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Reformar el poder

Luiis Rubio

¿Cómo es la relación con el poder en México?

El periodista Alexander Woollcott cuenta que le preguntó a Chesterton sobre su visión de la diferencia entre poder y autoridad. «Si un rinoceronte fuera a entrar a este restaurante en este momento, nadie podría negar que de súbito adquiriría un enorme poder. Pero yo sería el primero en levantarme para asegurarle que no tiene ninguna autoridad». Así es la relación del gobierno con los mexicanos: mucho poder pero poca autoridad. La autoridad se gana en las urnas y, luego, en el ejercicio cotidiano de la función gubernamental.

En México, llevamos décadas de pobre desempeño gubernamental producto, en buena medida, de un sistema de gobierno que ha dado de sí y que ya no satisface los requerimientos de un país tan grande, diverso y conectado al mundo. En lugar de resolver los problemas, hemos buscado subterfugios para no hacerlo o, en contadas excepciones, adoptado mecanismos para aislar determinados asuntos (como la inversión del exterior) de la naturaleza errática de nuestros gobernantes. Esos instrumentos han permitido navegar a través de los problemas cotidianos, pero le impiden al país dar el «gran paso» hacia un nuevo estadio de desarrollo.

¿Por qué a pesar de reformas diveras, no se ha dado ense gran paso?

 Ilustrativo del problema es el hecho que llevamos más de 40 años reformando diversos aspectos de la vida nacional pero no hemos logrado resolver el corazón de la problemática. Con esta afirmación no pretendo menospreciar las reformas que se han emprendido desde los 80, negar los extraordinarios avances que se han logrado o ignorar la dificultad de enfrentar problemas ancestrales e intereses intrincados. El planteamiento es que no se pueden lograr los objetivos que se han perseguido a través de ese conjunto (disímbolo) de reformas sin que se modifique la estructura de gobierno, porque mucho de lo que impide la consecución de las reformas y su éxito se remite a la forma de funcionar del sistema político.

Para comenzar, el sistema fue concebido, construido y administrado desde la lógica de un poder concentrado, en control pleno del país y con disposición a emplear la fuerza para acallar cualquier disidencia, así fuera esto excepcional. Esa caracterización del sistema fue válida por unas cuantas décadas a partir de la creación del PNR en 1929, pero su propio éxito la fue alterando. 85 años después, la sociedad mexicana en nada se parece a la de entonces: su tamaño, diversidad, conocimientos, conexiones internacionales y dispersión geográfica son radicalmente distintos.

¿Cuál es el riesgo de que no suceda esa transformación del sistema?

El problema no es que el país se pudiera desquiciar de un momento a otro, sino que no logra salir de su letargo, por más que se han hecho intentos de la más diversa índole: reformas económicas y políticas, alternancia de partidos en el poder, adopción de mecanismos externos para conferir garantías y nombramiento de funcionarios ciudadanos o de partidos diversos a funciones sensibles. El paso del PAN por la presidencia o del PRD por el DF son ejemplos convincentes de que el sistema perdura independientemente de quien esté nominalmente a cargo. En esta circunstancia, no es casualidad que los enfoques cambian pero los problemas permanecen. El gobierno que prometía eficacia con un convincente historial de desempeño se atoró a la primera de cambios porque no existen los mecanismos idóneos para que interactúe la presidencia con los partidos políticos y los gobernadores pero, sobre todo, con la ciudadanía.

Una reforma del poder sólo funcionaría si es resultado de una negociación que no sólo involucre a las partes relevantes, sino también –y, principalmente- a la ciudadanía. Es decir, para que goce tanto de legitimidad como de defensores a lo largo y ancho del país requeriría de un sustento virtualmente universal. En una palabra, tendría que ser fundacional.

¿Cuál es la visión necesaria para este tipo de reforma?

Hace algunos meses un político de la (muy) vieja guardia hacía una reflexión que podría orientar la discusión respectiva. Su punto de foco era la ausencia de un sentido claro de lo que podría llamarse el «interés nacional» para fines del desarrollo. Afirmó que por muchas décadas hasta los setenta existió la llamada «secretaría de la presidencia» que tenía funciones de planeación y presupuesto, pero también de confección de leyes. El director jurídico de aquella entidad operaba como abogado de la nación, en el sentido que velaba por el conjunto. Aunque se trataba de la era monopartidista, el concepto que describía era significativo: cuando se desmantela esa secretaría,la función del director jurídico pasó a la casa presidencial y, con ello, cambió radicalmente. Mientras que antes veía al conjunto y procuraba fomentar estructuras institucionales sólidas, ahora pasó a ser el defensor de los intereses y asuntos del presidente. El fenómeno se exacerbó en la medida en que la sociedad se hizo más compleja y aparecieron partidos de oposición que se negaron a aceptar que la visión presidencial equivalía a la de la nación.

El mensaje del político era muy simple: los problemas son cada vez más complejos y no se pueden resolver con medidas parciales; urge pensar en grande, construir una nueva plataforma institucional que atienda y resuelva los temas medulares que el país enfrenta y que son fuente de eterno conflicto: desde lo electoral hasta el funcionamiento del poder legislativo, la corrupción y la tortura. Es decir, lo imperativo es construir la estructura institucional del siglo XXII, dando un salto cuántico que permita olvidar las rencillas de hoy y  haga posible la consolidación de un país moderno que crece, cuida a su población y aprecia a su gobierno.

