se trata de políticos totalmente distintos -los estatales ilustrados y modernos, los federales primitivos e ignorantes-, o el poder de los gobernadores, incluyendo el del dinero que han logrado obtener sin rendición alguna de cuentas a partir de los ingresos petroleros, es altamente persuasivo y convincente. En otras palabras, pasamos de un régimen imperial a un régimen feudal, ambos igual de corruptos y displicentes hacia la ciudadanía.

Si esa desconcentración del poder hubiese venido acompañada de un excepcional desempeño económico, la población y los propios políticos quizá estuviesen aplaudiendo. El problema es que hemos pasado años que, en el mejor de los casos, podrían calificarse de mediocres, al menos en el terreno económico. Aunque es fácil culpar a otros (por ejemplo, a nuestros mercados de exportación) del pobre desempeño, la evidencia en contra es abrumadora. Mientras nosotros dormimos el sueño de los justos (o, realmente, de los corruptos), otras naciones, comenzando por China, nos han comido el mandado. Nuestros mercados de exportación disminuyeron porque no hemos sabido retenerlos y acrecentarlos. Vaya, ni siquiera hemos sido buenos para desarrollar el mercado interno.

Mucho de lo anterior se explica por el hecho mismo de haber desconcentrado el poder. Antes, en la época en que el gobierno federal controlaba los recursos fiscales (pienso en la era del desarrollo estabilizador), había una gran capacidad de determinar qué proyectos de inversión tenían una mayor rentabilidad social y económica; ahora, en la era de la descentralización del poder y del gasto, los pocos proyectos de inversión que hay han rendido frutos verdaderamente paupérrimos. Se gasta mucho más, pero se invierte mucho menos y eso se traduce en un menor crecimiento de la economía en general. Al mismo tiempo, la descentralización del poder se tradujo en una permanente competencia entre los poderes estatales y federales, generando más tensiones que decisiones, más conflicto que soluciones.

A nadie debería sorprender que, en este contexto, estemos viviendo intentos claros por recentralizar el poder, reducir el poder de los gobernadores y, eventualmente, someter a otros poderes que habían comenzado a vivir en condiciones de excepcional independencia y corrupción. La reciente reforma electoral es un buen ejemplo de este proceso: se cierran espacios para los gobernadores, se acalla a la sociedad en su capacidad para expresarse frente a los contendientes en las elecciones, se somete a los medios a un régimen de control (y, potencialmente, enorme corrupción) y se reduce el espacio de acción de los políticos y candidatos en lo individual. Lo interesante, lo novedoso, es que la reconcentración del poder no beneficia a la presidencia sino a los líderes tanto partidistas como legislativos.

México no es el único país que ha venido transitando en esta dirección. Quizá el mejor ejemplo de un proceso similar es el que ha experimentado Rusia de Putin en los últimos años. De un sistema político autoritario  absolutamente centralizado pasaron a la absoluta descentralización y al caos económico, para retornar a los controles autoritarios, todo ello financiado por inusitados ingresos petroleros.

A diferencia de Rusia, cuyo gobierno federal no sólo concentró el poder sino utilizó los recursos petroleros para inducir elevadas tasas de crecimiento económico, nuestro proceso de concentración del poder promete tener la consecuencia opuesta: una vez descentralizado el gasto, la reconcentración del poder previsiblemente no logrará traducirse en una mayor capacidad de beneficiar a la población. De ser así, acabaremos en el peor de los mundos: economía pobre y menor libertad.

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Contraste

Luis Rubio

La naturaleza nos dio dos golpes esta semana pero con consecuencias muy distintas. El contraste entre lo ocurrido con las plataformas petroleras que chocaron y las inundaciones de Tabasco no podía ser más iluminador. Más significativo y revelador ha sido la forma en que la población y el gobierno han reaccionado en ambas instancias. La lección es que nuestra capacidad de acción es ilimitada cuando nos lo proponemos. El problema es que eso no ocurre con mucha frecuencia.

Se trata de dos ocurrencias de la naturaleza. En ambos casos, el mal clima y las lluvias torrenciales provocaron sendas catástrofes. El choque de las plataformas petroleras es algo que sucede; lo mismo es cierto de las inundaciones. Se puede culpar a los que no previeron la posibilidad de una situación como ésta o a quienes obviaron las medidas que pudieron haber contenido las consecuencias de incidentes que, en última instancia, son imprevisibles. No han faltado acusaciones de corrupción contra los funcionarios de la paraestatal o contra los gobiernos de Tabasco. Tampoco se han hecho escasos los explotadores corrientes de la pena ajena, sobre todo por parte de políticos y ex candidatos que tienen un interés personal en el asunto.

