La contienda

Luis Rubio

Yo no se quién va a ganar la contienda presidencial del año próximo, pero sí se que once meses en estos asuntos son una eternidad. Nada está escrito y todo son posibilidades. Siguiendo sus circunstancias y peculiaridades, cada partido está construyendo sus opciones. Es lógico que haya unidad en el PRI porque para sus miembros regresar es lo único que importa. Lo contrario es cierto en el PRD, donde su historia es más un obstáculo que un activo. Igualmente natural es que el PAN viva la mayor efervescencia porque ahí se combina la presencia del presidente con un amplio número de aspirantes. Al final del día, nada de eso es relevante: lo crucial es quién será capaz de conquistar a un electorado cada vez más escéptico y, sobre todo, concentrado no en quién va a ser sino en qué hay que hacer.

El país se encuentra en una encrucijada que, aunque falsa en su esencia, domina la discusión política. Hace cincuenta años, el llamado “desarrollo estabilizador” comenzó a hacer agua: la economía perdió dinamismo y ninguna de las recetas tradicionales –gasto, inflación, deuda, protección, subsidios- resolvió el problema. Nos llevó veinte años entender que era indispensable replantear la estructura de la economía para convertir a la planta productiva en una fuente de riqueza, estabilidad y desarrollo. Se llevaron a cabo muchos cambios estructurales pero nunca se logró una transformación cultural: de las creencias, visiones y concepciones. El resultado es que mejoraron muchas cosas pero no cambió el país. Mientras las exportaciones funcionaron (la esencia de la nueva estructura), la economía logró un dinamismo respetable aunque no espectacular. Tan pronto se presentó el primer obstáculo (la crisis del 95), el debate político retornó a lo de antes: cómo cerrar, cómo proteger, cómo restaurar. La contienda presidencial que viene ha comenzado en ese mismo tenor.

Las viejas recetas no resuelven los problemas que afectan a la población y que se resumen en tres: seguridad, crecimiento económico y empleo. Estos tres temas yacen en el corazón del entuerto y no se resuelven con mayor autoritarismo, el control de las cámaras por el partido en la presidencia o la presencia de un cacique iluminado en Los Pinos. El país requiere una nueva manera de gobernarse, una nueva concepción del poder y un enfoque idóneo a la realidad actual para su desarrollo económico. Intentar restaurar un pasado que dejó de funcionar es absurdo y contraproducente. La lección de los pasados cincuenta años es muy simple: si no queremos el mismo resultado tenemos que hacer algo diferente. O, puesto en otros términos, no se puede construir un país estable y viable con el andamiaje autoritario de antaño, es decir, con el mundo de privilegios y prebendas que nos caracteriza. Esa contradicción yace en el corazón del desaliento y desesperanza que aqueja a todo el país.

En su libro sobre el desarrollo comercial en India, Rama Bijapurkar habla de un equipo de futbol que es, dice, experto en “robarse la derrota de las garras de la victoria”. Lo mismo le podría pasar al PRI en la presidencia o al PRD en el DF. No tengo duda que, al día de hoy, el PRI tiene la elección al alcance de la mano. Tampoco tengo duda que, como con el equipo de India, igual la gana que la pierde. A diferencia de los años del PRI duro, hoy ya nadie tiene certezas electorales y en eso hemos experimentado un cambio radical. Tampoco es evidente cómo afectan los alineamientos de los poderes fácticos: hoy cualquiera de los tres partidos grandes puede ganar. La pregunta es qué es lo que determinará la victoria y la derrota en esta ocasión.

 

Alcanzar la victoria va a requerir al menos la conjunción de tres factores: liderazgo creíble, proyecto convincente y estructura organizacional. Cada uno de los partidos y potenciales candidatos aporta algún activo pero ninguno satisface el conjunto. La presencia mediática en los últimos años confiere algunas ventajas, pero ciertamente no es suficiente. Al menos entre líneas, las encuestas muestran a una población harta de la falta de opciones y de la ausencia de claridad de rumbo. Lo peor es que la vieja cantaleta de los países pobres y ricos ya no es persuasiva: hoy los países ricos están en crisis y los antes pobres crecen de manera sistemática. Más importante, han logrado generar un espíritu positivo y optimista entre sus ciudadanos. El mensaje es brutal: México tiene que completar su transformación estructural y cultural porque ninguna de las dos es suficiente. Y para ello se requiere un liderazgo creíble: susceptible de convencer y construir un nuevo camino. No hay caso exitoso sin liderazgo competente e inteligente.

Pero ese liderazgo también tiene que traer consigo un proyecto convincente tanto en su vertiente económica como en su estrategia de instrumentación. Aunque hay matices y estrategias particulares que distinguen lo que ha impulsado al desarrollo a los diversos tigres y jaguares asiáticos, latinoamericanos y ahora hasta africanos, la realidad es que el camino hacia el desarrollo es conocido y no muy contencioso. Lo complejo es adoptarlo e instrumentarlo. Nuestro problema es que las sociedades autoritarias (como China), las democráticas (como Brasil) y hasta las complejas (como India) han logrado avanzar hacia el futuro mientras que nosotros seguimos en las disputas por el poder de antaño. Nuestro reto es menos de definición que de instrumentación y eso requiere una estrategia de transformación política.

El fracaso de los últimos tres gobiernos radica esencialmente en su incapacidad e indisposición para construir un nuevo sistema político, adecuado a las circunstancias y susceptible de llevar a cabo la transformación que el país requiere. No ha habido claridad de rumbo, liderazgo o estrategia. Lo mínimo que la ciudadanía espera es un gobierno capaz de crear un entorno de seguridad, un gobierno con visión integral de desarrollo y un gobierno con la capacidad para llevarlo a cabo.

El fin de la era del PRI dejó como fardo un sistema ineficiente para la toma de decisiones y encumbró a un conjunto de entidades, grupos, sindicatos y empresas que han terminado por paralizar al país. La paradoja es que acabamos con una estructura sin contrapesos democráticos pero con vetos por doquier. Cualquier pretensión seria de gobernar tendría que comenzar por plantearle al electorado una estrategia convincente en esta dimensión y eso, en esta era, implica no una estrategia partidista sino una coalición de fuerzas y capacidades: los políticos y tecnócratas más experimentados y con una visión  integral, susceptible de arrojar resultados muy distintos al final del próximo sexenio.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Recesiones

Luis Rubio

Los últimos meses han sido por demás aleccionadores. Observar la forma en que los europeos han (medio) conducido la crisis griega o los estadounidenses retorcerse para no caer en una suspensión de pagos me llevó a reflexionar sobre nuestras propias crisis fiscales de las décadas pasadas. La conclusión a la que he llegado es que tenemos un gran producto de exportación del que no sólo no nos hemos percatado, sino que ni siquiera reconocemos su trascendencia.

Cualquiera que sea su origen, las crisis fiscales adquieren una dinámica que, tarde o temprano, nadie puede parar: los gobiernos las conducen o acaban siendo arrollados. En casi todos los casos, nuestras crisis se originaron por el lado externo: un gran desequilibrio en la balanza de pagos, usualmente producto de un exceso de deuda externa, llevó a una devaluación que, al elevar el valor en pesos de la deuda y de los intereses asociados, provocó una crisis en las cuentas públicas. Una vez que el ingreso gubernamental resultó insuficiente para pagar sus compromisos externos, el país se vio ante la necesidad de recurrir a sus acreedores o a los organismos multilaterales para financiar sus actividades diarias y reprogramar los pagos. Esas negociaciones siempre entrañan un ajuste interno en la economía para garantizar que se generará el volumen necesario de divisas que permitan cumplir con los pagos en los términos del acuerdo respectivo. En Europa o EUA el origen de la crisis fue distinto pero el resultado es el mismo: un desequilibrio insostenible.