La sucesión de liderazgos que necesita México

América Economía – Luis Rubio

Ninguno de los males que nos aqueja en la actualidad es especialmente reciente. Desde hace siglos, los mexicanos conocemos de la corrupción, la criminalidad, las malas prácticas de gobierno, el mal uso de los recursos públicos y la propensión de diversas comunidades, sobre todo en ciertas regiones, a levantarse e imponer su voluntad. Si uno da por buenas estas afirmaciones, hay al menos dos preguntas que me parecerían pertinentes: primero, ¿qué hizo que todo esto generara una crisis en este momento? Segundo, si todo esto es conocido, ¿por qué no se ha resuelto? En otras palabras, ¿cómo es posible que en meses recientes se hayan juntado tantas cosas y no parezca haber salida alguna, circunstancia que inevitablemente tiende a atizar la conflictividad e incrementar la sensación de vulnerabilidad y crisis?
Llevo meses ponderando estos temas y meditando sobre el por qué, pero sobre todo cómo se podría resolver. Un intercambio reciente en España me hizo ver otra faceta de esta disquisición. España comenzó el siglo XX como un país subdesarrollado, desordenado, propenso a gobiernos duros; un país que expulsaba a mucha de su mejor gente. Sin embargo, al final de ese siglo, España se había transformado: un país ordenado, democrático, plenamente integrado a Europa y con una infraestructura, tanto en calidad como cantidad que no deja de impresionar. En España la combinación de liderazgo, circunstancia y geografía permitió una extraordinaria transformación, que no estuvo libre de contratiempos ni en todo fue benigna.
El contraste entre España y México estos días difícilmente podría ser mayor. Aunque en ambas naciones la población ha vivido tiempos aciagos, sus respuestas han sido muy distintas. En México domina el desasosiego, la desazón, la reprobación del gobierno y el pesimismo. La economía crece muy modestamente y los problemas se multiplican por doquier. En España, la crisis económica de los últimos años ha sido sumamente severa, los salarios han caído no sólo en términos reales sino también nominales (muchos ganan menos euros que antes por el mismo trabajo), la economía apenas comienza a levantarse y hay gran efervescencia política.

Aunque hay similitudes, las diferencias son cruciales: en primer lugar, mientras que en México padecemos de un sistema de gobierno que no resuelve ni lo más elemental, como la seguridad de las personas, en España la calidad del gobierno es extraordinaria. Las policías funcionan, las calles no tienen baches, los impuestos se pagan y la gente respeta las reglas de tránsito. Por sobre todo, si bien la población española puede aplaudir o reprobar la gestión de cada gobierno en lo particular, lo esencial de la vida cotidiana funciona de manera normal gracias a una burocracia profesional. En sentido contrario, en México la administración cotidiana es indistinguible del gobierno porque las personas clave cambian cada que entra una nueva administración y sus criterios no son los de eficacia o bienestar sino de avance personal y grupal. En México padecemos un sistema de gobierno débil en tanto que en España existe un Estado fuerte que funciona al margen de la conflictividad político-legislativa que es inherente a la vida política cotidiana. El caso de la seguridad se hizo obvio esta semana.
Meditando sobre esto, llego a la conclusión de que en México estamos padeciendo un choque cultural, en tanto que el gran éxito de España en las últimas (muchas) décadas es producto de una transformación cultural. Me explico: me parece que mucho de lo que hoy vivimos en México se deriva de un choque frontal entre la realidad y las normas o marcos culturales que, como sociedad, nos caracterizan. Los problemas persisten; lo que ha cambiado es que hoy la información es ubicua.

 

Mientras que los mexicanos sabemos que cada gobernante puede alterar el statu quo, igual para bien que para mal, en esto los españoles se asemejan más a sus socios al norte de Europa. Al final del día, lo que permitió romper el círculo vicioso allá fue una sucesión de liderazgos que, combinados, transformaron a su país.

 

Aunque, por ejemplo, sería deseable contar con mucha mejor información sobre la asignación de recursos, lo relevante es que hoy es imposible mantener oculta la información. La falta de formalización de la transparencia gubernamental tiene el perverso efecto de generar rumores y especulaciones que la tecnología (las redes sociales) magnifica y hace ubicuos.  Mucho de lo que estamos viviendo tiene su origen en el brutal contraste entre el discurso y la realidad, las expectativas que la cultura política ha plasmado tanto en el inconsciente colectivo como en la constitución, y la evidencia de desorden y deterioro de la vida diaria. Ese choque cultural ha servido de justificación para la permanencia de la economía informal y el cierre de carreteras, la ausencia de policías eficaces y la corrupción gubernamental. También para que la gente se ría del escape del Chapo.

España se modernizó y logró una cabal transformación cultural. El respeto a la autoridad es impresionante, igual que la calidad de cosas que parecerían tan nimias como el pavimento de las calles. Pero el respeto a la autoridad no se traduce en respeto al gobierno o gobernante: lo primero habla de la calidad del Estado, lo segundo de la administración del momento. Mientras que los mexicanos sabemos que cada gobernante puede alterar el statu quo, igual para bien que para mal, en esto los españoles se asemejan más a sus socios al norte de Europa. Al final del día, lo que permitió romper el círculo vicioso allá fue una sucesión de liderazgos que, combinados, transformaron a su país. Pero la clave reside en que estaban acotados por una burocracia profesional. Por ahí habría que comenzar: no es un tema de dinero, sino de actitud: la actitud de la civilización.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-sucesion-de-liderazgos-que-necesita-mexico

La política de la falta de crecimiento

FORBES – Luis Rubio

LA INCAPACIDAD DE LA ECONOMÍA MEXICANA DE LOGRAR ALTAS TASAS DE CRECIMIENTO ha sido tema de controversia desde hace décadas. De hecho, al menos desde los setenta, no ha habido gobierno alguno que no haya emprendido alguna iniciativa orientada a estimular el crecimiento. Unos lo hicieron con gasto gubernamental financiado con deuda, otros con ambiciosas reformas y algunos más con una administración financiera estable y confiable. Aunque ha habido algunos años buenos, es patente el hecho de que el crecimiento ha sido sensiblemente inferior a las necesidades del país y a lo que los economistas estiman como factible. Este año, por ejemplo, las dos fuentes principales de crecimiento serán las exportaciones y el consumo interno, ambos producto de la economía estadounidense a través de las remesas que envían los mexicanos residentes allá y de las importaciones que realizan de fabricantes nacionales.

Hay un sinnúmero de diagnósticos que pretenden explicar el fenómeno. Unos enfatizan problemas de seguridad e infraestructura, otros argumentan la ausencia de Estado de derecho y de capacidad de hacer cumplir los contratos. No tengo duda que todos esos diagnósticos son parte del problema, pero me parece que hay un problema más profundo que explica al conjunto de una manera más convincente. Si uno observa el hecho de que la inversión del exterior crece a tasas sensiblemente superiores a la inversión nacional, no es difícil explicar porqué: mientras que la inversión del exterior goza de garantías legales sólidas gracias al TLC, la nacional es sumamente dependiente del humor del gobierno en turno. El hecho de que un gobierno tenga capacidad de influir constituye un factor sumamente obvio de que hay algo que está mal.

