Luis Rubio
México nunca volvería a ser el mismo. La expropiación de los bancos en 1982 se explicó de diversas maneras pero tuvo una enorme consecuencia que sus autores nunca imaginaron: la destrucción de la confianza. Un cuarto de siglo después, tras dedicar 25 años casi íntegramente a tratar de reconstruir esa confianza, el país no la ha recobrado del todo. Sin embargo, en 2006 México mostró que, a pesar del embate e intentos irredentos por minar la confianza, ésta se mantuvo, al menos por lo que toca a los mercados financieros. Si algo prueban estos cinco lustros es que la confianza, a pesar de su fragilidad, es indispensable para el desarrollo de una sociedad. Igual de claro es que se requiere una visión de futuro, en un contexto de confianza, para lograr ese desarrollo.
La expropiación de los bancos fue un acto inusitado. Luego de décadas de crecimiento y desarrollo, fortaleza y vigor, durante los setenta el sistema fue incrementalmente debilitado y subordinado a las preferencias financieras gubernamentales. Con el crecimiento de la inflación, los bancos vieron deterioradas sus finanzas, desaparecieron los créditos de tasa fija, se impusieron estrictos cajones para canalizar crédito a actividades improductivas y, en una palabra, se debilitó el factor clave para el desarrollo económico, toda vez que los bancos son el vaso comunicante entre el ahorro y la inversión. México llegaba al inicio de los ochenta con una banca deteriorada, que hubiera podido recuperarse con una corrección seria y necesaria a la política económica, luego de dos sexenios de pésima administración económica y financiera.
Pero no habría de ser así. En lugar de reconocer y enmendar los errores, la respuesta del entonces presidente José López Portillo fue pasional y arbitraria, y trajo consecuencias que todavía hoy no acaban de resolverse. La expropiación de los bancos constituyó un golpe mortal a la confianza no sólo del pequeño núcleo de propietarios o accionistas de los bancos, sino de la clase media que ya tenía un sentido de ahorro y de propiedad. Al mismo tiempo, el acto de expropiar abrió una escisión en la sociedad mexicana que, como ilustró la contienda electoral del año pasado, no acaba por sanar. Ambas dinámicas, la de la confianza y la de la disputa por el futuro, han dominado la lucha política de este cuarto de siglo y no parece haber nada en el horizonte que prometa una resolución razonable para beneficio de toda la sociedad.
La expropiación también minó la confianza en las instituciones. Para un sistema político tan dado a cuidar las formas, el manejo de la expropiación fue atroz. La expropiación destruyó la confianza en el sistema legal: es interesante observar que en los considerandos del decreto de expropiación se alega todo menos la utilidad pública de la medida. Luego se procedió a llevar a cabo una enmienda constitucional para hacer permanente la arbitrariedad, tirando al basurero el concepto de la no retroactividad de las leyes.
Los mexicanos podíamos estar de acuerdo o en desacuerdo con el sistema político posrevolucionario, pero por décadas al menos había existido la sensación de que funcionaba. El acto expropiatorio vino seguido de violaciones a las reglas no escritas de convivencia de la sociedad mexicana. Nunca antes se había amenazado a las personas en su vida, patrimonio y manejo de su destino, como ocurrió con las infames listas públicas de saca dólares, listas de gente que, valga recordarlo, nunca cometió delito alguno. Pronto vendría un monstruoso relajamiento en el comportamiento de los funcionarios públicos, que ahora se imaginaban destinados a salvar a la nación (con la notable excepción de Don Adrián Lajous, cuyo valor cívico merece ser recordado). Hubo una psicosis tal que súbitamente comenzaron a construirse listas de blancos de expropiación: que Televisa, que las grandes tiendas comerciales; hasta un hipódromo se consideró expropiar. Como los jacobinos en la Revolución Francesa, el gobierno, alentado por los progres, se aprestaba a pasar por la guillotina a una ciudadanía perpleja ante el espectáculo de un gobierno dedicado a violar toda norma y ley.
Sin confianza, la economía del país se vino abajo. El déficit fiscal para ese año de 1982 ascendió al 18% del PIB y todo indicaba que estábamos al borde de la hiperinflación. De hecho, hubo algunos meses en ese año y en el subsiguiente en los que la inflación mensual anualizada superó el 400%. Sólo un programa económico draconiano como el que se instrumentó a partir del inicio de 1983 podía contener la implosión de la economía. Pero lo más importante fue que, a sabiendas del gobierno o no, a partir de ese momento comenzaría una larga e incierta travesía, años de esfuerzos gigantescos, hacia la reconstrucción de la confianza de la población en sus instituciones y en su gobierno. Algo de eso sin duda se logró, tal y como lo ilustra la impresionante estabilidad que mostraron los indicadores financieros y macroeconómicos a lo largo del 2006, a pesar del conflicto político que se vivía.
El otro legado de la expropiación de los bancos y, de hecho, de toda la década de los setenta, fue la inauguración de la era del conflicto político como medio para avanzar una agenda distinta a la del desarrollo económico por medios ortodoxos y tradicionales. Visto desde esa perspectiva, la expropiación de los bancos constituyó la culminación de los esfuerzos iniciados a partir de 1970 por cambiar el curso del desarrollo del país, conferirle al gobierno control sobre los instrumentos de control de la economía y principales medios de producción. Para quienes avanzaban esa agenda, la expropiación de los bancos representó el primer gran paso en la construcción de ese otro México. A pesar de la derrota que en los hechos sufrió esa perspectiva, ésta nunca desapareció y, como pudimos observar en la contienda de 2006, está tan viva como siempre.
Veinticinco años de altibajos, esfuerzos en ocasiones exitosos y en otros fallidos por construir una plataforma de crecimiento económico. A lo largo de todo ese periodo, lo único que fue constante fue el intento sistemático de recobrar la confianza de la población y de los inversionistas. A estas alturas parece evidente que falta el jalón clave: el que haga funcionar a la economía, acabando con los privilegios, sin minar la confianza.
La expropiación de los bancos cambió a México y, aunque mucho del daño que provocó se ha superado, lo que no se ha podido recuperar es la confianza de que el México del mañana será mejor que el de ayer. Hay acciones y maneras de actuar cuyos costos trascienden mucho más allá de lo que cualquiera puede llegar a imaginar.