Prosperidad

Luis Rubio

¿Para qué mejorar si se puede seguir igual? ¿Para qué cambiar si todo está bien? La propensión natural, quizá la más fácil, es quedarnos donde estamos, rechazar cualquier cambio y pretender que estamos muy bien. Como en la Edad Media, nuestros empresarios se resguardan detrás del gobierno protector buscando el equivalente moderno de aquellos fosos que solían rodear a los castillos medievales. Las circunstancias eran otras, pero la pretensión igual: impedir que las cosas cambien. Impedir la prosperidad.

El rechazo al cambio es ubicuo. Los empresarios son quizá los más vociferantes, pero están lejos de ser los únicos. Su argumento es razonable, pero absolutamente errado: primero arreglen las cosas que están mal y después hablamos. Por supuesto, el objetivo es posponer ese “hablamos” tanto como se pueda, dejando que la economía y los consumidores paguen el pato. Es cierto que muchas cosas no funcionan o funcionan mal, comenzando por el hecho de que la apertura económica ha sido muy desigual. Sin embargo, la oposición del sector empresarial a cualquier apertura es absurda.

Quizá no haya mejor ejemplo de lo absurdo de su oposición a la apertura que la relativa a la negociación de un tratado de libre comercio con Brasil. El argumento del sector privado es que los brasileños se pasean en México como si ésta fuera su casa mientras que los productos y empresas mexicanas enfrentan un mundo de protección y discriminación en aquella nación. De ser cierta esta apreciación, lo que el sector privado debería estar haciendo es exigirle al gobierno mexicano, en los términos más enérgicos, que proceda a negociar la inmediata apertura de Brasil a los productos mexicanos, pues sólo así se logrará equidad. A pesar de esta obviedad, su argumento es exactamente el contrario: no debe negociarse ningún tratado o acuerdo comercial mientras no se cambien las cosas dentro del país. Uno no puede más que concluir que, una de dos: o bien los empresarios mexicanos mienten respecto a la “injusta” competencia brasileña (que, por cierto, sería benéfica para el consumidor nacional), o carecen de toda argumentación lógica. También podría ser que prefieren no cambiar nada. No hay de otra.

La actitud empresarial no es enteramente distinta a la que caracteriza a otros sectores y grupos de la sociedad, actitud que se ve reflejada en el pobre desempeño que evidencia la economía, en el escepticismo y pesimismo que se ha vuelto axiomático y, en general, en el desorden que vive nuestro país. Claro que hay razones que explican algunas de estas actitudes, pero lo impactante es la total indisposición a enfrentar la realidad que nos ha tocado vivir. Como alguna vez escribió Hayek, oponerse a todo equivale a pretender contener grandes caudales de agua con una pequeña compuerta: tarde o temprano las aguas acaban no solo rebasando la presa sino arrasando con todo lo que encuentran a su paso. La oposición a ultranza no hace sino negar la realidad: no hace sino impedir que las cosas mejoren.

Una mejor perspectiva la ofrecen Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda en su excelente texto Regreso al futuro: “Sacar al PRI de Los Pinos fue el grito del año 2000. Llevar a México a la prosperidad, la equidad y la democracia eficaz debe ser el clamor de 2012. No queríamos en 2000 nada menos que la democracia. No deberíamos querer en 2102 nada menos que la prosperidad”. Se trata de la pregunta importante que todos los mexicanos deberíamos estar haciendo: qué es necesario para sentar las bases para la construcción de una prosperidad creciente y de largo plazo.

Los males del país son muchos y muy pronunciados. Sin embargo, no son especialmente distintos a los que caracterizan a otras naciones. La diferencia es, en buena medida, que nosotros hemos decidido privilegiar los problemas en lugar de intentar avanzar soluciones. El caso paradigmático es sin duda el de Brasil, donde la violencia es mayor a la de México y la infraestructura mucho peor y, sin embargo, la actitud de su población es exactamente la opuesta: allá la pregunta es cómo le hacemos a pesar de los problemas que enfrentamos y no cómo le hacemos para seguir sin cambiar.

El caso de las cámaras empresariales es francamente patético. En vez de demandar mejores servicios, respeto a la ley, equidad en la apertura y el fin del abuso, su demanda es privilegios, menos apertura y toda la arbitrariedad para mi beneficio y no para alguien más. Esa puede ser una definición de modernidad, pero ciertamente no una base sensata para la construcción de la prosperidad.

La paradoja es que los primeros grandes beneficiarios de la apertura serían los propios empresarios que hoy ven con temor cualquier cambio. Uno esperaría que el empresariado estuviera buscando mejores formas de hacer las cosas, nuevas tecnologías, mejorar sus procesos, elevar la calidad y, para lograr todo eso, presionar al gobierno para que haga posible una elevación sistemática de la productividad. El empresariado brasileño puede gozar de muchos mecanismos de protección, pero su actitud es la de un sector pujante, deseoso de mejorar. La del nuestro es la de perseverar e, inevitablemente, queriéndolo o no, abusar del consumidor.

Es evidente que el país cuenta con innumerables empresarios y empresas que son tan buenos como cualquiera, que son capaces de competir y que lo hacen de manera cotidiana. Esos empresarios han demostrado que no todo en el entorno tiene que ser perfecto ni estar resuelto para poder competir y ser exitosos. Es decir, son exitosos a pesar de las dificultades que les impone el ambiente, las regulaciones gubernamentales, la inseguridad y todos los obstáculos que puede imaginar la burocracia. Sin embargo, en lugar de dedicarse a impedir que el país progrese, tratan de impulsarlo. Por supuesto, todos ellos defienden sus intereses, muchos de los cuales sin duda son legítimos. El proceso político –dentro del gobierno, en las instancias regulatorias y en las legislativas- está ahí, o debería estarlo, para asegurar que prevalezca el interés general, comenzando por el del consumidor. Ser exitoso no choca con defender intereses, pero en general implica tener una visión de largo plazo que permita discriminar entre los temas que justifican una oposición de aquellos que son necesarios para el avance del país.

La historia de las últimas décadas muestra que los tratados de libre comercio han servido para mejorar las condiciones de funcionamiento de la economía y eso ha beneficiado a todos. Son claramente temas que ameritan apoyo –y estrategia- en lugar de una oposición a ultranza. No se puede aspirar a la prosperidad preservando lo que genera retraso y pobreza.

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Justicia y la ley

Luis Rubio

Justicia y legalidad deberían ser idénticas y simultáneas pero no siempre es así. Las víctimas quieren justicia independientemente del cumplimiento estricto de la ley, en tanto que los acusados se amparan en el texto de la ley para evitar la arbitrariedad. La tensión entre estos dos principios elementales de convivencia social es saludable, pero no siempre fácil de conciliar. El caso de la francesa Florence Cassez, acusada de secuestro, cae claramente en las grietas que arroja esta tensión a su paso. Al margen del caso específico, la pregunta importante para nosotros como ciudadanos es qué clase de sociedad queremos construir: una que se apega a las reglas y obliga a todos a cumplirlas o una en la que la justicia es caprichosa y mediática, es decir, arbitraria.

Según un viejo axioma derivado de la era romana y atribuido al suegro de Julio César, hay que «dejar que la justicia sea hecha aunque se colapsen los cielos». El principio es lógico y poderoso: cuando se comete una injusticia, un crimen o un agravio, la víctima tiene todo el derecho de reclamar que quien sea culpable pague el precio de su acción en la forma que corresponda: resarciendo el costo, pagando una pena o purgando una sentencia. Nada hay más importante para una sociedad que el que los delincuentes enfrenten la ley y se haga justicia.