El problema es que los gobiernos no siempre reconocen que sus opciones son limitadas. El caso de López Portillo resultó paradigmático: no sólo no reconoció la necesidad de actuar de manera contundente en el ámbito de la política económica, sino que sus respuestas incluyeron decisiones políticas (como la expropiación de los bancos y el control de cambios) que siguen afectándonos hasta el día de hoy. Con el tiempo, y con la extraordinaria experiencia que adquirimos en el manejo de las crisis, el gobierno aprendió a responder de inmediato y con enorme claridad de propósito. Aprendió que, en esas circunstancias, el ajuste fiscal es inevitable y que es mucho menos costoso realizarlo de inmediato y en el menor tiempo posible pues eso permite que, aunque la recesión resultante sea severa, la economía comience a recuperarse en cuestión de meses. Ninguna recesión es agradable, pero lo que hemos podido observar tanto en Grecia como en Estados Unidos sugiere que ha habido mucha más sabiduría entre los tecnócratas mexicanos de lo que muchas veces reconocemos.

Aunque se trate de circunstancias radicalmente distintas, Grecia y Estados Unidos son muy similares en un factor: en que sus monedas son internacionalmente reconocidas, situación que les ha permitido creer que pueden mantener desequilibrios fiscales permanentes sin costo alguno. El caso de los griegos es particularmente extremo porque para ellos el ajuste parece algo innecesario mientras sean los alemanes los que paguen. El caso estadounidense es patético porque han actuado como si su status de potencia fuera permanente e inalterable. Ninguno ha llegado a reconocer que su situación objetiva no es distinta a aquellas que nos tocó vivir muchas veces entre los setenta y los noventa y exactamente por la misma razón: por gastar sin recato.

El caso estadounidense es crítico para nosotros por el hecho de que la única parte de nuestra economía que realmente funciona es la de las exportaciones y éstas dependen de la salud de la economía de nuestros vecinos. Desde nuestra perspectiva, es clave que aquellos retornen a la senda del crecimiento. Lo que no es obvio para mí es que estén en camino de lograrlo porque no han realizado ajuste alguno y, en su proceso político, se están comportando exactamente igual como lo hicimos nosotros ante las crisis en los setenta y ochenta.

En términos muy simplistas, la división que existe en la sociedad norteamericana respecto a cómo enfrentar el desafío económico se reduce a qué tan importante son la deuda y el déficit fiscal para el futuro económico. Para el presidente Obama lo importante era estimular el crecimiento para, con una mayor actividad económica, reducir el déficit y comenzar a pagar la deuda. Para los Republicanos, sobre todo para los del grupo de «Tea Party», el estímulo que se aprobó en 2009 fue un fracaso y no tuvo más efecto que elevar el déficit y la deuda. Al final, el acuerdo logrado fue quizá el peor de todos los posibles para ambos lados: el presidente Obama acabó distanciado de su base Demócrata en tanto que la reducción del déficit será por demás modesta. Es decir, lo probable es que no habrá recuperación en el corto plazo ni una base sólida para una recuperación más adelante.

Yo no soy economista pero sí he vivido todas las crisis que nos han afectado desde los setenta. Lo que he observado es que lo más costoso ha sido la negación, la pretensión de que no pasa nada, que todo se puede posponer y que, como habría dicho Ruíz Cortines, los problemas se resuelven solos o con el tiempo. Es evidente que es mejor que la economía crezca a que esté paralizada; sin embargo, si algo muestra nuestra experiencia es que no se puede lograr una reactivación sostenible con finanzas públicas en desequilibrio permanente.  Pretender, como quieren muchos keynesianos y muchos Demócratas, que se puede seguir gastando sin límite y que no es necesario resolver los problemas de financiamiento de los pasivos laborales y de programas de salud es vivir en la negación. Tratándose de la economía más importante del mundo, y clave para nosotros, esa negación es sumamente peligrosa.

El conflicto político que yace detrás del desencuentro fiscal estadounidense no es sólo económico. Así como hay una parte de la sociedad estadounidense que ve en el gobierno la solución de sus problemas (lo que en términos fiscales implica más impuestos), para un amplio sector de esa misma sociedad los valores superiores residen en cosas como la frugalidad y la existencia de un gobierno menos intrusivo. En un mundo ideal, lo mejor, para ellos y para nosotros, sería que los americanos resolvieran sus diferencias con un mayor crecimiento económico que viniera acompañado de una reducción sistemática del déficit y de la deuda. Nuestra experiencia sugiere que eso sólo se logra con un ajuste al inicio y no con una apuesta al éxito por vía de más gasto.

Nuestro «producto de exportación» es evidente: la estabilidad fiscal es precondición para cualquier otra cosa. La mayor parte de los políticos mexicanos así lo aprendieron. Capaz que algo de esto podríamos enseñarle a nuestros perdidos vecinos.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Crisis política

Luis Rubio

La verdadera crisis del gobierno estadounidense no es fiscal sino política. Lo fiscal es un mero síntoma de la disfuncionalidad a la que ha llegado su sistema político. El detonador inmediato ha sido la exigencia legal de que el poder legislativo apruebe el límite de endeudamiento del gobierno, pero el fondo del asunto se remite a una profunda división que existe en la sociedad respecto a la función del gobierno en el desarrollo. Quizá lo más revelador de la naturaleza de su problema es el hecho de que los dos partidos políticos tradicionales ya no representan al conjunto de su sociedad, lo que hace cada vez más dependientes a los legisladores de grupos organizados con intereses muy específicos.

Hay muchas manifestaciones del proceso político por el que atraviesa nuestro vecino del norte, comenzando por las agudas diferencias de perspectiva entre los “azules” y los “rojos”. Si uno observa el mapa electoral a lo largo de los últimos diez o quince años, lo evidente es la polarización electoral que ha sufrido y que ha dividido a los votantes entre azules o Demócratas, y rojos o Republicanos. Con excepciones menores, los azules dominan las costas en tanto que los rojos monopolizan todo el resto. Los colores no hacen sino evidenciar formas radicalmente distintas de entender la vida y expresar anhelos sobre el futuro. Los azules tienden a despreciar a los rojos y calificarlos de primitivos e incultos, en tanto que los rojos califican de elitistas y europeizantes a los azules. Aunque se trata de una caricatura, constituye un reflejo de las actitudes y percepciones prevalecientes.

En mis actividades académicas visito muchas universidades todos los años, algunas en el centro del país, otras en las costas. Todas ellas son de primer nivel en términos de la calidad de su profesorado, excelencia académica, número de premios Nobel y otras medidas que se emplean para compararlas. Sin embargo, el contraste entre unas y otras no podría ser más grande. En una universidad en St. Louis Missouri, por ejemplo, varios profesores llegan en pickups y más de uno es miembro del National Rifle Association, la organización que reúne a quienes abogan por el derecho a portar armas, y muchas de sus actitudes políticas o sociales son por demás conservadoras. En lugares como Boston o Nueva York la escena es exactamente la contraria: los coches de su predilección son híbridos y sus preferencias sociales y políticas son claramente liberales.

Para unos, la función del gobierno es hacer lo menos posible, dejando al individuo y al mercado las oportunidades del desarrollo. Para los otros el gobierno debe garantizar una plataforma básica de servicios y derechos que son, en su visión, la esencia de la civilización. En uno de los temas más disputados y controvertidos de los últimos años, el de la provisión de servicios de salud, unos quieren que sea el individuo quien decida a través de la adquisición de un seguro médico, en tanto que los otros consideran que esa es una obligación elemental del Estado. El mismo tipo de diferencias existen en otros asuntos: la seguridad social, el gasto en defensa, el derecho a la posesión de armas, la asistencia a los pobres, el comercio internacional y la migración ilegal. Del lado Republicano piensan que el individuo debe decidir cómo gastar su dinero, razón por la cual es mejor tener un régimen de impuestos bajos. Por el lado Demócrata piensan que el gobierno está ahí para promover la igualdad en la sociedad y que los impuestos son el medio para pagar su costo.

