Luis Rubio
Las movilizaciones populares en Egipto han abierto un gran debate en el mundo. Algunos gobiernos, como el de China, de inmediato cerraron toda fuente de información proveniente del país árabe para evitar cualquier posible “contagio”. La opinión pública europea y estadounidense se ha venido rasgando las vestiduras en una discusión que a veces parece emanada de Rashomon, la película japonesa en que cada uno de los actores tiene una lectura distinta sobre un mismo incidente. Algunos han celebrado el levantamiento en contra de un líder autoritario que, en sus ochenta, ya no ofrece viabilidad ni a los miembros de su coalición tradicional. En las muchas lecturas que se hacen de los eventos de Egipto hay una pregunta que se repite una y otra vez: dónde más podría suceder algo así.
Aunque un tanto absurda, la pregunta no es necesariamente ociosa. No cabe ni la menor duda de que en el mundo persiste un amplio núcleo de gobiernos autoritarios que preferirían ser dejados en paz, por sus propias poblaciones y por el resto del mundo. Sin embargo, la noción de que las naciones se “contagian” dice más de quien hace la evaluación que de la historia del mundo. Tan importantes son los sucesos que ocurren en Egipto como la lectura de estos en diversas capitales. En muchos sentidos, esto último parece ser lo más significativo.
No hay mejor perspectiva que la que da la distancia y el tiempo. Aquí van algunas observaciones:
- Lo que ocurre en las calles de El Cairo y otras ciudades de Egipto tiene características propias que algunos reporteros han relatado con extraordinaria claridad. Sin embargo, quizá lo más interesante sea observar el debate al respecto en las capitales occidentales. En EUA el debate sigue dos dinámicas: por un lado, el aplauso a la democratización de un país, proceso que unifica a la izquierda con la derecha. Por el otro, tanto en EUA como en Europa, es patente la dualidad entre la bienvenida apertura y los temores sobre un giro hacia el islamismo más retrógrado. No son excepcionales los títulos de artículos periodísticos como “¿quién perdió Egipto?”, como si esa decisión estuviese radicada en Washington, Paris o Moscú. El dejo de arrogancia en mucho de ese debate es verdaderamente impactante, sobre todo porque lo que se debate poco o nada tiene que ver con lo que ocurre en Egipto: todo es sobre intereses locales y la dinámica política interna.
- Las revoluciones, si es que eso es lo que acaba siendo la culminación de estas manifestaciones y protestas, son siempre atractivas. La euforia asociada con la liberación de la población y remoción de los antiguos dueños del poder es fuente interminable de fantasías y oportunidades novelísticas, pero rara vez resuelve los problemas de la población que protesta. Egipto es un país esencialmente rural cuya población depende de las dádivas gubernamentales en la forma de subsidios al pan y otros insumos básicos. Los que protestan, esencialmente clases medias urbanas, siguen una lógica universal: la libertad, igualdad y fraternidad que sigue inspirando la Revolución Francesa de 1789. Sin embargo, muy pocas de esas revoluciones acaban consagrando esos principios elementales; quizá el ejemplo positivo reciente más relevante sea Indonesia. Sin embargo, la mayoría acaba siendo secuestrada por extremistas de un color u otro: desde Robespierre en Paris y Lenin en Petrogrado hasta Khomeini en Irán. Luego de la etapa romántica viene la dura realidad y ahí casi siempre ganan los contingentes que están organizados, comparten una ideología previamente consolidada y están dispuestos a todo: unos comienzan y otros acaban a cargo. Todo indica que este movimiento lo cooptó el ejército con gran celeridad para que todo cambie y todo siga igual. De hecho, en su origen y dinámica, esta “revolución” se parece más al 68 mexicano que a Irán o Praga.
- Es evidente que hay una negociación tras bambalinas. La vieja coalición que sostenía a Mubarak en el poder se apuntalaba en el ejército, que ahora ha tomado control del gobierno. El nuevo vice presidente lleva años conduciendo los asuntos del Estado egipcio desde los órganos de seguridad y evidentemente tiene la capacidad para articular negociaciones con los grupos clave. Si bien no hay nada certero en estos procesos de cambio súbito, parece más probable que la vieja estructura de poder se sostenga en el gobierno, pero ahora sin Mubarak. El viejo adagio de que el problema no es el poder sino la vejez de quien lo detenta se vuelve a confirmar. El error de Mubarak, como de tantos otros líderes duros (Porfirio Díaz viene a la mente), consistió en preservarse en el poder, considerarse indispensable y, con ello, perder la confianza de su propia estructura de soporte político. Ninguna duda de que muchos egipcios quieren un mundo de libertades pero no es obvio que eso sea lo que van a acabar recibiendo.
¿Habrá algo que nos diga la crisis egipcia del México de hoy? Algunos observadores han señalado que el potencial de contagio es muy elevado, sobre todo en los países con gobiernos incompetentes. Algunos se preguntan si México podría ser el siguiente. La verdad es que no hay paralelo alguno. Es posible que existieran algunas semejanzas con el viejo sistema, pero el país ha evolucionado en una dirección distinta. Para comenzar, una de las genialidades del sistema priista fue la de institucionalizar al porfiriato con el sistema sexenal: el presidente podía ser muy fuerte y abusivo, pero existían tiempos límite al abuso. Más importante, por mal que vayan las cosas en el país, hoy gozamos de libertades que antes eran simplemente impensables y, en todo caso, no habría contra quien sublevarse. El viejo sistema sólo existe en la mente de algunos priistas nostálgicos, porque todos los demás mexicanos sabemos que el poder se dispersó y no hay marcha atrás. México es un país complejo y esa complejidad lo paraliza, pero no es un país inestable, al borde de la catástrofe.
Lo que el caso egipcio si demuestra es que la población puede tolerar muchas cosas pero su paciencia no es infinita. Encuesta tras encuesta demuestra que la población mexicana no quiere violencia y, a la vez, comprende profundamente la complejidad del momento. Pero eso no quita que el país legítimamente reclame una transformación seria en lo que más lo aflige: la criminalidad y la parálisis económica. La mayoría reclamará en las urnas, pero algunos estarán tentados a probar otros caminos. En México el problema no es el gobierno autoritario sino el mal sistema y estructura de gobierno que tenemos. Las pirámides y otras semejanzas son interesantes, pero la esencia es la disfuncionalidad gubernamental.
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