Nuevo Trato

Luis Rubio

Confrontado con una profunda crisis social, una economía en estado de depresión y con una total desazón, Franklin D. Roosevelt inventó una salida política que acabó transformando a su país. El New Deal, o “Nuevo Trato” como se le ha traducido, fue un proyecto esencialmente político. Aunque con frecuencia se asocia a un conjunto de instrumentos particulares, algunos más exitosos que otros, en su corazón el proyecto era uno de reconciliación nacional, de inclusión política y de transformación económica. El reto que enfrentaba Estados Unidos al inicio de los treinta del siglo pasado no es muy distinto, en concepto, a nuestra situación actual.

El país lleva años sufriendo una alta conflictividad social y un muy pobre desempeño económico. Aunque a lo largo de los ochenta se comenzó a reconstruir la economía luego del caos de los setenta y se logró un alto grado de aprobación por parte de la población al proceso de modernización del país, la crisis del 94-95 acabó por darle al traste. Para finales de los noventa el gobierno había logrado reestabilizar la economía pero el consenso social detrás de la modernización económica había desaparecido. Ese cambio de actitudes dio pie y se convirtió en el factor crucial de la enconada contienda electoral del 2006.

Independientemente de sus causas mediatas e inmediatas, el conflicto político reciente evidenció un profundo rencor social, un resentimiento contra diversos sectores de la sociedad (sindicatos, políticos, grandes empresas, etcétera) y una reprobación a los últimos gobiernos por su incapacidad para lograr elevadas tasas de crecimiento tanto de la economía como del empleo. Aunque las circunstancias son claramente distintas a las de EUA hace ochenta años, en términos políticos a México le urge un “nuevo trato”.

Un proyecto de esa naturaleza sería ante todo un planteamiento político: una invitación a la sociedad en su conjunto para reconfigurar al país. Por definición, un planteamiento de esa índole tendría que ser profundamente incluyente (todos tienen igual derecho de participar) y su objetivo sería el de que todos los mexicanos acaben percibiendo que van a ser una parte beneficiada de la distribución de los recursos. Es decir, para poder echar a andar a la economía del país se requiere de una redefinición política.

A diferencia del mundo de los veinte en que los gobiernos prácticamente no tenían presencia alguna en la actividad económica, los gobiernos de hoy, incluido el nuestro, tienen una amplia participación en la economía (baste pensar en los monstruos energéticos en nuestro caso) y su ingerencia en los procesos de toma de decisiones son vastos y no siempre muy constructivos. Por estas razones, la estrategia de Roosevelt de convertir al gobierno y su gasto en una inmensa fuente de impulso económico no es aplicable a nuestra realidad actual. Sin embargo, la esencia del Nuevo Trato no residió en el crecimiento del gasto gubernamental (aunque eso sin duda fue lo más visible), sino en los arreglos institucionales que transformaron a su país.

México necesita inventar un esquema similar. La condición esencial para que sea posible reconstruir la tranquilidad social reside en que toda la sociedad haga suyo el proceso de desarrollo y eso es imposible en la actualidad toda vez que, con razón o sin ella, la mayoría de los mexicanos percibe que todo está sesgado a favor de unos cuantos. Si uno acepta que más allá de la naturaleza del régimen político, la mayoría de las decisiones que se toman en un país versan, al menos en parte, sobre la distribución de los recursos y beneficios entre los que unos ganan y otros pierden, entonces la percepción de legitimidad de esas decisiones es clave para la viabilidad del régimen. En el México de antes, la combinación de un gobierno poderoso con capacidad de limitar excesos por parte de actores políticos o de otro tipo y de una economía en crecimiento conferían suficiente legitimidad para funcionar.

Pero ese contexto ya no es el del México de hoy. La libertad de que hoy se goza es mucho más amplia que en el pasado, pero el crecimiento de los llamados poderes fácticos y sus abusos (percibidos como privilegios inconfesables o capacidad de imposición) y un pobre desempeño económico se han combinado para producir una aguda ilegitimidad no necesariamente para el gobierno, pero sí para el régimen. La legitimidad es crucial para emprender proyectos transformadores, por lo que quizá una explicación lógica de la parálisis de la última década reside más en que la población no tiene incentivos para cambiar, toda vez que cree o sabe que los recursos se distribuirán de una manera sesgada. La democracia consiste en un entramado institucional que permite, o debe permitir, una distribución equitativa de esos beneficios. La población se sumará no cuando tenga la cultura idónea para ello, sino cuando perciba que va a ser beneficiaria.

Es evidente que un esquema de esta naturaleza, un “nuevo trato” implicaría perdedores: todos aquellos que impiden el progreso, comenzando por los burócratas dedicados a obstaculizarlo todo, los políticos que inventan los obstáculos (o las condiciones que los hacen posibles), los tribunales corruptos, los reguladores que trabajan no para el bien de la colectividad sino para los regulados y los sindicatos que viven en un mundo de privilegios sin parangón en el mundo civilizado. No menciono a las empresas, muchas de ellas extraordinarios beneficiarios del sistema, porque el problema es de la incompetente regulación y control que hace posibles sus abusos.

Dos problemas hacen difícil lanzar una iniciativa tan ambiciosa como un “nuevo trato”. En primer lugar, es evidente que estamos donde estamos porque no ha habido capacidad o disposición para enfrentar a los intereses que medran del desarrollo y que son los que la población percibe como beneficiarios ilegítimos. En segundo lugar, el abuso en el lenguaje que los gobiernos “revolucionarios” emplearon para convencer a la población e intentar construir legitimidad, así fuera artificial, produjo la inevitable suspicacia que caracteriza al mexicano desde épocas ancestrales. Un gobierno decidido a emprender una verdadera transformación tendría así dos enemigos formidables: los de los intereses reales y los de una población escéptica por necesidad.

Nada de esto niega las virtudes de combatir criminales o mejorar cosas específicas de la gestión gubernamental, pero sí sugiere que el crecimiento y los empleos no llegarán sino hasta que la población crea que también serán suyos.

www.cidac.org