Mi impresión es que el problema de fondo que padecemos es que el país viene de una era en que el gobierno se constituyó a partir de un movimiento revolucionario y no ha dejado de actuar como tal. Es decir, a diferencia de los gobiernos que emanan de la sociedad o que pretenden responder a sus demandas y necesidades, el nuestro proviene del grupo que ganó la justa revolucionaria y que nunca se sintió obligado ante la población. Fidel Velázquez, el legendario líder obrero, afirmó en alguna ocasión que el gobierno “llegó por las armas y por las armas tendrán que quitarlo”. El punto es que nuestro sistema de gobierno no ha evolucionado hacia la democracia o la búsqueda de formas que le permitan profesionalizarse. Si uno observa la forma en que las reglas del juego (las reales, no las que están en las leyes y reglamentos) se modifican cada que entra una nueva administración, es difícil no concluir que existe un problema fundamental de falta de institucionalidad en la estructura gubernamental.

El problema se ha agudizado en la medida en que el sistema se modificó a partir de los noventa cuando la primera gran reforma electoral llevó a que el sistema unipartidista pasara a ser de tres partidos. Es decir, la democracia mexicana ha dado importantes pasos en materia electoral, pero nunca abrió el sistema en términos de poder. Lo que las diversas reformas electorales a partir de 1996 hicieron fue abrir el sistema a dos nuevos actores, el PAN y el PRD, pero sin alterar la estructura del poder en la sociedad mexicana. Esto no es bueno ni malo, excepto que, fuera de incorporar a esos partidos en la estructura de poder, no mejoró la calidad del gobierno o la legitimidad del sistema. El hecho de que el crecimiento de la economía no haya mejorado lo dice todo.

El problema de fondo es que no se pueden lograr los objetivos que se han perseguido a través de ese conjunto (disímbolo) de reformas sin que se modifique el sistema de gobierno, porque mucho de lo que impide la consecución de las reformas y su éxito se remite a la forma de funcionar (o no funcionar) de nuestro sistema político. El problema del poder se manifiesta de diversas maneras: en la conflictividad permanente, en la pésima calidad de la gobernanza que caracteriza igual al gobierno federal que al de los estados y municipios, en la falta de continuidad de las políticas públicas, en la inseguridad y la ausencia de un sistema judicial que resuelva los problemas cotidianos.

El problema es obvio y se manifiesta en los diagnósticos que se discuten en la arena pública, pero sólo se resolverá en la medida en que la sociedad obligue a los políticos a responder o que surja un liderazgo capaz de iniciar una construcción institucional moderna y funcional. Las elecciones recientes fueron un buen principio, pero el reto es enorme.

www.cidac.org

@lrubiof

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Choque cultural

Luis Rubio
¿Cómo explicar la crisis actual?
Ninguno de los males que nos aqueja en la actualidad es especialmente reciente. Desde hace siglos, los mexicanos conocemos de la corrupción, la criminalidad, las malas prácticas de gobierno, el mal uso de los recursos públicos y la propensión de diversas comunidades, sobre todo en ciertas regiones, a levantarse e imponer su voluntad. Si uno da por buenas estas afirmaciones, hay al menos dos preguntas que me parecerían pertinentes: primero, ¿qué hizo que todo esto generara una crisis en este momento? Segundo, si todo esto es conocido, ¿por qué no se ha resuelto? En otras palabras, ¿cómo es posible que en meses recientes se hayan juntado tantas cosas y no parezca haber salida alguna, circunstancia que inevitablemente tiende a atizar la conflictividad e incrementar la sensación de vulnerabilidad y crisis?
Llevo meses ponderando estos temas y meditando sobre el por qué, pero sobre todo cómo se podría resolver. Un intercambio reciente en España me hizo ver otra faceta de esta disquisición. España comenzó el siglo XX como un país subdesarrollado, desordenado, propenso a gobiernos duros; un país que expulsaba a mucha de su mejor gente. Sin embargo, al final de ese siglo, España se había transformado: un país ordenado, democrático, plenamente integrado a Europa y con una infraestructura, tanto en calidad como cantidad que no deja de impresionar. En España la combinación de liderazgo, circunstancia y geografía permitió una extraordinaria transformación, que no estuvo libre de contratiempos ni en todo fue benigna.
¿En qué se distingue nuestro caso al de España?
El contraste entre España y México estos días difícilmente podría ser mayor. Aunque en ambas naciones la población ha vivido tiempos aciagos, sus respuestas han sido muy distintas. En México domina el desasosiego, la desazón, la reprobación del gobierno y el pesimismo. La economía crece muy modestamente y los problemas se multiplican por doquier. En España, la crisis económica de los últimos años ha sido sumamente severa, los salarios han caído no sólo en términos reales sino también nominales (muchos ganan menos euros que antes por el mismo trabajo), la economía apenas comienza a levantarse y hay gran efervescencia política.
Aunque hay similitudes, las diferencias son cruciales: en primer lugar, mientras que en México padecemos de un sistema de gobierno que no resuelve ni lo más elemental, como la seguridad de las personas, en España la calidad del gobierno es extraordinaria. Las policías funcionan, las calles no tienen baches, los impuestos se pagan y la gente respeta las reglas de tránsito. Por sobre todo, si bien la población española puede aplaudir o reprobar la gestión de cada gobierno en lo particular, lo esencial de la vida cotidiana funciona de manera normal gracias a una burocracia profesional. En sentido contrario, en México la administración cotidiana es indistinguible del gobierno porque las personas clave cambian cada que entra una nueva administración y sus criterios no son los de eficacia o bienestar sino de avance personal y grupal. En México padecemos un sistema de gobierno débil en tanto que en España existe un Estado fuerte que funciona al margen de la conflictividad político-legislativa que es inherente a la vida política cotidiana. El caso de la seguridad se hizo obvio esta semana.
¿A qué te refieres con el choque cultural?
Meditando sobre esto, llego a la conclusión de que en México estamos padeciendo un choque cultural, en tanto que el gran éxito de España en las últimas (muchas) décadas es producto de una transformación cultural. Me explico: me parece que mucho de lo que hoy vivimos en México se deriva de un choque frontal entre la realidad y las normas o marcos culturales que, como sociedad, nos caracterizan. Los problemas persisten; lo que ha cambiado es que hoy la información es ubicua.
Aunque, por ejemplo, sería deseable contar con mucha mejor información sobre la asignación de recursos, lo relevante es que hoy es imposible mantener oculta la información. La falta de formalización de la transparencia gubernamental tiene el perverso efecto de generar rumores y especulaciones que la tecnología (las redes sociales) magnifica y hace ubicuos.  Mucho de lo que estamos viviendo tiene su origen en el brutal contraste entre el discurso y la realidad, las expectativas que la cultura política ha plasmado tanto en el inconsciente colectivo como en la constitución, y la evidencia de desorden y deterioro de la vida diaria. Ese choque cultural ha servido de justificación para la permanencia de la economía informal y el cierre de carreteras, la ausencia de policías eficaces y la corrupción gubernamental. También para que la gente se ría del escape del Chapo.
¿Qué lección podríamos tomar de la experiencia española en este sentido?
España se modernizó y logró una cabal transformación cultural. El respeto a la autoridad es impresionante, igual que la calidad de cosas que parecerían tan nimias como el pavimento de las calles. Pero el respeto a la autoridad no se traduce en respeto al gobierno o gobernante: lo primero habla de la calidad del Estado, lo segundo de la administración del momento. Mientras que los mexicanos sabemos que cada gobernante puede alterar el statu quo, igual para bien que para mal, en esto los españoles se asemejan más a sus socios al norte de Europa. Al final del día, lo que permitió romper el círculo vicioso allá fue una sucesión de liderazgos que, combinados, transformaron a su país. Pero la clave reside en que estaban acotados por una burocracia profesional. Por ahí habría que comenzar: no es un tema de dinero sino de actitud: la actitud de la civilización.

