Caprichos

Luis Rubio

¿Cuánto le cuestan al país los caprichos? Caprichos hay de muchos tipos y formas, pero el denominador común es el mismo: se realizan acciones, decisiones o gastos que responden al humor del funcionario o político y no a un proceso cuidadoso de planeación y análisis que determine la viabilidad de un proyecto y su compatibilidad con el desarrollo del país. A lo largo de nuestras vidas, todos los mexicanos hemos podido observar ejemplos de funcionarios que toman decisiones precipitadas, viscerales o, simplemente, egoístas, sin el menor cuidado y sin reparar en los costos, tanto materiales como de otra índole. Como ciudadanos, deberíamos tener formas de exigir cuentas también por esos caprichos pues, a final de cuentas, en la medida en que ganan los caprichos, se debilitan las instituciones y los costos los acabamos pagando todos.

Todos los humanos somos dados, en algún momento de nuestra existencia, a hacer cosas por capricho. Un bebé puede llorar a más no poder por el simple prurito de salirse con la suya y los padres de esa criatura tendrán que encontrar la forma de enseñarle los costos de los caprichos. Algunos padres cumplen con su cometido, otros no. Pero para el ciudadano común y corriente, los caprichos tienen costo y éste se paga tarde o temprano: una persona que no paga la colegiatura de la escuela o el predial de su casa tarde o temprano verá las consecuencias. La escuela le exigirá cuentas con celeridad en tanto que el fisco local quizá tarde algunos años, pero ambos acabarán haciendo efectivo el pago. Los caprichos, como el de no pagar una cuenta o comprar algo innecesario tienen consecuencias y quienes así actúan no tienen más remedio que afrontarlas.

Esa misma situación no se aplica a nuestros funcionarios y políticos: ahí están los segundos pisos y la nueva terminal del aeropuerto para ilustrar proyectos inadecuados e innecesarios, producto no de la razón sino del capricho. Ahí también están las decisiones de un embajador que compró una casa con el dinero del gobierno mexicano en un lugar totalmente inconveniente e inadecuado para la conducción de sus responsabilidades públicas, porque respondía a sus preferencias personales (estaba cerca de la escuela que quería para sus hijos). Ahí está el caso del secretario de relaciones exteriores que decidió cerrar algunas embajadas que suponía eran importantes para el secretario de Hacienda como castigo a éste por no ceder ante sus berrinches presupuestales, sin reparar en el costo igual económico que político de su actuar. No se queda atrás la primera dama que llamaba a los secretarios para que le dieran contratos a sus hijos o el secretario (un caso casi ubicuo) que se dedicó a utilizar su puesto y recursos para avanzar su pre candidatura a la presidencia sin razonar no sólo en los costos inmediatos, sino en las consecuencias para la institución.

Los ejemplos son infinitos y mientras más atrás se va uno peor la situación: el presidente apostador que decidió expropiar los bancos (cuyos costos siguen acumulándose) y luego enmendó la constitución por un berrinche; los líderes sindicales que extorsionan al gobierno y le imponen su agenda; los políticos que hacen arreglos privados sin reparar en la erosión institucional que su actuar representa; el gasto, dispendio en realidad, que llevan a cabo nuestros gobernadores todos los días del año. Los ejemplos son vastos y los números enormes. Baste mencionar una cifra: a lo largo del sexenio pasado el país recibió más de cien mil millones de dólares por concepto de exportación de petróleo. Aproximadamente el 40% se fue al gasto del gobierno federal de acuerdo al presupuesto aprobado por el Congreso. El 60% restante se lo gastaron los gobernadores sin ton ni son; muy pocas inversiones, mucho gasto (o expoliación) sin beneficio de largo plazo. Puros caprichos para el beneficio político o personal del dueño del estado.

Si alguien quiere entender las causas de nuestro pobre desempeño económico no tiene que ir muy lejos para encontrar al menos un enorme botón de muestra. Los caprichos son infinitos. Y su costo inconmensurable. Pero lo peor de todo es que (casi) no hay sanción legal o social- a quienes deciden y actúan por capricho.

Sin duda, hay algunos casos en que los caprichos acabaron siendo sancionados al menos en el plano del reconocimiento social. Algunos presidentes que provocaron crisis económicas (recordemos al que iba a defender al peso como un perro) acabaron pagando un enorme costo personal en términos de prestigio y calidad de vida. También es cierto que muchos políticos (pero, increíblemente, no todos) hoy reconocen que las devaluaciones tienen un costo tan elevado para la población (y, por lo tanto, para la legitimidad y estabilidad del sistema político) que es mejor mantener la ortodoxia en la conducción de los asuntos fiscales. Al menos en este plano, los caprichos y berrinches de nuestros políticos y funcionarios han encontrado un límite. Sin embargo, cualquiera que recuerde la dinámica de la contienda electoral de 2006 sabe bien que el candidato perdedor proponía ser menos cauto en esta materia. El capricho estaba en puerta.

Los caprichos del pasado tuvieron costos enormes para el país, pero la mayoría ocurrió en el contexto de gobiernos que contaban con instrumentos de control lo suficientemente amplios como para atenuar las consecuencias para los involucrados (es decir, podían ocultar o proteger a los caprichudos). Esa manera de proceder sigue siendo real en muchas instancias (baste ver la incontinencia verbal y el activismo del ex presidente Fox para atestiguar esto), pero el costo, al menos político, va incrementándose.

En la medida en que el país experimenta problemas cada vez más serios y graves como consecuencia de su aguda debilidad institucional, el costo de los caprichos no tiene alternativa más que elevarse de manera sistemática. Los políticos que actúan, o incluso aquellos que tratan de resolver problemas, fuera de los marcos institucionales no hacen sino debilitar ya nuestras de por sí maltrechas instituciones. Esa manera de proceder quizá salve el día o un momento particular, pero no resuelve los problemas fundamentales del país porque fortalece a los actores menos institucionales, a los llamados poderes fácticos, mientras que debilita la capacidad de las instituciones pocas, enclenques e inadecuadas, pero instituciones al fin- para resolver los conflictos y dirimir diferencias. En la medida en que el país resuelva por capricho y fuera de los marcos institucionales, nuestras debilidades van a crecer y el desarrollo va a seguir siendo pospuesto.

 

 

Tongo

Luis Rubio

El corporativismo de antaño nos sigue persiguiendo. Como sistema de control y ejercicio del poder, el corporativismo está profundamente acendrado en nuestras estructuras políticas, económicas y sociales. Como estructura de control vertical dedicada a la organización de la sociedad en estancos por actividad o función, el corporativismo impide la competencia, inhibe la crítica, le confiere enorme poder a unos cuantos y conculca los derechos de la mayoría. Nada nuevo bajo el sol, excepto que en las últimas décadas el país ha adoptado una serie de medidas, tanto económicas como políticas, que entran en contradicción con la estructura política que controla al país. En tanto no se resuelva esa contradicción, el país difícilmente podrá prosperar.

La contradicción surge de una manera muy simple: tanto la democracia como la economía de mercado dependen de que exista competencia para poder funcionar y esa competencia tiene que ser real: tiene que haber varios competidores con una razonable posibilidad de ganar, todo ello dentro de un marco de regulaciones que sean lógicas y apropiadas para propiciar la existencia de un amplio número de jugadores (que, desde luego, varía según el sector, actividad o región) tanto en el ámbito político como en el económico. Pero en México no tenemos eso: hemos adoptado algunas formas de democracia y de mercado pero no hemos cambiado las estructuras políticas, económicas y sociales que impiden la competencia. De esta manera, vivimos en un ambiente permanentemente contradictorio.

