Luis Rubio
Justicia y legalidad deberían ser idénticas y simultáneas pero no siempre es así. Las víctimas quieren justicia independientemente del cumplimiento estricto de la ley, en tanto que los acusados se amparan en el texto de la ley para evitar la arbitrariedad. La tensión entre estos dos principios elementales de convivencia social es saludable, pero no siempre fácil de conciliar. El caso de la francesa Florence Cassez, acusada de secuestro, cae claramente en las grietas que arroja esta tensión a su paso. Al margen del caso específico, la pregunta importante para nosotros como ciudadanos es qué clase de sociedad queremos construir: una que se apega a las reglas y obliga a todos a cumplirlas o una en la que la justicia es caprichosa y mediática, es decir, arbitraria.
Según un viejo axioma derivado de la era romana y atribuido al suegro de Julio César, hay que «dejar que la justicia sea hecha aunque se colapsen los cielos». El principio es lógico y poderoso: cuando se comete una injusticia, un crimen o un agravio, la víctima tiene todo el derecho de reclamar que quien sea culpable pague el precio de su acción en la forma que corresponda: resarciendo el costo, pagando una pena o purgando una sentencia. Nada hay más importante para una sociedad que el que los delincuentes enfrenten la ley y se haga justicia.
El problema, como bien sabemos los mexicanos, es que la realidad no siempre es tan nítida. Por ejemplo, no es obvio que se esté haciendo justicia cuando una comunidad actúa por su propia mano en la forma de un linchamiento. Es fácil comprender que una población que se siente agraviada por la enorme criminalidad que padece reclame justicia y esté dispuesta a aceptar cualquier medio justiciero como resarcimiento del daño. En un contexto en el que ha habido más de treinta mil muertos en años recientes y decenas de miles de secuestros y muchos más robos, el hecho de que al menos algunos delincuentes acaben en la cárcel parecería una forma razonable de justicia. Pero ¿a qué precio?
Hace algunos años hubo un caso ilustrativo en España. Resulta que los narcos recibían la droga en altamar, la bajaban a lanchas super veloces para hacerla llegar a tierra para su distribución en el mercado. La droga fluía sin mayores estragos hasta que la policía tuvo la capacidad de interceptar esas lanchas. En un caso específico que se volvió paradigmático, la policía logró detener a una lancha. Sin embargo, para cuando los oficiales la abordaron, la droga había desaparecido en el mar. Aunque había fotografías del cargamento, la droga ya no se encontraba en la embarcación. El fiscal presentó su argumentación ante el juez pero la falta de pruebas resultó contundente: en su decisión, el juez afirmó que no tenía la menor duda del contenido de la carga en la lancha pero que, desde la perspectiva de la ley, la falta de evidencia pesaba más. Los narcos quedaron en libertad no porque fueran inocentes sino porque el juez privilegió el Estado de derecho. De manera similar, a muchos mexicanos se les han conmutado penas en EUA o han sido puestos en libertad no porque no sean culpables sino porque la fiscalía, el equivalente del ministerio público, se saltó pasos procedimentales (como no avisarle al consulado). O sea, por meros “tecnicismos”.
El Estado de derecho es el principio de que la autoridad tiene la legítima atribución de actuar estrictamente de acuerdo a las leyes que están escritas, son conocidas por todos y se adoptan y hacen cumplir de acuerdo a procedimientos establecidos. El principio tiene por objetivo salvaguardar a la población –víctimas o inculpados- de actos arbitrarios por parte del gobierno. Ese es el principio que afirman y hacen cumplir jueces como el español antes mencionado. No son meros tecnicismos: se trata de la esencia de la legalidad. Un mal proceder gubernamental se paga en la forma de un fracaso judicial.
El caso Cassez es complicado por estas razones. Yo no tengo idea de la culpabilidad de la señora. Lo que si me queda claro es que hubo una multiplicidad de violaciones en los procedimientos. Las víctimas de los secuestros que se le atribuyen evidentemente, y con razón, claman justicia. La pregunta es si cualquier precio de esa justicia es justificable.
Hacer valer el Estado de derecho implica un compromiso con un orden social, político y legal distinto. Entraña, por principio, una disposición a aceptar la ley como norma y mecanismo de interacción entre las personas y entre éstas y el gobierno, cualquiera que sea el asunto. Implica que el gobierno (incluyendo policía y ministerios públicos) tiene que ser escrupuloso en su actuar. Si uno piensa en todos los temas en que la sociedad interactúa con el gobierno (como impuestos, regulaciones, asesinatos, robos, permisos, manifestaciones), imponer el Estado de derecho implicaría un cambio radical en nuestra realidad social y política. El número de instancias en que la población o las autoridades violamos la ley es impresionante.
Algunos casos muy sonados de delitos (como secuestros o asesinatos) tienden a generar un entorno social extraordinariamente cargado. Los medios toman posturas extremas y tienden a linchar a los presuntos culpables sin que haya mediado un juicio. Los procuradores alientan a la galería y atizan el fuego. Muchos de ellos acaban con las manos quemadas porque no lograron probar su caso o porque la impudicia en los procedimientos acabó derrotándolos (como fue el caso de una niña muerta en su cama en el estado de México). Nuestra costumbre es la de la nota roja, que es contraria a la esencia del Estado de derecho, cuyo principio elemental es que todo mundo es inocente hasta no ser probado culpable. La gran pregunta es, pues, qué clase de sociedad queremos construir: una que logra la revancha en cada esquina o una que se apuntala en el principio elemental de respeto a los derechos de las personas, sean víctimas o culpables.
En lugar de afianzar la legalidad y, con ella, avanzar la causa de la justicia, hemos convertido en circo mediático todos los temas relativos a la criminalidad. Las autoridades crean montajes para probar su argumentación, los reporteros se han convertido en fiscales y jueces de última instancia y las policías y ministerios públicos se consagran como las profesiones menos profesionales y competentes del país. Observar a “la Barbie” y “el JJ” convertirse en héroes populares debería darnos asco porque no hay nada más contrario a la justicia. Y, sin embargo, esa es la forma en que la justicia y la ley, dos componentes centrales de una sociedad democrática, han avanzado en el país.
¿Qué clase de sociedad, y de democracia, queremos?
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