Manejar vs. resolver

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Giovanni Giolotti, un bravo y múltiples veces primer ministro, si era difícil gobernar a Italia. Su respuesta parecería emanada del viejo PRI: «nada difícil, pero es inútil». En México, el viejo sistema, que poco se diferencia del actual, pasó décadas administrando y manejando el conflicto más que resolviendo los problemas y atacando sus causas. El resultado es un país rico con habitantes pobres, un enorme potencial pero una miserable realidad. La pregunta es si el proceso electoral actual puede arrojar un resultado distinto.

El mundo político mexicano está lleno de nostálgicos que añoran la era en que el gobierno tenía capacidad para «tomar decisiones», es decir, para imponer la voluntad del presidente. Escuchando y observando esos lamentos -que vienen por igual de todos los partidos y muchos estudiosos- uno pensaría que México era un país modelo en que todo funcionaba bien, el progreso era tangible y la felicidad reinaba por doquier. El Nirvana pues.

Desafortunadamente la realidad es menos benigna. Si uno observa la era priista a partir de 1929, tomó más de una década llegar a estabilizar al país para comenzar a enfocar el crecimiento económico. Luego vinieron 25 buenos años de crecimiento que, sin embargo, se agotaron a finales de los sesenta. La década de los setenta fue un desastre de crisis, inflación y desorden, de lo que todavía no acabamos de librarnos. Ese es el pasado. Hoy un partido nos propone regresar al proyecto de los sesenta (ese que se agotó), otro al de los setenta (ese que hizo explotar al país). El tercero nos propone continuar lo existente.

Visto en retrospectiva, lo que parece obvio es que, con algunos momentos excepcionales, en la vieja era todo estaba dedicado a administrar los problemas más que a construir una plataforma sólida de desarrollo. El gobierno era sin duda fuerte y aparatoso y tenía capacidad para definir prioridades, tomar decisiones y actuar. Lo relevante es que no actuaba para construir un país moderno sino para mantener su viabilidad política. Sin duda, hubo muchos buenos años de crecimiento; sin embargo, cuando en los sesenta se discutió la necesidad de reformar la economía (décadas antes de que se iniciaran, tardíamente, las famosas reformas), prevaleció el criterio de «mejor no le muevas». El resultado fue la catastrófica docena trágica: otro intento por administrar los problemas, en ese caso a través del endeudamiento exacerbado.

De haber servido la enorme concentración de poder que tanto se añora, el país hoy se parecería en niveles de ingreso al menos a España o Corea. De haber sido tan exitosa esa época, hoy el mexicano promedio gozaría de niveles de vida tres veces superiores, la economía crecería con celeridad y nuestro sistema político sería un modelo de civilidad. El hecho, sin embargo, es que el poder concentrado servía para beneficiar a quienes lo detentaban y no a la población en general. Por eso había (y hay) tantos políticos esperando a que les «hiciera justicia» la Revolución.

Aquel sistema que manejaba los conflictos y evitaba que explotaran tenía una gran ventaja sobre la situación actual: la población veía al gobierno con respeto, si no es que con temor, algo claramente no deseable desde una perspectiva democrática, pero que sin duda permitía una convivencia pacífica. Las policías eran corruptas pero el crimen, que también se administraba, era modesto; los jueces vivían subordinados al ejecutivo y nadie limitaba su capacidad de acción. Los narcotraficantes movían drogas del sur al norte y el sistema era suficientemente poderoso como para marcarle límites e imponer condiciones. No era perfecto pero permitía paz y estabilidad.

El colapso gradual del viejo sistema, proceso que comienza en lo político desde 1968 y en lo económico desde principios de los setenta, acabó legándonos una estructura política inadecuada para lidiar con los problemas de hoy (cualitativamente muy distintos a los de entonces) y una economía mal organizada y no conducente a promover tasas elevadas de crecimiento. Además, hoy nadie le tiene miedo al gobierno o a las policías, razón por la cual ya ni siquiera es posible pretender administrar el conflicto. En otras palabras, seguimos nadando «de muertito,» pero ahora sin los beneficios de antes.

En este contexto, el atractivo que muchos le ven a un potencial retorno del PRI a la presidencia no reside en que eso resolvería los problemas (no hay ni un gramo de evidencia que sugiera que esa sea la meta que motiva a su candidato), sino la percepción de que al menos se mantendría caminando el carro. Es decir, que se lograría restablecer la mediocridad de antaño.

La verdad, lo que el país requiere no es otro gobierno priista, perredista o panista, sino un nuevo sistema de gobierno. Lo que urge es construir la capacidad necesaria para que sea posible enfrentar y resolver los problemas que llevan décadas acumulándose y que nos han convertido en una sociedad que privilegia el atajo sobre el remedio, el «ahí se va» sobre la excelencia, el control sobre la participación, el «peor es nada» sobre elevadas tasas de crecimiento económico, la estabilidad sobre el éxito, los copilotos sobre los líderes.

El país requiere, nada más y nada menos, que un nuevo Estado. De nada serviría procurar reconstruir lo que hace tiempo dejó de funcionar como lo demuestran cuarenta años de intentos fallidos. Tampoco serviría un gobierno eficaz o uno amoroso. Se requiere uno que resuelva los problemas.

En la medida en que evolucione la justa electoral, los ciudadanos debemos exigir respuestas y competencia, experiencia e innovación, capacidad y, sobre todo, visión. La noción misma de que antes las cosas funcionaban bien y que bastaría con  retornar a ese mundo idílico sonaba muy bien en las coplas de Jorge Manrique pero no constituye un proyecto razonable para lidiar con los enormes retos que el país enfrenta.

El reto consiste en construir un futuro diferente, proceso que llevará años, pero que tiene que comenzarse ya. Clave para su éxito será, primero, claridad de proyecto: qué es lo que se requiere, cuáles son sus componentes y cómo se construye. Segundo, un liderazgo claro y competente, capaz de visualizarlo, darle forma y sumar a todos los mexicanos, comenzando por los políticos y sus partidos, en un gran esfuerzo nacional cuya característica sea la pluralidad y la convergencia en un objetivo común. Y, tercero, la capacidad de articular sus diversos componentes: visión, recursos humanos y de otra índole y capacidad de negociación política.

El país tiene salidas, pero sólo si se enfrentan y resuelven sus problemas.

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