Inexorablemente, estas diferencias de perspectiva se reflejan en el presupuesto gubernamental en buena medida porque por décadas todo mundo obtuvo lo que quiso hasta que los montos resultaron inmanejables y esa es la crisis fiscal en la que están ahora. Lo notable no son los problemas sino que las propuestas de solución de cada uno no son siquiera comprensibles para el otro lado. En términos generales, los Demócratas no aceptan recorte alguno en los programas sociales en tanto que los Republicanos no aceptan incremento alguno en los impuestos. El corazón del asunto no reside en la defensa de principios programáticos e ideológicos sino en la negativa a aceptar la existencia del problema. Los programas sociales, sobre todo el llamado medicare, para adultos mayores de 65 años, es muy popular pero no tiene una fuente de financiamiento sostenible y su costo crece a una enorme velocidad. Para los Demócratas el asunto del financiamiento es una mera nimiedad que no tiene consecuencias. El equivalente para los Republicanos es el gasto en defensa y los costos de sus diversas aventuras militares. Ninguno reconoce la escala de los costos o las alternativas evidentes: menos gasto o más ingreso.

El movimiento del “tea party”, surgido en buena medida como reacción al proyecto de estímulo fiscal y al de universalización de los servicios de salud del presidente Obama, plantea un regreso a lo básico: recortar todo lo que sobra para retornar a una situación de salud fiscal y de control del crecimiento de los tentáculos del gobierno en todos los ámbitos de la vida. Independientemente de la filosofía que lo anima, muchos de los diputados que el movimiento patrocinó y que hoy constituye la mayoría en el congreso, su implementación práctica ha sido fundamentalista: todo o nada. Por su parte, el presidente Obama ha sido igualmente intransigente: ninguna concesión en sus programas estelares y nada sin aumento de ingresos.

Más allá de las personalidades, quizá el mayor problema práctico es que los dos partidos tradicionales ya no representan más que al 65% del electorado (en comparación con más del 90% hace veinte años). Eso ha llevado a que ninguno quiera asumir riesgos elevados respecto a su reelección. Un agudo (y cínico) observador en Washington dice que el problema político inmediato es muy simple: para poder reelegirse, Obama requiere del apoyo de los Republicanos y eso implicaría sacrificar a su base tradicional. Es decir, como dicen allá, politics as usual: lo primero son los intereses personales de los políticos y lo demás es lo demás. Algún día saldrán de su crisis política porque esa es la naturaleza de su pragmatismo; pero eso no cambia la estela de incertidumbre y disfuncionalidad que están dejando en el camino.

Lo impactante de Washington hoy es el desdén de su clase política a la trascendencia de EUA como superpotencia. A prácticamente nadie le importan las consecuencias de su actuar (o inacción) sobre el dólar o el comercio internacional, temas cruciales para el resto del mundo. Serán los privilegios de ser potencia, pero no una buena manera de conducir un imperio.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

El otro lado

Luis Rubio

Las imágenes no dejan de impactar. La relación con Estados Unidos es quizá, como dice Sidney Weintraub, la más atípica del mundo, y la variedad de componentes extraordinaria y mucho más rica, y compleja, de lo que parece a simple vista. En la llamada villita de Chicago me encontré escenas que no sólo animan al ojo, sino que causan emociones encontradas. Ahí convergen culturas dispares, historias extraordinarias y una relación bilateral que los intercambios oficiales difícilmente logran visualizar.

En la villita hay de todo: tiendas, imágenes, paseantes, cafés, restaurantes, merolicos, tamales, activistas, niños, pordioseros, paleteros con su carrito importado de Puebla y cientos de caras de gente absorbiendo un nuevo (y con frecuencia viejo) mundo. Como en tantos otros rincones de la geografía estadounidense, lo que antes era un espacio norteamericano se fue convirtiendo en una concentración hispana, mayoritariamente mexicana. Pero lo impactante es la prosperidad y entusiasmo que se observa en las caras de las decenas de personas que pululan el lugar. Imposible conocer las historias de todos, pero las de un pequeño núcleo con el que conversé evocaban toda una vida y las enormes posibilidades, con todo y los sacrificios que entrañan, que la libertad les ha ofrecido.

Lupita, la más comunicativa del grupo, es originaria de Zacatecas, donde dejó dos hijos al cuidado de sus padres. Como tantos otros, comenzó empleada como camarera en un hotel. Eventualmente quedó de encargada de la lavandería, donde aprendió los intríngulis del negocio. Con el tiempo consiguió un crédito para comprar dos lavadoras y dos secadoras y puso su propia lavandería. Al principio sólo la abría en las noches al regresar del hotel porque alguien tenía que estar ahí todo el tiempo y, por más que las máquinas funcionaban de manera continua, el ingreso no era suficiente para dejar su trabajo o pagar un empleado. En vez de aceptar su derrota, Lupita inventó un nuevo negocio: ya no sólo rentaba las máquinas a quien viniera a usarlas, sino que comenzó a ofrecer el servicio de lavado, doblado y planchado para quien no quisiera o no tuviera tiempo de ir a la lavandería y esperar ahí. Aunque el nuevo servicio tuvo el efecto de quitarle horas de sueño, en tres meses Lupita generó suficiente ingreso para ampliar su crédito, comprar cuatro lavadoras y secadoras adicionales y dejar su empleo en el hotel. Hoy Lupita tiene tres tiendas de lavado con ocho empleados en total. De campesina a migrante y de empleada a empresaria, todo en menos de una década. Más importante: todo ello sin apoyos gubernamentales y contra la corriente, violando la ley y viviendo en la ilegalidad.

Lupita es una mujer excepcional, pero no es un caso atípico. Millones de mexicanos han logrado dar el paso a la independencia económica, transformando sus vidas en el camino. Un español que estaba en el grupo de Lupita dijo que ella tiene más orgullo que don Rodrigo de la horca, expresión española que denota la inquebrantable satisfacción de quien aun en las circunstancias más adversas ha logrado salir adelante por su propio fuero. Observando aquella escena, escuchando la extraordinaria historia de Lupita, me quedé con la sensación de que hay dinámicas en la relación entre estos dos países vecinos que son obvias aunque difíciles de incorporar en la interacción formal entre gobiernos y que arrojan profundas lecciones para nosotros en México y para el futuro de la relación bilateral.

Las lecciones para México parecerían obvias. Ante todo, ¿qué nos dice el hecho de que una persona con la extraordinaria capacidad y potencial de Lupita y las miles de Lupitas en todos los rincones del país- no pueda desarrollarse en México y haya sido en Chicago donde encontró su oportunidad? Con todas las adversidades que enfrenta un migrante, Lupita le demostró al mundo, pero sobre todo a sí misma, que lo único que se requiere es un espacio de libertad para desarrollar al máximo su potencial. Lupita seguramente no llega a los 35 años y no me extrañaría que para cuando llegue a los cincuenta ya tenga una cadena de lavanderías y esté vendiendo franquicias. La pregunta es por qué no lo pudo hacer en México.

A pesar de las restricciones que entraña la frontera y el acceso ilegal, Estados Unidos se ha vuelto un testigo ciego de nuestras limitaciones y, sobre todo, para los obstáculos que le impone el sistema de gobierno que tenemos al desarrollo de las personas. Lupita no tiene influencias, acceso privilegiado al banco o amigos en lugares especiales: su éxito es el de cualquier norteamericano porque el sistema está diseñado para hacer posible que las Lupitas de este mundo puedan ser exitosas. La estructura (maraña es mejor palabra) de leyes, regulaciones, ordenamientos y autoridades que norman la vida económica es tan absurda que tiene el efecto de impedir que se creen empleos, que surjan los espíritus animales de que hablaba Keynes. En México todo son obstáculos porque se privilegian los procedimientos sobre los resultados y, más al punto, porque todo es una lucha interminable por el poder y el acceso a la corrupción. La creación de empleos y el bienestar de la población es lo de menos.

