Luis Rubio
La incapacidad de crecimiento que exhibe la economía mexicana trasciende las explicaciones puramente económicas. Nuestra economía creció mucho y de manera sostenida hace algunas décadas y lo hace erráticamente y en menor medida en años recientes. El tema es controvertido por razones obvias: porque ha dejado atrás a un importante segmento de la población y por las enormes oportunidades que se han perdido en el camino. Si bien es obvio que hay factores económicos que tienen una enorme influencia sobre la tasa de crecimiento, me parece evidente que nuestras dificultades en esta materia los rebasan.
La contienda presidencial del año pasado expuso las líneas de quiebre que sobre el crecimiento económico existen en el país. Aunque disfrazadas con atuendos económicos, su contenido era profundamente político. Un argumento esgrimido radicaba en que la globalización era un hecho y teníamos que crear las condiciones para competir y ser exitosos en ese ambiente. Quienes defendían esta postura partían de la premisa de que los mexicanos somos capaces de ser exitosos si existen las condiciones que favorezcan esa oportunidad. En sentido contrario se presentaba otro argumento: el gobierno había fracasado en su función primordial que es la de velar por el bienestar de las personas. Quienes defendían esta postura le confieren una importancia menor al desempeño de los individuos y le asignan toda la trascendencia al gobierno como factor de éxito económico.
La visión liberal que coloca al individuo como centro y objetivo del desarrollo se ve así confrontada con la visión estatista que coloca al gobierno como el factor de transformación social. Se trata de dos visiones radicalmente distintas pero que gozan de un común denominador usualmente poco reconocido: ambas parten de un mismo principio donde el gobierno tiene un papel medular que jugar (aunque muy distinto en cada caso), y ese papel tiene que ser muy exitoso. Para decir lo menos, la experiencia de las últimas décadas, de 1970 en adelante, permite afirmar que esa premisa en México no ha tenido lugar.
En un estudio que comparaba la importancia de la confianza entre los actores sociales y la corrupción en China y Filipinas se argumentaba que la corrupción resulta poco importante cuando hay altos niveles de confianza en una sociedad. Una hipótesis que se podría aplicar a México sugeriría que la ruptura de esa confianza en las décadas pasadas explica la diferencia del desempeño económico entre los sesenta y la era actual. Un estudio reciente, sobre el desempeño gubernamental, tiende a fortalecer esta hipótesis.
La pérdida de confianza en la sociedad mexicana parece evidente. Las sucesivas crisis a partir de los setenta produjeron no sólo dislocaciones económicas a nivel macroeconómico, sino verdaderos dramas familiares y empresariales. La destrucción de ahorros y la desaparición de empleos, la acumulación de deudas impagables y las amenazas (y realidades) de los cobradores de cuentas fueron todos factores que minaron, si no destruyeron, los fundamentos que hacen posible la confianza entre las personas. De esta forma, la población no sólo perdió confianza en sus incompetentes autoridades, sino también en sus contrapartes sociales. La suma de ambas es al menos un factor que permite entender las diferencias entre los sesenta y la actualidad y, quizá, el contraste en el desempeño económico entre ambos periodos.
Además de los factores no intencionados que produjeron esta pérdida de confianza, es imperativo entender la estrategia de polarización política observada en los últimos años como un factor adicional en este proceso de destrucción. A pesar de que llevamos doce años de estabilidad financiera, así como de un esfuerzo claro y sistemático por restablecer la confianza de la población en el gobierno, los intentos por minarla que atestiguamos en 2006 no hacen sino abonar el viejo dicho: toma años construir credibilidad y confianza, pero lleva un instante destruirla.
En un libro nuevo (The Bottom Billion, Oxford), el profesor Paul Collier considera al desarrollo dependiente de dos factores que tienen que estar presentes de manera conjunta: la oportunidad y la capacidad de asirla. La oportunidad tiene que ver con mercados, recursos (naturales o humanos) y geografía, en tanto que la capacidad de asirla depende enteramente de la calidad del gobierno. Una sociedad con recursos disponibles pero un gobierno incompetente no va a ser exitosa, pero un gobierno exitoso sabrá crear o encontrar las oportunidades para lograr el desarrollo.
En su análisis, el profesor Collier encuentra que cuando hay recursos, un país puede experimentar crecimiento económico, pero éste dura poco si no hay un gobierno competente que sepa convertir la oportunidad en desarrollo. Los países ricos en recursos naturales pero con malos gobiernos (como nosotros en los setenta) son un buen ejemplo de lo anterior: la explotación del recurso necesariamente genera beneficios en la sociedad, pero éstos son efímeros si no existe un gobierno capaz de traducir la oportunidad en desarrollo. Países como Bangladesh, a pesar de su permanente turbulencia política y corrupción, han logrado convertir a la mano de obra en una oportunidad. Otras naciones, como Singapur o Corea, transformaron a la población, a través de la educación, en su recurso más preciado.
Desde la perspectiva del Profesor Collier, el éxito económico de un país depende enteramente de la calidad de su gobierno. Cuando hay un gobierno competente, la sociedad va a prosperar, y viceversa: cuando el gobierno es incompetente, la prosperidad será imposible. Desde esta perspectiva, lo que importa no es la orientación del gobierno, sino su calidad: un gobierno puede tener una presencia amplia en la economía o ser el paladín del mercado, pero lo que importa es su competencia y calidad. En México hemos debatido sobre la visión política e ideológica que el gobierno debe tener sin reparar en lo esencial: que antes de optar por lo ideológico falta que primero éste funcione.
Para Collier, hay ciertos elementos comunes en los gobiernos competentes, independientemente de su orientación: todos ellos se preocupan por eliminar duplicidades burocráticas, transparentan sus decisiones y le confieren un alto valor a la permanencia de las reglas del juego (sobre todo en temas clave para el desempeño económico, como lo fiscal y regulatorio). En México reprobamos en cada una de estas materias. Sin duda debemos comenzar por mejorar la calidad del gobierno
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