La brújula ausente del DF

Luis Rubio
¿Qué tan grave es el problema de inseguridad en el Distrito Federal?
Nada más pernicioso que la arrogancia y, peor, cuando ésta se combina con la ausencia de proyecto o visión. La seguridad en la ciudad de México quizá sea menos grave que en otros lugares del país, pero eso no la hace certera ni mucho menos garantiza que no se agravará.
En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídices cuenta como Temistócles alienó a los aliados de Atenas por extorsionarlos, exigiéndoles un tributo. Luego de anclar su flota cerca de una pequeña isla, el general y estadista ateniense anunció que traía dos poderosas deidades que les obligarían a pagar: Persuasión y Fuerza. Los isleños respondieron que ellos tenían dos deidades igualmente poderosas de su lado: Pobreza y Desazón. En la ciudad de México la extorsión avanza sin prisa pero sin pausa, poco a poco dominando el panorama económico. A las rentas que los gobernantes perredistas extraían ahora se suman las del crimen organizado. Eso no puede acabar bien.
Con todo lo criticable de la forma en que el gobierno federal anterior condujo su política de seguridad, hay un mérito que no se le puede negar: logró contener a los carteles fuera del DF, impidiendo que extendieran sus tentáculos hacia el corazón político del país. No deja de ser paradójico que el gobierno de Ebrard, que no hizo nada por la seguridad, se beneficiara de que no ascendiera la criminalidad, a pesar de la distancia infranqueable que mantuvo con Calderón. Ahora, con la inexistencia de estrategia de seguridad en el gobierno federal, el DF comienza a ser presa de la extorsión, principio inexorable del ascenso de las mafias del narco. Parafraseando a Tucídides, la Fuerza de antes podría acabar en Desazón ahora…
¿Está preparado el gobierno capitalino para tender este incremento en delitos?
Lo interesante no es el hecho de que crezca la criminalidad en el DF, ahora en la forma de cobro de «derecho de piso», pues el fenómeno ha venido azotando al país por años, sino la inexistencia de respuesta del gobierno de la ciudad. Los asesinatos aumentan, la extorsión prolifera y los robos crecen en la medida en que los líderes delegacionales se preocupan por sus siguientes chambas en lugar de atender lo elemental. Peor, muchos de esos delegados y funcionarios propician la extorsión como medio para financiar sus campañas y bolsillos: la corrupción es el modus operandi. No es casualidad que la impunidad sea la norma. El gobierno del DF está tan confiado que se dedica a construir constituciones antes de que los cimientos de la ciudad la pudiesen resistir.
Esto nos arroja un cuadro peculiar: enorme y creciente inseguridad, pésimos servicios públicos y un discurso arrogante que no solo niega la existencia de un problema de seguridad, sino que se concentra en índices, ignorando lo que crece sin cesar. El discurso y la tónica gubernamental muestran a un gobierno local concentrado en lo importante (lo electoral) y desinteresando en lo que afecta a la ciudadanía, sobre todo en temas triviales como seguridad, tránsito, baches y desarrollo económico; si a eso se suman los circos semanales, las marchas y los impuestos formales e “informales”, es claro que no hay concepción alguna del enorme costo –y desincentivo- que constituye crear empleos en la ciudad. Además, el problema de la extorsión, como crimen territorial, es que viene de la mano de las policías, a las que corrompe, y trae la violencia consigo porque entraña una inexorable competencia por el espacio físico.
¿Cuál es la relevancia de las reformas políticas propuestas para el DF?
En lugar de atender la ola que se viene, el gobierno local se ha desvivido por cambiar el status jurídico de la ciudad, asunto que parecía medular antes de que el partido dominante fuera apaleado en las urnas, pero absolutamente irrelevante para el ciudadano promedio. La constitución del estado 32 suena bien en el discurso, pero es sumamente peligrosa para todo el país por el riesgo de que los humores del gobierno local (ej. 2000-2012) crearan una conflagración con el federal, asunto mucho más trascendente y delicado de lo que se reconoce.  ¿Para qué quiere independencia un gobierno que no es buen gobierno? ¿Podría uno decir que su excepcional atención (y protección) a los taxistas y a otros grupos de interés y capacidad de movilización revela su verdadera proclividad? ¿Por qué no mejor proteger al ciudadano común y corriente de los abusos del gobierno de la ciudad, de los delegados, de las policías y del PRD, todos dedicados a la extorsión, cada uno en su estilo y medios?
¿Qué acciones podría tomar el gobierno para proteger a la ciudadanía?
En lugar de perderse en renuncias de gabinete, constituciones a modo y protección de intereses que atentan contra la ciudadanía, el gobierno de la ciudad podría analizar dos éxitos que le son innegables. Uber y el Torito son buenos ejemplos de lo que sí funciona en la ciudad de México: Uber le ha regalado a la ciudadanía un medio seguro de transporte que compensa, al menos en parte, las lacras del gobierno y su indiferencia en materia de seguridad.  El Torito es un gran ejemplo de cómo se puede instituir un espacio de legalidad con incentivos y reglas claras. Uber empata el objetivo detrás del Torito de manera ejemplar: permite que la ciudad funcione, que sus restaurantes y bares generen empleo, sin poner en riesgo de accidentes a la ciudadanía. Ambos constituyen paradigmas nuevos: en lugar de «regularlos», el gobierno de la ciudad debería impulsarlos y promoverlos, convertirlos en modelo de lo que sí hay que hacer. La pregunta es con quién está ese gobierno: con la ciudadanía o con los intereses corporativistas que la atosigan y amenazan.
Un poco de brújula no le sobraría al gobierno de la ciudad.
http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=66777&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=66777
http://hemeroteca.elsiglodetorreon.com.mx/pdf/dia/2015/07/12/12tora07.pdf?i&acceso=1f02ec3ff7a376d42f51beba642d6580

