Luis Rubio
Los hechos no están en disputa: el tabaco es dañino para la salud. Quienes fuman lo saben, pero quienes no fuman lo padecen; el problema es que unos y otros son parte de una misma comunidad, cada uno con derechos propios, comenzando por el de la libertad. Se trata de uno de esos temas en el que la solución al diferendo es obvia para cada uno de los actores, tanto los que fuman como para los que no lo hacen. Pero sólo uno tiene razón.
Lo que está en disputa son los derechos de personas y empresas para defender su interés o libertad particular. El tema del tabaco polariza y genera reacciones extremas que no por eso dejan de ser peculiares. Los fumadores y los no fumadores tienden a creer que tienen derechos absolutos, pero el tema se complica en la medida en que otros actores, particularmente los fabricantes de cigarros y los dueños de restaurantes y establecimientos públicos, entran en la película. La pregunta importante es cómo conciliar los derechos de la colectividad con los de los individuos y las empresas.
El caso del tabaco es particularmente complejo porque ahí se mezcla la evidencia científica con el derecho de las personas. Los fumadores, reclaman el derecho de hacer con su cuerpo lo que quieran, pero esto choca con los derechos de los no fumadores que, según la evidencia, sufren consecuencias de respetar los derechos de otros sin que nadie respete los suyos. Este es el tema de fondo de la legislación tanto federal como local (DF) que está siendo discutida y que tiende a sacar chispas.
Según las cifras oficiales, en el país mueren aproximadamente 54 mil personas al año como resultado del consumo de tabaco. Todas esas personas sabían que el tabaco es nocivo para la salud y asumieron el riesgo con plena conciencia. Desde la perspectiva individual, esas personas eran dueñas de sus cuerpos e hicieron uso pleno de sus facultades para decidir, es decir, actuaron como hombres y mujeres libres. Pero el ejercicio de su libertad choca con la de los otros en al menos dos planos: por un lado, en los costos que su adicción le impone a la sociedad en su conjunto; por ejemplo, en el 2004, el IMSS gastó el 4.3% de su presupuesto de operación (o 7100 millones de pesos) para pagar los costos de la atención atribuible al consumo de tabaco. Es decir, los fumadores le impusieron un enorme costo a la sociedad por ejercer su libertad.
El otro plano en el que choca la libertad de fumar con el resto de la sociedad es en el impacto que tiene sobre las personas que no fuman. A diferencia de otras adicciones, tanto las legales como las ilegales, los no fumadores pueden acabar contrayendo las mismas enfermedades que los fumadores por el hecho de respirar el humo de un cigarro: fumar tiene consecuencias negativas en la salud de los no fumadores que comparten el espacio con los fumadores. Es decir, los fumadores perjudican al resto de la población al fumar en espacios públicos sin jamás pagar un costo por ejercer su libertad.
Los liberales siempre han creído en la libertad del individuo pero siempre y cuando el ejercicio de esa libertad no tenga un impacto negativo sobre el resto. John Stuart Mill, el filósofo de la libertad, argumentaba que el gobierno debe distinguir con nitidez plena entre una intervención sobre actos individuales que afectan sólo al individuo de aquellos que afectan al resto. De esta forma, por ejemplo, el gobierno no tendría razón de intervenir en la decisión de un boxeador, de un amaestrador de serpientes o de un tragafuegos en la esquina de correr enormes riesgos personales, pero tiene toda la razón de intervenir en aquellos casos, como el fumar en espacios cerrados, por el hecho de que afectan a terceros. Con la misma lógica, ningún gobierno tiene derecho de impedirle a una persona que consuma tabaco en la calle; a lo más, puede imponerle un elevado impuesto para intentar disuadirlo, pero nada más.
La lógica de la legislación diseñada para obligar a los restaurantes y establecimientos similares a crear espacios separados para fumadores y no fumadores es absoluta. La iniciativa no prohíbe fumar en espacios abiertos ni viola la libertad de las personas de fumar o hacer lo que les plazca con su vida; lo que hace es proteger al resto de la sociedad de los efectos del ejercicio de esa libertad. Es decir, protege la libertad del resto de la ciudadanía. Uno pensaría que nadie puede estar contra de ella, pero no es así.
Sin duda, los primeros afectados son los propios fumadores, muchos de los cuales no tienen la opción anímica de dejar de fumar y esto crea un problema. Numerosas sociedades han optado por prohibiciones similares y el efecto ha sido positivo: muchas personas que antes fumaban dejaron de hacerlo y la mayoría del resto aceptó la nueva realidad sin más. Muchos fumadores están enojados por la iniciativa, pero quienes realmente están movilizados para derrotarla son los fabricantes de cigarros.
Las empresas fabricantes de cigarros están haciendo hasta lo indecible por evitar la aprobación de la ley. Una de sus tácticas ha sido la del cabildeo directo tanto en el congreso federal como en la Asamblea de Representantes del DF. Su principal propuesta como alternativa consiste en instalar extractores de humo que, según argumentan, reduciría en 70% el humo en un espacio cerrado. Aunque la propuesta podría sonar razonable, no es fácil explicar porqué se esperaron a hacer una propuesta de esta naturaleza hasta que se presentó la iniciativa de ley: no es como que el conflicto entre fumadores y no fumadores se hubiera iniciado ayer. En todo caso, la propuesta constituye una flagrante admisión de culpa: reconocen, así sea implícitamente, que el humo de un cigarro afecta a terceros.
Es evidente que tanto las empresas como los fumadores tienen derechos que no pueden ni deben ser conculcados, pero estos derechos no son superiores a los de la colectividad. La idea de crear espacios libres de humo de cigarro es civilizatoria; es, parafraseando a John Womack, una de esas formas decentes de vivir que hacen posible la convivencia en una sociedad.
Nuestro sistema de gobierno no es muy representativo ni permite la participación de la población en los procesos de decisión. Esta iniciativa probablemente responda más a la tradición tutelar (el gobierno protege a la ciudadanía) y al legítimo afán de reducir el costo del sistema de salud que a una respuesta directa al clamor de los no fumadores, pero no por eso infringe el principio de la libertad individual y por eso merece ser aprobada.