¿De vanguardia?

Luis Rubio

Según una historia bíblica, una familia vive hacinada en un cuarto, lo que genera interminables conflictos. El papá decide ir a consultar a su rabino quien le dice al acongojado padre que debe meter a todas sus gallinas al cuarto y volver en una semana. Siete días después, el señor ya no aguanta ni un minuto pero el rabino le dice que debe meter al resto de sus animales y volver en un mes. Al mes, desesperado, el papá llega dispuesto a pelearse. El rabino le dice que saque a todos los animales y vuelva en una semana. Siete días después, la familia entera regresa con una enorme sonrisa en la boca: todos están felices porque viven a sus anchas en el mismo cuarto que sólo unas cuantas semanas antes parecía un lugar inhabitable. Esa parece ser la estrategia del gobierno del Distrito Federal: elevar la presión en todos los ámbitos –tránsito, infraestructura, agua, programas sociales, planes de desarrollo- a nivel tal que, cuando se acaben las obras y todo retorne a la normalidad, los habitantes de la ciudad de México nos sintamos rejuvenecidos y felices por lo grandioso del actuar gubernamental. Como estrategia política se trata de un proyecto inmejorable. Como plataforma para el desarrollo de la ciudad –o del país- no es más que un espejismo. Igual que la anécdota bíblica.

Cuando uno escucha los enormes programas gubernamentales y los logros que se han alcanzado, no queda más que preguntarse si los ciudadanos vivimos en el mismo lugar que nuestras autoridades. Según el gobernante de la ciudad, el DF ha resuelto los problemas principales, se están sentando las bases para un futuro prodigioso y estamos camino al desarrollo. ¿Yo me pregunto dónde quedaron los baches, la escasez de agua, el tráfico y la creciente criminalidad?

Es evidente que una ciudad que ha sido abandonada por tantas décadas padezca de todo tipo de problemas que no pueden resolverse de un día para el otro. De igual manera, las molestias que genera el proceso de lograr una mejora son elevadas y no tienen remedio: una calle o una línea de Metro toma tiempo en construirse y el periodo entre que se inician las obras y que se concluyen no es agradable ni menospreciable y, por más que nos quejemos, se trata de costos inevitables y, por lo tanto, tolerables. La verdad, la población ha sido por demás estoica en su aceptación de los costos y las molestias.

Lo disputable no son los problemas mismos sino la pretensión de que estos ya se resolvieron. En lugar de plantear una visión de largo plazo para el desarrollo de la ciudad (y, por razones obvias, para el país), lo que los habitantes de urbe venimos oyendo es afirmaciones grandilocuentes sobre logros que no existen. La falta de planeación es escandalosa: hay calles que sufrieron importantes modificaciones en años recientes (por ejemplo deprimidos o puentes) y ahora están siendo nuevamente abiertas para algún otro proyecto. No es que el proyecto esté mal, sino que no hay continuidad de obras, lo que revela que en lugar de visión hay reacción.

La vida cotidiana en una ciudad tan compleja como la de México es de por sí difícil. El habitante típico trabaja lejos de donde vive y eso implica horas desperdiciadas en transportarse, horas que se multiplican por los problemas de tránsito que nunca parecen resolverse. En adición a ello, la criminalidad domina las mentes de los habitantes: el hecho de que el número de muertos sea menor que en otras partes del país no es razón para congratularse por lo que no existe. El número de secuestros, robos y asaltos sigue siendo elevadísimo y es incongruente con el deseo de convertir al DF en un centro financiero, turístico y del desarrollo del conocimiento y de la investigación científica. Ningún capitalino ignora los activos reales y potenciales de la ciudad: pero es insuficiente contar con ellos, construidos a lo largo de décadas, para suponer que son anclas inexorables para un futuro promisorio.