El problema, como bien sabemos los mexicanos, es que la realidad no siempre es tan nítida. Por ejemplo, no es obvio que se esté haciendo justicia cuando una comunidad actúa por su propia mano en la forma de un linchamiento. Es fácil comprender que una población que se siente agraviada por la enorme criminalidad que padece reclame justicia y esté dispuesta a aceptar cualquier medio justiciero como resarcimiento del daño. En un contexto en el que ha habido más de treinta mil muertos en años recientes y decenas de miles de secuestros y muchos más robos, el hecho de que al menos algunos delincuentes acaben en la cárcel parecería una forma razonable de justicia. Pero ¿a qué precio?

Hace algunos años hubo un caso ilustrativo en España. Resulta que los narcos recibían la droga en altamar, la bajaban a lanchas super veloces para hacerla llegar a tierra para su distribución en el mercado. La droga fluía sin mayores estragos hasta que la policía tuvo la capacidad de interceptar esas lanchas. En un caso específico que se volvió paradigmático, la policía logró detener a una lancha. Sin embargo, para cuando los oficiales la abordaron, la droga había desaparecido en el mar. Aunque había fotografías del cargamento, la droga ya no se encontraba en la embarcación. El fiscal presentó su argumentación ante el juez pero la falta de pruebas resultó contundente: en su decisión, el juez afirmó que no tenía la menor duda del contenido de la carga en la lancha pero que, desde la perspectiva de la ley, la falta de evidencia pesaba más. Los narcos quedaron en libertad no porque fueran inocentes sino porque el juez privilegió el Estado de derecho. De manera similar, a muchos mexicanos se les han conmutado penas en EUA o han sido puestos en libertad no porque no sean culpables sino porque la fiscalía, el equivalente del ministerio público, se saltó pasos procedimentales (como no avisarle al consulado). O sea, por meros “tecnicismos”.

El Estado de derecho es el principio de que la autoridad tiene la legítima atribución de actuar estrictamente de acuerdo a las leyes que están escritas, son conocidas por todos y se adoptan y hacen cumplir de acuerdo a procedimientos establecidos. El principio tiene por objetivo salvaguardar a la población –víctimas o inculpados- de actos arbitrarios por parte del gobierno. Ese es el principio que afirman y hacen cumplir jueces como el español antes mencionado. No son meros tecnicismos: se trata de la esencia de la legalidad. Un mal proceder gubernamental se paga en la forma de un fracaso judicial.

El caso Cassez es complicado por estas razones. Yo no tengo idea de la culpabilidad de la señora. Lo que si me queda claro es que hubo una multiplicidad de violaciones en los procedimientos. Las víctimas de los secuestros que se le atribuyen evidentemente, y con razón, claman justicia. La pregunta es si cualquier precio de esa justicia es justificable.

Hacer valer el Estado de derecho implica un compromiso con un orden social, político y legal distinto. Entraña, por principio, una disposición a aceptar la ley como norma y mecanismo de interacción entre las personas y entre éstas y el gobierno, cualquiera que sea el asunto. Implica que el gobierno (incluyendo policía y ministerios públicos) tiene que ser escrupuloso en su actuar. Si uno piensa en todos los temas en que la sociedad interactúa con el gobierno (como impuestos, regulaciones, asesinatos, robos, permisos, manifestaciones), imponer el Estado de derecho implicaría un cambio radical en nuestra realidad social y política. El número de instancias en que la población o las autoridades violamos la ley es impresionante.

Algunos casos muy sonados de delitos (como secuestros o asesinatos) tienden a generar un entorno social extraordinariamente cargado. Los medios toman posturas extremas y tienden a linchar a los presuntos culpables sin que haya mediado un juicio. Los procuradores alientan a la galería y atizan el fuego. Muchos de ellos acaban con las manos quemadas porque no lograron probar su caso o porque la impudicia en los procedimientos acabó derrotándolos (como fue el caso de una niña muerta en su cama en el estado de México). Nuestra costumbre es la de la nota roja, que es contraria a la esencia del Estado de derecho, cuyo principio elemental es que todo mundo es inocente hasta no ser probado culpable. La gran pregunta es, pues, qué clase de sociedad queremos construir: una que logra la revancha en cada esquina o una que se apuntala en el principio elemental de respeto a los derechos de las personas, sean víctimas o culpables.

En lugar de afianzar la legalidad y, con ella, avanzar la causa de la justicia, hemos convertido en circo mediático todos los temas relativos a la criminalidad. Las autoridades crean montajes para probar su argumentación, los reporteros se han convertido en fiscales y jueces de última instancia y las policías y ministerios públicos se consagran como las profesiones menos profesionales y competentes del país. Observar a “la Barbie” y “el JJ” convertirse en héroes populares debería darnos asco porque no hay nada más contrario a la justicia. Y, sin embargo, esa es la forma en que la justicia y la ley, dos componentes centrales de una sociedad democrática, han avanzado en el país.

¿Qué clase de sociedad, y de democracia, queremos?

 

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Egipto y Mexico

Luis Rubio

Las movilizaciones populares en Egipto han abierto un gran debate en el mundo. Algunos gobiernos, como el de China, de inmediato cerraron toda fuente de información proveniente del país árabe para evitar cualquier posible “contagio”. La opinión pública europea y estadounidense se ha venido rasgando las vestiduras en una discusión que a veces parece emanada de Rashomon, la película japonesa en que cada uno de los actores tiene una lectura distinta sobre un mismo incidente. Algunos han celebrado el levantamiento en contra de un líder autoritario que, en sus ochenta, ya no ofrece viabilidad ni a los miembros de su coalición tradicional. En las muchas lecturas que se hacen de los eventos de Egipto hay una pregunta que se repite una y otra vez: dónde más podría suceder algo así.

Aunque un tanto absurda, la pregunta no es necesariamente ociosa. No cabe ni la menor duda de que en el mundo persiste un amplio núcleo de gobiernos autoritarios que preferirían ser dejados en paz, por sus propias poblaciones y por el resto del mundo. Sin embargo, la noción de que las naciones se “contagian” dice más de quien hace la evaluación que de la historia del mundo. Tan importantes son los sucesos que ocurren en Egipto como la lectura de estos en diversas capitales. En muchos sentidos, esto último parece ser lo más significativo.

No hay mejor perspectiva que la que da la distancia y el tiempo. Aquí van algunas observaciones:

  • Lo que ocurre en las calles de El Cairo y otras ciudades de Egipto tiene características propias que algunos reporteros han relatado con extraordinaria claridad. Sin embargo, quizá lo más interesante sea observar el debate al respecto en las capitales occidentales. En EUA el debate sigue dos dinámicas: por un lado, el aplauso a la democratización de un país, proceso que unifica a la izquierda con la derecha. Por el otro, tanto en EUA como en Europa, es patente la dualidad entre la bienvenida apertura y los temores sobre un giro hacia el islamismo más retrógrado. No son excepcionales los títulos de artículos periodísticos como “¿quién perdió Egipto?”, como si esa decisión estuviese radicada en Washington, Paris o Moscú. El dejo de arrogancia en mucho de ese debate es verdaderamente impactante, sobre todo porque lo que se debate poco o nada tiene que ver con lo que ocurre en Egipto: todo es sobre intereses locales y la dinámica política interna.
  • Las revoluciones, si es que eso es lo que acaba siendo la culminación de estas manifestaciones y protestas, son siempre atractivas. La euforia asociada con la liberación de la población y remoción de los antiguos dueños del poder es fuente interminable de fantasías y oportunidades novelísticas, pero rara vez resuelve los problemas de la población que protesta. Egipto es un país esencialmente rural cuya población depende de las dádivas gubernamentales en la forma de subsidios al pan y otros insumos básicos. Los que protestan, esencialmente clases medias urbanas, siguen una lógica universal: la libertad, igualdad y fraternidad que sigue inspirando la Revolución Francesa de 1789. Sin embargo, muy pocas de esas revoluciones acaban consagrando esos principios elementales; quizá el ejemplo positivo reciente más relevante sea Indonesia. Sin embargo, la mayoría acaba siendo secuestrada por extremistas de un color u otro: desde Robespierre en Paris y Lenin en Petrogrado hasta Khomeini en Irán. Luego de la etapa romántica viene la dura realidad y ahí casi siempre ganan los contingentes que están organizados, comparten una ideología previamente consolidada y están dispuestos a todo: unos comienzan y otros acaban a cargo. Todo indica que este movimiento lo cooptó el ejército con gran celeridad para que todo cambie y todo siga igual. De hecho, en su origen y dinámica, esta “revolución” se parece más al 68 mexicano que a Irán o Praga.
  • Es evidente que hay una negociación tras bambalinas. La vieja coalición que sostenía a Mubarak en el poder se apuntalaba en el ejército, que ahora ha tomado control del gobierno. El nuevo vice presidente lleva años conduciendo los asuntos del Estado egipcio desde los órganos de seguridad y evidentemente tiene la capacidad para articular negociaciones con los grupos clave. Si bien no hay nada certero en estos procesos de cambio súbito, parece más probable que la vieja estructura de poder se sostenga en el gobierno, pero ahora sin Mubarak. El viejo adagio de que el problema no es el poder sino la vejez de quien lo detenta se vuelve a confirmar. El error de Mubarak, como de tantos otros líderes duros (Porfirio Díaz viene a la mente), consistió en preservarse en el poder, considerarse indispensable y, con ello, perder la confianza de su propia estructura de soporte político. Ninguna duda de que muchos egipcios quieren un mundo de libertades pero no es obvio que eso sea lo que van a acabar recibiendo.