El asunto del poder

Luis Rubio

 A Jacobo Zabludovsky, hombre culto, recto y generoso

¿Por qué es tan importante hablar de legalidad?
“¿Qué es la paz? ¿Es simplemente la ausencia de guerra?” Estas son las preguntas medulares que analiza Kant en La paz perpetua. Kant afirma que si la paz no es más que una tregua que acuerdan los contendientes para prepararse para su siguiente ataque, si la paz no es más que la continuación de la guerra por medios políticos, si la paz no es más que la exitosa subyugación de un contendiente por otro, entonces no es una paz real. De acuerdo a Kant, una paz real requiere el reino de la ley dentro del Estado y entre los contendientes. Es decir, requiere que todos los que acuerdan la paz crean en ella y la asuman como suya. En términos políticos, lo que se requiere para que haya paz es legitimidad. Si traducimos esto a la política mexicana, Kant reprobaría a los partidos políticos y al gobierno porque es evidente que no aceptan el reino de la ley, porque ven a los pactos y a las leyes como un medio para eliminar al contendiente en la próxima justa y no como una competencia en la que todos gozan de los mismos derechos, independientemente de que unos ganen y otros pierdan.
¿En qué consiste el problema del poder político en México?
El problema del poder en nuestro país tiene dos dinámicas: la primera se refiere a las relaciones
entre los partidos y los políticos. En esta dimensión, existe una conflictividad permanente y, a la vez, una funcionalidad. Aunque parezca paradójico, los dos planos son parte de la vida política del país: los últimos años han demostrado la existencia de capacidad de negociación, articulación de iniciativas y cooperación entre partidos y políticos; por otro lado, no deja de persistir la propensión a deslegitimar al contrincante, disputar la limpieza de los procesos electorales y asumir que la legitimidad se mide en términos de quién gana y no de que todos se apeguen a las reglas del juego. El hecho tangible es que la política mexicana sigue cimentada en la corrupción (pero ahora extendida a todos los partidos, no exclusivamente al PRI) y en la búsqueda del poder por cualquier medio, independientemente del costo.
La existencia de reglas del juego es una molestia más que la clase política ve como un costo de estar en el juego y no como una guía a la que tiene que apegarse sin discusión. Lo único importante es el poder y no hay límite alguno en la lucha por alcanzarlo, en buena medida porque el poder sigue siendo un juego de suma cero: lo que uno gana el otro lo pierde y no hay discusión al respecto. En este contexto, no hay peor enemigo de la clase política que la existencia de contrapesos porque estos limitan su capacidad de abusar. Lo anterior se deriva de que no hay un reconocimiento de que la mexicana es una sociedad diversa, dispersa y compleja que ningún partido o persona la representa a cabalidad. No hay una aceptación de que los partidos representan solo a partes del electorado y que su legitimidad se deriva de la construcción de coaliciones gobernantes y del respeto a los derechos de las minorías. El poder no es absoluto, razón por la cual es imprescindible institucionalizar mecanismos efectivos de representación y de distribución del poder que legitimen al gobernante y al ejercicio del poder.
¿Cuál es la segunda dinámica de la problemática del poder?
Es la que se deriva de la relación entre los políticos y los ciudadanos. En contraste con las relaciones entre políticos, donde prevalece la ley de la selva o del más fuerte, en nuestra estructura política el ciudadano es más bien un estorbo: en México la clase política está protegida y aislada de la ciudadanía y goza de mecanismos que le permiten ignorarla. No hay mejor ejemplo de esta circunstancia que la forma en que se aprobó la reelección de legisladores en la reforma electoral más reciente: si bien, al menos en las democracias que ser respetan, el objetivo de la reelección es acercar al representante con sus representados obligándolo a responder a sus demandas e intereses, la forma en que la reelección funcionará en México es mediante la aprobación del partido político respectivo. Es decir, los partidos tendrán veto sobre la reelección, factor que cercena el vínculo ciudadano-representante: una sutileza que hace irrelevante la reelección.
En esta materia, ¿qué tan atrasado se encuentra México?
Quizá no haya mejor forma de examinar la distancia que existe entre la institucionalización del poder en México respecto a las democracia consolidadas que estudiar el origen de estas últimas, sobre todo en este momento que se celebra el 800 aniversario de la publicación de la Magna Carta, el pilar del Estado de derecho en los países civilizados y democráticos. En su esencia, la Magna Carta fue la consagración en papel de que la ley está por encima del soberano. Al firmar, el rey Juan I aceptó que ya no podría decidir reglas y actuar a su antojo, sino dentro de los límites que le imponía el contrato celebrado con la población. De esa aceptación siguieron los derechos y libertades que los países civilizados asumen como obvios: seguridad patrimonial, igualdad ante la ley, libertad de expresión, santidad de los contratos, elecciones frecuentes, justicia expedita, etc.
En 1215 Inglaterra era un país infinitamente menos desarrollado de lo que México es hoy. Es tiempo de los mexicanos reconozcamos los costos de nuestra permanente incivilidad, propensión a conflicto y malos resultados económicos, todo lo cual se remite, de manera directa o indirecta, a la ausencia de legitimidad política. Esa legitimidad se perdió en los 70 por el abuso del poder y las crisis económicas. Hoy es imperativo construir una nueva legitimidad a partir de la reforma del poder.

