Ciudadanos

Luis Rubio

¿Qué tanto se puede doblar una regla o un lápiz antes de que se rompa? El diseño de las instituciones en el país está comenzando a llegar a un momento definitorio. Las instituciones, al menos la mayoría de las que hoy existen, fueron concebidas para una era y bajo circunstancias que en nada se asemejan a las actuales. Antes se empleaban términos como Estado rector, democracia dirigida y gobierno fuerte para describir un sistema que respondió a una realidad postrevolucionaria en la que el desorden, la delincuencia y la violencia impedían plantear un camino hacia el desarrollo. El gobierno estaba ahí para suplir la ausencia de una sociedad organizada capaz de convertirse en el corazón del futuro. La paradoja del momento actual es que el futuro es inviable sin una ciudadanía fuerte.

Hay muchas hipótesis de por qué la ciudadanía no ha surgido de manera contundente a reclamar sus derechos e imponer su voluntad como ha ocurrido en otras latitudes. Algunos han empleado el término de democracia sin demócratas para describir la anomalía que caracteriza a nuestro incipiente régimen electoral, con lo que intentan explicar la pasividad de la población y la propensión a dirimir conflictos no a través de los procesos judiciales o con su voto, sino a través de manifestaciones, bloqueos, plantones y otros medios no institucionales. El problema para la población es que los instrumentos a su disposición son extraordinariamente limitados: la realidad le impide hacer valer sus intereses.

Conscientemente o no, las instituciones existentes fueron diseñadas para obviar la participación ciudadana y, de hecho, constreñir sus derechos. Por ejemplo, independientemente de su origen histórico (que no disputo ni menosprecio), instituciones como la no reelección han tenido consecuencias por demás perniciosas para el desarrollo del país. Una sociedad que no puede premiar o castigar a sus representantes o gobernantes es una sociedad carente de instrumentos para tener presencia, participación o capacidad de exigir rendición de cuentas. No se le puede pedir a la población que se constituya en una ciudadanía eficaz (en demócrata para seguir la metáfora citada en el párrafo anterior) cuando no existen los incentivos dentro de las instituciones para que eso ocurra.

El problema del diseño institucional es más complejo de lo aparente. Por un lado, a pesar de que el país tiene casi doscientos años de independencia y al menos treinta en proceso de experimentar importantes cambios político institucionales, no hemos sido capaces de crear un sistema efectivo de pesos y contrapesos entre los tres poderes clave de la estructura política (ejecutivo, legislativo y judicial). Hay decenas de iniciativas y proyectos de reforma para ajustar la interacción entre los poderes públicos sin que se haya logrado articular algo que funcione y tenga visos de viabilidad. Detrás de esos proyectos yace un sinnúmero de visiones contrastantes y contradictorias, la mayoría de las cuales no tiene por propósito la construcción de un sistema efectivo de gobierno, sino que parten de un cálculo de probabilidades basado en quién podrá ganar la presidencia en el futuro mediato. Es decir, seguimos viviendo de remiendos a modo más que de grandes visiones de desarrollo con perspectiva de futuro.

Por otro lado, la realidad no espera y ha exigido que se resuelvan problemas cotidianos que se van creando con el funcionar normal de la sociedad y la economía. De esta forma, por ejemplo, se constituyó el IFE y el TRIFE como medios para resolver los conflictos que, durante los noventa, paralizaban al país. Lo mismo fue cierto de las comisiones de derechos humanos, el IFAI y otras similares. En lugar de construir un régimen político funcional a partir de la interacción entre los tres poderes públicos, se han ido creando mecanismos para tapar agujeros y responder ante problemas particulares: es decir, parches. El problema es que muchos de esos parches no fueron bien pensados y han traído consigo consecuencias no anticipadas: concentración de poder, abusos, distorsiones y ausencia de recursos de apelación efectiva. Mucha de la resaca que hemos observado en la forma en que los partidos han intentado restablecer control del IFE es consecuencia de un mal diseño institucional.

Con todo, los conflictos, distorsiones y desavenencias, resultado de instituciones pobremente diseñadas con las que tiene que lidiar y sobrevivir la ciudadanía y con las que se pretende gobernar al país, palidecen en comparación con los que produce, y presumiblemente va a producir, la delincuencia y la criminalidad. En última instancia, la criminalidad es producto de un diseño institucional que impidió la construcción de un ministerio público fuerte y con amplia capacidad de investigación, que privilegió la inexistencia de una policía funcional y moderna y mantuvo sometido al poder judicial. Es decir, no es casualidad que la delincuencia se haya multiplicado en paralelo con el declive del presidencialismo: mientras esa institución mantuvo la capacidad de control, la delincuencia estuvo limitada, todo ello a cambio de un régimen de justicia que favorecía la impunidad. El control se lograba no por la existencia de instituciones fuertes sino por lo contrario: porque la presidencia era tan poderosa que imponía límites a toda la sociedad, incluida la delincuencia. En la medida en que se debilitó la presidencia, la criminalidad se apropió de las instituciones y de las calles.

La pregunta es qué sigue. Como se puede apreciar fehacientemente estos días, el embate gubernamental contra la criminalidad parece avanzar en la dirección que se proponía: que deje de ser un problema de seguridad nacional para convertirse en uno de naturaleza policiaca. El problema es que con las policías que tenemos hoy en día esa transición, ese puerto de llegada, no es creíble ni razonable. Y la creación de una policía moderna va a exigir del desarrollo de una ciudadanía moderna y participativa, precisamente aquella que todo el marco institucional se empeña en negar e impedir.

Todo esto nos retrotrae al asunto central: el futuro exige, requiere, una ciudadanía fuerte y vital, capaz de hacer suyo el devenir del país y, con ello, compensar las carencias e impedimentos que hoy caracterizan tanto al mundo de la política como al de la economía. Por años se ha hecho lo posible por hacer pequeños ajustes para evitar tocar la estructura esencial del poder. Hoy en día el problema se acerca más a lo que ha de haber sentido Luis XVI cuando veía caer la guillotina sobre su cabeza: mientras más se pospone la reforma del poder, más violento y caótico será el futuro.