La relación bilateral es atípica porque en la línea fronteriza se encuentra culturas distintas, historias cargadas de simbolismos y niveles de desarrollo muy distintos. Por décadas, los mexicanos hemos demandado asistencia por parte de los estadounidenses por el hecho de que se trata de dos niveles de desarrollo tan diferentes. El reclamo de que la asimetría tiene que ser parte de la ecuación es ubicuo y persistente. Sin embargo, el éxito de millones de migrantes en el mercado estadounidense muestra que la asimetría no es producto de una relación de dominio y dependencia sino de la incapacidad de México por crear condiciones propicias para el desarrollo. Evidentemente, las diferencias no se pueden borrar de la noche a la mañana, pero es igual de evidente que una exitosa estrategia de desarrollo en México permitiría ir cerrando la brecha en el curso del tiempo.

Muchos países en el mundo desearían tener la frontera que nosotros desdeñamos. No es que EUA sea el paraíso: la diferencia con nosotros es que ellos se han organizado de una manera que hace posible el desarrollo de las personas y han creado un entorno de libertad para que cada quien se desarrolle en la economía. Parece evidente que somos nosotros los que tenemos que resolver nuestra propia estructura económica y burocrática para lograr que la relación bilateral deje de ser atípica pero, sobre todo, para que sirva para el desarrollo del país y su población.

www.cidac.org

Servicios

Luis Rubio

En el zoológico de tigres de Guilin en China uno transita a unos metros de los animales más temibles del mundo. A diferencia de los zoológicos tradicionales, en que los animales tienden a ser pasivos, en Guilin todo está hecho para que los animales conserven, tanto como se pueda, su ambiente natural. No se les da alimento, sino que están en un espacio en el que pueden escoger, matar y comerse al animal que quieran. Uno camina al lado de un foso que, en momentos, se siente terriblemente estrecho, al grado en que parece que los tigres podrían saltar al otro lado en cualquier instante. La sensación de impotencia y miedo es impresionante. Así, exactamente así, se sienten muchos mexicanos cuando observan la forma en que el gobierno, sobre todo la burocracia impune e inmune, los acosa y acecha de manera permanente. El país tiene todo para ser un éxito rotundo, si no fuera por la burocracia que lo ahoga.

En los ochenta, cuando el país vivía uno de sus peores momentos en materia económica, las disputas al interior del gabinete y del gobierno en general se referían a cómo enfrentar la crisis. Unos querían más gobierno otros menos; unos más gasto, otros menos; unos querían cambiar la lógica del sector productivo, otros regresar a lo que había habido veinte o treinta años antes. El país iba a la deriva, pero las discusiones eran esencialmente conceptuales, filosóficas. En el contexto de ese marasmo, muchas empresas trataban de encontrar salidas para sus propios problemas. Aunque muchas se encontraban endeudadas, había muchos empresarios dedicados a encontrar maneras de salir del atorón. El mercado interno estaba por demás deprimido, pero muchos empresarios percibían extraordinarias oportunidades a través de la exportación. Sin embargo, por más que intentaban, algo les impedía actuar.

En realidad, uno de los problemas centrales de la economía mexicana es precisamente que, desde los sesenta, el mercado interno dejó de ser suficientemente grande para que las empresas pudieran fabricar productos competitivos. La exportación era una salida natural. Sin embargo, toda la estructura de la regulación estaba diseñada para el control y no para fomentar el crecimiento de la producción y mucho menos de la productividad. En lugar de hacer fácil el camino, había requerimientos de permiso para todo: para importar y para exportar. Hasta para invertir.

A pesar de la crisis y de la severa recesión que experimentaba el país, las restricciones persistían. Había una empresa que fabricaba estufas a un precio y calidad que eran competitivos. Sin embargo, los productos que salían de la planta tenían un defecto que los hacía inviables para la exportación: el esmalte con que se terminaba el mueble no resistía el calor. El esmalte representaba alrededor del 10% del valor de la estufa, pero sin ese terminado quedaba fuera del mercado de exportación. Por más que la empresa acudió a la burocracia para que le permitiera importar la pintura idónea con las divisas que la propia empresa generaría con sus exportaciones, la respuesta siempre fue no. De hecho, fueron tantas las respuestas negativas que, poco a poco, acabaron provocando que los reformadores avanzaran dentro del gabinete presidencial. La oposición a cualquier cambio fue tan abrumadora (y absurda), que la apertura resultante fue mucho mayor de lo que sus propios promotores habían imaginado factible en aquel momento.

Los obstáculos eran enormes, pero poco a poco se fue allanando el camino. Algunos temas tenían que ver con la entonces SECOFI, que era la guarida de los reguladores prohibicionistas. Pero los problemas no se limitaban a los permisos. Obtener la devolución del IVA para que los exportadores pudieran competir requirió un enorme esfuerzo por parte de Hacienda, siempre sospechosa de cualquier posibilidad de éxito. Sin embargo, al final se fueron resolviendo los escollos a la exportación de los bienes manufacturados. Aunque la apertura no fue tan amplia como los críticos suponen (porque persisten monopolios en servicios y sectores que no tienen que competir porque son regulados), la realidad es que México se convirtió en una potencia manufacturera y hoy somos un país hiper competitivo en varios sectores extraordinariamente exitosos.

La situación de los servicios hoy se parece mucho a lo que ocurría con las manufacturas en los ochenta: todo conspira en contra de la exportación, todo son obstáculos. La apertura de los ochenta se limitó a los bienes y no incluyó a los servicios, donde algunos países, particularmente India, han logrado tasas espectaculares de crecimiento. En contraste con las manufacturas, los servicios ofrecen oportunidades mucho más vastas para un enorme número de mexicanos. Mientras que las manufacturas se concentran en empresas cada vez más sofisticadas, típicamente grandes (y sus proveedores), los servicios dependen, en muchos casos, de personas organizadas. Es decir, en el ámbito de los servicios sería posible imaginar nuevas oportunidades por parte de empresas pequeñas y medianas donde no se requieren inversiones monumentales de entrada. Ahí hay una gran oportunidad para miles o millones de nuevos empresarios potenciales.

El caso de India es ilustrativo. En unos cuantos años, India ha logrado exportar los más variados servicios, empleando a millones de hindúes. Algunos, como los centros de llamadas que utilizan sobre todo bancos, empresas de tarjetas de crédito y sistemas de reservación, emplean a miles de personas, pero también hay otros más especializados: contadores, lectores de radiografías, servicios administrativos, asesoría en la instalación o manejo de aparatos, computadoras y demás. En India unas cuantas líneas de negocios han empleado a millones de personas y han transformado la balanza de pagos de ese país.

México tiene dos retos frente a sí. Uno es relativamente sencillo, aunque eso no quiere decir que la burocracia aduanal, fiscal, laboral, etc. lo hará fácil: allanar el camino para que sea posible ampliar el mundo de servicios para exportación, lo cual requerirá de cambios en regulaciones y leyes a fin de generar las condiciones necesarias de flexibilidad, sobre todo fiscal y laboral, que son anatema para la burocracia y quienes se benefician del statu quo. El otro reto consiste en liberalizar y someter a la competencia a los servicios que ya existen en el país y que son los temas que se rehúyen todos los días: telefonía, energía, electricidad y, ojalá algún día, la burocracia misma. Si queremos tener servicios competitivos, es necesario generar el entorno que les permita serlo.