¿Habrá algo que nos diga la crisis egipcia del México de hoy? Algunos observadores han señalado que el potencial de contagio es muy elevado, sobre todo en los países con gobiernos incompetentes. Algunos se preguntan si México podría ser el siguiente. La verdad es que no hay paralelo alguno. Es posible que existieran algunas semejanzas con el viejo sistema, pero el país ha evolucionado en una dirección distinta. Para comenzar, una de las genialidades del sistema priista fue la de institucionalizar al porfiriato con el sistema sexenal: el presidente podía ser muy fuerte y abusivo, pero existían tiempos límite al abuso. Más importante, por mal que vayan las cosas en el país, hoy gozamos de libertades que antes eran simplemente impensables y, en todo caso, no habría contra quien sublevarse. El viejo sistema sólo existe en la mente de algunos priistas nostálgicos, porque todos los demás mexicanos sabemos que el poder se dispersó y no hay marcha atrás. México es un país complejo y esa complejidad lo paraliza, pero no es un país inestable, al borde de la catástrofe.

Lo que el caso egipcio si demuestra es que la población puede tolerar muchas cosas pero su paciencia no es infinita. Encuesta tras encuesta demuestra que la población mexicana no quiere violencia y, a la vez, comprende profundamente la complejidad del momento. Pero eso no quita que el país legítimamente reclame una transformación seria en lo que más lo aflige: la criminalidad y la parálisis económica. La mayoría reclamará en las urnas, pero algunos estarán tentados a probar otros caminos. En México el problema no es el gobierno autoritario sino el mal sistema y estructura de gobierno que tenemos. Las pirámides y otras semejanzas son interesantes, pero la esencia es la disfuncionalidad gubernamental.

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Cerebro

Luis Rubio

La imagen es impactante. Dos cerebros de niños de tres años: uno de la mitad del tamaño que el otro. La diferencia: el del cerebro grande, «normal», es de un niño que gozó de un buen trato, amor, interacción familiar y estímulos positivos. El del cerebro chico es de un niño ignorado, abandonado, que ha crecido en un contexto familiar hostil y que ha sido desatendido y descuidado. La evidencia empírica muestra, en un tono casi freudiano, que infancia es destino: la abrumadora mayoría de las personas que acaban en la criminalidad iniciaron su vida siendo desatendidos e ignorados. De la misma forma, los niños de origen modesto que desarrollan su cerebro de manera normal tienen casi la misma oportunidad que los más privilegiados de hacerla en la vida. El asunto es fundamental.

Las investigaciones que existen sobre estos temas* son reveladoras. Un estudio de hace algunas décadas comparó a cientos de familias con niños recién nacidos en un pueblo estadounidense del estado de Michigan. A un grupo le dieron toda clase de apoyos para que los padres supieran cómo estimular el desarrollo de sus hijos, en tanto que a otro lo dejaron seguir su camino como grupo de control. Los resultados de los estímulos tuvieron efectos notables en la forma en que se desenvolvieron los niños en los años subsiguientes. A partir de ese estudio seminal se vino una avalancha de investigaciones cuyos resultados fueron tan convincentes que la policía de Escocia decidió dedicar atención especial al desarrollo de los bebés a partir de su nacimiento como medida preventiva de la criminalidad posterior, en tanto que algunos estados norteamericanos utilizan el índice de desarrollo de los niños como factor predictivo del número de cárceles que sería necesario construir para cuando lleguen a ser adultos.

En uno de los muchos estudios, una fundación ofreció una beca para la educación de cada uno de los niños recién nacidos en una localidad. El otorgamiento de una beca por el mero hecho de haber nacido parecía carecer de toda lógica y racionalidad. Algunas universidades criticaron el esquema porque lo consideraron excesivo: por qué no mejor becar a los estudiantes que ya habían sido aceptados en las universidades, con la lógica de que estos ya habían sido evaluados y tendrían una elevada probabilidad de concluir sus estudios. A pesar de la obviedad de este planteamiento, el propósito del estudio, y del financiamiento de que vino acompañado para las becas, procuraba invertir la ecuación. Su objetivo era probar si la disponibilidad de becas atraía a las instituciones gubernamentales de salud y a las organizaciones de la sociedad civil a atender a esos niños y crear condiciones para que pudiesen ser exitosos dado que la vida les había puesto un tapete rojo desde el día de su nacimiento. Los resultados fueron espectaculares: no sólo mejoraron los servicios de la localidad, sino que la atención que diversas organizaciones e instituciones le confirieron a esos niños cambió radicalmente el perfil de éxito de los que gozaron de becas en comparación a los de generaciones previas que no habían tenido semejante incentivo.

El mensaje parece evidente: una atención idónea a los niños recién nacidos provoca el desarrollo de niños sanos, susceptibles de ser exitosos en la vida. Visto en sentido contrario, los niños que no se desarrollan de manera normal tienen una extraordinaria propensión a acabar su vida en la criminalidad y (en países serios) en la cárcel.

Cuando conocí por primera vez de estas investigaciones y de los resultados a los que llegaban recordé el famoso prólogo de la autobiografía de Betrand Russell. En uno de sus párrafos dice: «El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro».

¿Cuántos de los niños de que habla Russell, de los males que caracterizan al mundo y, en nuestro caso, la violencia y la criminalidad, se derivan de una infancia inicial de abandono, desatención o, peor, desprecio? ¿Cuántos de los sicarios de hoy fueron niños no deseados, abandonados o vejados? ¿Cuántos de los criminales, secuestradores y extorsionadores fueron ignorados por sus madres desde el día en que nacieron? ¿Cuántos niños de familia pobre podrían transformar su vida a través de la educación? Si lee uno los resultados de las investigaciones sobre estos temas, la respuesta salta a la vista.

