Luis Rubio
La certidumbre en las reglas es clave para el funcionamiento de una economía, afirmaba yo en un artículo anterior. Con toda razón, Carlos Elizondo me hizo ver que muchos empresarios no quieren mayores reformas: con sólo algunos cambios que hicieran más eficaz y menos onerosa la regulación gubernamental ellos estarían felices. Efectivamente, la época gloriosa de la economía –los años del PRI duro- se caracterizaron por una estrategia económica pro-empresa y no pro-mercado. El colapso del mundo priista y de aquella estrategia económica se debe en buena medida a esa contradicción y quizá ahí resida la causa del magro desempeño económico en estas décadas. En lugar de mercados competitivos tenemos estancos protegidos y eso no hace sino inhibir nuevas inversiones, encumbrar a los privilegiados y preservar una estructura económica sin oportunidades de crecimiento elevado y sostenido.
La certidumbre en las reglas es central para que un empresario e inversionista sepa a qué atenerse y no se encuentre con sorpresas cada que cambia el viento (o el gobierno). Una economía crece cuando las reglas son permanentes, cambian poco y, cuando lo hacen, es de una manera debidamente anunciada y consecuente con el objetivo general de preservar el crecimiento y el bienestar general. En la era de oro del desarrollo estabilizador –una economía cerrada- la certidumbre era clave y sólo el gobierno la podía conferir. Reconociendo la esencia de esa ecuación, sucesivas administraciones fueron en extremo cuidadosas de preservar un marco regulatorio y político confiable para el funcionamiento de la economía.
Sin embargo, tratándose de una economía cerrada, en la que conscientemente se inhibía la competencia (por ejemplo a través de la substitución de importaciones y de la existencia de monopolios gubernamentales), la economía operaba con un conjunto limitado de empresarios y sindicatos y no se pretendía que hubiera productos buenos, precios bajos o beneficios al consumidor. Todo el esquema dependía de una cercanía entre los empresarios y la burocracia, relación que determinaba la rentabilidad de las empresas en forma mucho más directa que la calidad o precio de sus productos. El objetivo de la política económica era beneficiar al productor como medio para mantener tasas elevadas de crecimiento de la economía.
DeidreMcCloskey* describe el esquema de manera perfecta: “cuando los fabricantes de [un insumo] logran elevar los aranceles o los productores de [una industria] consiguen que se impongan cuotas a la importación, no es su productividad sino su poder político lo que les confiere el acceso a un gobierno todopoderoso”. Muchos empresarios mexicanos sueñan con retornar a aquél esquema porque al no tener que molestarse con cosas pequeñas como el consumidor, el precio o la calidad de sus productos, su vida sería más simple. Algunas de sus críticas a lapolítica de apertura que se adoptó desde finales de los ochenta son correctas, toda vez que ésta ha sido parcial, persiste una estrategia de protección discriminatoria y los monopolios gubernamentales actúan, pues, como monopolios. Sin embargo, detrás de esas quejas yace el deseo de retornar a un mundo distinto al que existe hoy, aquel que se colapsó en los sesenta simplemente porque se agotó.
La discusión sobre la apertura y la adopción de una mejor estrategia de desarrollo tiende a atorarse en dos planos. Por un lado se encuentran quienes ignoran o pretenden que es posible ignorar los cambios que ha experimentado el mundo en las últimas décadas. Una estrategia de crecimiento fundamentada en mercados cerrados y protegidos era posible porque la producción de la abrumadora mayoría de los bienes en el mundo se concentraba en fábricas que recibían materias primas por un lado y entregaban bienes terminados (coches, radios, productos químicos) del otro. En un entorno de esa naturaleza era posible forzar a los productores, tanto nacionales como extranjeros, a fabricar un bien completo en el país. Así surgió, por ejemplo, la industria ensambladora automotriz. Ese mismo ambiente propiciaba cercanía entre empresarios, líderes sindicales y políticos, donde el interés de todos residía en preservar y compartir privilegios.
El problema para los nostálgicos es que ese mundo cambió cuando los japoneses, necesitados de elevar sus niveles de productividad para compensar el ascenso en el precio del petróleo al inicio de los setenta, transformaron la manera de producir. En lugar de fabricar automóviles en una sola planta, especializaron sus fábricas en motores, cajas de velocidades, etcétera, a fin de elevar la productividad de una manera dramática y, con ello, la calidad de sus productos. Así nació una nueva estructura productiva fundamentada en proveedores de partes y componentes cuya localización geográfica estaría determinada no por la nacionalidad del propietario sino por la cercanía a las materias primas o mercados finales. Imposible competir contra eso desde las fábricas que existían en los sesenta en México. La única forma de sobrevivir en este mundo es competir con similares niveles de productividad. Los empresarios mexicanos que pretenden sobrevivir con favores gubernamentales no entienden que el gobierno los puede proteger pero sólo a costa de la sobrevivencia de la economía en su conjunto.
El otro lugar en que se atoran las discusiones sobre la apertura y el papel del gobierno en el desarrollo es en el de los cotos de caza y los privilegios que persisten y por los que más de un candidato presidencial jura. Otra vez la estudiosa McCloskey**: “en el largo plazo, la aceptación de la destrucción creativa disminuyó la pobreza. De hecho, ha sido la única forma efectiva de lograrlo. En sentido contrario a sus dulces (y auto complacientes) motivaciones, las regulaciones laborales y salariales, así como la protección arancelaria y otras legislaciones progresistas no hacen sino preservar la pobreza”. Un gobierno supuestamente dedicado al desarrollo general del país y preocupado por los niveles de pobreza no puede (al menos, no debe) dedicarse a proteger empresas particulares o a subsidiarlas, como tampoco debería preservar monopolios privados o estatales. La contradicción es flagrante, pero su persistencia conduce a la deslegitimación de una política económica centrada en el beneficio al consumidor y no del productor.
La prosperidad de un país sólo se logra cuando se le da la bienvenida a empresarios e inversionistas con reglas del juego que son iguales para todos, donde no se hacen distingos ni se preservan privilegios. Es decir, una estrategia pro mercado y no pro empresa. No es lo mismo ni es igual.
* BourgeoisVirtues, p 35, **BourgeoisDignity, p 425
@lrubiof
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