La manufactura ha demostrado su potencial. Ahora es tiempo de hacer lo mismo con los servicios.

 

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Confianza

Luis Rubio

Hace no mucho se publicó en una revista que las autoridades de una población alemana se iban a abocar a realizar pruebas de ADN a todos los perros registrados para determinar cuáles de los propietarios de esos animales estaban ignorando el reglamento de recoger sus heces de la vía pública. Los alemanes tienen certeza, e instrumentos, para determinar dónde está el mal porque parten de un principio de confianza. Cuando se trata de los problemas de pobreza, empleo y crecimiento en México, las teorías abundan pero las soluciones son siempre inadecuadas. Peor, no se reconoce que sin confianza es imposible resolver el resto.

Desde el fin de la segunda guerra mundial y bajo el amparo de la CEPAL, entidad de la ONU dedicada al desarrollo de América Latina, el gobierno mexicano se dedicó a promover el crecimiento de la economía por medio de la inversión pública. La teoría era que la inversión privada seguía a la pública, de tal suerte que si el gobierno electrificaba una región o construía una carretera, las empresas comenzarían a construir fábricas y servicios que se traducirían en generación de riqueza, empleos, crecimiento y menor pobreza. El experimento fue muy exitoso y permitió que la economía mexicana creciera a niveles elevados por varias décadas. Lo que pocas veces se aprecia es que la inversión no fue lo único que aportó el gobierno. Acompañando a la inversión venía una concepción de la función pública que luego desapareció: el gobierno entendía que tenía que crear condiciones físicas (infraestructura) pero también políticas para que prosperara la inversión privada. Esas condiciones políticas, que los empresarios llaman confianza, son lo más importante para el funcionamiento de una economía.

En esa era del desarrollo económico el gobierno incorporaba a personas con experiencia empresarial o, al menos, con la sensibilidad necesaria para conferirle certidumbre al empresario. El gobierno había logrado construir un andamiaje institucional que garantizaba la estabilidad política y mantenía claridad y permanencia en las reglas del juego que hacían funcionar a la economía. Se trataba, hoy lo podemos evaluar con toda claridad, de un sistema autoritario que lograba la estabilidad no por la fortaleza de las instituciones, sino por la estructura de controles que lo caracterizaban. Sin embargo, desde la perspectiva de un empresario, el sistema garantizaba permanencia de las reglas (al menos por un sexenio) y eso generaba la confianza necesaria para invertir. El resultado era crecimiento económico y generación de empleo.

Las cosas cambiaron en los setenta por dos razones. Una, la principal, fue un relevo generacional en el gobierno. La otra fue un cambio en la estructura de la economía. El ritmo de crecimiento de la economía comenzó a disminuir porque las exportaciones de materias primas y granos dejaron de ser suficientes para importar insumos industriales, lo que exigía un cambio estructural importante. El problema fue que quienes decidieron la naturaleza del cambio estructural no entendían al empresariado, al inversionista ni al empleador: por eso minaron la base de confianza que había funcionado con tanto éxito por décadas y sentaron las bases para los grandes males que nos siguen acompañando.

Hoy, once años después de la primera alternancia política desde la Revolución, está de moda culpar a los panistas de su incompetencia en distintos ámbitos. El inicio de facto de la temporada electoral constituye una oportunidad excepcional para atacar a esos gobiernos y lanzar piedras sin ton ni son. Sin embargo, el problema no radica en los gobiernos recientes, por incompetentes que hayan sido, sino en el legado corporativista que dejaron los gobiernos anteriores y que estos no supieron desmantelar. Más allá de culpas, el problema del país reside en una estructura político-económica que arroja dos males: propicia la informalidad y desincentiva la inversión formal. La suma de los dos se traduce en una economía que crece poco, genera un nivel muy bajo de empleos formales y permanentes y deja a la población en un clima de desasosiego que retroalimenta todo lo demás.

El sistema propicia la informalidad de dos maneras. Por un lado, hace muy onerosa la formalización; por el otro, favorece la permanencia de la informalidad. Me explico: para una persona o familia que inicia un negocio –igual jugos que tortas, reparaciones o puestos de ropa, lo que sea- no tiene el tiempo ni los recursos para registrarse ante el fisco, cumplir los requisitos del IMSS, estar en orden ante las autoridades laborales y satisfacer las interminables declaraciones que exige cada una de esas burocracias, por lo que opta por hacer lo que sabe o puede hacer y nada más. Así nace una empresa informal. En lugar de hacerle la vida fácil para formalizarse, las autoridades la hostigan, haciendo imposible su crecimiento y desarrollo. Al final del día, la informalidad resuelve (mal) un problema de empleo, pero no el del crecimiento. Una vez en la informalidad, es casi imposible formalizarse y mecanismos como el del seguro popular, necesarios y encomiables, pero concebidos esencialmente para quien vive en la informalidad, propician que esas personas permanezcan como están.

Para crecer, el país requiere empresarios que generen riqueza y empleos, requisitos ambos para acabar con la pobreza. La gran pregunta es cómo lograrlo. En la actualidad, desde los setenta aunque con algunos momentos de sol, el país vive en un entorno de incertidumbre y burocratismo que hace poco propicio el ambiente para la inversión privada. Para que ésta prospere se requiere un clima de confianza y certidumbre que haga atractivo asumir el riesgo inherente a iniciar una aventura empresarial. Irónicamente, la inversión prospera más en un clima de competencia y poca, pero efectiva, regulación, que en uno burocratizado y politizado. Digo irónicamente porque muchos empresarios encumbrados prefieren los favores, protección y subsidios que otorga la burocracia, pero lo único que propicia un clima así es empresarios quejosos y perezosos que no crean empleos ni riqueza. México necesita una nueva clase empresarial: aquella que está dispuesta a asumir riesgos y a competir con el resto del mundo. En lugar de culparse, nuestros políticos deberían dedicarse a construir un clima que haga propicia la inversión privada, que atraiga a los empresarios susceptibles de crear riqueza y generar los empleos que al país le urgen. Esto es mucho más difícil de lograrse de lo que suponen quienes se abocan a la retórica maniquea que no hace sino complicar la construcción del entorno de confianza que tanta falta nos hace.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

Dónde el control

Luis Rubio

La escena lo dice todo: un grupo de chinos e hindúes discutiendo sobre el potencial de sus respectivos países para lograr y mantener elevadas tasas de crecimiento por largos periodos para transformar a sus sociedades. Dos naciones que llevan décadas creciendo con celeridad comparan notas y defienden sus formas de ser. La conferencia se acalora en momentos y a veces parece más una confrontación no sólo de dos maneras de hacer, sino de dos formas de ser. Las dos economías han crecido a más del 7% por años (y la china mucho más que eso) y, sin embargo, lo notable es la discusión sobre el potencial de continuidad. Observando el foro me sentí un poco como Cantinflas en aquella película en que, sin darse cuenta,  acaba sentado en una mesa llena de gente desconocida y sólo puede preguntarse a sí mismo «¿y qué hago yo aquí?».

La discusión entre estos estudiosos y académicos asiáticos es por demás interesante, además de reveladora. Pero, sobre todo, arroja muchas enseñanzas para nosotros. Evidentemente, la historia y circunstancias de esas naciones son diferentes a las nuestras, pero no por eso dejan de ofrecer un contraste relevante para nuestro propio proceso. China ha seguido un impulso reformador a ultranza, motivado en buena medida por el temor de su élite política a perder el poder. El crecimiento económico ha satisfecho a su población y eso le ha permitido evitar cambios políticos significativos, situación que le ha llevado a enfrentar cualquier desafío de manera desalmada. No ha habido obstáculo suficientemente grande porque la alternativa a reformar, parecen pensar, entrañaría el derrumbe del gobierno. El caso de India es muy distinto: ahí, un país democrático, la aprobación de cada cambio, por menor que sea, ha requerido discusiones y votos legislativos que en ocasiones parecen tomar una eternidad. Sin embargo, una vez aprobados, gozan de plena legitimidad.