Las implicaciones de investigaciones realizadas por diversos grupos de neuro científicos así como economistas dedicados a estos temas difícilmente podrían exagerarse. De acuerdo a estas investigaciones, el costo para la sociedad de no atender este tema como un asunto prioritario de salud pública es mucho mayor a la larga. El costo de atenderlo se mide en apoyos relativamente modestos, educación para las madres, convocatoria a organizaciones caritativas y no gubernamentales para que enfoquen sus baterías en esta dirección e incentivos para que la sociedad reconozca y actúe al respecto. El costo monetario es relativamente menor. En sentido contrario, el costo de no atenderlo se puede observar en lo que hoy vivimos: criminalidad, violencia, secuestro y todo lo que esto implica para las personas y empresas en pérdidas materiales y humanas, baja disponibilidad de empleos, costos de seguridad y, por sobre todo, el desánimo generalizado que sobrecoge a la sociedad mexicana. La oportunidad perdida es inmensa.

A lo largo de las décadas, los gobiernos han emprendido diversas campañas orientadas a resolver problemas específicos. Así fue el caso de enfermedades como polio y paludismo y, más recientemente, el tabaquismo, el sida y el cáncer cérvicouterino. La racionalidad de aquellas campañas ha sido obvia: se trata de males que, atendidos desde su inicio, pueden transformar a la sociedad entera, sobre todo porque existen soluciones -en algunos casos una vacuna, en otros un cambio en el comportamiento- una vez que la sociedad asume la solución como suya, el problema desaparece junto con los costos para las personas, sus familias y la sociedad entera. El tema de la desatención de los niños recién nacidos amerita colocarse en ese mismo nivel de prioridad.

*http://developingchild.harvard.edu/initiatives/council/, y

http://www.minneapolisfed.org/publications_papers/studies/earlychild/

 

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Liderazgo

Luis Rubio

Lao Tzu, el padre del Taoísmo, decía que «aquél que no confía suficiente no será objeto de confianza». Los gobernantes mexicanos nunca han confiado en la población, quizá la razón por la que la confianza de la ciudadanía en ellos es efímera. El tema es fundamental para identificar nuestras carencias sobre todo ante la posibilidad de adoptar una estrategia de desarrollo susceptible de ser exitosa.

Un viejo debate respecto a la capacidad de un gobierno de funcionar tiene que ver con qué pesa más: los líderes o las instituciones. Típicamente, las sociedades menos desarrolladas se caracterizan por instituciones débiles, en tanto que las más desarrolladas son aquellas que cuentan con estructuras institucionales fuertes que regulan la vida de la sociedad y atajan a éstas de las veleidades de las personas. Desde esta perspectiva, no cabe la menor duda que la fortaleza de las instituciones de un país constituye un factor clave de su capacidad de desarrollo.

Las instituciones son importantes porque despersonalizan los procesos de decisión y le confieren certidumbre al ciudadano. Una sociedad institucionalizada no depende de que un individuo -igual el presidente o primer ministro que el más modesto burócrata- se levante de buenas cada mañana o que tenga ganas de atender a la ciudadanía. Más bien, las instituciones establecen límites y procesos que impiden que esos individuos abusen del poder. Así, un buen gobernante puede lograr que toda la estructura gubernamental funcione de manera coherente y eficaz, pero uno malo no tiene el poder suficiente para dañarlo. La fortaleza institucional permite evitar que un líder excepcional pero perverso abuse de la ciudadanía.

La función del liderazgo es más compleja. Un buen líder puede hacer magia en una sociedad, pero uno malo puede causar un daño terrible. Paul Johnson* afirma que Churchill fue un gran líder porque se ganó la confianza de la sociedad. «Confiamos en Winston Churchill para salvarnos y él también confió en que los británicos tendrían el valor, la entereza, inteligencia y fuerza para hacer posible la salvación». En sociedades institucionalizadas, un buen líder puede ser el factor transformador sin poner en riesgo la estabilidad social.

Algo similar puede ocurrir en las sociedades subdesarrolladas pero los riesgos son mucho mayores. Uno nunca sabe si un líder fuerte será un factor positivo o negativo. La ausencia de instituciones fuertes que limiten y obliguen al líder a rendir cuentas lo convierten en un factor incierto que igual puede acabar siendo un dictador que un constructor extraordinario. Cualquiera que observe el panorama de nuestra historia o de naciones similares a la nuestra podrá encontrar ejemplos esclarecedores al respecto. Lula, el ex presidente de Brasil, probó ser un líder excepcional, pero tuvo que contender cuatro veces por la presidencia para ganarse la confianza de la población.

En los ochenta tuvimos un ejemplo formidable de los aciertos y riesgos de un liderazgo fuerte. Carlos Salinas fue un líder excepcional que rompió con los cartabones tradicionales del gobierno, alteró estructuras fundamentales, sobre todo en la economía, y rompió con factores de poder que hoy llamamos «poderes fácticos». Todo eso le ganó la confianza de la población e hizo posible avanzar un significativo proceso de reforma. La misma persona eventualmente tomó decisiones en materia cambiaria y de conducción del proceso de sucesión presidencial, además de contención familiar, que llevaron a una de las crisis más profundas de nuestra historia reciente. Vicente Fox no condujo a una crisis económica, pero fue electo en un entorno de expectativas exacerbadas que no sólo no satisfizo, sino que ni siquiera fue capaz de administrar, todo lo cual llevó a una enorme y profunda desilusión. Ambos casos muestran dos caras de una misma moneda: los riesgos y virtudes de un líder en una sociedad sin instituciones fuertes.

Es posible que mucho del pesimismo que permea nuestro entorno actual sea producto de la destrucción de ilusiones que generaron esos dos personajes. Líderes excepcionales, acabaron desilusionando a una ciudadanía que confió en ellos y que acabó sintiéndose traicionada, al grado de repeler cualquier propuesta de cambio: la población les dio su confianza a cambio de nada. De haber tenido instituciones fuertes, el daño habría sido menor, aunque no así la desilusión. Cuando las expectativas son tan grandes, como ahora viene descubriendo Obama, la desilusión es inevitable.

En el mismo artículo, Johnson argumenta que la trascendencia de líderes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan en sus respectivos países se debió a que se ganaron la confianza de sus ciudadanos porque los líderes confiaron en la ciudadanía. «Los procesos de ganar y recibir confianza son graduales y casi metafísicos. Así es como un buen líder, en algún momento, deja de ser un mero político -un funcionario gubernamental- para convertirse en una institución confiable. A partir de ese momento la nación se hace más saludable, más segura y, por lo tanto, más feliz».

Este año tendrá lugar la nominación de los candidatos a la presidencia para el 2012. La población seguramente esperará que contiendan personas capaces de ejercer un liderazgo efectivo pero dentro de los marcos institucionales vigentes que, por débiles que sean, son cruciales para evitar replicar casos como el venezolano. Quizá el mayor de los retos será encontrar un líder capaz de inspirar a la población por su integridad y por la fuerza de su carácter, así como por su visión y juicio, todo lo cual es indispensable para ganarse la confianza de la ciudadanía y ejercer la presidencia con efectividad. Si algo requerimos es de un líder susceptible de enfrentar a los intereses creados que acosan y paralizan al país pero, al mismo tiempo, uno capaz de entender los límites que confiere la necesaria confianza de la ciudadanía.

Fukuyama, autor de Trust, afirma que las sociedades que se logran desarrollar son aquellas que construyen un fundamento sólido de confianza: confianza entre los ciudadanos para poder realizar intercambios y transacciones en el mercado o para llegar a acuerdos en el terreno político. La única posibilidad de romper tanto con nuestras debilidades institucionales como con los poderes que paralizan al país reside en un liderazgo que sea capaz de entender los riesgos y retos y, a pesar de ello, ganarse la confianza de la ciudadanía. Para Paul Johnson eso sólo es posible cuando el líder confía en el ciudadano, algo mucho más difícil de lograr y peor dadas nuestras experiencias recientes.