México: cómo concluir la transición que se quedó atorada

 América Economía – Luis Rubio

 Más allá de los problemas –estructurales y coyunturales- que aquejan al país, lo más impactante para mí como observador es la ausencia de una conversación nacional, sobre todo entre el gobierno y la sociedad. Es particularmente notoria la existencia de dos mundos: el del gobierno (realmente, el mundito en que se decide dentro del gobierno) y el de las redes sociales. Son dos planetas que se desconocen, ignoran y desprecian mutuamente, sin duda herencia del pasado autoritario: el gobierno hablaba, la población hacía como que oía, pero nadie escuchaba. Me pregunto si es concebible, en la era digital y de la ubicuidad de la información, llevar al país a buen puerto sin diálogo.

El fenómeno se reproduce en otros ámbitos, aunque se note menos. En el consejo directivo de una de las más grandes multinacionales se precian de haber recibido al presidente de la República y a varios de sus colaboradores; en algunas de las empresas más grandes de México se extrañan de que jamás han tenido acceso al presidente o su gabinete. Inevitable escuchar visiones radicalmente distintas de la dirección que lleva el país en cada uno de esos espacios.

En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional…

Los anuncios del poder legislativo (y de algunos partidos) son particularmente reveladores del gran abismo que separa a la sociedad de sus políticos: se aprobó una determinada ley, nos dicen, y, por lo tanto cambiará la realidad. Similar mensaje envía el gobierno federal cuando argumenta que los problemas de los últimos meses no se deben a decisiones suyas, o a su inacción, sino a la resistencia de intereses particulares a sus reformas. Del lado gubernamental y legislativo se vive una realidad, del de la sociedad otra muy distinta. Cuando se aprobó en el Senado la iniciativa relativa al Distrito Federal, una twitera respondió a esta manera de ver al mundo con singular elocuencia: “Ya no se preocupen, seguro mañana sale una ley contra los narcobloqueos y todo arreglado”.

La ausencia de una conversación nacional sobre los problemas del país y sobre las políticas públicas que se proponen para enfrentarlos se traduce no sólo en incredulidad y desconfianza, sino en el riesgo de anomia, es decir, de una alienación generalizada que acentúe las distancias entre gobernantes y gobernados e impida el progreso que todos supuestamente buscamos.

Hay dos maneras de concebir el problema. Una es mirando a las causas, la otra buscando formas de generar una interacción. Si bien los dos procesos son necesarios, una atención sistemática a las causas lleva a un callejón sin salida porque nadie quiere ceder. Por su parte, el inicio de una conversación puede conllevar a que ambas partes, sociedad y gobierno, comiencen a comprender la complejidad que cada uno enfrenta. El diálogo obligaría al gobierno a comprender lo que aqueja a la sociedad y a reconocer que no todo lo que demanda es absurdo y, quizá más relevante, que hay mayor receptividad de la que se imagina en los corredores gubernamentales. Una apertura a la interacción llevaría a la sociedad a percatarse que los gobernantes no son tan obtusos o ignorantes como supone y a reconocer las restricciones reales bajo las que opera. Mucho de lo que se concina en el gobierno no responde a lo que la sociedad ve como necesario y muchas de las cosas que parecen obvias y se repiten ad-nauseam en las redes sociales son absurdas bajo cualquier rasero. Ambos lados se beneficiarían de una mejor comprensión del otro.

¿Cómo iniciar un diálogo? Obviamente no es posible un intercambio abierto en un país de 115 millones de habitantes. Sin embargo, hay mil y un maneras en que se puede avanzar un intercambio que contribuya a construir un espacio de mayor sobriedad en el discurso y, por ende, de civilidad hacia el futuro. Sólo a título de ejemplo, está el modelo que los estadounidenses llaman “town hall meetings”, donde, en un auditorio, unas cien o doscientas personas se reúnen con el presidente –o sus funcionarios- con un formato flexible de preguntas y respuestas que es transmitido por televisión. Pero lo importante no es el formato sino el hecho: intercambiar puntos de vista, pero sobre todo explicar y tratar de convencer. En esta era es imposible gobernar sin convencer, algo que ha estado ausente en la política mexicana. Buenos argumentos pueden ganar comprensión y reconocimiento. Y legitimidad.

La gran virtud del sistema político priista de la primera mitad del siglo pasado, sobre todo en contraste con los regímenes autoritarios de Sudamérica, fue que permitió estabilidad y progreso económico. Ese sistema prefería la cooptación y la negociación a la violencia. Su gran defecto fue que, mientras que aquellas sociedades acabaron con sus dictaduras y se democratizaron, la nuestra preservó la cultura autoritaria de antaño, algo que ni los panistas alteraron. A falta de alternativa, y de la futilidad de actos efectistas en un contexto tan polarizado, una conversación nacional podría comenzar a erosionar esos silos que nos corroen.

En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional: es inconcebible el progreso en la era digital y de la globalización sin transparencia y convencimiento mutuo. Esa es una tarea de liderazgo.

 

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/mexico-como-concluir-la-transicion-que-se-quedo-atorada

 

El momento de que surja un gran liderazgo que transforme a México

América Economía – Luis Rubio

 Concluida la elección, vienen las cuentas. A unos les fue bien, a otros mal, pero todos tienen que lidiar con la nueva realidad. Muchas lecciones.