Las contradicciones se pueden apreciar en lo chico y en lo grande, en nimiedades y en cosas trascendentales. El dinero es poder, eso todos lo sabemos. A Bill Gates, hasta hace poco presidente de la empresa más grande de EUA, jamás se le habría ocurrido retar al Secretario de Hacienda o chantajear a otros empresarios o políticos. Sin embargo, eso es lo que hacen algunos de nuestros medios. A ese empresario nunca le habría pasado por la mente impedir que los usuarios de sus productos compren la computadora que les venga en gana. Sin embargo, eso es exactamente lo que hace nuestra empresa telefónica favorita. ¿Cómo se puede pretender competir en un entorno en el que la competencia no puede existir porque los potenciales competidores son dueños del sector o actividad, de las regulaciones y de los reguladores?

El ámbito sindical está organizado para el control de las bases: al servicio de los líderes y no al revés. Los líderes son dueños de vidas y almas: venden plazas, despiden agremiados, usan los fondos sindicales como si fueran suyos, obligan, a través de una huelga, a que un dueño venda para que de inmediato alguien más compre con la venia sindical. ¿Cómo se puede hablar de representación, defensa de los intereses de los trabajadores o democracia sindical cuando un puñado de líderes se perpetúa y abusa sin que jamás haya competencia alguna, todo ello con la aprobación y apoyo de las autoridades correspondientes y del resto del aparato político?

Lo mismo es cierto del mundo político en que los partidos y sus líderes controlan todo lo que ocurre en ese ámbito: limitan la competencia, cambian a las autoridades electorales, imponen mecanismos de extorsión sobre las mismas, ningunean a los partidos chicos, impiden que se creen nuevos y, para colmo, controlan hasta lo que un candidato, partido o cualquier mexicano puedan decir sobre la política o los candidatos. La democracia implica competencia entre candidatos y partidos pero aquí la hemos llevado a un grado supino de sofisticación, aquel en el que la competencia deja de ser lo importante porque los líderes partidistas ya se pusieron de acuerdo. ¿Cómo se puede pretender que funcionará la democracia, que habrá transparencia o rendición de cuentas y que cualquier mexicano, si cumple con los requisitos, puede tener acceso al gobierno cuando estamos en presencia de un tongo, es decir, cuando todo está arreglado, como en una pelea de box, de antemano?

Un poder tan concentrado lo trastoca y contamina todo. Tres partidos modifican la Constitución a su antojo. En el ámbito social, algunas organizaciones se erigen en jueces implacables del comportamiento social, pretendiendo imponer su visión sobre la vida sexual de las personas, los libros de texto o el medio ambiente, así le cueste al resto de los mexicanos su derecho a tener un empleo o generar riqueza. Agendas particulares se vuelven universales. Algunas empresas tienen el poder de decidir si aceptan o rechazan una ley; si no les gusta una regulación que se ajuste la ley. Lo mismo es cierto de los sindicatos que representan a los intereses de sus líderes. Todo en nuestro país es cupular e incluye a la Iglesia y hasta al narco y las guerrillas.

La concentración lo afecta todo y se traduce en el desamparo para millones: desamparo para elegir, la imposibilidad de exigir, ya no se diga reclamar y hacer valer la voz, voto, ahorro e incluso la inversión de cada ciudadano, la esencia de la democracia. En un entorno así las mayorías están siempre condenadas a jugar con reglas perdedoras: el poder de pocos es tan grande que el de la mayoría no tiene peso. El poder casi ilimitado acaba no teniendo límites ni escrúpulos: no hay contrapeso que valga. En un mundo así, el incentivo del el ciudadano común y corriente no es el de cooperar, participar y apoyar, sino el de protegerse, contar chistes y aguantar vara. Los ciudadanos están condenados a realizar lo que las elites jamás aceptarían. Quizá podríamos comenzar a buscar por este rincón algunos elementos para explicar el estancamiento no sólo económico, sino también social, político y hasta moral del país.

La realidad nacional es una de concentración de poder y, por lo tanto, anatema de la competencia. En este contexto, tal vez sean loables los esfuerzos de algunos creyentes en las entidades reguladoras, pero es imperativo reconocer que no es ahí donde se encuentran los problemas del país. La vida del mexicano no va a mejorar porque la comisión de competencia obligue a las refresqueras a cambiar su manera de ser o porque la comisión de telecomunicaciones logre bajarle dos céntimos a las tarifas de interconexión. El problema de México no está ahí: está en la concentración de poder que hace imposible, de hecho irrelevante, la competencia. Es un tongo, una pelea arreglada.

El progreso y la prosperidad requieren nuevas reglas del juego y eso exigiría el desmantelamiento de las estructuras corporativistas que heredamos de antaño. Por definición, sólo los poderosos pueden desmantelar las estructuras que les garantizan el poder y ese es el dilema, pero también la oportunidad, del desarrollo del país.

 

Retrospectiva

Luis Rubio

¿Habrá algo relevante que los estudiosos de la era priísta nos puedan decir sobre la actualidad? Me he pasado algunos días releyendo la literatura sobre esa época del sistema político y me encontré con perspectivas y conceptos que, además de interesantes, son reveladores. Particularmente interesante es la noción de que en aquel tiempo la ventaja de México sobre países como Brasil tenía que ver con el elevado grado de consenso al interior de nuestras élites, situación que ahora se ha invertido, con importantes consecuencias.

El sistema político mexicano era toda una curiosidad para los estudiosos, sobre todo extranjeros, que pretendían comprenderlo y explicarlo, en conjunto o en partes. Además de aportaciones a facetas específicas del proceso, algunas de las disquisiciones más teóricas, sobre todo de estudiosos como Samuel Huntington, Guillermo ODonell y Philippe Schmitter, son excepcionalmente relevantes en la actualidad porque permiten repensar la realidad nacional.

Aunque cada uno de estos estudiosos aportó sus propias ideas y perspectivas, muchas de ellas muy contrastantes entre sí, su caracterización del sistema político mexicano brilla por lo que no ha cambiado. Me explico. Entre sus caracterizaciones sobre la realidad política del país se encuentran las siguientes: es un sistema elitista; la participación política se mantiene al mínimo; las masas son utilizadas y manipulada; la participación política no entraña actividad política independiente. Releyéndolos, lo impactante es que lo que ha cambiado es el beneficiario del sistema, no el sistema mismo: antes estos elementos se empleaban como mecanismos de control desde el ejecutivo, usualmente a través del PRI. Hoy la élite mexicana se encuentra dividida y fragmentada. En alguna forma, el poder, a ese nivel, se ha democratizado. Pero nada de eso ha modificado la realidad de la población, que sigue siendo manipulada, utilizada y controlada. Aunque sin duda la libertad individual es incomparablemente superior, el control y manipulación que antes ejercía el presidente ahora lo ejercen diversos intereses y grupos políticos, usualmente en los sindicatos y partidos.

Schmitter observaba que la diferencia entre Brasil y México en aquel momento era que en México las élites se caracterizaban por un elevado grado de integración y consenso, mientras que las brasileñas experimentaban un bajo grado de cohesión. Según este autor, la unidad de propósito de las élites mexicanas de aquella época permitía la toma efectiva de decisiones en tanto que la falta de cohesión producía parálisis crónica y estancamiento en Brasil. Como han cambiado las cosas

Huntington teorizaba sobre las consecuencias de un crecimiento desmedido de las demandas de la población y de sus expectativas en un sistema político sin capacidad de respuesta y ejemplificaba esa situación con Brasil, en contraste con México. Hoy podemos observar lo preclaro de esas observaciones. Mientras que Brasil ha logrado transformar sus procesos de decisión, nosotros hemos observado su mero deterioro, con el consecuente riesgo de desintegración del sistema político que Huntington temía entonces.