* Forbes noviembre 18, 2010

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Las verdades

Luis Rubio

Hace poco más de cien años, el periodista e historiador Francisco Bulnes publicaba su famoso libro “Las grandes mentiras de nuestra historia”, donde desmitificaba la vida y hechos de Santa Anna. Si en esa época lo imperioso era decodificar las mentiras, hoy nuestro déficit es de verdades. Felipe González, el ex presidente del gobierno español, decía hace no mucho que los mexicanos parecemos tenerle miedo a la verdad y que ese miedo se traduce en irresponsabilidad y que esa es quizá la principal fuente de parálisis en la actualidad. Cuando no se confrontan las verdades los candidatos prometen la luna y las estrellas y nadie les puede exigir que cumplan porque todo mundo sabe de entrada que no es más que un juego. El problema es que ese juego nos está costando la viabilidad del país.

Para nadie es sorpresa que confrontamos enormes problemas. Eso no es inusual en la vida de las personas o de los países. Lo que sí es inusual es la absoluta indisposición ya no a confrontarlos y resolverlos, sino incluso a discutirlos. Los problemas no se discuten sino que se eluden porque enfrentarlos es políticamente incorrecto. Esto lleva a que se planteen y discutan iniciativas de ley que no son susceptibles de atacar los problemas de fondo, que se presenten propuestas ajustadas a lo que el poder legislativo pueda tolerar y no lo que se requiere, o a que, simplemente, se evadan los temas relevantes. Esto no hace sino nutrir los círculos de desconfianza que caracterizan la relación entre políticos y ciudadanos y, peor, a sedimentar el cinismo que es primo hermano del pesimismo que domina a la sociedad mexicana estos días.

Los dilemas, entuertos y retos que aquejan al país no  se pueden ignorar. Lo que sigue es una pequeña enumeración de algunos de los más obvios.

  • El petróleo se está acabando. Es cierto que los pozos tradicionales se pueden explotar con mejores tecnologías, pero el petróleo como fuente de financiamiento del déficit público y de todos los sueños de nuestros políticos y, por lo tanto, como mecanismo de evasión de la realidad, está llegando a su fin. A pesar de ello, en años recientes se aprobó un nuevo régimen para Pemex y se decidió la construcción de una nueva refinería, ninguno de los cuales es apropiado a la realidad actual. En lugar de reconocer la realidad fiscal del país y dotar a la paraestatal de un régimen de gobierno interno funcional y racional, el tiempo pasa sin que pase nada. Puros sueños.
  • El otro lado del tema petrolero es el fiscal. La estructura de financiamiento del gasto público es muy pobre, la evasión es enorme, la burocracia encargada de la recaudación fiscal impenetrable y, por encima de todo, el sistema promueve la evasión e incentiva el crecimiento permanente de la economía informal.
  • La economía informal es el único sector que crece sin cesar pero, paradójicamente, también es el único que tiene límites absolutos a su crecimiento. Hay cada vez más mexicanos involucrados en la economía informal (algunos calculan que incluye hasta dos terceras partes de la población económicamente activa) y ésta representa entre la tercera parte y la mitad de la economía total. El problema de la economía informal es que las empresas en ese mundo no pueden lograr una escala suficiente para prosperar porque no quieren atraer la mirada de las autoridades fiscales o laborales, pero sobre todo porque no tienen acceso al crédito, sin el cual el crecimiento es imposible. La existencia de la economía informal es la mejor prueba de lo errado de nuestras políticas fiscales y laborales.
  • La legislación laboral fue diseñada para satisfacer a los grandes sindicatos y garantizarle al sistema un generoso intercambio de beneficios a los líderes sindicales a cambio del control político que estos le aportaban al sistema. Ese régimen laboral empataba las necesidades políticas de hace ochenta años, pero hoy se ha convertido en un fardo para el desarrollo del país. Lo que se requiere es flexibilidad, capacidad de crear y destruir empresas, transferir activos y generar empleos apropiados a una economía de servicios como la del siglo XXI, totalmente distinta a la de industria básica de los treinta del siglo pasado. La oposición de los sindicatos a cualquier cambio es explicable, pero el sacrificio del otro 95% de la población es un tanto costoso… Es imposible construir un país moderno mientras cuatro o cinco sindicatos extorsionan al gobierno.
  • En materia de impuestos, el punto de partida es la desconfianza: las autoridades no confían en la ciudadanía, razón por la cual han elaborado una maraña de requisitos, procedimientos, reportes y pagos que sólo un ejército de contadores puede satisfacer. El resultado es un enorme sesgo en la recaudación tributaria que de hecho promueve la evasión. Como en el terreno laboral, un país moderno que aspira a ser exitoso en los sectores y actividades punteros del desarrollo económico no puede funcionar si no cuenta con un sistema de recaudación que simplifica y facilita el cumplimiento de las obligaciones fiscales pero, sobre todo, que parte de la corresponsabilidad y la confianza. La burocracia fiscal es tan culpable de la mala recaudación como lo son los evasores que no hacen sino aprovechar el sistema.
  • El sistema judicial es una de nuestras lacras. Por el lado del ejecutivo, los ministerios públicos son una vergüenza: su incompetencia exige un replanteamiento total por corrupción o por mera incapacidad. Por el lado del poder judicial, la Suprema Corte, aunque tímida en asumir su carácter constitucional, se ha convertido en un pilar central de la gobernabilidad del país. Sin embargo, todo el sistema de tribunales incumple con su objetivo medular: se gastan carretonadas de dinero pero la justicia no llega. No es que todo sea corrupción, sino que todo está diseñado para que nada funcione.

Tenemos una extraordinaria propensión a buscar culpables en lugar de encontrar soluciones o, incluso, dilucidar la naturaleza de los problemas. No se puede pretender que funcione la economía mientras prevalezcan feudos, privilegios y cotos de poder. No se puede crear un entorno competitivo del que se excluyen, antes de comenzar, sectores clave para toda la economía como el petróleo, la electricidad y las comunicaciones. Los intereses pueden ser muy poderosos, pero mientras no se discutan los temas en público es imposible comenzar a derrotarlos y la reticencia a hacerlo acaba siendo cómplice. Las cosas hay que llamarlas por su nombre y México vive un profundo miedo a encarar los temas que lo paralizan. “El pueblo que no ama la verdad, decía Maquiavelo, es el esclavo natural de todos los malvados”.

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¿Para dónde?

Luis Rubio

«No cruces el arroyo para encontrar agua» reza un proverbio noruego que es perfectamente aplicable a nuestros dilemas respecto al crecimiento. Años de escuchar proyectos gubernamentales, propuestas independientes y discusiones interminables que contrastan con la realidad tangible me han obligado a repensar mis propias apreciaciones y reflexionar sobre nuestra propensión a cruzar el vado en busca de lo que está frente a nosotros.

Lo que sigue son observaciones y aprendizajes respecto al crecimiento económico, tema clave para el inicio de un año tan político.

