Luis Rubio
Bastó el secuestro y asesinato despiadado del joven Fernando Martí para que todo el mundo político se desviviera por tener una amplia presencia mediática, pero lamentablemente no para avanzar hacia la solución del problema de inseguridad que aqueja al país desde hace dos décadas. La vida de este niño y de todos los que, como él, ven cercenada o destrozada su vida y, en muchos casos, la de sus familias, reclama respuestas que vayan más allá de las declaraciones necias y de la aprobación de más leyes irrelevantes que nadie cumplirá.
La inseguridad pública en el país no es producto de la casualidad sino de una estructura institucional inadecuada que no se reforma, no se atiende y no se transforma. Seguramente habrá muchos argumentos que expliquen los rezagos, la descoordinación, la calidad de nuestras policías, ministerios públicos, sistema penitenciario y jueces pero es evidente que dos décadas de vejación sistemática de la sociedad no han sido suficientes para que gobiernos y legisladores, se pongan de acuerdo para enfrentar y resolver el problema. El ejemplo de Colombia, que en una década se transformó a cabalidad, debería servirnos si no de acicate, sí de argumento para acallar a todos aquellos que, debiendo ser responsables, no se responsabilizan.
No soy experto en la materia, por lo que carezco de ideas grandiosas sobre cómo debe enfrentarse el flagelo de la inseguridad. Lo que sí tengo es una serie de preguntas y planteamientos de sentido común, algunos propios y otros de terceros, que tienen que ser atendidos y pronto. Aquí van algunos obvios:
1. La inseguridad y los secuestros no son un fenómeno nuevo en nuestra sociedad. Sin embargo, las policías, con contadas excepciones, siguen siendo las mismas. Cada administración inventa una nueva academia de policía para alimentar a entidades e instituciones policiacas corruptas que acaban corrompiendo a los nuevos reclutas. ¿Qué no es obvio que urge transformar a esas instituciones para acabar con la corrupción y la incompetencia de las policías a todos los niveles?
2. A los políticos, sobre todo a los legisladores, les encanta proponer nuevas leyes, en este caso penas más severas, para enfrentar la inseguridad. ¿Por qué nadie se pregunta qué diferencia harían mayores penas cuando prácticamente ningún delincuente es capturado? Con la increíble tasa de impunidad que caracteriza a la delincuencia en el país, el castigo no hace diferencia alguna; hay que concentrarse en la calidad de las policías y la efectividad de la procuración de justicia.
3. Existen ejemplos de instituciones gubernamentales que fueron transformadas y profesionalizadas, eliminando la corrupción de sus fuerzas policiacas y de seguridad. El CISEN es quizá el mejor ejemplo. ¿Por qué no imitar ejemplos exitosos en lugar de inventar, una vez más, el agua tibia? El espectacular rescate de Ingrid Betancourt en Colombia debería al menos hacernos reflexionar que sí es posible, además de necesario, crear un cuerpo de seguridad competente, moderno y profesional.
4. Pervive una infinidad de mitos sobre las razones por las cuales no había inseguridad pública hasta los 80 ó 90; cualquiera que sea la explicación, es obvio que las circunstancias de antaño nada tienen que ver con las actuales: la población ha crecido, la complejidad del entramado social es extraordinaria, la diversidad política complica las cosas, la tecnología le otorga enormes ventajas al delincuente. Además, nuestro experimento democrático no ha sido muy feliz en términos de coordinación policiaca: en lugar de cooperar e intercambiar información, las instancias políticas compiten y desdeñan los temas de seguridad. Parecería obvio que se requiere una nueva concepción institucional y legal para atender de manera profesional los problemas de inseguridad que nuestros gobernantes han sido incapaces de resolver. Algunos países tienen sistemas de seguridad centralizados, otros manejan estructuras híbridas (federal-estatal) de diverso tipo. En el México de hoy la seguridad pública es tema del gobierno local, pero las entidades federales cuentan con instancias especializadas en temas graves como el secuestro. En lugar de resolver el problema, esta estructura crea vacíos que hacen posible la proliferación de la delincuencia. Yo no se cuál es el mejor modelo para nosotros, pero me parece evidente que el actual es totalmente inadecuado: si no otra cosa, el caso de Fernando Martí debería ser prueba suficiente de que las rencillas entre instancias y niveles de gobierno impiden que se atiendan los temas de seguridad pública. Habría que pensar en esquemas que trasciendan los tiempos políticos de funcionarios cambiantes.
5. Parece claro que el país necesita una visión de seguridad anclada en más inteligencia y menos fuerza bruta; un énfasis en atacar la rentabilidad de la industria del secuestro; más prevención y una atención decidida a las fuentes del persistente mal desempeño de nuestra economía: menos dogmas y más pragmatismo. Sobre todo, menos complacencia.
6. No hay tema más fundamental, de esencia, que defina la función de un gobierno que el de la seguridad pública. Tanto en la teoría como en la práctica cotidiana, el gobierno mexicano, tanto a nivel estatal como federal, ha sido rebasado por la criminalidad y ha demostrado una absoluta incapacidad para responder ante lo más esencial de su responsabilidad. El sociólogo alemán Max Weber afirmaba que el gobierno tiene el monopolio de la violencia. La realidad mexicana prueba lo contrario: la violencia está hoy en manos de la delincuencia y por lo tanto los delincuentes son el verdadero Estado. Y todo en la sociedad refleja esa situación, como lo ilustra el debilitamiento de valores esenciales como la honestidad y la verdad. La decisión de la Iglesia de no discriminar limosnas por su origen lo dice todo.
En estos días los ciudadanos hemos podido observar cómo se pavonean nuestros políticos respecto al tema de la seguridad. No resuelven nada, pero cómo quieren sacarle raja política al padecimiento ajeno. En algunos casos, como los brillantes retenes que inventó la policía capitalina, el resultado fue hacerle fácil el trabajo a los secuestradores. Ni la evidencia empírica ha servido para que nuestros gobernantes desarrollen un poco de humildad y dediquen al menos una parte de su valioso tiempo a temas como el de la seguridad pública. Por encima de los detalles, nuestros políticos quieren el voto de la ciudadanía pero no quieren atender sus preocupaciones y problemas.
La seguridad pública es un tema demasiado importante como para dejarlo en manos de políticos cuya única preocupación es su siguiente chamba.