Aranceles

Luis Rubio

El país parece inexorablemente condenado a sostener debates estériles y el relativo a los aranceles ilustra los niveles de simulación a los que somos capaces de llegar. Nuestros debates no sirven para resolver problemas sino para afianzar posiciones y preservar el statu quo. Aunque es evidente que no todas las propuestas de política pública que se debaten ameritan ser aprobadas, en este caso el objetivo no parece ser otro que el de impedir y obstaculizar.

Como en todos los debates que nos caracterizan, el de los aranceles es pobre en contenido y rico en ideología y adjetivos. La Secretaría de Economía, que no parece entender que un acto de autoridad es eso, sometió a consulta su propuesta de bajar e igualar los aranceles a un nivel en el que contribuyan a la competitividad de la economía del país. Por su parte, el sector privado, donde hay más intereses que análisis, se opone de manera sistemática. Detrás de estas pantallas yacen argumentos serios y persuasivos de ambos lados que no necesariamente son excluyentes.

El argumento económico del planteamiento gubernamental es impecable: cualquier impedimento al comercio o a la inversión entraña costos adicionales para el productor, además de que desincentiva la actividad económica. En la medida en que se eliminan obstáculos (igual aranceles elevados o desiguales, impuestos onerosos o subsidios distorsionantes), la economía funciona mejor.

En nuestro caso, el perfil de los aranceles a la importación lo dice todo: como si fuera un electrocardiograma, lo que se observa en los aranceles es muchos picos pequeños y unos cuantos elevados. La mayoría de los aranceles, los picos pequeños, que se ven casi como una línea horizontal, son bajos y tendientes a cero. Lo contrario ocurre con los aranceles altos: ahí se protege a intereses, si no es que a empresas específicas.

El hecho de que existan marcadas diferencias entre aranceles tiene enormes consecuencias para los costos de la actividad económica. Un insumo que está protegido le confiere poderes de monopolio al beneficiario, a la vez que le incrementa los costos al productor que emplea esa materia prima o componente. El funcionario que establece esas distinciones le imprime un costo adicional a toda la cadena productiva, sacando de competencia a los demás productores y a sus productos, comenzando por los exportadores. Todo por una política de subsidio y protección mal entendida, cuando no por un favor que luego se torna en un privilegio intocable.

El argumento del sector privado es más interesado pero igualmente poderoso. Los empresarios están enojados, y tienen razón de estarlo, porque los cambios de las últimas décadas los han obligado a competir con una mano amarrada en la espalda. En ese tiempo se eliminaron subsidios, se elevaron los precios de los insumos provistos por el gobierno, sobre todo los energéticos, y se abrió la economía a la competencia por vía de las importaciones. Al mismo tiempo, prácticamente no se hizo nada por mejorar las condiciones de operación de las empresas: la infraestructura sigue siendo de ínfima calidad, los costos de los servicios (como telefonía y crédito) son elevadísimos, la inseguridad pública ha incrementado los costos por robos (y pagos de protección), y la complejidad burocrática se ha elevado de manera irracional (por impuestos novedosos y por la falta de coordinación entre autoridades de distintos niveles de gobierno). El hecho tangible es que el país dista de ser un paraíso para las empresas (para esto vale la pena ver el libro de Verónica Baz: Crecer a pesar de México).

El problema del lado empresarial es que su planteamiento no lleva a que se resuelvan los entuertos, contradicciones e impedimentos, sino a que se construya -o, más correctamente, reconstruya- la lógica de la protección y los subsidios. Evidentemente, los empresarios tienen toda la razón al argumentar que es necesario que el gobierno actúe en todos los frentes y no sólo en el que se le facilita más y que no entraña costos directos para la burocracia. Pero su embate ha sido el contrario: no más tratados de libre comercio, no más apertura, no más competencia. El llamado del sector privado es muy claro: más subsidios y más protección para regresar al pasado idílico (que, por supuesto, nunca existió).

Detrás de todo esto yacen dos circunstancias muy fundamentales, una que refleja nuestra realidad política y otra que nos retrotrae al pasado. Los aranceles son a los empresarios lo que la opacidad, la discrecionalidad y el rentismo sin competencia es a los políticos y funcionarios. Los aranceles son un contrapeso a los sindicatos onerosos y corruptos y a los trámites costosos que se traducen en la baja competitividad que caracteriza al país, así como precios elevados para el consumidor. No hay que darle muchas vueltas a esto: el gobierno es dado a grandes iniciativas en el papel para luego quedarse a la mitad en la instrumentación. Y eso lleva a que muchas empresas sufran y que el país padezca bajas tasas de crecimiento económico. No hay nada esotérico en nuestra realidad: mera simulación.

En el fondo, el verdadero tema no es de aranceles ni de competitividad, por válidos que ambos sean. El verdadero tema es a quién debe servir la economía, o, lo que es lo mismo, para quién trabaja el gobierno. La lógica de la protección y el subsidio que caracterizó a la política gubernamental en la segunda mitad del siglo pasado respondía a un objetivo expreso: lo importante era el productor aunque eso implicara precios elevados, mala calidad o pésimo servicio para el consumidor. En esa era lo relevante era el industrial, razón por la cual se privilegiaba al empresario con protección arancelaria, subsidios directos, requerimiento de permiso a las importaciones y toda clase de subsidios indirectos, comenzando por el de la energía.

La apertura de la economía a las importaciones que se inició en 1985 constituyó un cambio radical en la orientación de la actividad económica del país. A partir de ese momento, el privilegiado sería el consumidor que, por medio de las importaciones, tendría no sólo opciones sino, idealmente, una mejora sustancial en la calidad y precio de los productos mexicanos. Por buenos que hayan sido los resultados de esa estrategia, no fueron suficientes porque, en realidad, ni el gobierno ha llevado a cabo un proceso de apertura a fondo (la queja del sector privado) ni los empresarios han aprendido a competir (el planteamiento gubernamental).

Frente a esto, lo imperativo es acabar con la simulación y dedicar todo a acelerar el crecimiento de la economía y no a proteger al productor.