  • Ante todo, el problema no es técnico sino político. Por muy afianzados que estén los intereses y poderes fácticos, el país tiene salidas. Lo que se requiere es una combinación de proyecto, estrategia y liderazgo. Los países que han logrado salir de su atolladero han sumado esos tres factores, en ocasiones de manera nítida y planeada (como Singapur o Corea), pero en la mayoría ha sido menos plan que la capacidad política de articular una solución. Es ahí donde nosotros hemos fallado.
  • Dicho lo anterior, el componente técnico es fundamental. Años de reuniones del llamado «grupo Huatusco» entre economistas de distintas escuelas de pensamiento lograron acuerdo sobre lo general pero no sobre lo específico. Muchos siguen pensando que la solución reside en un gasto público deficitario, en tanto que otros lo dejarían todo al mercado. Los primeros no reconocen que cuando se genera una demanda excesiva comenzamos a importar y eso nos lleva a una crisis cambiaria. Los segundos ignoran que el gobierno está ahí para hacer posibles cosas que de otra manera no lo serían. Algunos proyectos de infraestructura no son inherentemente rentables, pero pueden hacer posible que se desarrolle toda una región, generando retornos tanto económicos como sociales que trascienden con mucho al proyecto original.
  • Nuestro verdadero reto es la función del gobierno: pasamos de uno que hacía todo a uno que no hace nada, comenzando por la seguridad. El gobierno tiene que crear condiciones para el desarrollo, allanar el camino y darle rumbo a la economía. La solución no reside en crear una política industrial anclada en el proteccionismo, sino el fomento de la inversión en el país, empezando por el desarrollo de una industria de proveedores nacionales y extranjeros, pero instalados en México, así como de sectores de obvio potencial, como el turístico.
  • En Costa Rica, un país chiquitito, el gobierno ofreció un (proporcionalmente) enorme subsidio a Intel para que estableciera una fábrica de chips. Todo mundo criticó el proyecto porque, argumentaban, no tenía sentido alguno subsidiar a una empresa privada. Esos críticos tenían razón, pero el gobierno que lo propició estaba pensando en grande: lo que quería no eran 300 empleos directos, sino convertir a esa planta en un detonador de la transformación de la economía costarricense en una economía de servicios. El proyecto obligó a modificar toda la estructura educativa del país, forzó a la construcción de modernos parques industriales y requirió invertir en infraestructura física y de salud comparable a la de las otras naciones que competían por Intel. El resultado es que toda la economía Tica se transformó a partir de un proyecto. Ningún otro país centroamericano tiene las perspectivas que hoy tiene Costa Rica frente a sí. Liderazgo y visión.
  • Los empresarios se quejan de falta de crédito. La evidencia sugiere que ahí no está el problema. Más bien, nuestra economía se ha partido en dos: los grandes que compiten y exportan no tienen problema alguno de crédito. Los chicos no tienen proyecto ni capacidad de utilizar el crédito. Pero el problema de fondo yace en los factores que incentivan la existencia de empresas pequeñas. Tenemos una economía formal integrada, típicamente, por empresas grandes, y una economía informal, compuesta por empresas pequeñas. La economía informal vive en la obscuridad fiscal y laboral, lo que complace a muchos de sus propietarios, pero impide el crecimiento del empleo, de la producción y de la productividad. En el corazón del problema se encuentran las leyes laborales y fiscales que, en la práctica, incentivan la informalidad. Las obligaciones laborales son tan engorrosas y costosas que penalizan la formalidad; los trámites fiscales hacen atractiva la elusión fiscal. Si queremos crecimiento, ambos componentes tendrán que cambiar. No hay de otra. Mientras la burocracia fiscal y los intereses sindicales sigan ganando, la economía se mantendrá paralizada.
  • Cualquiera que observe la creatividad del mexicano (desde el «mil usos» hasta el vendedor de refrescos y dulces en el periférico) sabe que su potencial emprendedor es infinito. Sin embargo, ese potencial se topa con el muro de la burocracia, la informalidad, la inseguridad y las reglas del juego que favorecen a los grandes. Crear una empresa es una monserga y colocarla en bolsa casi la muerte. Los brasileños no son mejores emprendedores, pero las reglas del juego facilitan el desarrollo de empresarios entrones y dispuestos a jugársela: más de mil empresas se colocan en la bolsa cada año. Aquí un solo grupo vale más del 60% de la bolsa.
  • Construir un país requiere un sentido de rumbo y la certidumbre de que las reglas del juego permanecerán en pie. Eso es lo que diferencia a los países ricos de los pobres. Cuando los países ricos modifican las reglas, como ha ocurrido en EUA recientemente, la inversión se colapsa. Si eso ocurre allá, donde las instituciones son tan sólidas, el reto, y el riesgo, aquí es inmenso. El tiempo me ha convencido de que no hay país exitoso sin un liderazgo fuerte y competente. A falta de instituciones fuertes, alguien tiene que forjarlas y eso implica desarrollar una visión y obligar a los intereses que nos paralizan a alinearse: hacer política. Desde luego, apostar por un líder iluminado es equivalente a jugar a la lotería; pero la evidencia es enorme: España, Corea, Chile, Singapur, India, China, Brasil, Sudáfrica. En todos y cada uno de esos casos existió proyecto y liderazgo. Claro que hay decenas de ejemplos de liderazgos fallidos que llevaron a sus países, incluido el nuestro, al colapso. La diferencia la tiene que hacer una sociedad que arropa a un líder competente pero a la vez lo acota y obliga a comportarse. Lo que no necesitamos es buscadores de poder, caciques disfrazados, apostadores o esperanzados en la justicia revolucionaria. Al iniciar este año preelectoral es imperativo meditar sobre el tipo de liderazgo que el país requiere y sobre las condicionantes que hay que imponerle para que, por una vez, sea al país el que prospere.

 

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Diego

Luis Rubio

Ahora que finalmente ha sido liberado para poder reencauzar su vida en este mundo de criminalidad y abuso, hay dos características indelebles en mi cabeza de ese hombre de luz y sombras que es Diego Fernández de Cevallos: su infinita disposición a ayudar y estar presente en circunstancias difíciles y su extraordinaria capacidad para resolver problemas, negociar situaciones y contribuir al progreso del país. Su calidad humana y su visión de estadista rebasan todas las otras facetas de su vida como abogado de intereses y causas en ocasiones difíciles de defender: la naturaleza de sus negocios nunca le ha impedido estar atento a las cosas y problemas de otros y siempre tuvo una especial capacidad para “aparecerse” en momentos clave o situaciones críticas. No menos trascendente, siempre ha estado dispuesto a dedicarse a los asuntos nacionales y nunca confundió unos con otros. La terrible experiencia por la que pasó y que, finalmente, concluyó, permite y exige pensar en el Diego público, el Diego estadista.

Su secuestro nos consternó a muchos, a la vez que sirvió a otros para cobrarle facturas y experimentar eso que los alemanes llaman schaudenfraude, el disfrute de la pena ajena. Supongo que una personalidad tan fuerte e involucrada en tantos asuntos y temas inexorablemente genera pasiones, pero también es una manera demasiado fácil de ignorar y, sobre todo, desdeñar la relevancia e importancia de una persona como Fernández de Cevallos en el panorama político. La figura de Diego permite especular sobre algo que los historiadores siempre advierten que jamás debe hacerse: qué hubiera ocurrido si Diego hubiera sido presidente en lugar de los otros dos panistas.

Afortunadamente no es necesario adentrarse demasiado en la especulación. El paso de Diego por el poder legislativo en los ochenta y noventa aporta datos fehacientes, así como ejemplos tangibles, que ilustran lo que, previsiblemente, hubiera hecho, al menos como manera de actuar, de haber llegado a la presidencia. En aquella era, mientras que Fox se ponía orejas de burro en la ocasión de un Informe Presidencial como muestra de su enfado con el viejo sistema, Diego se dedicó a negociar muchas de las pocas reformas que se avanzaron en ese periodo  y que resultaron extraordinarias cuando se comparan a las subsecuentes. Gracias a su liderazgo de la segunda bancada del legislativo, cuando lo llamaban “el jefe Diego”, se aprobaron reformas en materia bancaria, electoral, agraria y comercial. Se dice fácil, pero de no haber contado Salinas con una contraparte como Diego, es perfectamente factible que incluso lo poco que se avanzó en aquella época hubiera sido imposible. Muchos dirán que hubiera sido preferible ese escenario, pero es evidente para cualquier persona sensata que, por más de veinte años, el país ha logrado vivir –tanto en lo económico como en lo político- gracias a esa relativamente modesta serie de reformas.

