Delitos y guerras

Luis Rubio

Violencia, guerra, criminalidad. Las imágenes hacen difícil entender la realidad y determinar dónde estamos. Reina la confusión. Los críticos toman el podium, unos para ofrecer perspectivas y comparaciones, otros para arreciar contra el gobierno. Los primeros aportan un contexto invaluable; los segundos tratan de sacar raja de las terribles imágenes. Lo que parece evidente es que la confusión es producto de la insuficiente información que hay disponible. Aún así, lo que sabemos nos permite separar el agua del aceite para poder tener una mejor perspectiva.

Primero lo que sabemos. Sabemos al menos tres cosas: uno, que hay tres procesos simultáneos, pero radicalmente distintos, en la lucha que emprendió el gobierno contra el crimen organizado y que esa diferenciación no es evidente en la discusión pública. Dos, que el crimen organizado, igual narcos que otros delincuentes, se había apropiado de diversos territorios donde llegó un momento en el que ya no era claro si había diferencia entre la autoridad formal (gobierno local o estatal y policías) y el hampa. Y tres, que el crecimiento de la criminalidad en los últimos años iba inexorablemente en ascenso. Estos tres componentes quizá expliquen la razón por la cual el gobierno actual decidió emprender una lucha frontal contra la criminalidad, independientemente de que ésta no fuera el corazón de su programa original.

La dinámica que estamos experimentando incorpora tres procesos distintos. Uno es el que emprendió el gobierno federal al decidir hacer efectiva su responsabilidad de hacer cumplir la ley. Ese proceso es el que le llevó a enviar policía y tropas a las entidades y regiones en que la distinción entre la autoridad y la criminalidad había desaparecido. Uno puede opinar sobre las formas, criticar el involucramiento del ejército o dudar de la estrategia, pero es imposible criticar el hecho de que el gobierno haya asumido su responsabilidad y, por primera vez en décadas, distinguido entre lo que es un delito y lo que es una práctica comúnmente aceptada. El gobierno tiene la obligación de perseguir el delito de manera sistemática y, dada nuestra realidad, eso merece un amplio reconocimiento.

El segundo proceso nada tiene que ver con el gobierno, sino con la dinámica del mercado del narcotráfico y las respuestas que esas organizaciones criminales han venido dando. Desde hace más de una década, el mercado estadounidense ha experimentado cambios que han tenido por consecuencia la disminución del negocio de los narcotraficantes mexicanos. Hasta entonces, el principal negocio del narco en México era de tránsito: se importaban drogas para su eventual distribución en EUA. El narco corrompía autoridades para hacer posible su negocio, pero el impacto interno parecía relativamente menor. En la medida en que los americanos comenzaron a modificar sus patrones de consumo orientándose más hacia las drogas sintéticas, donde el narco mexicano no tiene ventaja comparativa, éste comenzó a desarrollar el mercado interno. Según la información disponible, hoy la sociedad mexicana padece un enorme problema de consumo de drogas. Al mismo tiempo, la compresión del mercado americano llevó a que las bandas de narcotraficantes buscaran crecer en México. Eso desató una guerra entre bandas de narcos, que es lo que produce las decapitaciones y es la fuente principal de violencia en el país. Según las autoridades, la abrumadora mayoría de asesinatos se deben a esta guerra entre bandas.

Finalmente, el tercer proceso de violencia resultó de una acción del gobierno pero sobre la cual no tiene control directo. Mientras los capos vivían en cárceles mexicanas, su negocio seguía operando, de hecho bajo la protección de las autoridades. Sin embargo, una vez extraditados, el liderazgo dejó de funcionar y eso desató una lucha interna, dentro de cada banda, por el nuevo liderazgo. Esta también es una importante fuente de violencia y asesinatos y es la que, según parece, ha cimbrado a Monterrey, donde viven muchas de las familias de los capos.

Ahora lo que no sabemos. Es evidente que no sabemos si la estrategia gubernamental es la idónea ni sabemos qué otras opciones eran realmente posibles. Parece claro que la opción de negociar con la criminalidad constituiría un harakiri para éste y cualquier gobierno que lo intentara, pero no es evidente que el gobierno esté debidamente pertrechado para salir con éxito. Tampoco sabemos si habrán tenido razón los críticos del empleo del ejército en tareas policiacas. Es claro que el gobierno utilizó militares ante la inexistencia de cuerpos policiacos confiables y debidamente entrenados, pero eso no resuelve la duda sobre las consecuencias de ese actuar. El tiempo dirá sobre cada una de estas interrogantes.

Viendo hacia adelante, hay varios factores que no están resueltos y que quizá sean clave en el devenir de estas luchas. Primero que nada, persisten los problemas de coordinación entre niveles de gobierno. Nuestra legislación separa los delitos federales (como el narcotráfico y la delincuencia organizada) de los del fuero común, que son responsabilidad de los estados, como el secuestro y el homicidio. En muchas ocasiones es imposible distinguir cuándo un delito es federal y cuándo estatal, razón por la cual la coordinación es vital. El mismo fenómeno de descoordinación aqueja a las más de mil policías, problema que se complica por la descentralización del poder político. Además, existe la presunción de que muchas de las bandas de narcos que han resultado perdedoras en sus propias guerras se han movido a otros negocios criminales, como el secuestro.

Pero el problema no es exclusivo del gobierno. El crimen organizado ha tejido una impresionante red de apoyo en la ciudadanía, lo que no sólo le da protección, sino que genera una enorme red de beneficiarios. A esto se suma la impunidad que impera en el país, frecuentemente sancionada en ley, todo lo cual crea una maraña de intereses que conspira a favor de la permanencia del crimen organizado. El problema, como decía el anuncio, es de todos.

La falta de coordinación permite eludir responsabilidades y eso choca con el creciente reclamo ciudadano de que el gobierno, como un todo, resuelva el problema de la criminalidad, sobre todo la que más afecta a la ciudadanía de manera cotidiana y directa. Dada la realidad del poder en el país, el combate tendrá que ser policiaco y político, pues sin coordinación será imposible avanzar de manera decidida.

La evidencia muestra que el gobierno tiene una idea clara del fenómeno que enfrenta, pero sólo el tiempo confirmará si logró su cometido. Lo que resulte no será menor.