Los análisis de estos estudiosos sobre el México de entonces nos permiten entender mucho de lo que ha cambiado y de lo que no ha cambiado. Quizá fuera simplista afirmarlo, pero parece evidente que la sociedad mexicana ha cambiado mucho, en tanto que el sistema político se quedó atorado en la historia. Sin duda cambió la institución presidencial, pero el sistema mismo permaneció estático.

Por ejemplo, seguimos teniendo una cultura política autoritaria y patrimonialista. Algunos tildan esto de democracia sin demócratas, pero visto en la perspectiva conceptual que nos aportan estos estudiosos, lo que parece más certero es afirmar que tenemos un sistema político autoritario en proceso de desintegración sin que la democracia haya cobrado forma o echado raíz. En lugar de participación ciudadana y competencia por su participación, los partidos preservan una cultura de control más propia de un sistema autoritario, ejercen un patrón vertical de gobierno interno, utilizan a la población como masa inerte y toda su lógica es patrimonialista y personalista, todo dentro de un marco corporativista. Peor, lo que Huntington ya anticipaba, este tipo de evolución no podía más que producir un deterioro de la autoridad, además de su creciente fragilidad.

En cierta forma, todo lo que estos estudiosos apreciaban del sistema político de entonces como clave para el éxito del llamado milagro mexicano se ha revertido. Desapareció el centro de autoridad política que le daba estabilidad al sistema e integración a las élites que permitía que se forjara un consenso, así fuera impuesto desde arriba. Y todo eso ha llevado, en palabras de Huntington, a una fragilidad permanente por la ausencia de autoridad. Estos estudiosos, sobre todo ODonell, veían a México como una solución y a Brasil como un problema. Allá no existía coherencia que integrara a las élites en un proceso efectivo de toma de decisiones, lo que se traducía en luchas intestinas entre éstas, convirtiéndose en una fuente permanente de inestabilidad.

¿Qué dirían estos estudiosos del México de hoy? A juzgar por sus escritos tanto de entonces como los más recientes, no cabe la menor duda que su primera afirmación sería que el mexicano dejó de ser un sistema político autoritario estable para convertirse en uno corporativista inestable que podría igual consolidarse que sucumbir a una revolución o institucionalizarse gradualmente hasta emerger como una sociedad democrática.

Aunque no hay certezas y los riesgos son muchos, sobre todo porque cada reforma que se aprueba tiende a cerrar espacios, hay razones para ser optimistas y no es evidente que el país continuará siendo disfuncional hasta el fin de los tiempos. En paralelo al deterioro del sistema político, la sociedad ha cambiado: han emergido organizaciones civiles, entidades autónomas, mecanismos dedicados a demandar rendición de cuentas, los migrantes han abierto un mundo de conocimiento e información sobre otras formas de vivir, las mujeres han transformado el mercado laboral y la realidad familiar, la transición demográfica va a dejarnos una abrumadora mayoría de jóvenes que no creen en las soluciones mágicas de antaño que nos recetan priístas y expriístas y, no menos importante, la sociedad de hoy, aunque poco organizada para gobernarse, está claramente indispuesta a tolerar un todavía mayor deterioro.

Hay, pues, razones fundadas para ser optimistas respecto a la posibilidad de que acabemos institucionalizando un sistema político más eficaz.

 

La disputa

Luis Rubio

La disputa por los aranceles ilustra el dilema del país: preservar un mundo ancestral que provee empleos muy poco productivos a mucha gente o apostar por un mundo de alto valor agregado, elevada productividad y capaz de generar riqueza y mucho mejores empleos. El dilema contrapone lo existente contra una promesa: el interés por preservar el statu quo, y todos sus beneficiarios, frente a la oportunidad de desarrollar al país. A lo largo de las últimas décadas, con pequeños momentos de excepción, el país ha preferido apostar por lo existente. Más vale, parece decir nuestra realidad, pájaro en mano que cientos volando. El problema es que eso no resuelve los problemas del país: sólo prolonga la agonía.

La preferencia por lo existente es patente en todos los ámbitos: nadie quiere correr riesgos. Lo vemos en la reforma electoral reciente y en la nueva ley petrolera, en los intentos por restaurar el viejo régimen priísta (y sus formas) y en la negativa del sector privado a negociar nuevos tratados de libre comercio. Contradiciendo a Jorge Manrique, los mexicanos mantenemos fija la vista en un pasado idílico que no siempre fue mejor.

El tema de hoy son los aranceles. Gobierno y sector privado están enfrascados en una disputa sobre si disminuir los aranceles con países con los que no tenemos tratado de libre comercio para igualarlos con el resto. El gobierno, siguiendo una impecable lógica económica, promueve el cambio, pero no acaba de actuar como autoridad. El sector privado, atendiendo a sus intereses, ha construido una oposición a muerte. Ambos tienen razón desde su perspectiva. El problema es que tener razón no es suficiente. El país requiere un horizonte de desarrollo y los mexicanos exigen respuestas concretas, entre otras la de dejar de ser mangoneados por el interés de productores improductivos y no competitivos. Para el gobierno el dilema reside en construir una estrategia que atienda los reclamos que sean legítimos del sector privado, pero en una forma que no se sacrifique el desarrollo del país.

Hay dos maneras de resolver esta disputa. Una es cediendo ante el embate de quienes se sienten vulnerables (muchos con razón) por las potenciales consecuencias que tendría una disminución de los aranceles a la importación. La otra consistiría en plantear un programa amplio e inteligente para ayudar a la transición de quienes se verían afectados. Es decir, una forma de actuar sería simplemente dejar las cosas como están, así implique eso sacrificar la posibilidad de lograr un mejor estadio de desarrollo. La otra consistiría en asumir la responsabilidad que ningún gobierno ha asumido desde que comenzó la apertura a las importaciones en los 80, de elaborar un plan integral que no sólo establezca un camino para el futuro, sino que cree mecanismos de apoyo para una planta productiva vieja y poco productiva que requiere transformarse de manera integral.

El problema es serio en ambas direcciones. El país está atorado, anclado firmemente en el pasado. Todo conspira a favor de preservar lo existente, en parte porque hay esa sensación de que es mejor preservar lo que funciona que intentar algo desconocido, aunque pudiera ser mejor. Al mismo tiempo, llevamos más de veinte años emprendiendo reformas cuya lógica, aunque no siempre su contenido, ha sido la de construir una plataforma productiva capaz de generar riqueza en una era en la que el valor se agrega a través del crecimiento de la productividad y ésta está directamente vinculada con la tecnología, los servicios y la creatividad. Las reformas produjeron tratados de libre comercio e impulsaron mecanismos que obligaron a una parte de la planta productiva a competir, pero al mismo tiempo preservaron espacios protegidos, muchos a través de los aranceles, que tuvieron por consecuencia impedir que naciera una nueva plataforma de desarrollo. Es decir, nos aventamos al río pero nunca llegamos a la otra orilla. Y la mitad del río no lleva al progreso.

El proyecto gubernamental, aunque escueto en su presentación, se propone eliminar uno de los principales mecanismos de protección, los aranceles, que han mantenido a flote a una parte importante de la vieja industria nacional y, a la vez, han contribuido a preservar fuentes de rentas para algunas empresas y sectores específicos. El problema es que el proyecto gubernamental no entiende ni asume estos claroscuros. Su lógica es la de atacar a los rentistas -indispensable para que pueda prosperar el país- pero ignora a las muchas empresas que viven con el agua al cuello y que serían arrasadas inmisericordemente de disminuirse los aranceles. En esta disputa, los rentistas se esconden detrás de los vulnerables.

De los comentarios que recibí sobre un artículo previo, dos me parecen particularmente elocuentes porque resumen el dilema y la disputa. Uno, un empresario zapatero, dice que su empresa no puede prosperar porque hay otros zapateros que, a través de los aranceles, han construido un monopolio que le impide a él competir. Este caso ilustra la razón por la cual las autoridades tienen razón de reducir e igualar los aranceles: porque los rentistas estrangulan al futuro del país.