Nuestro caso es peculiar por una razón muy diferente: aún cuando gozó de pleno control, el sistema priista nunca tuvo la disposición a reformar y ahora que vivimos en un contexto democrático no contamos con la capacidad o disposición a hacerlo. Es decir, ni fuimos exitosos cuando tuvimos un sistema similar al chino ni hemos podido serlo con un sistema semejante al hindú. ¿Dónde, me pregunto, está la diferencia medular?

China e India están cambiando a paso acelerado, siguiendo dos caminos radicalmente distintos. Fiel a su historia de control centralizado, de la cual el partido comunista no es más que la más reciente encarnación, China ha logrado construir una estrategia de desarrollo desde la cima del poder. En sentido contrario, India es una nación compleja, caracterizada por centenas de etnias, religiones, tradiciones y partidos políticos que le imprimen dinámicas sociales y políticas muy diversas que han generado un sistema político inexorablemente descentralizado. El control en China yace en el centro, en India en la legitimidad del sistema en su conjunto. En nuestro caso el control se evaporó.

La afirmación que me pareció más poderosa en la discusión fue que el común denominador en ambas sociedades yace en el proceso de descolonización mental que han experimentado. Mientras que por décadas o siglos ambas poblaciones se vieron a sí mismas como víctimas de la explotación por parte de las potencias imperiales, su verdadera transformación yace en la liberación que han logrado sus poblaciones. Los hindúes, afirmó Gurcharan Das, autor de India Liberada, “ya se quitaron de encima la mentalidad colonial y ahora sólo sueñan con ser ricos pero, más importante, están seguros que es posible lograrlo”. Otro expositor describió a Radú como un joven que no quiere aprender ningún idioma excepto “Windows” y sólo le importa saber las 400 palabras clave para poder aprobar el TOEFL, el examen de inglés para quienes quieren ir a estudiar a EUA. Lo más importante: “la generación actual ya no ve al pasado como la era de grandeza, sino al futuro como fuente de oportunidades infinitas”. Al escuchar eso pensé que el día que logremos eso “ya la hicimos”.

Lo interesante de comparar a China e India es que nos ofrecen dos caminos absolutamente distintos. China “tiene orden pero no legalidad porque las leyes siempre emanan del rey”, en tanto que India “tiene demasiadas leyes pero no mucho orden, pero las leyes siempre están por encima del emperador”. Con estas palabras uno de los estudiosos chinos diferenció a esas dos naciones: China tiene una sociedad débil pero un gobierno fuerte, en tanto que lo opuesto caracteriza a la India. El gobierno chino liberó fuerzas y recursos para lograr elevadas tasas de crecimiento, en tanto que el hindú promedio funciona con una mano atada a su espalda por el poder de la burocracia y diversos grupos de interés. Unas cuantas reformas iniciadas en los noventa abrieron oportunidades antes inexistentes que han hecho posibles tasas de crecimiento cercanas al 7% en promedio anual. Uno se pregunta qué pasará el día en que se liberen los hindúes de esas ataduras, porque al ritmo al que van arrasarán con todos los demás…

Evidentemente, México no es igual a ninguna de esas dos naciones, pero ambas ofrecen lecciones que vale la pena entender porque no sólo explican muchas de nuestras limitaciones, sino que nos podrían ayudar a comenzar a enfrentarlas. El modo chino de actuar, a rajatabla, era posible en la era priista porque existía la capacidad de acción y la concentración de poder y recursos que lo hacían teóricamente posible. Sin embargo, nada de eso ocurrió, al menos no después de los sesenta. En lugar de reformar, nuestro camino fue el de retroceder, enquistar intereses y limitar el potencial de desarrollo, exactamente al revés que los chinos. El modelo hindú, si es que así se le puede llamar a la estructura social y política de esa nación, no ha impedido la adopción de reformas o su instrumentación. Lo que ambas naciones sí han tenido es un claro sentido de dirección en la cabeza de sus respectivos gobiernos.

Si hay una lección valiosa del caso hindú esta reside en que el factor medular de cambio reside en el liderazgo: la capacidad de sumar voluntades detrás de un proyecto transformador. En India el cambio ha sido modesto pero radical en sus consecuencias. Ninguna de éstas ha sido mayor que la que ha logrado cambiar las actitudes de la población. Una población deseosa de ganar tiene mucho más probabilidad de lograrlo. Es por eso que nuestro peor enemigo no reside en la parálisis política o legislativa (o, incluso, en las reforma mismas) sino en el pesimismo que ha sobrecogido a la población. En eso los chinos e hindúes tienen mucho que enseñarnos.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Lección de Japón