Quizá el verdadero problema de la ciudad radique en la incompatibilidad de su sistema de gobierno con las necesidades y problemas de la urbe. La ciudad requiere un plan de desarrollo de largo plazo y una administración profesional dedicada a instrumentarla de manera sistemática. Cuando la administración y el gobierno citadino son los mismos, cambian cada sexenio y dedican toda su energía a construir una candidatura presidencial, el desarrollo de la ciudad se trunca y nunca acaba de lograrse. El incentivo para el gobernante radica en concentrarse en lo que es popular o muy visible (y presumirlo a más no poder) en lugar de dedicarse a un proyecto integral de largo plazo.A pesar de lo anterior, es de reconocerse que el gobierno actual ha sostenido proyectos, como el de la supervia (San Jerónimo-Toluca), así sean impopulares.

Los problemas de la ciudad son evidentes: el desperdicio del agua es extraordinario, al grado que se estima que lo que se desperdicia es más que el consumo total la ciudad de San Antonio; la seguridad pública es una ilusión; la calidad del asfalto, incluso en avenidas que han sido recientemente «pavimentadas» (como Reforma) es patético. Incluso problemas como el del tránsito en muchas ocasiones se deben más a los cuellos de botella que producen autos mal estacionados, vendedores, reparaciones y entronques mal diseñados que denotan un severo problema de ausencia de autoridad. Si uno pudiera observar el tránsito desde arriba, lo que vería son embudos por todas partes. Algunos de esos sin duda requieren grandes obras (distribuidores y segundos pisos), pero muchos requieren acciones pequeñas y concretas, además de disposición a hacer cumplir las reglas.

Además de activos «ancestrales», una ciudad de vanguardia requiere una visión de largo plazo, una población enterada y convencida del proyecto y la capacidad para instrumentarla. Hoy tenemos una combinación paradójica: grandes activos, una población que no tiene idea de hacia dónde vamos (o si vamos) y una gran capacidad de instrumentación. Lamentable que falte la visión y la búsqueda del convencimiento. Una población que sabe hacia dónde va y que puede confiar en sus autoridades para lograrlo se convierte en el mejor activo de cualquier gobierno, sobre todo cuando, contra lo que muchos suponían, todo indica que el futuro residirá en las grandes urbes que sean «inteligentes». Sin visión,sin seguridad y con pésimos servicios, nada de eso es posible. Los grandes proyectos acaban siendo una quimera.

La ciudad de México quizá esté a la vanguardia de Tapachula, Lima o Lagos, Nigeria. Sin embargo, la comparación relevante es Kuala Lumpur, Seúl o Beijing. A la luz de ese parangón, ni siquiera hemos comenzado.

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La corrupción

Luis Rubio

Cuando observo o me entero de casos de corrupción me quedo pensando si el país ha cambiado o si todo permanece igual. Algunas cosas siguen siendo las mismas por décadas si no es que siglos. Otras, en cambio, cambian con celeridad. ¿Cuál es el verdadero México, el de antes o el de ahora? Si uno ve hacia atrás, es evidente que hemos experimentado profundos cambios, algunos de ellos dramáticos y muchos por demás positivos. De la misma manera, algunas cosas parecen permanentes, inamovibles. ¿Qué será lo permanente, lo que no cede o lo nuevo que se ha construido?

Como tantas otras cosas en nuestro país, las respuestas son más grises que blancas o negras. Antes, la corrupción era un componente inherente al sistema político. Hoy la corrupción la vemos como un mal, como una distorsión de un inacabado proceso de modernización. El viejo dicho de los priistas, “no me des, ponme donde hay”, es un fiel reflejo de un sistema político construido por los ganadores de la gesta revolucionaria y dedicado a beneficiar a los suyos. Aquel sistema, todavía vivo en más de un rincón, se construyó bajo la promesa de que a quien era leal, y se disciplinaba al jefe en turno, la Revolución le “haría justicia”, es decir, le daría acceso al poder y/o a la corrupción.