El otro comentario, igualmente persuasivo, muestra el dolor que habrá que enfrentar para poder transformar al país, a la vez que exige un programa gubernamental para asistir en el proceso de transición hacia una nueva economía: llevamos alrededor de tres años compitiendo con los chinos  En muchos artículos nuestros márgenes son casi inexistentes, pero hemos mantenido nuestro mercado. Somos una empresa familiar y nos manejamos con austeridad La mayor parte de nuestros empresarios, los de tamaño medio, seguramente compartirían estas palabras. Para ellos el problema no está en cómo crecer sino en cómo sobrevivir.

El problema económico no se va a resolver meramente reduciendo los aranceles. Estos no son más que un instrumento de política económica y la estrategia de desarrollo debe poder distinguir entre los sectores o empresas que gozan de un monopolio gracias a los aranceles, de las que requieren apoyo para ajustarse. El desarrollo se va a lograr el día en que tengamos un proyecto de desarrollo que incluya mecanismos de ajuste para que, al bajar los aranceles, estos empresarios no sólo puedan sobrevivir, sino convertirse en parte integral de un futuro exitoso, independientemente de que en muchos casos tengan que especializarse o cambiar de giro. Los aranceles no pueden ser un substituto de una estrategia de desarrollo.

Los tiempos de crisis son tiempo de oportunidad y el gobierno tiene la obligación de actuar. Ojalá lo haga con inteligencia y decisión.

 

Delitos y guerras

Luis Rubio

Violencia, guerra, criminalidad. Las imágenes hacen difícil entender la realidad y determinar dónde estamos. Reina la confusión. Los críticos toman el podium, unos para ofrecer perspectivas y comparaciones, otros para arreciar contra el gobierno. Los primeros aportan un contexto invaluable; los segundos tratan de sacar raja de las terribles imágenes. Lo que parece evidente es que la confusión es producto de la insuficiente información que hay disponible. Aún así, lo que sabemos nos permite separar el agua del aceite para poder tener una mejor perspectiva.

Primero lo que sabemos. Sabemos al menos tres cosas: uno, que hay tres procesos simultáneos, pero radicalmente distintos, en la lucha que emprendió el gobierno contra el crimen organizado y que esa diferenciación no es evidente en la discusión pública. Dos, que el crimen organizado, igual narcos que otros delincuentes, se había apropiado de diversos territorios donde llegó un momento en el que ya no era claro si había diferencia entre la autoridad formal (gobierno local o estatal y policías) y el hampa. Y tres, que el crecimiento de la criminalidad en los últimos años iba inexorablemente en ascenso. Estos tres componentes quizá expliquen la razón por la cual el gobierno actual decidió emprender una lucha frontal contra la criminalidad, independientemente de que ésta no fuera el corazón de su programa original.

La dinámica que estamos experimentando incorpora tres procesos distintos. Uno es el que emprendió el gobierno federal al decidir hacer efectiva su responsabilidad de hacer cumplir la ley. Ese proceso es el que le llevó a enviar policía y tropas a las entidades y regiones en que la distinción entre la autoridad y la criminalidad había desaparecido. Uno puede opinar sobre las formas, criticar el involucramiento del ejército o dudar de la estrategia, pero es imposible criticar el hecho de que el gobierno haya asumido su responsabilidad y, por primera vez en décadas, distinguido entre lo que es un delito y lo que es una práctica comúnmente aceptada. El gobierno tiene la obligación de perseguir el delito de manera sistemática y, dada nuestra realidad, eso merece un amplio reconocimiento.

El segundo proceso nada tiene que ver con el gobierno, sino con la dinámica del mercado del narcotráfico y las respuestas que esas organizaciones criminales han venido dando. Desde hace más de una década, el mercado estadounidense ha experimentado cambios que han tenido por consecuencia la disminución del negocio de los narcotraficantes mexicanos. Hasta entonces, el principal negocio del narco en México era de tránsito: se importaban drogas para su eventual distribución en EUA. El narco corrompía autoridades para hacer posible su negocio, pero el impacto interno parecía relativamente menor. En la medida en que los americanos comenzaron a modificar sus patrones de consumo orientándose más hacia las drogas sintéticas, donde el narco mexicano no tiene ventaja comparativa, éste comenzó a desarrollar el mercado interno. Según la información disponible, hoy la sociedad mexicana padece un enorme problema de consumo de drogas. Al mismo tiempo, la compresión del mercado americano llevó a que las bandas de narcotraficantes buscaran crecer en México. Eso desató una guerra entre bandas de narcos, que es lo que produce las decapitaciones y es la fuente principal de violencia en el país. Según las autoridades, la abrumadora mayoría de asesinatos se deben a esta guerra entre bandas.

Finalmente, el tercer proceso de violencia resultó de una acción del gobierno pero sobre la cual no tiene control directo. Mientras los capos vivían en cárceles mexicanas, su negocio seguía operando, de hecho bajo la protección de las autoridades. Sin embargo, una vez extraditados, el liderazgo dejó de funcionar y eso desató una lucha interna, dentro de cada banda, por el nuevo liderazgo. Esta también es una importante fuente de violencia y asesinatos y es la que, según parece, ha cimbrado a Monterrey, donde viven muchas de las familias de los capos.

Ahora lo que no sabemos. Es evidente que no sabemos si la estrategia gubernamental es la idónea ni sabemos qué otras opciones eran realmente posibles. Parece claro que la opción de negociar con la criminalidad constituiría un harakiri para éste y cualquier gobierno que lo intentara, pero no es evidente que el gobierno esté debidamente pertrechado para salir con éxito. Tampoco sabemos si habrán tenido razón los críticos del empleo del ejército en tareas policiacas. Es claro que el gobierno utilizó militares ante la inexistencia de cuerpos policiacos confiables y debidamente entrenados, pero eso no resuelve la duda sobre las consecuencias de ese actuar. El tiempo dirá sobre cada una de estas interrogantes.

Viendo hacia adelante, hay varios factores que no están resueltos y que quizá sean clave en el devenir de estas luchas. Primero que nada, persisten los problemas de coordinación entre niveles de gobierno. Nuestra legislación separa los delitos federales (como el narcotráfico y la delincuencia organizada) de los del fuero común, que son responsabilidad de los estados, como el secuestro y el homicidio. En muchas ocasiones es imposible distinguir cuándo un delito es federal y cuándo estatal, razón por la cual la coordinación es vital. El mismo fenómeno de descoordinación aqueja a las más de mil policías, problema que se complica por la descentralización del poder político. Además, existe la presunción de que muchas de las bandas de narcos que han resultado perdedoras en sus propias guerras se han movido a otros negocios criminales, como el secuestro.

Pero el problema no es exclusivo del gobierno. El crimen organizado ha tejido una impresionante red de apoyo en la ciudadanía, lo que no sólo le da protección, sino que genera una enorme red de beneficiarios. A esto se suma la impunidad que impera en el país, frecuentemente sancionada en ley, todo lo cual crea una maraña de intereses que conspira a favor de la permanencia del crimen organizado. El problema, como decía el anuncio, es de todos.

La falta de coordinación permite eludir responsabilidades y eso choca con el creciente reclamo ciudadano de que el gobierno, como un todo, resuelva el problema de la criminalidad, sobre todo la que más afecta a la ciudadanía de manera cotidiana y directa. Dada la realidad del poder en el país, el combate tendrá que ser policiaco y político, pues sin coordinación será imposible avanzar de manera decidida.

La evidencia muestra que el gobierno tiene una idea clara del fenómeno que enfrenta, pero sólo el tiempo confirmará si logró su cometido. Lo que resulte no será menor.

