¿Más reformas?

Luis Rubio

“Sería de ciegos ocultar lo obvio,” dice John Womack: “que el México contemporáneo exige una reorganización política profunda y responsable; reorganización que comporta una limpia de todos los extremos del nudo, y no de uno solo”. Si el país quiere salir del agujero en el que estamos, los mexicanos tendremos que dejar de mirar solo el ombligo y comenzar a romper con los entuertos que nos impiden progresar. La primera pregunta es cambiar qué y la segunda sería cómo.

La retórica y el discurso sobre una “reforma del Estado», así como sobre un sinnúmero de reformas dirigidas específicamente a la actividad económica, son ubicuas, pero el contenido es siempre difuso y los objetivos concretos de dudosa relevancia. Unos quieren algo tan grande y oneroso, que su mismo tamaño lo hace imposible de ser considerado. Otros tienen objetivos tan concretos y particulares en mente que acaban por trivializar la imperativa necesidad de reformar al gobierno y hacerlo capaz de responder ante las nuevas realidades que enfrenta el país. El gobierno mexicano de los últimos años no ha sido capaz de crear condiciones apropiadas para generar crecimiento económico o para acabar con la inseguridad pública, para atacar la pobreza o para dotar a los mexicanos de una educación consistente con los retos que enfrenta la población en el mercado de trabajo. Nadie puede tener la menor duda de que es necesario reformar al gobierno y a la economía. Pero hay que empezar por el principio, por el objetivo. Lo imperativo es crear un Estado fuerte capaz de gobernar.

En la actualidad, el gobierno mexicano es todo menos eficaz: es grande e improductivo; obstaculiza la iniciativa individual y burocratiza la actividad productiva; genera inestabilidad e inseguridad; no es representativo ni favorece el desarrollo de una ciudadanía responsable. En suma, el Estado mexicano actual no sirve para lo que cuenta: para crear las condiciones necesarias para que los mexicanos en general, y la economía en particular, puedan prosperar. Ese y no otro debería ser el propósito de la llamada reforma del Estado.

Siendo tan claro el objetivo, la pregunta es ¿por qué no se ha orientado el debate público en esa dirección? ¿Por qué se ha concentrado en temas cambiantes que, bien a bien, nunca acaban de resolverse, quizá evidenciando lo efímero y, por lo tanto, lo irrelevante de los mismos? En la última década se han discutido en este contexto temas tan diversos y dispersos como el voto de los mexicanos en el extranjero y la redacción de una nueva constitución, el federalismo y la fortaleza del poder legislativo, la ratificación del gabinete y la reelección de legisladores. El contraste con otras latitudes no podría ser mayor: si uno observa los grandes momentos de transformación institucional que experimentaron naciones como Chile, España, China o Corea en las últimas décadas, lo que resalta es la disposición a pensar en grande y, a la vez, a sumar a toda la población. El apoyo de la población es crucial porque sin ello cualquier reforma acaba siendo formal, poco susceptible de modificar la realidad; su participación también implicaría un mayor grado de permanencia. Por eso es tan significativo que en cada uno de esos países el proceso de cambio incluyó un ambicioso proyecto de transformación nacional encaminado tanto a sentar las bases del desarrollo de largo plazo como a reconciliar a sus poblaciones consigo mismas y con el pasado. En México no ha habido ni la visión ni la capacidad de concepción. No deberíamos sorprendernos del resultado.

El gobierno mexicano ha sido ineficaz por muchos años, pero esa ineficacia se ha exacerbado a partir del 2000. Antes, hasta mediados de los sesenta, el gobierno era muy eficaz para sus propios objetivos, pero extraordinariamente ineficaz para atender al ciudadano en cualquiera de sus actividades. Lo que le importaba al gobierno era que el país funcionara razonablemente bien para que los integrantes de la clase política pudiesen disfrutar de los beneficios. Desde esta perspectiva, la eficacia del sistema era muy elevada: existía estabilidad, la economía más o menos prosperaba y la mayoría de la población aceptaba las circunstancias con mayor o menor júbilo. Ese mundo de hadas se vino abajo en los setenta en parte porque el gobierno de entonces decidió cambiar súbitamente las reglas del juego, generando extraordinarios niveles de inflación, lo que comenzó a carcomer todo: el crecimiento de la economía y la estabilidad social, la educación y la estructura familiar. El punto no es elogiar una época que, a pesar de sus logros, se encontraba saturada de problemas y conflictos, sino marcar el comienzo de la era de descomposición y, luego, de intentos de reforma que siguieron.

El clamor de hoy no es por reformas específicas y relativamente menores -de cualquier índole- sino por una reforma integral del poder. Por profundas e inteligentes que sean muchas de las propuestas que merodean el debate público, existe el riesgo de que se atienda un problema inexistente o, más exactamente, que no se enfrente el problema de fondo. El riesgo de que se apruebe un conjunto de reformas que no resuelva el problema debería preocuparnos a todos. Si el problema es de poder, no se va a resolver con nuevas leyes o reformas, sino con un acuerdo de fondo que luego se codifique en leyes. En esta instancia, el orden de los factores si altera el producto.

La realidad política actual choca con la estructura institucional que caracteriza al sistema político. Si antes, hasta los noventa, las cosas funcionaban mal, ahora funcionan peor y, además, son disfuncionales. Esto no es “culpa” de alguien en particular, sino del agotamiento de una estructura institucional diseñada para otra época que no empata con las circunstancias actuales y que no responde a las realidades del poder de hoy. Lo imperativo hoy es rediseñar las instituciones para que sean funcionales y que operen en torno al ciudadano. Los vectores del cambio, de la reforma del Estado, no pueden ser otros que la eficacia y la rendición de cuentas. Pero eso no se puede imponer por decreto: para funcionar, requieren de una renegociación fundamental del poder, es decir, el equivalente a la constitución de un pacto político fundacional: un Estado fuerte.

No hay que perder de vista que un objetivo subsidiario al de la construcción de un Estado fuerte es el de conferirle certidumbre y claridad de rumbo a la población y eso sólo se puede lograr en la medida en que haya un acuerdo político amplio, acompañado por mecanismos de pesos y contrapesos que lo hagan efectivo. Nada más, pero nada menos.

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