Quizá el mayor mérito del régimen priista fue el haber logrado la pacificación del país sin dureza excesiva. El país pasó de la violencia extrema de los años de guerra civil a una paz productiva a partir de mediados de los treinta, todo ello sin haber construido un Estado de derecho, sino más bien una estructura política que, al privilegiar la disciplina, mantenía la paz y la estabilidad. Ese es el mundo que encontró Graham Greene en su libroCaminos sin ley sobre el México de los treinta, donde el autor describe un lugar desolado en el que reina la corrupción y el habitante más modesto no tiene alternativa más que aceptar la vida como es: un mundo sin ley y sin la posibilidad de lograr el respeto más mínimo a sus derechos.

Décadas después, los incipientes industriales que promovió el programa de substitución de importaciones se encontraban con otra faceta de la misma realidad: la secretaría encargada de la industria era un nido de corrupción interminable donde todo estaba a la venta: los permisos de importación, de exportación y las autorizaciones para invertir. Los empresarios tenían que apoquinar para todo: para obtener el permiso o para que no lo obtuviera su competidor, para acelerar un trámite o para paralizarlo de manera permanente. Todo estaba a la venta. Un mundo en sí mismo.

Pero un mundo que acabó cambiando. Cuando vino la apertura a las importaciones y la liberalización económica se hicieron irrelevantes esos controles, la burocracia perdió su poder corruptor y la secretaría pasó de más de treinta mil empleados a poco menos de tres mil. Con el fin de los controles desapareció la posibilidad de extorsión, el valor de quienes movían papeles de un escritorio a otro y de quienes lograban la firma del responsable. Aunque han retornado muchos mecanismos indirectos de control y persiste la lógica de controlar, esa corrupción burocrática desapareció del espectro de consideraciones del empresario prototípico. Ahora lo que cuenta es la producción, la calidad y el mercado.

El ejemplo muestra cómo la corrupción no tiene por qué ser permanente. También ilustra la naturaleza de nuestra bifurcada realidad: aunque muchas cosas han cambiado, muchas permanecen. El México viejo de la corrupción ha dejado de tener vigencia en algunos ámbitos pero persiste en otros. Este es el verdadero tema: no hemos logrado completar un proceso de transición hacia la modernidad, hacia un espacio en el que la convivencia se rige por reglas impersonales (la ley) en lugar de relaciones personales (donde la corrupción nunca está lejos).

La existencia de dos realidades contrastantes y simultáneas describe a un país que ha cambiado a regañadientes, sin proyecto integral de modernización y sin capacidad o disposición de articular un consenso respecto a un objetivo susceptible de entusiasmar a la población. Esa dualidad estuvo presente cuando, al inicio de los noventa,el gobierno reconoció que no se podía pretender ser moderno y, a una misma vez, mantener al partido hegemónico a través de partidas directas del erario. Sin embargo, la solución que se proponía no tenía nada de moderna: que los empresarios beneficiarios de la modernidad sostuvieran al partido.

La mezcla de tradición y modernidad, corrupción y transparencia ha sido persistente en estos años de cambio. Al menos hipotéticamente, una posible explicación a muchos de nuestros estragos cotidianos tiene que ver precisamente con esa permanente contradicción: donde no acaban de aniquilarse los espacios de opacidad y muchos de los que deberían ser transparentes están lejos de serlo; donde la competencia permanece como un objetivo más que una realidad, pero se intenta avanzar con métodos de antes; donde los espacios de corrupción siguen siendo demasiados y retornan con mucha mayor celeridad de los que los otros se evaporan.

Muchos culpan a los políticos, empresarios, sindicatos y gobernantes de toda clase de males porque pueden hacerlo, es decir, porque el sistema se los permite. Lo contrario también es cierto: solo hasta  que la sociedad desee vivir en un régimen de transparencia y se rehúse a aceptar las reglas de la opacidad y la corrupción, ésta seguirá perviviendo. La realidad es que para todos es cómodo poder resolver un problema con una mordida o evitar una molestia con un arreglo “por fuera”. El problema es que la comodidad tiene su contraparte en la corrupción y no se puede cancelar una sin acabar con la otra.

