Paradojas

Luis Rubio

Paradojas de una democracia no consolidada: por un lado, la población quiere más, considera que merece una mejor vida y que tiene derechos absolutos a eso y más; y, por el otro, esa misma población no reconoce obligación alguna, rechaza cualquier costo para lograr lo que desea y exige que esos beneficios le sean entregados sin dilación. Esa es nuestra realidad y, como dice el refrán, “con esos bueyes hay que arar”. El problema es que esa no es una base muy sólida para construir una sociedad moderna y democrática y sí, en cambio, una plataforma propicia para la instalación de una regresión política. La democracia mexicana se encuentra ante la tesitura de definir el camino hacia el futuro en materia política: ¿más ciudadanía o más control político desde arriba?

La versión optimista de la democracia es tan lógica que resulta imposible minimizarla: una vez alineados los intereses del electorado y sus representantes en la presidencia y en el congreso, la toma de decisiones se torna automática. Es decir, en la medida en que los intereses de los gobernantes y legisladores están claramente identificados con los del electorado, el ciudadano siempre va a salir triunfante. Sin embargo, al tildar a la democracia como “el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás”, hasta el más grande de sus defensores, Winston Churchill, expresaba, en su inigualable prosa, la paradoja que inevitablemente la acompaña. En México ni siquiera hemos comenzado a desmenuzar la ecuación derechos-obligaciones que yace en el corazón de cualquier democracia que se respete y ya estamos enfrentando retos a su existencia.

La joven democracia mexicana atraviesa desafíos fundamentales. En una dimensión, es evidente que la población disfruta los límites de un sistema de gobierno que inexorablemente le impone a los políticos que por décadas abusaron de ella. Pero en otra, como ilustra la inusitada votación por López Obrador el año pasado, una porción significativa de la población claramente extraña al gobierno que decide, resuelve y le entrega beneficios sin costo aparente ni dificultad. Quizá más importante, una vez que la capacidad de abuso ha disminuido es difícil recordar qué tanto abuso era posible y eso hace que mucha gente haya aceptado el statu quo como algo deseable independientemente de que no sea satisfactorio.

La paradoja de la democracia mexicana tal vez se pueda resumir en una oración: ha disminuido el potencial de abuso pero no ha logrado una gran mejoría en los niveles de vida o de participación política. En eso quizá no seamos excepcionales: cualquiera que haya leído las quejas de los alemanes y los estadounidenses, los rusos y los sudafricanos, es decir, de casi todo mundo, podrá apreciar que Churchill sabía de qué hablaba: la democracia no puede resolver todos los males por arte de magia. Pero una diferencia nuestra con respecto a todas esas naciones es que aquí enfrentamos la disyuntiva de un cambio que igual puede ser pacífico y consensuado que impuesto.

La pregunta relevante para México es si abandonamos un sistema semi autoritario para construir una democracia o si, en realidad, acabamos construyendo un nuevo estadio que no es muy democrático pero que, sin embargo, guarda ciertas formas democráticas. O, puesto en términos coloquiales, si no acabamos con la misma gata pero revolcada. Claramente, no es la “misma gata”, pero no hay duda que tampoco se ha logrado la construcción de un sistema político que sea, a una misma vez, funcional y democrático en el que el país funciona y los políticos le responden a los ciudadanos y no al revés. Esa tensión –entre si seguir adelante o recrear algo similar al viejo sistema político- es la esencia de la disputa soterrada que vivimos estos días.

Para complicar esta fotografía es imperativo también observar las distintas perspectivas que sobre la democracia mexicana tienen distintos componentes de la población. Es perfectamente posible que Fox no anduviera tan errado cuando dividió a la población en dos categorías, la del círculo verde (integrado por la mayoría de la población) y la del círculo rojo (integrado por quienes deciden, opinan y discuten). La perspectiva de quienes opinan, discuten y deciden es que la democracia mexicana tiene problemas, pero hasta ahí llega el consenso. Algunos creen que se requieren cambios fundamentales, en tanto que otros abogan por un proceso gradual de reforma. Esa división yace en el corazón de la disputa irresuelta del año pasado y que sigue pululando en la discusión legislativa.

Para los integrantes del llamado “círculo verde” los temas son diferentes por la simple razón de que, a diferencia de los del “círculo rojo”, su acceso a la información, así como su capacidad de comprender la realidad, es muy pequeña. Es decir, para la población carente de información su única opción es la de adaptarse de la mejor manera posible a su realidad y actuar por vías de hecho y quizá eso explique tanto la economía informal como la migración hacia fuera del país. Este contraste de perspectivas recuerda la anécdota del asesor que, eufórico, llega a comunicarle a su candidato que toda la gente pensante está con él, a lo que el candidato responde “eso no es suficiente, necesitamos una mayoría”.

Esa mayoría de la población es el blanco fundamental de quienes pretenden reconstruir el viejo sistema político con nuevas formas y estructuras. La promesa de reconstruir una economía como la de los setenta que animaba al candidato del PRD o la de reconcentrar el poder priísta que yace detrás de la reforma del Estado, son dos maneras de enfocar el percibido clamor de la población por un sistema político y una economía más funcionales y exitosos, así sea a costa de la posibilidad de construir una participación democrática.

Lo que no es obvio es que la mayoría de la población comulgue con esas propuestas de solución. Independientemente del reclamo de AMLO respecto a las elecciones del año pasado, lo evidente es que la mayoría de la población decidió que su candidatura no era deseable como proyecto de gobierno. Esto no porque mucha gente no se identificara con su proyecto, sino porque reconocía lo insostenible de la propuesta. El país requiere ir hacia adelante para avanzar, no recrear visiones que hace décadas fueron derrotadas por la realidad. Lo que urge son propuestas de transformación constructiva pues tampoco es obvio que la población tenga una paciencia infinita y menos en un entorno de libertad que antes era en buena medida desconocido.

Lo que el país requiere es un proyecto de desarrollo que se apuntale tanto en la ciudadanía como en una economía de mercado, es decir, en competencia, derechos y obligaciones. A la fecha, toda la oferta política es de soluciones mágicas o más de lo mismo, el gobierno iluminado decidiendo y no la sociedad desarrollando al máximo su capacidad. Ninguna de esas propuestas es aceptable ni deseable: la democracia mexicana sigue coja.

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