De haber sido presidente en la era posterior al PRI, a partir del 2000, es razonable suponer que Diego hubiera tenido una postura negociadora, hubiera buscado al PRI, pero probablemente también al PRD –su pragmatismo supera cualquier barrera ideológica- para avanzar el proyecto modernizador del país. Más allá de lo que el gobierno de un pragmático hubiera podido lograr o de cualquier especulación sobre lo que hubiera sido su agenda de gobierno, hay tres cosas que me parecen indudables: primero, hubiera tenido objetivos claros; segundo, hubiera desarrollado una estrategia para alcanzarlos; y, tercero, hubiera trascendido las limitantes y barreras psicológicas e históricas que caracterizan y frenan al panismo en la construcción de una agenda nacional. No me cabe duda alguna que su lógica habría sido la de lograr los objetivos y no la de cobrar facturas históricas.

El punto medular es que los dos presidentes panistas, cada uno con su personalidad y características, han tenido un común denominador: su absoluta indisposición a tratar con los priistas. A menos de que el primer gobierno panista le hubiera dado una estocada de muerte al PRI inmediatamente después de tomar la presidencia en 2000, la estrategia anti-PRI dejó de tener viabilidad para convertirse en un mero parapeto y justificación de las carencias e insuficiencias de esos gobiernos. Es evidente que una posible estrategia habría sido la de darle un ultimátum al PRI: se institucionalizan o les aplicamos toda la fuerza de la ley por todos los males que causaron sus gobiernos. Es  imposible determinar qué tan viable o exitoso pudiera haber sido un proyecto de esa naturaleza, pero no me queda duda que la oportunidad para hacerlo se encontraba en 2001. Pasado ese momento, todo pasó a otro plano y el PRI se convirtió en la única contraparte viable. Fox y Calderón decidieron no tomarla y con ello condenaron sus administraciones al desastre al que los consignará la historia.

No tengo idea de qué tantos panistas pragmáticos como Diego existan, pero ciertamente esos no han sido presidentes. La complejidad de un gobierno dividido no es menor, pero ésta se ha acentuado por la absoluta ausencia de pragmatismo y reconocimiento de las realidades del poder en la era post-PRI. Observando el proceder de los políticos más prominentes en ambos lados de la barrera a partir de 2000, me quedo con la clara impresión de que se hubiera podido avanzar mucho más de haber habido capacidad y disposición negociadora para hacerlo. Las estructuras institucionales son muy importantes, pero es muy fácil exagerar su relevancia en un país con instituciones tan débiles. En esas circunstancias, un liderazgo efectivo pudo haber hecho magia.

Diego, como todos, tiene sus falibilidades, pero en el contexto de un país con instituciones débiles que por años vivió del autoritarismo y la disciplina impuesta por reglas no escritas, ha sido el prototipo del “hombre institución”, esa especie rara de personas en diversas actividades -gobierno, partidos, empresarios, periodistas, etcétera- comprometidas con una visión de Estado y que la anteponen ante otras consideraciones y sin la cual probablemente hubiera sido imposible compensar las carencias tanto personales como institucionales de nuestra vida pública. Lo impactante es que se haya desarrollado esa “especie”, particularmente porque eso prácticamente no ocurrió en países que vivieron sometidos por dictaduras militares y autoritarias.

Es imposible imaginar qué tan exitoso o fallido hubiera sido un gobierno panista encabezado por una persona como Diego en la era post-PRI. De lo que no tengo duda alguna es que al menos lo hubiera intentado y en eso la diferencia habría sido enorme.

 

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Herejías piadosas

Luis Rubio

Circula una propuesta en internet para resolver el problema del narcotráfico y construir una nueva plataforma de desarrollo. Algunos quizá la tilden de inviable, y ciertamente no es más que una expresión de profunda frustración, pero un agudo y experimentado observador de nuestra idiosincrasia político-gubernamental afirma que «es el programa más serio y mejor conceptualizado que he visto. Sobre todo porque es perfectamente realizable por nuestra excelente clase política». El asunto merece una seria consideración.

La propuesta es elegante por su sencillez: propone acabar con el narcotráfico en tres años por medio de una «metodología infalible», el proyecto NOMAMEX.

El proyecto contiene ocho pasos: «I.- Legalizar el comercio de drogas; II.- Declararlo área estratégica para el desarrollo nacional; III.- Nacionalizar la industria productora de estupefacientes; IV.- Crear un organismo desconcentrado en el que resida el monopolio del Estado para la producción y comercialización de las drogas: Nacional Operadora de Mota y Alcaloides Mexicanos (NOMAMEX); V.- En asamblea nacional, encabezada por diputados y senadores, Carlos Romero Deschamps, Napoleón Gómez Urrutia, Joaquín Hernández Galicia, Elba Esther Gordillo y Martín Esparza Flores, entre otros, constituir el Sindicato Mexicano de Trabajadores de la Industria de los Narcóticos; VI.- Esperar un par de años; VII.- Crear una comisión legislativa encargada de auditar a NOMAMEX; y VIII. Problema resuelto, en el tercer año podremos observar, entre los Narcomerciantes Nacionales, huelgas, luchas de poder internas y ausentismo. La industria del narcótico se encontrará colapsada y requerirá de una reforma jurídica de fondo. Con toda seguridad los productos escasearán y costarán 40 o 50 veces lo que deberían, inhibiendo por completo la demanda y acarreando hacia la pobreza con todos los miembros de la floreciente industria».

El autor, presumiblemente una persona llamada Francisco Vidal Bolado, agrega un corolario aclaratorio: «Esta metodología ha demostrado experimentalmente sus resultados, destacando entre sus logros la industria petrolera; la industria azucarera; el agro; la industria eléctrica y la industria minera; la industria pesquera, entre muchas otras».

Uno puede reírse o llorar al leer esta propuesta, pero no puede dejar de reconocer el ánimo que la produce. Nuestros políticos creen que nadie se da cuenta de lo que pasa en nuestro entorno. Las leyes que se aprueban no están pensadas para ciudadanos normales, esos que quieren vivir y aprovechar las oportunidades que genera la vida, sino que son proyectos diseñados por y para burócratas que no hacen otra cosa sino depredar. El texto también revela un profundo resentimiento hacia nuestros gobernantes no sólo por el hecho de desperdiciar los recursos nacionales, sino por la ausencia de soluciones prácticas y funcionales.

La propuesta me recordó otro proyecto de similar profundidad y desilusión. Hace unos quince o dieciocho años Josué Sáenz, quien se presentó como un «ex-alto funcionario de la baja burocracia», planteaba la urgencia de crear un «fideicomiso para la protección del pingüino». Por su geografía, decía Sáenz, México podía reclamar ser parte del Tratado de la Antártida y, como tal, crear un marco legal destinado a proteger a los pingüinos. Para administrar el fideicomiso proponía enviar a nuestra clase dirigente a encargarse del asunto. El FIDEPIN, decía Josué, emplearía a nuestros políticos pero, concluía, «seguramente acabarán con el pingüino».

El tema cambia pero el tenor es similar. Los mexicanos no requieren otra cosa que un ambiente de certidumbre dentro del cual poder funcionar. Las eras de oro del crecimiento económico tuvieron lugar precisamente cuando se logró esa certidumbre. En los cincuenta y sesenta, al igual que por un breve periodo en los noventa, la población gozó de un marco legal que era creíble, la gente tenía confianza en la palabra de las autoridades y la economía funcionaba: se ahorraba y se invertía. Al gobierno emanado de la Revolución le tomó décadas ganarse la confianza de la población y poco a poco cimentó el desarrollo de un incipiente sector empresarial. Años de construcción se vinieron abajo cuando, al inicio de los setenta, el gobierno modificó las reglas del juego e incorporó toda clase de regulaciones y restricciones que no hicieron sino hinchar la burocracia y coartar el crecimiento de la economía.