El país que describió Greene hace ochenta años sigue teniendo visos de realidad y esa es una demostración palpable de lo mucho que nos falta por recorrer. Pero el ejemplo de Secofi en los ochenta también ilustra las posibilidades que ofrece un cambio estructural profundo. Quizá la tragedia del México moderno –y digo tragedia porque se trata de un entorno que hizo posible el crecimiento y desarrollo de las organizaciones criminales con el fin de los controles del viejo sistema y la ausencia del tipo de controles que requeriría un país moderno- es que la idea e instrumentos de la modernidad no han permeado entre la mayoría de los integrantes de la clase política ni en la sociedad en general. Además de altamente improbable, esperar a que un gran líder llegue a cambiarlo todo y salvarnos en el camino constituye una forma vieja de intentar construir la modernidad.

El país seguirá siendo corrupto en la medida en que todos así lo sigamos queriendo.

 

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¿Re centralizar?

Luis Rubio

Para Lenin, «la cuestión organizacional yace en el centro de todo». El líder revolucionario ruso se refería a la forma en que debían organizarse los bolcheviques, pero el principio es igualmente aplicable a nuestra realidad actual. El país lleva años con el timón roto, situación que se ha exacerbado por la baja calidad de nuestros gobernantes pero, sobre todo, por la creciente violencia que atemoriza a la ciudadanía y le resta oportunidades de desarrollo. Lo menos que uno debería preguntar es qué futuro nos depara esta situación.

El tema más impactante es sin duda el de la violencia y la inseguridad. La fragmentación de los cárteles y organizaciones criminales no ha hecho sino elevar el número de muertos pero, sobre todo, incrementar los delitos contra la ciudadanía. Hasta hace algunos años el tema era el robo de vehículos, el narcotráfico, la piratería y otros asuntos todos ellos criminales pero con relativamente poco impacto sobre el ciudadano común y corriente. Todo eso quedó atrás: hoy la ciudadanía padece redadas, secuestros, extorsión y un clima de violencia que genera temor y desazón. Nada más preocupante para una sociedad que esta combinación letal.

La situación objetiva ha generado una enorme controversia política. Las encuestas muestran una amplia mayoría de mexicanos que considera que el país va mal. Muchos de las víctimas y sus familiares claman por soluciones y los políticos en campaña critican al gobierno. Más allá de asegunes específicos (como «hacerlo mejor», meterle «inteligencia» o una «mejor estrategia») no hay propuestas que propongan un rompimiento radical con la postura gubernamental. Sin duda, muchos de los críticos tienen razón en que la estrategia de cortar cabezas de las organizaciones criminales no hace sino fragmentarlas y multiplicarlas. Sin embargo, cada que escucho tanto las críticas como las patéticas explicaciones gubernamentales me quedo con la sensación de que hay un enorme deseo de regresar a un pasado idílico más que un reconocimiento de la complejidad de la situación de fondo.

Quizá no haya llamamiento más frecuente que el de negociar con los cárteles o retornar al mundo priista en que había criminalidad pero ésta se administraba y, en lo fundamental, no afectaba a la población. Además de la imposibilidad práctica de adoptar una senda de negociación (¿con quién? ¿cómo se hace cumplir un acuerdo? ¿a cambio de qué?), la realidad es que -digan lo que digan algunos priistas perdidos- los gobiernos no negocian (ni negociaban) sino que establecían reglas del juego y las hacían cumplir. En los años del PRI duro el gobierno era muy fuerte y los narcos no querían otra cosa que mover mercancía de sur a norte. No había tema territorial ni existían armas de alto poder. Algo así existe en países como EU y España donde se tolera la distribución de drogas mientras no haya violencia. Ese mundo desapareció en México por tres razones: primero porque se descentralizó el poder (se “democratizó”); segundo, porque las organizaciones criminales comenzaron a proliferar en el país aprovechando el río revuelto; y, tercero, por la debilidad de nuestras policías y poder judicial en todos niveles, pero sobre todo en el local.