Un resumen apretado de lo que yo observé en la elección y en los días que le siguieron es el siguiente: en las gubernaturas, salvo en Campeche y Colima, los electores penalizaron al partido en el poder: resulta que votar fue mucho más productivo para quienes están molestos que no votar o anular; Morena fue el gran ganador, seguido de cerca por el Verde; el PAN y el PRD son los grandes perdedores, ambos por sus divisiones internas; el PRI retuvo su posición en el congreso, símbolo de la capacidad de comprar y manipular votos más que de haberse súbitamente renovado. Hoy hay dos actores  en la palestra que seguramente competirán entre sí en el 18: AMLO y el Bronco.

Hay explicaciones para cada uno de estos factores, pero lo que me parece más importante destacar es que el Pacto por México resultó letal para el PAN y el PRD; difícil creer que el resultado para el PRI en el Congreso refleje algo distinto: salvo que las reformas eventualmente transformen al país y esos partidos lo puedan capitalizar, el costo de la percepción de parálisis y de la sensación de que desapareció la oposición es inconmensurable.

Cada partido y candidato enfrentó circunstancias particulares pero el conjunto revela un electorado más sofisticado de lo que parecería a primera vista. En Querétaro, por ejemplo, los votantes dejaron claro que quieren evitar que un partido se perpetúe en el poder, a pesar de que el gobernador saliente es popular y ampliamente reconocido. Por otro lado, la elección confirmó que el votante promedio está dispuesto a vender su voto y es honorable en cumplir su parte: esto quizá no esa encomiable desde una perspectiva electoral, pero habla de una capacidad, y sobre todo disposición, a cumplir contratos y acuerdos, algo nada despreciable en otros ámbitos dada la ausencia de un sistema judicial eficaz.

Quizá la lección más grande que arroja la elección es que el país enfrenta un problema de esencia: el sistema político no funciona. Los electores pueden ser cada vez más sofisticados en su forma de votar o mandar mensajes, pero eso no compensa la disfuncionalidad del sistema en su conjunto y su falta de representatividad. Y ese es el asunto medular.

México lleva décadas tratando de cambiar para que nada cambie. Ciertamente, la economía ha cambiado mucho pero, al estilo del Gattopardo, se ha hecho hasta lo indecible por preservar los beneficios y privilegios del viejo sistema. Aunque nadie puede negar los enormes avances en diversos frentes, la estructura del poder sigue siendo la misma, excepto que se incorporó al PAN y PRD en la misma lógica de la corrupción ancestral: todo cambió para que nada cambiara. Ahora el costo de esto es visible a todas luces.

El actual gobierno aceptó el mantra de las últimas décadas de que urgía un conjunto de reformas y que éstas, solitas, transformarían al país. Se decía que los problemas estaban «sobre diagnosticados”; lo que nunca se dijo fue que, para que rindieran frutos, las reformas tenían que modificar la estructura del poder en general y en cada sector reformado. Hoy parece obvio que lo que hace falta es gobernar y que las reformas, tan necesarias como son, no son factibles en ausencia de un gobierno capaz de cumplir su cometido. La renuncia a la reforma más trascendente, la educativa, es muestra flagrante de la ausencia de visión y perspectiva o, al menos, de una enorme perversión en las prioridades.

El corazón del asunto es que no es posible pretender cambiar al país como prometió el gobierno actual si no se pone en la mesa tanto la función del poder como su distribución. No se puede llevar a cabo una reforma del país -igual en un sector que en lo general- si el criterio número uno es no afectar a los grupos cercanos al poder; y no se puede pretender ser exitoso en reformar si el criterio que subyace a la reforma es el de no alterar la estructura del poder. Reformar no es otra cosa que afectar intereses creados; si eso no se quiere o puede hacer, la reforma es imposible.

¿Qué hacer? Yo sólo veo dos escenarios posibles. Uno es seguir pretendiendo que nada pasa, que el resultado electoral legitima esa «estrategia». El otro escenario, el que sería deseable, es que la clase política reconozca la urgencia de actuar.

El riesgo de no hacer nada es que el sistema acabe colapsado: igual podría venirse abajo todo el arreglo político (ej. Rusia), crecer las vertientes anti sistémicas que proliferan por todas partes, o provocarse el advenimiento de un movimiento reaccionario que mine no sólo lo logrado con tantas penurias por tanto tiempo, sino que regrese al país a la edad de piedra. Venezuela no es inconcebible.

Lo que en la clase política y el gobierno no se entiende es el para qué de su función. Más allá de sus intereses como grupo, su labor se tiene que aterrizar en mejorías sustantivas y sistemáticas en terrenos transformadores como productividad, legalidad, educación y corrupción. Mientras eso no ocurra, el alto ruido de la baja política seguirá minando la legitimidad del sistema y la viabilidad del país. También la de sus propios intereses.

El momento actual ofrece -y exige- una oportunidad excepcional para que un gran liderazgo transforme al país. Ese liderazgo podrá venir del propio gobierno o de alguno de los actores que mostraron dotes y capacidad excepcional de acción y recuperación. Quien lo encabece decidirá el futuro.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/el-momento-de-que-surja-un-gran-liderazgo-que-transforme-mexico

La necesaria conversación

Luis Rubio

 

¿En qué consiste la falta de conversación a la que aludes?
Más allá de los problemas –estructurales y coyunturales- que aquejan al país, lo más impactante para mí como observador es la ausencia de una conversación nacional, sobre todo entre el gobierno y la sociedad. Es particularmente notoria la existencia de dos mundos: el del gobierno (realmente, el mundito en que se decide dentro del gobierno) y el de las redes sociales. Son dos planetas que se desconocen, ignoran y desprecian mutuamente, sin duda herencia del pasado autoritario: el gobierno hablaba, la población hacía como que oía, pero nadie escuchaba. Me pregunto si es concebible, en la era digital y de la ubicuidad de la información, llevar al país a buen puerto sin diálogo.
El fenómeno se reproduce en otros ámbitos, aunque se note menos. En el consejo directivo de una de las más grandes multinacionales se precian de haber recibido al presidente de la República y a varios de sus colaboradores; en algunas de las empresas más grandes de México se extrañan de que jamás han tenido acceso al presidente o su gabinete. Inevitable escuchar visiones radicalmente distintas de la dirección que lleva el país en cada uno de esos espacios.
Los anuncios del poder legislativo (y de algunos partidos) son particularmente reveladores del gran abismo que separa a la sociedad de sus políticos: se aprobó una determinada ley, nos dicen, y, por lo tanto cambiará la realidad. Similar mensaje envía el gobierno federal cuando argumenta que los problemas de los últimos meses no se deben a decisiones suyas, o a su inacción, sino a la resistencia de intereses particulares a sus reformas. Del lado gubernamental y legislativo se vive una realidad, del de la sociedad otra muy distinta. Cuando se aprobó en el Senado la iniciativa relativa al Distrito Federal, una twitera respondió a esta manera de ver al mundo con singular elocuencia: “Ya no se preocupen, seguro mañana sale una ley contra los narcobloqueos y todo arreglado”.