Y en efecto, no hay duda que, con los recursos adecuados y la estrategia idónea, toda tragedia puede ser anticipada y sus peores consecuencias mitigadas. No es improbable que haya mejores maneras de manejar las plataformas petroleras y, sin duda, mecanismos más apropiados para conducir un rescate; tampoco es de dudarse el argumento de que se pudo haber llevado a cabo una serie de obras que evitaran algunas de los peores efectos de los mares de agua que hincharon el cauce del río Grijalva. Todo eso y mucho más se pudo haber hecho en PEMEX y en Tabasco y no se hizo. Pero exactamente lo mismo se puede decir del resto del país donde la previsión y la atención a lo fundamental no es la carta fuerte de nuestros gobernantes. El caso del drenaje colectivo de la ciudad de México habla por sí mismo.

Pero en el momento de las tragedias de esta semana lo impactante para mí ha sido el contraste entre los dos sucesos y la excepcional capacidad del gobierno federal y sus diversas agencias para lidiar con ellos. El choque de las plataformas provocó un alud de quejas y críticas contra la paraestatal y sus prácticas. Se dijo de todo: que el sindicato, que la administración, que la falta de medidas preventivas… Al final del día, el juicio popular pareció dividirse, como suele ocurrir ante incidentes como estos, en dos grandes bandos: los que se apenaron por la pérdida de vidas y los que se detuvieron en la corrupción. La población quizá no quiera cambios fundamentales en el régimen constitucional que norma la actividad petrolera en el país, pero sospecha –con buenas razones- de la forma en que la empresa es administrada, del sindicato abusivo y de los dineros que simplemente se desaparecen.

Exactamente lo opuesto ha ocurrido ante las inundaciones de Tabasco. Ahí se han podido observar conductas ejemplares y una respuesta inmediata. Para comenzar, la capacidad de movilización del ejército es extraordinaria; el llamado “plan DN3” funciona tal como se espera. El contraste con la increíble incapacidad del gobierno estadounidense incluso para llegar al lugar de los hechos cuando el huracán Katrina avasalló a la ciudad de Nueva Orleáns es no sólo notorio sino impresionante. Allá tardaron más de una semana en llevar agua potable mientras que en Villahermosa el preciado líquido fluía horas después de que los ríos se habían desbordado.

Por su parte, el presidente ha tomado un visible liderazgo en las tareas de rescate, organizando a sus funcionarios así como a los responsables de las agencias gubernamentales para que actúen de inmediato. Es ese el liderazgo que la población espera de sus gobernantes y la respuesta no se ha hecho esperar. La tragedia ha evidenciado la existencia de una infinidad de organizaciones privadas, empresariales, sociales y de todo tipo, todas ellas preparadas para actuar ante circunstancias como éstas. Uno debería preguntarse por qué ocurre esto sólo en momentos de tragedia, cuando un liderazgo similar podría ser el disparador de la transformación que el país exige. Pero ese es otro asunto.

El contraste dice mucho. Ante todo, nos muestra a una población esencialmente sensata y razonable que sabe distinguir entre las circunstancias imprevisibles de aquellas que reflejan décadas de desidia y corrupción, y actúa en consecuencia. También nos enseña que aunque todos tenemos muchas, y con frecuencia buenas razones para quejarnos de los distintos niveles de gobierno, la capacidad de acción y reacción del gobierno federal es notable. Es evidente que hay organización, hay previsión y, cuando se presenta un liderazgo efectivo, todo el aparato funciona de manera ejemplar.

La población guarda una legendaria y saludable dosis de escepticismo y suspicacia sobre lo que ocurre en esa caja negra que es PEMEX. Razones para ello bastan y sobran y nada tienen que ver con las personas que trabajan o dirigen la empresa en este momento. Todo ese monstruo es un hoyo negro del que depredan los más diversos e inconfesables intereses. Los accidentes pasan y casi nunca son evitables. El problema para PEMEX es que este accidente mostró mucho más que un choque de plataformas: evidenció su manera de ser y de los políticos que se niegan a imaginar una estructura organizacional y productiva distinta. Es eso y no otra cosa lo que es intolerable para la población.