En los ochenta se intentó restaurar el entorno de certidumbre, pero el único mecanismo susceptible de generar confianza resultó ser un acuerdo bilateral con Estados Unidos, el TLC. Este instrumento eliminó la discrecionalidad burocrática en diversos sectores de la economía, lo que favoreció el crecimiento de la inversión y, por un breve periodo, tasas relativamente altas de crecimiento del producto. Lamentablemente, la guerra política que se inició con el FOBAPROA, la inconclusa transición política y la falta de rumbo e instituciones con que nació la era democrática acabaron por minar la confianza. No es casualidad que la única parte de la economía que funciona de manera casi automática es la que se encuentra normada (y, por tanto, protegida) por el TLC. Todo el resto se rezagó en la historia o vive acosado por regulaciones y burocratismos que le impiden al país florecer.

Las propuestas de acabar con el narcotráfico o salvar al pingüino no son más que elucubraciones mentales de mexicanos desesperados que conocen la forma de funcionar de nuestro país a la perfección. Su propuesta no es más que una sátira de la vida cotidiana, esa que es obvia para todos excepto para quienes tienen en sus manos la posibilidad de cambiar la realidad. Peor, la experiencia muestra que los obstáculos a cualquier cambio son tan formidables -los intereses tan intrincados- que incluso cuando llega al gobierno un presidente empresario o cuando funcionarios probos que comprenden bien la problemática son nombrados responsables, acaban atrincherados, imposibilitados de llevar a cabo un cambio y explicando por qué no se puede. Con frecuencia, los liderazgos de las cámaras no hacen sino solapar al sistema para preservar sus propios privilegios.

El cambio político que se dio en 2000 no transformó las estructuras de poder en el país: modificó los flujos de poder y los pesos relativos entre quienes lo detentan, pero no alteró el hecho del control político, burocrático, sindical y empresarial. Es la impunidad y los privilegios los que hacen posible al narcotráfico e impiden el desarrollo del país. Sólo cuando éstos se terminen será posible lidiar con el narcotráfico y, con suerte, salvar a los pingüinos…

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Poder vs proceso

Luis Rubio

La crisis económica de los últimos años difícilmente pudo haber llegado en un momento más ominoso para el viejo orden internacional. Las instituciones, prácticas y relaciones de poder que surgieron con el final de la segunda guerra mundial y los acuerdos tomados en Bretton Woods colocaron a EUA en el centro del mundo y a las instituciones que normarían el funcionamiento de los mercados, el comercio y las transacciones financieras como el corazón de la interacción internacional. Sesenta años después las cosas se ven muy distintas. China se ha convertido en un formidable actor internacional, la economía de los llamados países emergentes ha cobrado una importancia inusitada y la mayoría de los desarrollados está en crisis. La vieja pirámide se ha invertido, alterando la realidad política internacional.

Ian Bremmer, autor de El fin del mercado, título un tanto exagerado dado su contenido, dice que el gran cambio se originó en la nueva correlación de fuerzas entre las naciones del orbe, pero responde más que nada a lo que el autor denomina capitalismo de Estado. Según Bremmer, un conjunto de países, la mayoría con gobiernos autoritarios o autocráticos, se ha distanciado de las reglas del mercado en las últimas décadas esencialmente gracias a la activa promoción de sus empresas paraestatales, reglas del juego discriminatorias y fondos soberanos de inversión. Con estos instrumentos, han logrado trastocar las instituciones que modularon las relaciones comerciales y de inversión a partir de los cincuenta y amenazan el funcionamiento del orden económico existente. Algunas de estas naciones, notablemente China, se han distinguido por la forma en que han conducido a sus economías y logrado elevadas tasas de crecimiento económico, en tanto que otras han logrado su poderío gracias a la posesión de amplios yacimientos petroleros, sobre todo Rusia y Arabia Saudita. El autor incluye a naciones tan diversas como Egipto, Brasil, India, Ucrania y Argelia en su argumentación, a lo largo de la cual trata de probar que el mercado ha funcionado muy bien y que el orden internacional corre el riesgo de colapsarse en los años por venir.

La verdadera tesis del libro es que el balance de poder a nivel internacional ha cambiado, que EUA ya no representa el poderío de antaño y que hay otras naciones, particularmente China, que se sienten con el mismo derecho de definir la forma en que debe administrarse la actividad económica. Es decir, que la antigua hegemonía estadounidense se ha venido abajo y que los valores que ese país promovía en la forma de economía de mercado y democracia han perdido legitimidad. La tesis no es novedosa pero no por eso deja de ser relevante.

Si uno analiza el argumento con detenimiento, la verdad es que la contraposición de posturas es interesante pero no siempre veraz. La operación eficiente de una economía no es algo fácil de lograr. Crear instituciones y reglas del juego eficaces para una economía de mercado requiere no sólo convicción sino también un gobierno capaz de hacerlas funcionar y eso, como hemos podido ver en México en los últimos años, no siempre ocurre. En adición a lo anterior, la democracia, complemento necesario de una economía de mercado, requiere en sí misma instituciones e incentivos que la hagan operar. En ausencia de éstos no es posible esperar que así funcione y que los actores políticos se comporten de acuerdo a sus reglas.

En adición a lo anterior, muchas naciones ni siquiera han pretendido construir una economía de mercado o un sistema político democrático. El grupo de naciones que cita el autor difícilmente se ha distinguido por sus intentos de construir una democracia funcional y, cuando lo intentaron, como en el caso de Rusia, el experimento duró apenas unos cuantos años. Es en este sentido que la verdadera tesis del libro resulta relevante porque entraña enseñanzas y consecuencias que no debemos ignorar.

Lo inusitado del ascenso de naciones como China en el concierto internacional no reside en el hecho mismo, pues la historia del mundo se ha caracterizado por transiciones de potencias una y otra vez. Lo interesante del ascenso chino es que se trata de una nación enorme con un gobierno centralizado y con visión estratégica que tiene la capacidad de trastocar no sólo el balance de poder internacional sino la forma misma en que funciona el planeta en ámbitos que van desde la economía hasta la forma de vivir. Otras naciones igualmente grandes, o más, como India quizá acaben teniendo un menor impacto porque se caracterizan por una estructura de poder interno más difusa, independientemente de que tengan la posibilidad de acabar siendo mucho más ricas. Además, y quizá más importante, el gran tema es menos quien asciende y quien desciende que cómo se da la interacción entre las naciones más poderosas.

China y EUA han tenido muchos años de cooperación pero en los últimos tiempos parecen estar avanzando hacia una ruta de colisión. Cuando uno escucha a los funcionarios chinos, el mensaje claro y llano es que no buscan una colisión sino, más bien, una ruta más equitativa en la definición de los principales temas que aquejan y caracterizan al mundo. China, nación orgullosa que se siente con derecho, no ve razón alguna por la cual tenga que sujetarse a las reglas del juego que estableció EUA como potencia dominante hace sesenta años o que su evolución interna, económica y política, tenga que asemejarse a la que se ha supuesto en el mundo occidental.

Por décadas, desde que China se reintegró al mundo y comenzó su apertura económica, la presunción en EUA era que el crecimiento de la economía llevaría a demandas de participación política lo que, a su vez, transformaría a esa nación en una democracia. Ese escenario puede seguir siendo posible, pero al día de hoy no cabe duda que el sistema político centralizado que funciona en torno al Partido Comunista retiene el poder político. Hasta ahora, China ha logrado eso en buena medida gracias a su obsesión por mantener elevados niveles de crecimiento económico y su disposición a cambiar lo que sea necesario, reformar cualquier estructura o institución, con tal de lograr el crecimiento. Esa estrategia, que contrasta dramáticamente con la de nuestros políticos y gobernantes, ha mantenido satisfecha a la población de esa nación.

El actual equilibrio de poder en China y entre China y el resto del mundo dependerá en buena medida de la forma en que EUA negocie y satisfaga a aquel gobierno o lo confronte y amenace. Cualquiera que sea la forma, lo que es indudable es que, como dijo Napoleón, una vez que despertó el gigante asiático, todo será diferente.