Luis Rubio
Una de las cosas que no deja de sorprender de México es el descuido de sus calles, la basura en banquetas y carreteras y la desidia con que todos aceptamos situaciones de hecho que nadie en su sano juicio consideraría normales. Un conjunto de entidades, empresas, sindicatos y grupos se ha apropiado de la vida pública y de muchas actividades económicas, constituyéndose en dueños virtuales del país.
Por donde uno le busque, y por más que tratemos de taparle el ojo al macho como dice el dicho, el país sigue siendo muy primitivo en sus estructuras y en sus formas. Hablamos de mercados y presumimos nuestra democracia electoral, pero todos sabemos que hay fuerzas superiores que dominan la vida pública. Los escándalos de las últimas semanas, producidos igual por nuevos genios literarios que por declaraciones de políticos de antaño, no son sino síntomas del mundo de fantasía e impunidad que nos caracteriza. Lo peor es que asumimos que no es así o pretendemos que existen procesos que lo están resolviendo.
No importa hacia donde miremos, la realidad tiende a ser dolorosa, cuando no patética. Las autoridades municipales no se preocupan por la calidad del pavimento y aún cuando lo “reencarpetan” dejan agujeros y coladeras destapadas. La secretaría encargada de asegurar que funcione la economía no deja de agregar regulaciones que no hacen sino paralizarla. Las autoridades educativas le aceptan todas las pillerías y corruptelas al sindicato. Los responsables de las comunicaciones toleran el abuso por parte de las empresas de televisión y telefonía. Nadie en los diversos niveles de gobierno piensa en el consumidor, en el ciudadano, en el futuro.
Todos sabemos de los abusos que se cometen a diario. Nadie puede cerrar los ojos ante los excesos de políticos en campaña, empresarios encumbrados, sindicatos abusivos o legisladores maledicentes. Mucho de esto surge de nuestra historia: los que hoy llamados poderes “fácticos” son hijos del sistema político piramidal de antaño. Pero lo que entonces tenía una cierta lógica de poder ha desaparecido con el debilitamiento (deseable) del poder presidencial. Nos quedamos con los vicios de ese sistema pero sin los instrumentos que permitían mitigar sus peores excesos.
Además de atávico, nuestro primitivismo es ubicuo. Lo fácil es culpar a tal o cual persona, pero eso no lleva muy lejos. En sus decisiones, un empresario no tiene por qué incorporar consideración alguna, más allá de las que regulan su actividad. Si su actuar limita la competencia es porque violó la regulación o porque ésta está mal. No hay de otra. Lo mismo es cierto de los sindicatos: la excusa de que así ha sido siempre no exime a la autoridad de corregir lo que está flagrantemente mal. Los políticos que viven de resolver o atender los intereses de los particulares no hacen sino preservar el mundo de impunidad que vivimos.
Las soluciones que se han intentado en las últimas décadas no son mucho mejores que la impunidad que, supuestamente, pretendían limitar o eliminar. Se han creado comisiones e institutos, entidades y nuevas burocracias, todas ellas dedicadas a preservar la impunidad, aunque de maneras novedosas y hasta creativas. Ahí está el IFE, cuya nueva modalidad es la de limitar la información a la que tienen derecho de acceder los ciudadanos. Ahí esta el IFAI y sus fanáticos comisionados, cuyos criterios son los de exhibir, no los de transparentar. Tenemos a la Comisión de Competencia que es fiscal, juez y parte. El poder legislativo, supuesto contrapeso del ejecutivo, no deja de pretender nuevos poderes para reemplazar, en lugar de equilibrar, al viejo presidencialismo. Las soluciones han acabado siendo peores que la enfermedad: la preservan pero permiten pretender que ya no hay problema alguno. El fanatismo ha substituido la viabilidad.
Nuestra situación actual me recuerda una anécdota: un peregrino se para frente a la barda de un campesino y le pregunta ¿cómo llego a Roma?. El campesino le responde “yo no comenzaría por aquí”. Nuestra terca realidad no va a cambiar con fanatismo o por medio de instrumentos de mediatización. La verdadera pregunta es si existe alguna posibilidad de romper con los círculos viciosos. Como el peregrino del cuento, tenemos que reconocer que, por donde vamos, jamás vamos a llegar.
Las soluciones de las últimas décadas responden a nuestra muy peculiar propensión de imitar a Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual. El problema es que las contradicciones y conflictos que nos caracterizan no hacen sino ascender en tanto que la capacidad de satisfacer condiciones mínimas de convivencia y funcionalidad económica disminuyen con celeridad. Por ejemplo, todo mundo sabe que en los próximos meses comenzará a declinar el ingreso petrolero por la combinación de menores precios y menor producción. ¿Cómo, en este mar de conflicto y contradicciones, va a ser posible enfrentar esta situación? No tengo duda que la situación, cuando ésta se presente, va a obligar a enfocar todas las baterías hacia el problema concreto, pero la realidad se está complicando y no estamos avanzando hacia soluciones que permitan ver el futuro con optimismo.
En suma, nuestras estructuras son primitivas y no son idóneas para enfrentar las necesidades del país. Entre poderes fácticos y poderes de unos cuantos políticos y grupos, sobresale la debilidad institucional. Seguimos siendo un país de unos cuantos: no somos un país de leyes ni de ciudadanos. Los contrapesos son míticos: mientras que en naciones consolidadas las instituciones limitan la latitud que un individuo o grupo pueda tener, nosotros seguimos viviendo bajo un sistema donde unos cuantos le imponen sus preferencias y decisiones a la mayoría que trabaja, se esfuerza y se le juega.
No se puede comenzar a cambiar la realidad donde estamos. Tenemos que entrar en un proceso de revisión y reconocimiento de que nuestras estructuras no son las idóneas para cimentar un futuro mejor. Además, no es posible pensar que culpando a unos u otros las cosas van a mejorar. Urge una nueva manera de mirarnos, de enfrentar las realidades y de dirimir enconos. Tenemos que redefinir la esencia de la vida pública y echar para atrás situaciones inaceptables, todo ello en un contexto de negociación de un nuevo pacto social: no con ganadores y perdedores, buenos y malos, culpables o inocentes, sino con acuerdos que, de entrada, legitimen una nueva realidad. Se dice fácil, pero ese es el verdadero reto que enfrenta la sociedad mexicana: cómo construir una nueva realidad. ¿Será demasiado ingenuo pensar que es tiempo de comenzar a repensar el futuro de una manera incluyente y constructiva?