 

Aranceles

Luis Rubio

El país parece inexorablemente condenado a sostener debates estériles y el relativo a los aranceles ilustra los niveles de simulación a los que somos capaces de llegar. Nuestros debates no sirven para resolver problemas sino para afianzar posiciones y preservar el statu quo. Aunque es evidente que no todas las propuestas de política pública que se debaten ameritan ser aprobadas, en este caso el objetivo no parece ser otro que el de impedir y obstaculizar.

Como en todos los debates que nos caracterizan, el de los aranceles es pobre en contenido y rico en ideología y adjetivos. La Secretaría de Economía, que no parece entender que un acto de autoridad es eso, sometió a consulta su propuesta de bajar e igualar los aranceles a un nivel en el que contribuyan a la competitividad de la economía del país. Por su parte, el sector privado, donde hay más intereses que análisis, se opone de manera sistemática. Detrás de estas pantallas yacen argumentos serios y persuasivos de ambos lados que no necesariamente son excluyentes.

El argumento económico del planteamiento gubernamental es impecable: cualquier impedimento al comercio o a la inversión entraña costos adicionales para el productor, además de que desincentiva la actividad económica. En la medida en que se eliminan obstáculos (igual aranceles elevados o desiguales, impuestos onerosos o subsidios distorsionantes), la economía funciona mejor.

En nuestro caso, el perfil de los aranceles a la importación lo dice todo: como si fuera un electrocardiograma, lo que se observa en los aranceles es muchos picos pequeños y unos cuantos elevados. La mayoría de los aranceles, los picos pequeños, que se ven casi como una línea horizontal, son bajos y tendientes a cero. Lo contrario ocurre con los aranceles altos: ahí se protege a intereses, si no es que a empresas específicas.

El hecho de que existan marcadas diferencias entre aranceles tiene enormes consecuencias para los costos de la actividad económica. Un insumo que está protegido le confiere poderes de monopolio al beneficiario, a la vez que le incrementa los costos al productor que emplea esa materia prima o componente. El funcionario que establece esas distinciones le imprime un costo adicional a toda la cadena productiva, sacando de competencia a los demás productores y a sus productos, comenzando por los exportadores. Todo por una política de subsidio y protección mal entendida, cuando no por un favor que luego se torna en un privilegio intocable.

El argumento del sector privado es más interesado pero igualmente poderoso. Los empresarios están enojados, y tienen razón de estarlo, porque los cambios de las últimas décadas los han obligado a competir con una mano amarrada en la espalda. En ese tiempo se eliminaron subsidios, se elevaron los precios de los insumos provistos por el gobierno, sobre todo los energéticos, y se abrió la economía a la competencia por vía de las importaciones. Al mismo tiempo, prácticamente no se hizo nada por mejorar las condiciones de operación de las empresas: la infraestructura sigue siendo de ínfima calidad, los costos de los servicios (como telefonía y crédito) son elevadísimos, la inseguridad pública ha incrementado los costos por robos (y pagos de protección), y la complejidad burocrática se ha elevado de manera irracional (por impuestos novedosos y por la falta de coordinación entre autoridades de distintos niveles de gobierno). El hecho tangible es que el país dista de ser un paraíso para las empresas (para esto vale la pena ver el libro de Verónica Baz: Crecer a pesar de México).

El problema del lado empresarial es que su planteamiento no lleva a que se resuelvan los entuertos, contradicciones e impedimentos, sino a que se construya -o, más correctamente, reconstruya- la lógica de la protección y los subsidios. Evidentemente, los empresarios tienen toda la razón al argumentar que es necesario que el gobierno actúe en todos los frentes y no sólo en el que se le facilita más y que no entraña costos directos para la burocracia. Pero su embate ha sido el contrario: no más tratados de libre comercio, no más apertura, no más competencia. El llamado del sector privado es muy claro: más subsidios y más protección para regresar al pasado idílico (que, por supuesto, nunca existió).

Detrás de todo esto yacen dos circunstancias muy fundamentales, una que refleja nuestra realidad política y otra que nos retrotrae al pasado. Los aranceles son a los empresarios lo que la opacidad, la discrecionalidad y el rentismo sin competencia es a los políticos y funcionarios. Los aranceles son un contrapeso a los sindicatos onerosos y corruptos y a los trámites costosos que se traducen en la baja competitividad que caracteriza al país, así como precios elevados para el consumidor. No hay que darle muchas vueltas a esto: el gobierno es dado a grandes iniciativas en el papel para luego quedarse a la mitad en la instrumentación. Y eso lleva a que muchas empresas sufran y que el país padezca bajas tasas de crecimiento económico. No hay nada esotérico en nuestra realidad: mera simulación.

En el fondo, el verdadero tema no es de aranceles ni de competitividad, por válidos que ambos sean. El verdadero tema es a quién debe servir la economía, o, lo que es lo mismo, para quién trabaja el gobierno. La lógica de la protección y el subsidio que caracterizó a la política gubernamental en la segunda mitad del siglo pasado respondía a un objetivo expreso: lo importante era el productor aunque eso implicara precios elevados, mala calidad o pésimo servicio para el consumidor. En esa era lo relevante era el industrial, razón por la cual se privilegiaba al empresario con protección arancelaria, subsidios directos, requerimiento de permiso a las importaciones y toda clase de subsidios indirectos, comenzando por el de la energía.

La apertura de la economía a las importaciones que se inició en 1985 constituyó un cambio radical en la orientación de la actividad económica del país. A partir de ese momento, el privilegiado sería el consumidor que, por medio de las importaciones, tendría no sólo opciones sino, idealmente, una mejora sustancial en la calidad y precio de los productos mexicanos. Por buenos que hayan sido los resultados de esa estrategia, no fueron suficientes porque, en realidad, ni el gobierno ha llevado a cabo un proceso de apertura a fondo (la queja del sector privado) ni los empresarios han aprendido a competir (el planteamiento gubernamental).

Frente a esto, lo imperativo es acabar con la simulación y dedicar todo a acelerar el crecimiento de la economía y no a proteger al productor.

 

La apuesta

Luis Rubio

En el nombramiento de un nuevo Secretario de Gobernación el presidente Calderón ha apostado el futuro de su gobierno en una persona que no es de su grupo inmediato pero que es panista y cuenta con experiencias útiles para el cargo. A dos años del inicio de esta administración, el presidente ya no tendrá muchas más oportunidades de imprimirle su propio sello al devenir del país. Así, Fernando Gómez Mont, experimentado abogado y persona cercana a diversos gobiernos, constituye una apuesta porque nunca ha tenido experiencia en asuntos como los involucrados en la encomienda que acaba de recibir, además de que entra en un momento particularmente sensible y complicado para la función de gobernar. El éxito de Gómez Mont será el éxito de Calderón, pero lo contrario también sería igual de cierto.

La Secretaría de Gobernación solía ser el centro neurálgico de la política en el país. Pero eso es el pasado: por diversas razones, desde el inicio de los noventa, sucesivas administraciones fueron mermando el poder de esa secretaría. Con la creación de la Secretaría de Seguridad Pública y el desmantelamiento de su capacidad operativa, la SG dejó de contar con los instrumentos necesarios para funcionar de manera eficiente y balanceada. Probablemente pensando más en la antigua realidad de esa entidad, los cambios promovidos por Fox acabaron siendo desastrosos para la coordinación de las instancias de seguridad pública y para el mantenimiento de la estabilidad política, mandato central de esa Secretaría.

Para funcionar adecuadamente, la SG requeriría una nueva concepción, acorde con el fin de la era del partido hegemónico y la extrema vulnerabilidad y fragilidad de la incipiente democracia. Es decir, se requiere un verdadero ministerio del interior con los instrumentos idóneos para la realidad de hoy.