¿Cuál es la gravedad de este fenómeno?

La ausencia de una conversación nacional sobre los problemas del país y sobre las políticas públicas que se proponen para enfrentarlos se traduce no sólo en incredulidad y desconfianza, sino en el riesgo de anomia, es decir, de una alienación generalizada que acentúe las distancias entre gobernantes y gobernados e impida el progreso que todos supuestamente buscamos.
Hay dos maneras de concebir el problema. Una es mirando a las causas, la otra buscando formas de generar una interacción. Si bien los dos procesos son necesarios, una atención sistemática a las causas lleva a un callejón sin salida porque nadie quiere ceder. Por su parte, el inicio de una conversación puede conllevar a que ambas partes, sociedad y gobierno, comiencen a comprender la complejidad que cada uno enfrenta. El diálogo obligaría al gobierno a comprender lo que aqueja a la sociedad y a reconocer que no todo lo que demanda es absurdo y, quizá más relevante, que hay mayor receptividad de la que se imagina en los corredores gubernamentales. Una apertura a la interacción llevaría a la sociedad a percatarse que los gobernantes no son tan obtusos o ignorantes como supone y a reconocer las restricciones reales bajo las que opera. Mucho de lo que se cocina en el gobierno no responde a lo que la sociedad ve como necesario y muchas de las cosas que parecen obvias y se repiten ad-nauseam en las redes sociales son absurdas bajo cualquier rasero. Ambos lados se beneficiarían de una mejor comprensión del otro.

¿Cómo iniciar un diálogo?

Obviamente no es posible un intercambio abierto en un país de 115 millones de habitantes. Sin embargo, hay mil y un maneras en que se puede avanzar un intercambio que contribuya a construir un espacio de mayor sobriedad en el discurso y, por ende, de civilidad hacia el futuro. Sólo a título de ejemplo, está el modelo que los estadounidenses llaman “town hall meetings”, donde, en un auditorio, unas cien o doscientas personas se reúnen con el presidente –o sus funcionarios- con un formato flexible de preguntas y respuestas que es transmitido por televisión. Pero lo importante no es el formato sino el hecho: intercambiar puntos de vista, pero sobre todo explicar y tratar de convencer. En esta era es imposible gobernar sin convencer, algo que ha estado ausente en la política mexicana. Buenos argumentos pueden ganar comprensión y reconocimiento. Y legitimidad.

¿Esta falta de diálogo obstaculiza la transición democrática?

La gran virtud del sistema político priista de la primera mitad del siglo pasado, sobre todo en contraste con los regímenes autoritarios de Sudamérica, fue que permitió estabilidad y progreso económico. Ese sistema prefería la cooptación y la negociación a la violencia. Su gran defecto fue que, mientras que aquellas sociedades acabaron con sus dictaduras y se democratizaron, la nuestra preservó la cultura autoritaria de antaño, algo que ni los panistas alteraron. A falta de alternativa, y de la futilidad de actos efectistas en un contexto tan polarizado, una conversación nacional podría comenzar a erosionar esos silos que nos corroen.
En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional: es inconcebible el progreso en la era digital y de la globalización sin transparencia y convencimiento mutuo. Esa es una tarea de liderazgo.

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=65802&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=65802

La trascendencia del TLC

 

FORBES – Luis Rubio 

LA VERDADERA TRASCENDENCIA DEL TLC FUE SU CARÁCTER EXCEPCIONAL EN LA VIDA PÚBLICA MEXICANA. Aunque su impacto económico ha sido extraordinario –constituye nuestro principal motor de crecimiento-, su excepcional importancia radica en el hecho de que fue concebido –y ha funcionado- como un medio para conferirle certidumbre a los inversionistas. Antes de que existiera el TLC, la inversión del exterior no crecía por carecer de un marco legal que garantizar la permanencia de las reglas. Es decir, representó un reconocimiento por parte del sistema político que la existencia de regulaciones caprichudas, expropiaciones sin causa justificada y discriminación a favor de ciertos intereses constituían obstáculos infranqueables al crecimiento de la inversión. Su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”.

En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano fue la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos respectivos, la inversión del exterior no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión

La negociación del TLC constituyó un hito en nuestra vida política porque éste entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años. En cambio, a través del TLC (y con gran ayuda de las remesas que envían los mexicanos que residen en Estados Unidos) la economía norteamericana se convirtió en nuestra fuente principal de crecimiento económico.

Hoy en día, aunque la inversión del exterior sigue fluyendo de manera regular e incremental, el problema que enfrenta el desarrollo económico tiene mucho más que ver con la incertidumbre que genera la ausencia de reglas confiables, y permanencia de las mismas, dentro del país. Es decir, en tanto que el TLC resolvió el problema de certidumbre para la inversión del exterior, hoy el problema de México es la ausencia de certidumbre para el mexicano común y corriente, incluido el empresario e inversionista nacional.

La incertidumbre surge del hecho que nuestros gobernantes pueden decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley o la legalidad. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.

Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en los más diversos ámbitos y tiene el efecto de distanciar al gobierno de la sociedad y hacerlo poco responsivo a sus demandas pero, sobre todo, genera un entorno de incertidumbre que afecta todas las decisiones de ahorro, inversión y desarrollo personal, familiar y empresarial.

México necesita evitar esa fuente de incertidumbre para los mexicanos, tal y como lo hizo el TLC para los extranjeros. Sin un Estado de derecho que cree fuentes de certidumbre creíbles, el país estará permanentemente impedido de funcionar.

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@lrubiof

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