Quizá debiéramos aprender de las lecciones que esta semana mostró la tragedia tabasqueña: la solidaridad, la capacidad de organización y la existencia de un gobierno que puede ser efectivo cuando se lo propone. En lugar de proteger intereses creados y pontificar al respecto, con esos activos podríamos transformar a todo el país y al peor de sus dinosaurios.

Si algo revelan estos días es que el país tiene una gran capacidad transformadora que no hemos sabido explotar. Si todas esas fuerzas y recursos se emplearan para construir un país mejor, si todo ese liderazgo que se evidenció esta semana se encauzara hacia la modernización que por décadas se le ha prometido a la población pero no se ha logrado y para articular los consensos necesarios para hacerlo posible, México sería un lugar muy distinto. La pregunta es por qué no.

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Contrastes

Luis Rubio

Contrastes y oportunidades. Eso es lo que se observa al comparar la manera en que diversos países se enfocan para lograr el desarrollo. Sobra decir que si bien muchas naciones (¿todas?) quisieran formar parte del relativamente exclusivo club de naciones ricas y desarrolladas, muy pocas lo logran. La clave para conseguirlo reside en la combinación de un sistema político funcional con un proyecto económico debidamente estructurado. La evidencia indica que sin una estrategia de desarrollo, éste es imposible, pero es igualmente inoperante si falta un sistema político capaz de sostener un proceso de transformación a lo largo del tiempo (y a través de gobiernos que cambian).

En una reunión internacional a la que asistí recientemente, la discusión se centró en torno a los contrastes y diferencias que existen entre los diversos países que intentan ingresar al club de las naciones ricas y desarrolladas. Los países en cuestión eran los obvios: Europa oriental, el sureste asiático, América Latina, Rusia, China e India. De todos los ejemplos citados, los exitosos fueron aquellos que desde el principio se propusieron emular a los países europeos, Estados Unidos, Canadá o Japón. Ninguno de los que pretendieron fundar un modelo alternativo logró avanzar.

No es difícil identificar los casos exitosos: Irlanda, Estonia, Singapur, Corea, China, India, Chile, etcétera. Algunos de éstos como China e India apenas comienzan el proceso. Otros, más avanzados, como Irlanda o Singapur, enfrentan retos muy complejos porque el crecimiento sostenido supone un fuerte componente de tecnología y ciencia, lo que a su vez requiere un sistema educativo de otra naturaleza. En este contexto, Japón fue ejemplo frecuente: un país desarrollado bajo casi cualquier medida convencional, enfrenta la necesidad imperiosa de llevar a cabo una transformación radical de su sistema educativo, pues sin ello simplemente no puede aspirar a competir en los sectores que generan un alto valor agregado, algo para lo cual hoy no está preparado.

Pero el corazón del problema del desarrollo yace en la capacidad de un país para sacarlo adelante. China e India representan dos sendas muy contrastantes hacia el progreso, pero todos los países que han logrado transformarse en las últimas décadas, incluidos estos dos, apelaron a dos componentes que los distingue de aquellos que se lo propusieron sin conseguirlo: un buen proyecto económico en el sentido técnico y la capacidad política de instrumentarlo. Si falla cualquiera de esos dos componentes, el desarrollo es imposible.

El problema del desarrollo no es técnico. Aunque no existe una sola forma de alcanzarlo, los instrumentos que lo hacen posible son muy claros y no existe mayor polémica conceptual en torno a ellos. Un buen proyecto en términos técnicos es aquel que logra vertebrar los componentes clave para el desarrollo: equilibrios macroeconómicos, ahorro en la economía, disponibilidad de inversiones, reglas del juego (sistema legal, capacidad de hacer cumplir un contrato, definición de los derechos de propiedad), disponibilidad de infraestructura social, humana y económica, y una definición clara de las prioridades de un país.

Aunque mucho de lo anterior puede sonar esotérico, se trata de factores perfectamente conocidos y sobre los que existe una larga experiencia que justifica una conclusión muy concreta: no hay un problema técnico en la consecución del desarrollo. Si un país adopta las medidas adecuadas y persevera en ellas (algo que incluso puede llevar décadas), el desarrollo es plausible. De la misma manera, si un gobierno decide un camino distinto, por más atractivo que resulte (como podría ser el modelo alternativo de nación) el desarrollo es simplemente inalcanzable.