Luis Rubio

En La Quinta Montaña, Paulo Coelho afirma que «todas las batallas en la vida sirven para enseñarnos algo, inclusive aquellas que perdemos». Si hay un país del que todo el mundo podría aprender es Japón. Luego de décadas de crecer de manera sistemática, desarrollar tecnologías extraordinarias y enseñarle al mundo nuevas maneras de producir, hace veinte años Japón enfrentó una crisis similar a la que recientemente golpeó al resto del orbe y no parece haber poder podido salir del bache. Durante ese tiempo, el gobierno japonés ha intentado toda clase de estratagemas sin éxito: los japoneses viven muy bien pero su economía sigue deprimida. ¿Habrá ahí lecciones útiles para nosotros? Según Robert Samuelson, el pobre desempeño de la economía japonesa tiene dos causas. Una es el envejecimiento de su población, situación que tiene causas tanto sociales como económicas, ninguna de las cuales es aplicable a nuestras circunstancias. La segunda causa a la que apunta el estudioso es la existencia de una «economía dual»: un sector exportador altamente eficiente (como Toyota y Toshiba) y un mercado interno poco competitivo. Hasta los ochenta, la economía japonesa crecía gracias al impulso de las exportaciones de productos industriales, sobre todo automóviles y aparatos eléctricos y electrónicos: «el 20% de la economía jalaba al restante 80%». La revaluación del yen en los ochenta encareció las exportaciones y propició que muchas de sus fábricas se trasladaran a otros lugares, entre ellos EUA y México. En ausencia del jalón que ejercía la exportación, la economía interna se paralizó. «El sector doméstico permanece artrítico… Japón tiene una de las tasas más bajas de creación de empresas de todos los países industriales. En realidad, los únicos buenos años que ha tenido el sector ocurrieron cuando un yen más débil estimuló a las exportaciones». El gobierno japonés ha elevado el gasto público, invertido en infraestructura, mantenido tasas de interés muy bajas y desarrollado los proyectos de estímulo económico más impresionantes sin resultado alguno. La conclusión a la que llega Samuelson es que para que una economía crezca y genere empleos se requiere de un vigoroso sector privado y eso no se ha dado en Japón. La semejanza con nuestra propia realidad es impactante. En nuestra economía perviven dos mundos contrastantes: el de un sector hiper competitivo y exitoso que exporta, compite con importaciones y se desarrolla como los mejores del mundo, y una economía vieja y anquilosada que a duras penas sobrevive. Los primeros generan riqueza, los segundos viven de las migajas que sobran. La existencia de estos dos mundos en buena medida explica nuestra realidad económica: cuando las exportaciones crecen, como este año, el resto de la economía comienza a funcionar; cuándo las exportaciones declinan, como ocurrió en el 2009, la demanda interna se colapsa. Como en Japón, el 20% jala al 80% restante. Pero ese 20% produce mucho más, a menor precio y de mejor calidad que todo el resto. Las semejanzas con Japón no paran ahí. La razón por la que existen estos dos mundos contratantes tiene que ver con la protección, explícita o implícita, de facto o de jure, que caracteriza al mercado interno. Algunos de los mecanismos de protección son obvios: aranceles, normas o subsidios que permiten que determinados productos no puedan ser importados o que su costo de importación resulte prohibitivo. Los beneficiarios de estos mecanismos están de plácemes, pero lo interesante es que no hay un reconocimiento, ni siquiera entre los propios empresarios, de que la protección a unos implica la desprotección a otros: si un empresario en el mundo del zapato goza de una protección en la fabricación de suelas, sus productos serán más caros que la alternativa, sacando del mercado a todos los demás zapateros. La protección que tanto desean muchos empresarios tiene el efecto de reducir la competitividad de toda la economía. Las empresas y sectores que son exitosos no gozan de protección alguna: por eso son exitosos. Hay otros mecanismos de protección que son quizá más culturales. Cuando yo era niño tenía una responsabilidad en mi casa: con el calor de su uso, algunos focos se pegaban al recipiente de aluminio empotrado en el techo porque el spot estaba mal diseñado. Cada cierto número de meses tenía yo la tarea de romper el foco fundido, remover la rosca con una pinza e instalar uno nuevo. Cuarenta años después me mudé a una casa en la que había los mismos spots y sigo haciendo la misma tarea: la ausencia de competencia hizo que el producto siguiera siendo deficiente. Cuando le pregunté al electricista porqué había instalado esos spots su respuesta fue que eran los que siempre había instalado. El fabricante de esos spots ha visto disminuir sus ventas poco a poco pero, gracias a electricistas como el mío, no enfrenta una competencia mortal. El problema es que las ventas del fabricante disminuyen día a día: en unos cuantos años ya no va a vender nada. En lugar de invertir en nuevos procesos productivos, se quedó atrás. Así está buena parte de la planta productiva nacional. Por supuesto, la gran diferencia entre Japón y México es que los japoneses tienen un extraordinario nivel de vida, su población no crece y tienen todos los satisfactores que pudieran querer. En contraste, nosotros tenemos una población joven, una elevada tasa de desempleo y una economía que produce bienes con frecuencia inferiores a los que se pueden adquirir de importación. Lo impactante de la economía mexicana es que no faltan personas con un extraordinario espíritu emprendedor: la economía informal es prueba contundente de que el mexicano es sumamente «entrón», dispuesto, creativo y «movido». Lo triste es que la economía informal no puede resolver los problemas de desarrollo del país a pesar de emplear a cerca de dos terceras partes de la población económicamente activa. En un estudio reciente* Gordon Hanson concluye que a pesar de que el país ha avanzado en muchos frentes de reforma, algunos factores siguen impidiendo que la economía crezca. Para Hanson, la clave del estancamiento reside en: la persistencia de la informalidad y de los incentivos que la fortalecen; la disfuncionalidad del mercado de crédito; la distorsión en la oferta de bienes no comerciables (como electricidad o comunicaciones); la falta de efectividad de la educación y la vulnerabilidad del sector externo (es decir, las crisis cambiarias). El hecho relevante es que tenemos dos economías y la que es exitosa produce el 80% pero solo emplea al 20%. Imposible progresar si no se resuelve la economía interna. *Why Isn’t Mexico Rich? NBER Working paper 16470, www.cidac.org a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Pacto y democracia

Luis Rubio

En algunos círculos filosóficos hay un viejo debate sobre la eficacia de una antigua forma de ejecución china llamada ling chi, muerte por cientos de pequeños cortes. Cualquiera que sea el efecto del ling chi sobre la política mexicana, nuestro sistema democrático padece de innumerables problemas. Pasamos de un régimen centralizado y semi autoritario a un proceso de formas democráticas pero sin el contenido de una democracia. Hay miles de opiniones sobre la transición mexicana y su devenir: desde los que afirman que la transición concluyó hasta quienes consideran que ésta ni siquiera ha comenzado. Algunas son perspectivas interesadas, motivadas por un mero cálculo político, pero otras, en ambos lados del espectro, reflejan visiones contrastantes que son igualmente respetables. Más que la democracia, las manifestaciones en las naciones árabes de los últimos meses han permitido que florezca una interesante discusión: las preguntas que se hacen quienes opinan, discuten y proponen se refieren a cómo aterrizar un movimiento ciudadano en una democracia consolidada; cómo darle funcionalidad a un sistema político en el que ya no operan los mecanismos históricos de centralización del poder y control de la población; cómo construir el andamiaje institucional que permita la participación de la población y haga efectivas las demandas que precedieron al cambio de régimen. En una palabra, la discusión –tanto en los medios árabes como en los occidentales- se ha concentrado precisamente en el tipo de preguntas que nosotros llevamos décadas discutiendo. Decía Churchill que “la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás”. Lo que Churchill no explicó fue el misterio de cómo se llega al punto en que la democracia efectivamente funcione como sistema de gobierno y mecanismo de representación. Por ejemplo, las elecciones han logrado que las diversas fuerzas políticas estén representadas en los órganos legislativos, lo que no necesariamente implica que la población se sienta representada ni que tengamos un sistema funcional de gobierno. La tensión entre estos dos factores –representatividad y efectividad- yace en el corazón de la democracia. De los muchos textos que leí respecto a los cambios en el mundo árabe, me encontré uno que llamó mi atención porque ofrecía un punto de vista distinto sobre la complejidad democrática. La cita, anónima, es de un diplomático egipcio radicado en una capital occidental que relata su aprendizaje luego de años de vivir fuera de su país. La democracia, dice la cita, “es de hecho una dictadura estricta donde cada ciudadano es su propio dictador. El ciudadano en una democracia se impone a sí mismo una etiqueta estricta: no empujar; no robar; no hostigar a las mujeres; no insultar o hacerle daño a otros; pararse en los semáforos, incluso a las tres de la mañana; no estafar en los negocios; mantener la puerta abierta para la persona que viene detrás de uno; pararse en una cola y no intentar saltarse lugares; no comportarse en formas socialmente inaceptables; y todas las reglas que un ciudadano en una democracia se siente obligado a cumplir sin más. Ese ciudadano cumple las reglas no por temor al régimen, sino por su propia disciplina y la convicción de que cada quien tiene la responsabilidad de hacer su parte para que la sociedad funcione tersamente”*. Desde esta perspectiva, una sociedad democrática se fundamenta no en la coerción sino del auto control de cada ciudadano que, al ser practicado por la sociedad en su conjunto, permite que ésta viva una vida de libertad y confort. Se trata, dice el diplomático, de un pacto no escrito entre todos los ciudadanos de aceptar las reglas de comportamiento en todos los aspectos de la vida: en la calle, al manejar, en la economía, en la política y en la familia. El diplomático afirma que en su país no hay un contrato social: “cada persona hace lo que quiere en cada momento, sin auto control o consideración por los demás, sin sentirse atado ni a las reglas más básicas de conducta. La luz roja en un semáforo es una mera recomendación; la corrupción es la norma; cada quien puede construir lo que quiera y donde quiera; cualquier persona se siente libre de nombrar a sus hijos o familiares para cualquier posición, independientemente de sus habilidades; y el recurso a la violencia contra el débil es ampliamente prevalente. El individuo se siente libre de actuar de acuerdo a sus impulsos y no tiene que rendir cuentas de sus acciones o faltas a nadie”. ¿Suena conocido? La diferencia entre un sistema democrático y participativo y un sistema centralizado y autoritario es evidente. Pero la diferencia crucial, lo que me atrajo al argumento de este diplomático, reside en la forma contrastante en que se comporta el ciudadano. En un entorno democrático, el ciudadano asume su responsabilidad como factor central de funcionamiento del conjunto social, en tanto que en un sistema autoritario o, simplemente, no democrático, el ciudadano no asume responsabilidad alguna. Los ciudadanos responden a las reglas del juego. Cuando las reglas premian la legalidad y penalizan cualquier comportamiento que la viole, la ciudadanía se adapta y las adopta como suyas. En el momento en que hace eso, se consolida eso que el diplomático egipcio llama “dictadura estricta donde cada ciudadano es su propio dictador”. Mientras no existan reglas claras que se cumplen y se hacen cumplir, nos pareceremos más a Egipto que a un país moderno y democrático. Para quienes afirman que la transición mexicana ya se concluyó, queda pendiente el pequeño asunto de la ciudadanía. En alguna medida, esto es análogo a la discusión del huevo y la gallina, pero quizá el fondo sea más simple: mientras la ciudadanía no perciba un cambio fundamental en la naturaleza del gobierno y del sistema en su conjunto, la única diferencia, que no es menor, entre el viejo sistema y el actual es que hay grados mucho más amplios de libertad individual. Lo que falta es un régimen de legalidad. México padece conflictos abiertos y latentes. La ausencia de reglas democráticas que todos los ciudadanos (incluyendo, obviamente, a los partidos y políticos) hagan suyas, como una dictadura auto impuesta, explica en buena medida por qué los conflictos se profundizan en vez de resolverse. La incompleta democracia mexicana se encuentra asediada por quienes demandan efectividad y por quienes están desesperados por soluciones. La buena noticia es que es imposible reconstruir al viejo sistema; la mala es que no hay garantía de que se avance hacia una democracia integral, la dictadura de que hablaba el diplomático egipcio. *Besa Paper No 131   www.cidac.org a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Nuestros vecinos