Los problemas de coordinación y negociación que ha experimentado el gobierno del Presidente Calderón tienen muchas causas, pero sin duda una relevante reside en la deficiente estructura institucional de la SG. También ha sido importante en esa descoordinación la absurda centralización de decisiones en Los Pinos que ha caracterizado al gobierno, así como el afán de controlarlo todo que obsesiona a esta administración. En lugar de nombrar funcionarios eficaces y darles la responsabilidad integral de conducir la política gubernamental en cada área, el gobierno les ha limitado su esfera de autoridad, coartado su capacidad de toma de decisiones y, con ello, reducido su eficacia en el diario accionar. El resultado no es sólo que haya secretarías (y secretarios) raquíticos (algunos verdaderamente patéticos), sino que todo el gobierno acaba siendo enclenque.

No parece muy aventurado suponer que la disyuntiva para el presidente residía entre nombrar a alguno de sus colaboradores cercanos o procurar a un funcionario experimentado, capaz de cobrar vida propia. El primer camino ya lo había probado en múltiples instancias, con los resultados que todos conocemos: el gobierno no avanza, los resultados, con algunas notables excepciones, son magros y la percepción generalizada es que el gobierno, aunque encabezado por una persona decente y responsable, simplemente no puede. Desde esta perspectiva, el presidente tenía que optar entre el camino del amigo cercano pero potencialmente ineficaz y el político experimentado pero sin garantía de lealtad a la persona del jefe del ejecutivo, condición que, hasta ahora, había sido central en sus consideraciones.

La decisión que finalmente tomó el presidente ilustra la importancia de la dimensión partidista en su análisis. Aunque mostró disposición a romper con los criterios que habían normado sus decisiones previas, el presidente no estuvo dispuesto a considerar la eficacia como el factor central, sino que le asignó un enorme peso a la dimensión partidista en conjunto con la lealtad: el ungido habría de ser una persona cercana, pero también una que el PAN no pudiera objetar. Este modo de proceder es encomiable, pero riesgoso.

Estamos al final del segundo año del gobierno. Ha pasado no sólo la tercera parte del tiempo formal de la presidencia, sino el periodo más importante para el forjamiento del proyecto integral de la administración. En unos meses estaremos inmersos en el proceso electoral intermedio y de ahí todo será cosechar lo que se haya logrado hacer en los dos años anteriores o, en su defecto, experimentar cuatro largos años de deterioro. El resultado habrá dependido de lo sembrado.

A la fecha, el gobierno ha sembrado esencialmente en tres terrenos: el financiero, con importantes iniciativas en lo fiscal y en el frente de las pensiones; en el educativo, con una alianza entre la SEP y el sindicato para cambiar los criterios que han normado la selección de maestros y su compensación; y en el de la seguridad, con una lucha frontal contra la criminalidad y el narcotráfico. En los tres ámbitos el gobierno ha ido avanzando, pero en todos ellos enfrenta desafíos mayúsculos. La crisis financiera internacional constituye un enorme reto para la actividad económica y las finanzas públicas; la disidencia magisterial hace lo que puede por minar la alianza educativa; y la criminalidad no es un enemigo fácil de vencer.

En este contexto, la decisión presidencial implícita en el nombramiento para la SG constituye una apuesta. El Presidente deberá estar confiando en que el nuevo responsable de la operación política tenga la habilidad para contribuir a la pacificación política del país, coordinar a los responsables de la lucha contra el crimen organizado y allanar el camino para resolver los conflictos que de manera normal se le presentan a cualquier administración pero que ahora tienden a exacerbarse. Por donde uno lo vea, se trata de un reto mayúsculo.

Con sólo tres canastas en las que ha colocado todos los huevos, la administración enfrenta procesos electorales complejos y una adversa correlación de fuerzas políticas, sobre todo con los partidos. Además, dado lo avanzado de los tiempos sexenales, atrás quedaron los intentos de reforma laboral y los sueños de un gran despliegue en materia de infraestructura. El nuevo Secretario de Gobernación tendrá que lidiar con problemas graves, algunos de ellos explosivos, todo eso con pocas canicas a su disposición. Irónicamente, su gran ventaja es que, al no provenir del gobierno actual, llega sin las animadversiones que causa el ejercicio del poder. Su éxito dependerá exclusivamente de su capacidad para sumar y resolver dificultades, más que de competir con los de adentro y los de afuera.

Estos son tiempos para audacias. El tiempo dirá si este gobierno supo serlo a tiempo.

 

¿Dónde quedamos?

Luis Rubio

La elección de Barack Obama como presidente de EUA constituye un evento trascendental en la historia de ese país que no se puede minimizar. Es en ese contexto que México tiene que plantear, o quizá replantear, nuestra perspectiva. El gobierno tiene que decidir si adoptará una estrategia meramente defensiva o si tratará de construir una nueva oportunidad.

Obama logró una sólida, si bien no aplastante, mayoría. Aunque el partido demócrata logró un extraordinario avance en las dos cámaras legislativas, no alcanzó a rebasar el umbral que le hubiera eliminado la capacidad de veto a los republicanos. Esto cuadra con una larga y marcada preferencia de los votantes estadounidenses por gobiernos divididos. Además, el sistema de pesos y contrapesos, que se preservó al no lograr los demócratas el control absoluto del senado, no le da tanta latitud a un presidente como ocurre (u ocurría) en nuestro caso.

Más allá de los detalles, la elección evidenció la extraordinaria capacidad de regeneración del sistema político estadounidense. El activismo y participación de las comunidades mexicanas en ese país es tan sólo uno más de los elementos que muestran la forma en que ese sistema incorpora nuevas personas e ideas y responde ante excesos. Esta perspectiva, la de su capacidad de regeneración y adaptación, es una oportunidad que realmente nunca hemos sabido aprovechar. Más preocupados por los riesgos del elefante que tenemos junto, nuestra actitud tradicional ha sido la de dejar que ellos marquen la agenda. Sin embargo, el cambio por el que hoy atraviesa ese país ofrece oportunidades potenciales que no deben despreciarse.

Quizá el tema más importante para lo que siga tiene que ver con la etapa introspectiva por la que está atravesando ese país y la forma en que la nueva composición de su sistema político responda ante el reto económico que fue, sin la menor duda, el factor que catapultó la candidatura de Obama. El hecho de que la mirada de los estadounidenses sea hacia adentro, cuando no hacia atrás, ya nos dice mucho del desafío que enfrentaremos en los próximos años. Claramente, México no será un tema central de su agenda. En este sentido, una primera pregunta que tenemos que hacernos es si la agenda que acabe siendo relevante podría afectarnos negativamente. Desde luego, en la medida en que su economía crezca con celeridad México se beneficiaría. Pero, dadas las circunstancias, uno tiene que preguntarse si no es tiempo de reenfocar nuestras baterías y pensar distinto sobre el futuro de la relación bilateral.

Hay cuatro factores clave en la nueva realidad de EUA que serán centrales para nosotros: la forma en que decidan atacar su crisis financiera y articulen una estrategia de recuperación económica; los sindicatos que apoyaron la candidatura del hoy presidente electo; la compleja relación entre el nuevo presidente y los viejos lobos del congreso de ese país; y el activismo de las comunidades mexicanas residentes allá. Estos cuatro elementos van a ser clave en la conformación de las estrategias y políticas que adopten nuestros vecinos; en algunas estamos en franca desventaja, pero otras podrían ser oportunidades que no hay que ignorar.

