Luis Rubio
Regulador capturado, ombudsman descarriado, ya lo compraron, se deschavetó, árbitro vendido. No importa el ámbito del que hablemos, los mexicanos no tenemos mucho respeto por la autoridad ni identificamos a la independencia como un valor en sí. Cuando un tribunal resuelve de manera que satisface a una parte, el juicio es imparcial y el juez alcanza la categoría de santo; si ocurre lo contrario, el juez es un imbécil corrupto. Lo mismo aplica para las entidades reguladoras que se han construido en los últimos años: desde el IFE hasta la COFETEL. Claramente, el país enfrenta un serio problema tanto de percepción como de realidad: ¿será que la independencia, factor medular para el funcionamiento institucional de una sociedad, nos es ajena e imposible?
La pregunta no es ociosa. Los problemas de corrupción son ancestrales y no se corrigen con el tiempo. En tiempos recientes han ocurrido dos cosas contradictorias al respecto: por un lado, se han creado toda clase de entidades ciudadanas o independientes orientadas a crear mecanismos transexenales que le confieran certidumbre a procesos sociales tan fundamentales como los electorales, la transparencia en las decisiones públicas y la regulación de sectores económicos particulares, como las telecomunicaciones y la energía. La idea que sustenta la creación de estas entidades es colocar a un grupo de personas competentes y bien pagadas en un espacio de libertad e independencia que les permita decidir objetivamente, con plena neutralidad, sobre asuntos clave para el desarrollo del país. Todas las naciones desarrolladas muestran gran riqueza institucional a partir de este tipo de mecanismos.
Pero en paralelo a la creación de estas entidades ha ocurrido otra situación: la sospecha de abuso o parcialidad por parte de los individuos nombrados para esas tareas y, no menos importante, la amenaza del poder legislativo de penalizarlos o removerlos simplemente por no responder ante sus demandas. En el momento actual, por ejemplo, pende una espada de Damocles tanto sobre el IFE como sobre la Suprema Corte por no alinearse a las expectativas precisas de los legisladores.
Volviendo a la pregunta inicial, el problema de la independencia de las personas en el país es por demás serio. Parte del problema es sin duda cultural: los europeos o estadounidenses no tienen dificultad alguna para separar la vida personal de su desempeño profesional, mientras que los mexicanos tendemos a mezclar las dos cosas. Un inglés puede, en calidad de juez, resolver en contra de su amigo y eso no es percibido como un acto de deslealtad. En México, hasta un acusado sorprendido en flagrancia espera que su cuate lo saque del tambo: es su responsabilidad de amigo. Desde esta perspectiva, no es sorprendente que la percepción generalizada sea la de los arreglos, en lo obscurito, entre reguladores o jueces y las partes interesadas.
Pero el problema es más que cultural. La estructura del poder en México hace casi imposible la independencia de un juez o funcionario; cuando están de por medio los intereses de alguien poderoso, las instituciones –igual las leyes que las entidades– acaban siendo tremendamente vulnerables a la presión. La concentración del poder en términos de ingreso, poder y riqueza, en general, es dramáticamente distinta a la de los países europeos y crea un entorno muy distinto para el funcionamiento de entidades concebidas para ser independientes y para las personas que ahí deben funcionar.
El problema no es sólo institucional, pues se reproduce a escala de las personas. Aun cuando una persona sea absolutamente impecable en sus valores éticos e incluso en su situación financiera, no es fácil, y quizá sea imposible, ser independiente a menos que esa persona adopte su mandato como una misión y esté dispuesta, casi literalmente, a morir por su ideal, sin importarle las consecuencias personales o familiares de participar en la toma de decisiones que afectarán intereses dispuestos a emplear cualquiera de sus instrumentos –presión, amenaza, violencia, chantaje, etcétera– para hacerlos valer.
Sin duda, la independencia depende del perfil psicológico y la profundidad de las convicciones del funcionario, pero nadie es inmune a presiones. Aunque la independencia ciertamente es posible, es igualmente probable que una persona con convicciones profundas y un sentido de misión se desbarranque no porque se deje capturar, sino porque ese tipo de convicciones en ocasiones son equiparables a ignorancia: el dogmatismo o el fanatismo son igual de perniciosos que la captura o la corrupción, pues no resuelven la independencia ni mejoran la realidad.
A diferencia de un servidor público o ciudadano estadounidense o europeo que ve en un nombramiento de esa naturaleza una oportunidad de desarrollo profesional dentro de una institución que le ayudará a preservar su independencia, el equivalente mexicano –una persona proba que ve en un empleo en una entidad regulatoria la oportunidad de desarrollarse– automáticamente está en una situación de dependencia psicológica respecto al poder, sea éste el presidencial o los llamados poderes “fácticos”.
En el viejo sistema político, la presidencia era todopoderosa y creó la cultura de dependencia que persiste, aunque haya cambiado de forma. Las fuentes de poder se han multiplicado, pero las formas de ejercerlo no han cambiado un ápice. Para muestra un botón: el año pasado pudimos observar la forma en que las televisoras literalmente destruyeron a poderosos empresarios ante la posibilidad de que se creara una nueva cadena televisiva mientras la autoridad regulatoria ni se dio por aludida.
La concentración del poder crea un entorno de dependencia y la sociedad no premia la independencia, por lo que la propensión a alinearse con el poderoso es generalmente irresistible. El fenómeno se reproduce en todos los ámbitos, públicos y privados, y afecta todos los rincones de la vida nacional. Lo peor es que no resulta tan obvio cómo encontrarle la cuadratura a este círculo vicioso.
No hay soluciones fáciles para el dilema que enfrentamos: se requiere de la independencia, pero ésta es sumamente difícil de afianzar en nuestro contexto. En algunos casos se ha “pedido prestada” bajo la forma de instituciones supranacionales (como el TLC o los supervisores bancarios donde se localizan las matrices de los bancos mexicanos). La ventaja de una persona o entidad extranjera es que desaparece la capacidad de presión sobre ellas. Además de que no es una solución perfecta, revela lo escabroso del camino que nos falta por recorrer.