Luis Rubio

Carl Friedrich, uno de los teóricos políticos más importantes del siglo XX, decía que «ser un americano es un ideal, mientras que ser un francés es un hecho». De acuerdo a Friedrich, la identidad estadounidense se define en términos normativos, mientras que la francesa en términos existenciales. Estas diferencias se traducen en cosmogonías muy distintas que tienen impacto no sólo sobre su propia estructura y organización política y gubernamental, sino también sobre su forma de actuar. Nuestro caso no es distinto. Mucho de lo que hoy caracteriza al debate político norteamericano, tanto respecto a la economía como a su seguridad y fronteras, se deriva de esa perspectiva. La pregunta es cómo podemos beneficiarnos más de la relación bilateral a pesar de estas diferencias.

Como bien observaba Octavio Paz, las diferencias entre los estadounidenses y los mexicanos trascienden lo específico. En sus palabras, «la frontera entre México y EUA es política e histórica, no geográfica». No son las barreras geográficas las que importan, continuaba, sino el cambio de civilización. «Los americanos son hijos de la Reforma y sus orígenes son los del mundo moderno; nosotros somos hijos del imperio español, el campeón de la Contra Reforma, un movimiento que se opuso a la modernidad y fracasó… los americanos sobre valoran el futuro y veneran el cambio; los mexicanos se aferran a la imagen de nuestras pirámides y catedrales, a los valores que percibimos como inmutables y a los símbolos que, como la Virgen de Guadalupe, personifican la permanencia». Como con la observación de Friedrich, el contraste difícilmente podría ser mayor.

Los contrastes no se limitan a los aspectos culturales y filosóficos. La cosmogonía azteca y maya había cuajado siglos antes de que existiera la Unión Americana, incluso en concepto, y eso explica muchas de nuestras desavenencias, pero nada de eso ha impedido que profundicemos la relación ni que hayamos buscado apalancar nuestro desarrollo en una mayor cercanía con aquellos. Lo que no hemos logrado es comprenderlos mejor como principio para una integración más exitosa y benéfica. Nuestro desconocimiento de sus procesos no sólo en el plano comercial y económico, sino sobre todo en la forma de evolucionar de su política interna y, en estos días, en materia presupuestal, es costoso.

En su estudio sobre la política interna de Estados Unidos*, Samuel Huntington afirma que existe un «credo americano»: «en contraste con la mayoría de las sociedades europeas, en Estados Unidos existe y ha existido un amplio consenso respecto a unos valores y creencias políticos básicos». Ese consenso básico permite remontar las diferencias que cotidianamente caracterizan a su frecuentemente agrio proceso político. Es decir, para Huntington la polarización política en EUA es una característica permanente que no debilita su estabilidad porque es producto de su origen y de un sistema político que premia la competencia y la activa participación de todos los intereses particulares. Desde esta perspectiva, la polarización mediática y discursiva que se observa en las contiendas políticas y en las discusiones sobre asuntos de enorme trascendencia, para ellos y para nosotros, como el TLC, o su estrategia presupuestal frente a la crisis económica, es real y profunda, pero no entraña el riesgo de un rompimiento. Eso, decía Seymour Martin Lipset, es una característica medular de la «excepcionalidad americana».

Si uno sigue las controversias respecto a estos temas (y otros estrictamente políticos como aquél de si Obama nació en EU o no), las diferencias no son menores y las posturas por demás ácidas. En el tema comercial, que hoy se puede apreciar en debates relativos a los tratados comerciales con Colombia, Panamá y Corea, el asunto es mucho más mundano y, en casi todos los casos, refleja intereses específicos en terrenos como el sindical y empresarial que suponen saldrían beneficiados o perjudicados de darse una mayor apertura comercial. El tema presupuestal es particularmente llamativo porque su poderío le ha permitido evadir un ajuste fiscal profundo, a la vez que ha mostrado una extraordinaria incapacidad para reconocer sus dilemas y actuar en consecuencia.

El tema fiscal es particularmente preocupante no sólo porque la salud de la economía estadounidense es clave para nuestro crecimiento, sino porque su actitud tiende a fortalecer a los críticos de nuestra estabilidad, de la cual depende la viabilidad de la clase media mexicana. En el terreno fiscal EUA enfrenta déficits de más del 10% de su PIB, cifra que, con la sola excepción de 1982, nunca rebasamos nosotros, ni en la peor de nuestras crisis.

Aquellos desequilibrios fiscales se tradujeron en un colapso instantáneo de la actividad económica y en un inevitable ajuste fiscal para restituir la salud financiera de la economía. Luego de varias crisis, los mexicanos finalmente aprendimos en 1995 que un desequilibrio fiscal no produce nada más que pobreza. No es casualidad que la clase media mexicana haya crecido justo en los momentos de estabilidad económica: en los cincuenta y sesenta y a partir de 1995. Para los estadounidenses su actual crisis no tiene precedente en tiempos modernos, lo que les ha llevado a desvariar, en los dos extremos: tanto por parte de quienes quieren revivir la economía con un gasto exacerbado, como por aquellos que quieren un ajuste fiscal sin impuestos adicionales. Si observaran nuestra experiencia verían que el ajuste es inevitable y que los impuestos no tienen remedio. El problema es que su economía es tan importante para el mundo que han podido transferir muchos de sus costos a otros países (por ejemplo en la forma de un fortalecimiento del peso o del real brasileño) aunque me parece evidente que tarde o temprano pagarán las consecuencias.

No hay nada que nosotros podamos hacer en esas materias y menos porque están tan divididos al respecto. Sin embargo, donde sí hay mucho que podríamos hacer es en cultivar a las poblaciones locales en donde mayor oposición hay a los temas que son vitales para nosotros, sobre todo los comerciales, migratorios y fronterizos en general. Los tiempos de debilidad son tiempos de oportunidad y mucho se puede ganar con un gran despliegue territorial. Eso es exactamente lo que hizo la Secretaría de Economía cuando identificó los productos que serían motivo de sanción por el asunto camionero. Actuar en torno a los principios del «credo americano» y su esencia liberal, individualista, igualitaria y democrática a nivel local podría transformar la relación y los temas centrales para nuestro desarrollo.

*The promise of Disharmony

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org