Si partimos del supuesto que un país adopta un proyecto viable de desarrollo, el factor crítico de éxito reside entonces en su estructura política. Aunque hay y ha habido muchos países que han logrado esbozar proyectos de desarrollo (o, más frecuentemente, algunos componentes de un proyecto de desarrollo), son muy pocos los que efectivamente logran alcanzarlo. Al comparar los diversos casos, el factor clave reside en la capacidad del sistema político para sostener un proyecto económico por el tiempo necesario de tal suerte que logre su cometido.

Así, una dictadura presenta menos complicaciones que una democracia para emprender medidas difíciles y en ocasiones impopulares que puedan sostenerse a lo largo del tiempo. En esta dimensión, no es casual que China haya logrado tanto mayor éxito que otras naciones pues, una vez definido un esquema técnicamente adecuado, su capacidad política para instrumentarlo ha sido extraordinaria. Para India, un país democrático y políticamente muy fragmentado, el proceso ha sido más complejo y escabroso. El caso de Irlanda es más revelador: su gobierno comenzó a implantar las medidas necesarias desde el final de los sesenta, pero no fue sino hasta 1987 cuando, casi de manera súbita, empezó a experimentar tasas de 9% de crecimiento anual. Su éxito se debe, en no poca medida, al hecho de que su sistema político logró articular los consensos necesarios para sostener un proceso de cambio y transformación a pesar de que los resultados fueron magros por muchos años. Irlanda muestra que, con un liderazgo eficaz, es perfectamente posible conducir un proceso de transformación en un contexto democrático.

A pesar de su complejidad, quizá la gran ventaja de la Unión Europea se explique porque, luego de años de experimentar, ha logrado articular un conjunto muy bien definido de políticas concretas que dan resultados. Los países que las adoptan de manera consciente y sistemática pueden esperar buenos resultados en un horizonte razonable de tiempo, como evidencian igual los que se incorporaron en los 70 y 80 (como España, Irlanda o Grecia) que los del este europeo, de más reciente adhesión.

El caso de Europa confirma lo obvio: el problema del desarrollo no es técnico; si un país adopta la política económica que, en buena medida, es resultado del sentido común y persevera en su aplicación, el desarrollo es asequible. Es claro que no se trata de una cuestión ideológica. De hecho, aquellos países, sobre todo en América Latina, que convierten las medidas necesarias para avanzar hacia el desarrollo en temas de confrontación política o ideológica, acaban cancelando la posibilidad de lograrlo. El camino al precipicio está saturado de buenas intenciones pero también de malas estrategias. Y, en nuestro caso, de liderazgos iluminados.

 

La clave

Luis Rubio

¿Por qué no crece más la economía? Esa es quizá la pregunta que con mayor insistencia se escucha en foros académicos, empresariales y políticos. Las respuestas que se ofrecen a tan fundamental interrogante son de chile, de dulce y de manteca: que si la economía del mundo o las reformas pendientes, la inversión pública o el gasto privado. El sólo hecho de que no haya una respuesta específica y concreta, o un consenso sobre la naturaleza del problema, dice mucho de nuestra realidad. Quisiera proponer que, por importante que pudiera ser cada uno de los factores que cada funcionario, empresario, académico o político propone como crucial para el desarrollo, la clave está en la existencia de un gobierno o, más precisamente, en la ausencia de gobierno que hemos padecido por años.

El problema comienza con el hecho de que, como sociedad, nos hemos acostumbrado a los niveles mediocres de desempeño económico que hemos experimentado por décadas y que viene de la mano de la desidia y del sentido de agravio que se encuentra a flor de piel. No es que no se hayan hecho esfuerzos por lograr elevados niveles de crecimiento de la economía o que no existan factores exógenos que expliquen algunas de las dificultades; tampoco se puede ignorar el enorme costo que ha tenido para el país el extraordinario desorden que en los setenta se introdujo tanto en la administración de la economía mexicana como en la conflictividad social, cuyas consecuencias (legislativas, regulatorias, políticas, de deuda pública y de pérdida de confianza en el futuro) seguimos padeciendo hasta hoy.

