La política mexicana es un mar de contradicciones. Grandes aspiraciones democráticas se ven minadas por la dura realidad de los pleitos callejeros que caracterizan la política cotidiana. Contra muchos pronósticos, el presidente Calderón ha dominado el panorama nacional y controlado a su equipo, pero no ha logrado trascender la agenda cotidiana, establecer un nuevo marco de referencia para la política nacional o para el desarrollo de la economía. Los priístas han sabido aprovechar el momento pero arriesgan su potencial cada que juegan al chantaje: si no gana su partido no hay negociación. El PRD, enfrascado en una disputa medular sobre su función y responsabilidad en la coyuntura, puede igual acabar hundiéndose que convirtiéndose en el factor clave de equilibrio en la política nacional.
Las cosas no son lo que parecen: hablamos de democracia pero estamos inmersos en la disputa de la política real que nada tiene de democrática. La paradoja no tiene desperdicio. La palabra “democracia” ha sido parte del diccionario de la política mexicana desde antaño, pero su uso retórico prácticamente va en dirección inversa a la realidad cotidiana: mientras más se afirma su existencia, menor su realidad. Las elecciones de la semana pasada son un buen ejemplo de los contrastes y paradojas que vivimos.
La paradoja no quiere decir que la política mexicana esté estancada o que no haya cambiado a lo largo del tiempo. De hecho, si uno echa la mirada hacia atrás, es evidente que la realidad política mexicana actual nada tiene que ver con la de hace algunas décadas. Por ejemplo, desapareció el viejo presidencialismo y se afianzó la libertad de expresión. En forma paralela, nadie puede dudar del fortalecimiento de los poderes legislativo y judicial como mecanismos de contrapeso, al menos al más alto nivel. También es evidente que los gobernantes se eligen con el voto popular y que, al menos en lo fundamental, los políticos han respetado las decisiones de la SCJN cuando se trata de diferendos mayores.
Puesto en otros términos, el país ha experimentado una profunda revolución política que ha cambiado las normas, reglas del juego y expectativas de su funcionamiento. Ya no se hace lo que dice el presidente ni cualquier político puede imponer su voluntad al margen de las urnas o de los procesos institucionales establecidos. El que los viejos chistes de la política mexicana ya no resuenen como reales habla por sí mismo: el presidente ya no se puede dar el lujo de que, al preguntar la hora, le contesten “la que usted diga”. Otro rasero de la democracia, el que afirma que en un país autoritario los políticos se burlan de los ciudadanos en tanto que en la democracia ocurre al revés, sirve para reconocer qué tanto hemos cambiado. Desde esta perspectiva, poco o nada del viejo sistema sigue operando.
Pero el cambio que ha experimentado la política mexicana no se ha consolidado en formas democráticas al servicio de la ciudadanía. Las disputas postelectorales no sólo no disminuyen, sino que es rara la contienda que no acaba en el Trife. Muchos gobernadores siguen siendo dueños y amos de vidas y haciendas y actúan como tales, si bien no siempre con inteligencia (el “carro completo” de Oaxaca habla por sí mismo). El chantaje legislativo se ha vuelto moneda de cambio. Los poderes fácticos son cada vez más poderosos y la impunidad está a la orden del día.
A pesar de lo anterior, la población ha obtenido un beneficio extraordinario y ese es que el potencial de abuso de los políticos sobre el bienestar de los ciudadanos ha disminuido: el presidente ya no puede cambiar la constitución a su antojo; los mercados financieros (y cualquier ciudadano) cuentan con información suficiente para anticipar crisis; los políticos pueden no creer mucho en las razones por las cuales es deseable la estabilidad financiera, pero tienen pavor de que los culpen de una devaluación; muchos burócratas, sobre todo los más honestos, prefieren no tomar decisión alguna que ser objeto de una investigación por corrupción. Por donde uno le busque, la población, aún a sabiendas de que tiene poca influencia sobre la toma de decisiones en la vida pública, goza del beneficio de que sus riesgos mayores se han mermado y eso no es poca cosa. Su sensatez en la forma de votar el domingo pasado es impactante.
Pero los mínimos no son siempre algo deseable y aquí hay un tema generacional: para quienes vivieron tiempos aciagos y violentos de la vida pública mexicana, el PRI constituyó una salvación y temen a la era actual; para quienes crecieron en la era de las disputas políticas y las crisis, cualquier cosa parecía preferible al PRI; para las generaciones más recientes, la democracia actual es inadecuada e insuficiente porque no responde a sus expectativas.
Desde esta perspectiva, los malos manejos electorales y los conflictos urbanos (igual los plantones en el DF que la toma de la ciudad en Oaxaca) merecen lecturas muy distintas por parte de cada uno de estos grupos de la sociedad. Por ejemplo, para quienes la historia de fraude electoral es inherente a la concepción política que aprendieron a partir de los años revolucionarios y sus consecuencias, lo importante es la estabilidad. En contraste, para la juventud de hoy, la idea de la democracia y su funcionalidad es mucho más importante. Para los primeros, la noción de que el PRI decidiera disputar el resultado electoral de Baja California o pudiera emplear medios autoritarios para ganar la elección de Oaxaca es una mera anécdota; para los segundos el burdo intento de chantajear al gobierno federal con la reforma fiscal de no ganar una elección local es algo inaceptable, independientemente de que todo mundo sabe que la capacidad del gobierno federal de decidir las elecciones locales es inexistente. El problema para el PRI es que el segundo grupo es el futuro del electorado mexicano.
El mexicano se ríe de sus políticos pero no es obvio que sea el último en reír. Hasta en sus momentos más duros, el autoritarismo mexicano en nada se parecía al soviético: la larga historia de chistes y caricaturas sobre la política y los políticos es testigo de que la risa es una constante. Lo que ha cambiado ahora es que los chistes son públicos, es posible demandar a un gobernante y la prensa todo lo publica. Pero eso no quiere decir que la rendición de cuentas haya mejorado, que los políticos sirvan a los intereses de la ciudadanía o que el país vaya resolviendo sus dificultades. La pregunta es qué tan infinita será la paciencia de la ciudadanía y su disposición a emplear el voto para mantener el bote a salvo.