Prosperidad

Luis Rubio

¿Para qué mejorar si se puede seguir igual? ¿Para qué cambiar si todo está bien? La propensión natural, quizá la más fácil, es quedarnos donde estamos, rechazar cualquier cambio y pretender que estamos muy bien. Como en la Edad Media, nuestros empresarios se resguardan detrás del gobierno protector buscando el equivalente moderno de aquellos fosos que solían rodear a los castillos medievales. Las circunstancias eran otras, pero la pretensión igual: impedir que las cosas cambien. Impedir la prosperidad.

El rechazo al cambio es ubicuo. Los empresarios son quizá los más vociferantes, pero están lejos de ser los únicos. Su argumento es razonable, pero absolutamente errado: primero arreglen las cosas que están mal y después hablamos. Por supuesto, el objetivo es posponer ese “hablamos” tanto como se pueda, dejando que la economía y los consumidores paguen el pato. Es cierto que muchas cosas no funcionan o funcionan mal, comenzando por el hecho de que la apertura económica ha sido muy desigual. Sin embargo, la oposición del sector empresarial a cualquier apertura es absurda.

Quizá no haya mejor ejemplo de lo absurdo de su oposición a la apertura que la relativa a la negociación de un tratado de libre comercio con Brasil. El argumento del sector privado es que los brasileños se pasean en México como si ésta fuera su casa mientras que los productos y empresas mexicanas enfrentan un mundo de protección y discriminación en aquella nación. De ser cierta esta apreciación, lo que el sector privado debería estar haciendo es exigirle al gobierno mexicano, en los términos más enérgicos, que proceda a negociar la inmediata apertura de Brasil a los productos mexicanos, pues sólo así se logrará equidad. A pesar de esta obviedad, su argumento es exactamente el contrario: no debe negociarse ningún tratado o acuerdo comercial mientras no se cambien las cosas dentro del país. Uno no puede más que concluir que, una de dos: o bien los empresarios mexicanos mienten respecto a la “injusta” competencia brasileña (que, por cierto, sería benéfica para el consumidor nacional), o carecen de toda argumentación lógica. También podría ser que prefieren no cambiar nada. No hay de otra.

La actitud empresarial no es enteramente distinta a la que caracteriza a otros sectores y grupos de la sociedad, actitud que se ve reflejada en el pobre desempeño que evidencia la economía, en el escepticismo y pesimismo que se ha vuelto axiomático y, en general, en el desorden que vive nuestro país. Claro que hay razones que explican algunas de estas actitudes, pero lo impactante es la total indisposición a enfrentar la realidad que nos ha tocado vivir. Como alguna vez escribió Hayek, oponerse a todo equivale a pretender contener grandes caudales de agua con una pequeña compuerta: tarde o temprano las aguas acaban no solo rebasando la presa sino arrasando con todo lo que encuentran a su paso. La oposición a ultranza no hace sino negar la realidad: no hace sino impedir que las cosas mejoren.

Una mejor perspectiva la ofrecen Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda en su excelente texto Regreso al futuro: “Sacar al PRI de Los Pinos fue el grito del año 2000. Llevar a México a la prosperidad, la equidad y la democracia eficaz debe ser el clamor de 2012. No queríamos en 2000 nada menos que la democracia. No deberíamos querer en 2102 nada menos que la prosperidad”. Se trata de la pregunta importante que todos los mexicanos deberíamos estar haciendo: qué es necesario para sentar las bases para la construcción de una prosperidad creciente y de largo plazo.

Los males del país son muchos y muy pronunciados. Sin embargo, no son especialmente distintos a los que caracterizan a otras naciones. La diferencia es, en buena medida, que nosotros hemos decidido privilegiar los problemas en lugar de intentar avanzar soluciones. El caso paradigmático es sin duda el de Brasil, donde la violencia es mayor a la de México y la infraestructura mucho peor y, sin embargo, la actitud de su población es exactamente la opuesta: allá la pregunta es cómo le hacemos a pesar de los problemas que enfrentamos y no cómo le hacemos para seguir sin cambiar.

El caso de las cámaras empresariales es francamente patético. En vez de demandar mejores servicios, respeto a la ley, equidad en la apertura y el fin del abuso, su demanda es privilegios, menos apertura y toda la arbitrariedad para mi beneficio y no para alguien más. Esa puede ser una definición de modernidad, pero ciertamente no una base sensata para la construcción de la prosperidad.

La paradoja es que los primeros grandes beneficiarios de la apertura serían los propios empresarios que hoy ven con temor cualquier cambio. Uno esperaría que el empresariado estuviera buscando mejores formas de hacer las cosas, nuevas tecnologías, mejorar sus procesos, elevar la calidad y, para lograr todo eso, presionar al gobierno para que haga posible una elevación sistemática de la productividad. El empresariado brasileño puede gozar de muchos mecanismos de protección, pero su actitud es la de un sector pujante, deseoso de mejorar. La del nuestro es la de perseverar e, inevitablemente, queriéndolo o no, abusar del consumidor.

Es evidente que el país cuenta con innumerables empresarios y empresas que son tan buenos como cualquiera, que son capaces de competir y que lo hacen de manera cotidiana. Esos empresarios han demostrado que no todo en el entorno tiene que ser perfecto ni estar resuelto para poder competir y ser exitosos. Es decir, son exitosos a pesar de las dificultades que les impone el ambiente, las regulaciones gubernamentales, la inseguridad y todos los obstáculos que puede imaginar la burocracia. Sin embargo, en lugar de dedicarse a impedir que el país progrese, tratan de impulsarlo. Por supuesto, todos ellos defienden sus intereses, muchos de los cuales sin duda son legítimos. El proceso político –dentro del gobierno, en las instancias regulatorias y en las legislativas- está ahí, o debería estarlo, para asegurar que prevalezca el interés general, comenzando por el del consumidor. Ser exitoso no choca con defender intereses, pero en general implica tener una visión de largo plazo que permita discriminar entre los temas que justifican una oposición de aquellos que son necesarios para el avance del país.

La historia de las últimas décadas muestra que los tratados de libre comercio han servido para mejorar las condiciones de funcionamiento de la economía y eso ha beneficiado a todos. Son claramente temas que ameritan apoyo –y estrategia- en lugar de una oposición a ultranza. No se puede aspirar a la prosperidad preservando lo que genera retraso y pobreza.

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