Las propuestas de corrección a la falta de crecimiento vienen en todos colores y sabores. Un mero listado (que no pretende ser exhaustivo) del tipo de propuestas que están en la mesa de discusión de la sociedad mexicana incluye las siguientes: adoptar un conjunto de reformas orientadas hacia el mercado como algunas de las que se han instrumentado en años recientes; crear un “consejo económico y social” por medio del cual se recrearía una estructura corporativista de coordinación entre los sectores productivos y el gobierno; recrear un gobierno “duro” capaz de restablecer el orden y  acabar con los impedimentos actuales a la toma de decisiones; darle rienda suelta a los monopolios (sobre todo en las comunicaciones y la construcción) para que esas empresas y sectores se conviertan en los pilares señeros o campeones de una transformación industrial; adoptar una política industrial que identifique los sectores que serían ganadores en el futuro para apoyarlos con subsidios y otros mecanismos de protección y promoción; adoptar los principios del Estado de derecho que son característicos de las sociedades occidentales modernas y hacerlos efectivos; modificar los principios constitucionales que nos rigen a fin de adoptar concepciones occidentales de los derechos de propiedad; eliminar las fuentes de discrecionalidad, arbitrariedad y corrupción que actualmente son imperantes en la toma de decisiones dentro del gobierno; elevar la inversión pública como mecanismo generador de demanda en la economía nacional; y crear procesos que garanticen la transparencia en el actuar gubernamental y sindical.

La lista contenida en el párrafo anterior mezcla propuestas que pretenden construir una economía centrada en el ciudadano y consumidor con aquellas que privilegian al productor o al sindicalismo, las que enfatizan un gobierno arbitrario con las que propugnan por la visión de unas cuantas empresas líderes. Aunque obviamente tengo preferencias, esta enumeración no pretende argumentar cuál sería el mejor camino; lo que sí hace de manera fehaciente y, de hecho, brutal, es evidenciar el grado de confusión y conflictividad política que padecemos. La diversidad es tal que refleja no sólo intereses contrapuestos, sino la extraordinaria incapacidad de los mecanismos institucionales existentes para acotar y encauzar una discusión seria sobre el tema.

Si se analiza el contenido de las propuestas específicas se va a encontrar con que, independientemente de preferencias, algunas o muchas de ellas tienen sentido. Algunas son claramente interesadas, pero la mayoría pretende responder a problemas reales. Quienes ven al gobierno como un ente abusivo y arbitrario proponen transparencia y Estado de derecho; en contraste, quienes perciben a los problemas sociales y sus riesgos como fundamentales, privilegian las soluciones apoyadas en un gobierno duro, que se caracterice por su celeridad, independientemente de las consecuencias económicas o financieras. Quienes han sido frenados en sus proyectos de inversión privados o públicos por activistas de diversa índole (igual ecologistas u organizaciones no gubernamentales que comisiones como la de competencia) típicamente abogan por un gobierno capaz de hacer valer la fuerza sin contrapeso alguno.

Sea cual fuere la mejor alternativa, lo que los últimos cincuenta años han hecho evidente es que el factor clave en el desarrollo es el gobierno: no un gobierno grande o chico, sino un buen gobierno. La evidencia de esto, en México y en el mundo, es abrumadora: un gobierno con claridad de rumbo y capacidad de acción hace toda la diferencia; al mismo tiempo, un gobierno que abusa y que es corrupto no hace sino darle al traste a cualquier posibilidad de desarrollo. El gobierno chino ha actuado con el criterio de maximizar la estabilidad política a través de un acelerado crecimiento económico; el hindú se ha abocado meramente a allanar problemas y crear espacios para que pueda funcionar la economía privada. Son dos modelos que responden a sus circunstancias, pero ambos exitosos en su objetivo. Nosotros tenemos mucha discusión, pero carecemos de un modelo socialmente aceptado con posibilidad de funcionar.

De la era de gobiernos duros pero funcionales de los sesenta pasamos a la de los gobiernos abusivos y arbitrarios de los setenta y luego a la de los reformadores de los noventa, pero en todo ese proceso no se consolidó un sistema de gobierno efectivo. Desde esta perspectiva, parece evidente que nuestra economía no crece porque hemos tenido gobiernos incapaces de fajarse los pantalones y actuar de manera clara y consistente, pero dentro de un sistema funcional de pesos y contrapesos así como de un marco de legalidad  y de sentido común.

Nuestro gobierno tiene que ser capaz de hacer valer un proyecto de desarrollo y contar con la habilidad política para controlar y limitar los excesos de los poderes fácticos dentro de un contexto de transparencia. En lugar de eso hemos tenido gobiernos que se auto limitan, que no son capaces de ponerle un “hasta aquí” a los abusos empresariales, sindicales o políticos y que han acabado cosechando la mediocridad que nos caracteriza. La pregunta es ¿hasta cuándo?

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