El debate sobre la forma de atacar la crisis económica es crucial para nosotros. Las discusiones se han trivializado al grado de disminuirlas a un binomio imposible de Estado o mercado, pero las implicaciones de lo que hagan podrían ser trascendentales, sobre todo porque, en su mirada introspectiva, muchos sectores de la sociedad norteamericana están demandando una estrategia de cerrazón comercial. Para México, acciones en esta dirección serían devastadoras por la importancia que han adquirido las exportaciones en el crecimiento de nuestra economía. Cualquiera que sea su decisión, lo menos que debemos conseguir es que las reglas del comercio bilateral se preserven al amparo del TLC. Pero deberíamos ser mucho más ambiciosos, planteando nuevas áreas de integración, sobre todo en el ámbito de los servicios, como el de salud, que constituyen enormes fuentes de empleo potencial.

Los sindicatos fueron una pieza clave en la candidatura de Obama. No sólo aportaron 200 millones de dólares, o sea, aproximadamente la tercera parte de sus fondos, sino que fueron un importante factor en la movilización popular. Evidentemente, los sindicatos no hicieron esto por caridad, sino porque esperan cobrar una abultada cuenta. La agenda sindical tiene diversos componentes y varios de ellos tienen que ver con temas nuestros: desde el TLC hasta la migración. Será imperativo encontrar en la agenda sindical los espacios y posibilidades para intercambiar y negociar. No cabe duda que éste será un tema central de la agenda mexicana, decidamos hacerla nuestra o no.

Obama llegará a la Casa Blanca como un político hábil, diestro en el manejo de situaciones complejas y capaz de organizar una extraordinaria campaña. Al mismo tiempo, no es un político experimentado en temas legislativos y se va a encontrar con un contingente demócrata ansioso de avanzar una ambiciosa agenda económica, política y social. El tiempo dirá quién de los tres políticos clave Pelosi, Reid y Obama- logrará dominar el proceso legislativo, pero no hay duda que en esa interacción se va a jugar el éxito del nuevo presidente. Al menos en el ámbito económico, pero no sólo ahí, todos los temas legislativos nos afectan Nuestra capacidad para estar presentes en esos procesos requerirá un activismo profesional distinto al que tradicionalmente hemos desplegado. Valdría la pena comenzar a entender cómo lo hacen con tanto éxito los canadienses y alemanes, por citar dos ejemplos obvios.

Finalmente, las comunidades mexicanas, esas que hemos despreciado por tanto tiempo, se han convertido en un factor central de la política estadounidense. Todo indica que su organización contribuyó al triunfo de Obama en al menos cuatro estados: Nevada, Nuevo México, Florida y Colorado. Los intereses de las comunidades mexicanas no son los mismos que los nuestros, pero los puntos de encuentro son infinitos. Ellos no van a trabajar para avanzar nuestra agenda, pero ciertamente sería posible trabajar en conjunto. Ello implicaría aceptarlos como iguales, reconociéndoles su capacidad y legitimidad, algo que jamás hemos sabido hacer.

La elección de Obama tumbó toda clase de mitos y verdades absolutas, comenzando por el de ser víctima permanente. Es hora de cambiar y sobreponernos a nuestros propios mitos y prejuicios sobre EUA para ser parte de los beneficios y no, como tantas otras veces, víctimas de nuestra propia incapacidad para entender su manera de funcionar, y actuar en consecuencia.

 

Los migrantes

Luis Rubio

A dos días de las elecciones presidenciales estadounidenses, las comunidades mexicanas en aquel país muestran una saludable pluralidad de visiones y posturas, además de contrastes. Sin duda, la mayoría de quienes pueden votar (que son, en términos relativos, un porcentaje pequeño) lo harán por Obama, el candidato demócrata. Sin embargo, luego de platicar con algunos líderes comunitarios, cónsules mexicanos y expertos sobre el tema en diversas regiones de ese país, constaté una extraordinaria riqueza en su vida comunitaria, expectativas y capacidades democráticas. No tengo duda de que, en la medida en que esas comunidades voten y el número de esos votos represente su verdadera dimensión, su impacto sobre aquel país va a ser inmenso.

Según la encuesta de Zogby de la semana pasada, el 70% de los hispanos con derecho de votar lo hará por Obama, en contraste con el 21% que lo hará por McCain. De acuerdo a las fotografías que recabé de observadores privilegiados en distintas ciudades de ese país, la mayoría de los mexicanos residentes allá tenía una marcada preferencia por Hillary Clinton, pero se han alineado detrás de la candidatura de Obama. En algunos lugares, notablemente en Chicago, ciudad donde reside el candidato demócrata, hubo un gran esfuerzo para promover el registro de todos los hispanos para que pudieran votar el próximo martes. Quizá lo más notable de la manera en que están articulándose las preferencias de los mexicanos detrás del primer candidato de color a la presidencia de ese país es que se trata de una decisión pragmática. Las relaciones entre ambas comunidades nunca han sido buenas los afroamericanos perciben que ellos han sido los más afectados por la mano de obra más barata de los mexicanos- pero ahora los hispanos han optado por la idea de cambio que propone Obama así como por una legislación benigna en materia migratoria.

Los números agregados cuentan sólo una parte de la historia. EUA es un país muy grande, con profundas diferencias regionales que, además, se acentúan por la naturaleza del sistema electoral, que le otorga un enorme peso a cada estado en el colegio electoral. Por ejemplo, en el tema migratorio que tan importante es para las comunidades mexicanas, en el medio oeste, con Chicago como centro, el clima siempre ha sido favorable a una reforma y apertura. En contraste, en California existe un profundo resentimiento por la propuesta 187 de 1994, que pretendía limitar el acceso de ilegales a los servicios de salud y educación y que fue abiertamente promovida por el entonces gobernador Pete Wilson. En Nueva York, el alcalde Bloomberg aprobó una serie de reglamentos que hacen ilegal que un policía o empleado del sector salud pregunte sobre el status migratorio de cualquier persona. Cada región tiene sus peculiaridades y le ha imprimido un sello distinto a la dinámica de las comunidades de mexicanos.

Algunas comunidades, notablemente las de Los Angeles y Chicago, están extraordinariamente organizadas y, por su antigüedad relativa, han logrado una amplia presencia en el ámbito legislativo estatal y en los gobiernos locales. En la medida en que las comunidades comienzan a tener contingentes significativos que pueden votar, su presencia adquiere otra dimensión. La verdadera paradoja política es que nadie puede ignorar la existencia de núcleos cada vez más grandes de ilegales, pero nadie tiene incentivo alguno para atender sus necesidades porque su impacto político es muy bajo. De esta manera, aunque según algunos cálculos la hispana es la mayor de las minorías, su relevancia política es mucho menor a la de las comunidades afro americanas por el hecho de que una amplia mayoría de los hispanos no tiene resuelta su situación migratoria. De darse una reforma que legalice a esa comunidad, y de continuar los esfuerzos por que se registren los ciudadanos para votar, su impacto futuro será inmenso.

Otro elemento en esta película es el contraste entre las primeras generaciones, típicamente de individuos entrones y ambiciosos, deseosos y dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de ganarse la vida, y las subsecuentes, cuya dinámica es mucho más estadounidense: reclaman sus derechos, utilizan los mecanismos que la ley y las instituciones les proveen para avanzarlos y están, hoy más que nunca, dispuestos a luchar en el ámbito político, así sea sólo con su voto. Según me relataron algunos de mis interlocutores, la actitud de las comunidades también varía según la probabilidad de que su voto haga una diferencia. Hay un par de estados en los que el voto hispano podría determinar el triunfo de un candidato, mientras que en la mayoría, aun cuando sus números sean enormes, su relevancia es menor. En Texas y California, por ejemplo, un enorme número de mexicanos hará poca diferencia en el resultado del estado. En Illinois, donde la comunidad podría hacer la diferencia, el hecho de que Obama sea de ahí le ha sumado votos de todas partes.

Todo indica que, además de cambiar el partido en la presidencia, las elecciones de esta semana modificarán radicalmente la composición de las cámaras legislativas. No sólo lograrán los demócratas una mayoría en ambas cámaras, sino que podrían lograr eliminar la capacidad de veto por parte de los republicanos de rebasar la marca de los 60 senadores (de cien). Algunos analistas sugieren que, además, podría darse un viraje radical, de carácter histórico, como el que se dio en los treinta del siglo pasado. Independientemente de la profundidad del cambio que llegue a darse, parece evidente que los demócratas, sobre todo los del ala izquierda que llevan décadas marginados del poder, podrían tener un impacto enorme en los procesos legislativos sobre todo al inicio del nuevo gobierno.

La pregunta para las comunidades hispanas es en qué medida podrán afectar e influir sobre la agenda legislativa que se llegue a debatir. Hay algunos temas e iniciativas que son particularmente relevantes para los mexicanos que migraron o que descienden de migrantes, pero no es evidente que tengan ya la organización y la capacidad política de hacer valer sus números y lo que aportan a ese país.

Es mucho lo que estará en juego en los próximos meses tanto para las comunidades de mexicanos en ese país como para México en general y, en muchos temas, nuestros objetivos e intereses respectivos no están alineados ni son coincidentes. Por eso, ahora más que nunca será fundamental la labor política que se realice no sólo de gobierno a gobierno, sino también con las comunidades de mexicanos que cada día serán más trascendentes. Mucho separa a los dos países, pero lo que los une es cada vez más fundamental.

 

Sin pensar

Luis Rubio

Un viejo apotegma que emplean los rusos para describir su forma de ser afirma que primero rompemos los huevos y después comenzamos a buscar el sartén. Ese, exactamente ese, parece ser el proceder de nuestros legisladores. Las iniciativas se aprueban y después se comienza a reparar sobre sus potenciales consecuencias. Lo importante es sacar la iniciativa. Durante la era presidencialista, ese modo de proceder tenía soluciones porque los errores eran fáciles de corregir: se enmendaba la ley o simplemente no se aplicaba. Ahora estamos metidos en muchos hoyos porque ya no es fácil, o incluso posible, corregir errores, algunos de ellos graves, y cualquiera puede exigir cumplimento (¿?) de la ley.

Las iniciativas de ley se presentan siempre con objetivos distintos a los que formalmente se argumenta. En los noventa, cuando se intentaban grandes reformas, el contraste entre el discurso y el contenido de las iniciativas era notable por extremo. Se prometía que con tal o cual reforma el mundo se transformaría, por obra y gracia de un documento que el poder legislativo habría de sancionar. Nunca se asumían compromisos ni se evaluaba los costos o requerimientos del éxito del proyecto.

La apertura de la economía a las importaciones fue uno de los grandes cambios que se emprendieron en los 80. A diferencia de los canadienses, que dedicaron enormes recursos tanto materiales como humanos para asegurar que todos sus ciudadanos tuvieran la oportunidad de ser exitosos, aquí lo único que se hizo fue crear el Procampo como medio para apoyar al campesino más pobre, aunque en menos de un año ya se habían modificado las reglas para subsidiar a los agricultores más ricos.

Hay casos emblemáticos que muestran que éste modo de proceder no se acabó con el fin de la era del presidencialismo. El desafuero de AMLO fue una de esas iniciativas que se emprendió porque un presidente así lo quiso, pero también porque ninguno de los muchos políticos experimentados y sesudos que participaron directa o indirectamente en el proceso dijo esto no tiene sentido y va a ser contraproducente. El cambio de estatuto del DF se aprobó porque era políticamente correcto, no porque fuera una buena idea; años después, cuando comenzaron los conflictos entre las autoridades federales y las locales, que ahora han propiciado la criminalidad, lo que tenemos es discusiones del tipo de las que debió haber habido en ese momento. La reforma electoral del año pasado se llevó a cabo para intentar satisfacer al único jugador que jamás iba a quedar satisfecho con la vía institucional. Ahora es frecuente escuchar quejas ya no de la sociedad sino de los propios partidos políticos sobre las consecuencias de la ley en ámbitos tan elementales como el de la publicidad. Rompieron los huevos y ahora no pueden encontrar un sartén.

Algunas de estas aprobaciones se deben a que se ha utilizado a la ley como moneda de cambio: voto por la tuya siempre y cuando tú hagas lo mismo, aun sabiendo de antemano que lo aprobado es inviable o simplemente inadmisible para la mayoría de los mexicanos. Otras se aprueban con absoluto desconocimiento de sus consecuencias, incluso para aquellos que votaron a favor. También están las que obedecen a un objetivo mezquino, como el de amarrarle las manos a quien detenta el gobierno, no obstante que la alternancia es una realidad y funciona de manera eficiente al menos en ese plano. Sin embargo, las peores tal vez sean las que se aprueban a cambio de prebendas particulares y de grupos. A esto se suma el que algunos legisladores se pavoneen de que no hace diferencia si se aprueba tal o cual ley pues al fin y al cabo su puesta en práctica es imposible. La suma de caprichos, ignorancia y complicidad crea un mundo de impunidad que mina la justicia y la prosperidad. Lo que los legisladores no aprecian es el descrédito que esa forma de actuar genera para su función y para las leyes mismas. Si una democracia tiene como garante supremo a la ley, esta perversión destruye toda posibilidad de construir una sociedad democrática y desarrollada.

En países con tradición legislativa democrática, el proceso de aprobación de leyes no se realiza en lo obscurito. Al revés, se abre a toda la sociedad, se invita al comentario y al análisis y se debate en público, de frente a la ciudadanía. Las leyes se promueven como instrumento para la mejora de la vida pública o económica, pero no se aprueban sin al menos debatir las consecuencias. Más importante, todos aceptan el resultado del voto. Esto no quiere decir que todas las leyes que se aprueban en países serios logran su cometido. Baste recordar el contraste entre los programas diseñados para que Alemania absorbiera a su par oriental y lo que realmente costó (decenas de veces más de lo presupuestado) para ver que no todo se puede anticipar.

Lo que es diferente con nosotros es que muchas de nuestras leyes no son vistas como un medio para lograr el objetivo públicamente descrito, sino como parte de una carambola de varias bandas donde lo importante no es la ley que quede o, lo que sería mejor, una mejoría perceptible en la realidad, sino que alguien quede contento con el hecho mismo. Esa es una de las razones por las que tenemos miles de leyes que se empolvan en los estantes, pero no un país desarrollado en el que todo mundo se atiene a lo que éstas dicen.

Aprobamos y luego pensamos. Esa es nuestra manera de ser. Y peor: aprobamos y nos olvidamos del asunto hasta que la realidad nos alcanza. En el pasado, este tipo de circunstancias y errores ocurrían con frecuencia. La diferencia es que existían mecanismos políticos para resolverlos: existía el poder suficiente, en ese caso en la presidencia, para corregir el error o invalidar, para todo fin práctico, la aplicación de la ley. El problema es que eso no funciona en una sociedad de la complejidad que ha adquirido la mexicana y para cuyo bienestar se requiere un sistema legal confiable.

La manera obvia de enfrentar esta problemática consistiría en institucionalizar el proceso de aprobación de las leyes, evitando en el camino las leyes berrinchudas, quizá por medio de una instancia analítica independiente, pero dentro del propio aparato legislativo, que tendría por responsabilidad analizar y publicitar el efecto de cada ley. Eso es lo que hacen la CBO y la GAO en el poder legislativo norteamericano y son respetadas por los dos partidos políticos por la seriedad e independencia de sus evaluaciones, independientemente de que no siempre satisfagan a sus clientes. Aprobar iniciativas crea un cierto glamor pero si no resuelve problemas el hecho mismo acaba siendo contraproducente.