No hay que olvidar que el inicio de esta era de violencia tuvo lugar en el sexenio de Salinas. Calderón puede haber errado en la estrategia específica de descabezar organizaciones, pero el problema viene de atrás y, tengo la certeza, hubiera crecido mucho más rápido de no haber habido una respuesta gubernamental. Pero ahí también yace el problema de fondo: nuestras instituciones no son adecuadas para el reto que confrontan. El sistema priista funcionaba por autoritario, no por institucional y se desmoronó porque ese autoritarismo ya no permitía el crecimiento de la economía, propiciaba crisis frecuentes y padecía una ilegitimidad creciente. La solución no vendrá por la imposición sino por la construcción institucional.

Cinco años después de iniciada la guerra contra el narcotráfico, el saldo es positivo en un aspecto y muy negativo en otros. Es positivo en que los narcos enfrentan a un gobierno decidido y ya no tienen capacidad irrestricta de avance y crecimiento en sus negocios. Es negativo en los números de la violencia, en el rompimiento de los equilibrios locales y, sobre todo, en la proliferación de delitos contra las personas que ni las temen ni las deben.

Visto desde una perspectiva de largo plazo, el país ha tenido dos épocas exitosas: durante el porfiriato y durante una buena parte de la era priista. El común denominador fue la centralización del poder. Díaz centralizó el poder, combatió a los cacicazgos regionales y terminó con décadas de inestabilidad, levantamientos y revoluciones y le dio al país unos años de paz para prosperar. El PRI pacificó al país, mantuvo la estabilidad y logró un equilibrio conducente al crecimiento de la economía. Ambos periodos se colapsaron por sus propias contradicciones y limitaciones. Quienes creen que el camino hacia el futuro reside en la reconcentración del poder -por la vía de un gobierno fuerte desarrollista tipo Miguel Alemán o por la de la represión y manipulación a través de los órganos de seguridad tipo Putin- deberían observar tantoel colapso de los regímenes duros como la prosperidad de los que son democráticos y consolidados. Nadie en su sano juicio podría dudar de la inviabilidad de un intento por reconstruir lo que se colapsó, así sea con ropajes nuevos.

La reconcentración del poder no es salida porque es adversa al crecimiento de las empresas, a la generación de riqueza y al desarrollo de la creatividad de las personas, que es donde yace el desarrollo futuro. La salida sólo puede ser una: el desarrollo de instituciones que le confieran certidumbre a la ciudadanía y a los empresarios e inversionistas. La criminalidad ha crecido porque no tenemos instituciones fuertes -policías, poder judicial, gobiernos locales- con capacidad de acción y que sirvan de modelo y autoridad creíble ante el ciudadano incrédulo. En otras palabras, nuestro problema no es la criminalidad y de violencia sino la ausencia de Estado, ausencia de instituciones gubernamentales competentes capaces de mantener el orden, imponer reglas y ganarse el respeto de la ciudadanía.

Como decía Einstein, de nada sirve la perfección de los medios mientras prevalezca la confusión de objetivos. Lo impactante del día de hoy, y lo preocupante, es el descaro y la audacia de quienes buscan el poder sin reparar en las causas del desorden y los riesgos de que todo continúe en declive. Y, por supuesto, su responsabilidad en el origen del caos que hoy padecemos.

 

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Contrapesos

Luis Rubio

Cuando en 1688 el rey Jacobo II decidió hacer caso omiso de las leyes del parlamento fue inmediatamente depuesto, dando a luz la democracia inglesa moderna y su carta de derechos ciudadanos. Esa revolución también hizo patente la esencia del funcionamiento de un sistema político y su principal garantía de estabilidad: los pesos y contrapesos.

Si algún político o grupo de interés abusa, lo hace porque puede: si hubiera contrapesos efectivos no podría. Los contrapesos son la esencia de un sistema democrático de división de poderes. Su existencia implica que cada uno de los poderes públicos y niveles de gobierno tiene atribuciones limitadas y depende de los otros para poder funcionar. Ninguno es eficaz por sí mismo, pero todos funcionan en conjunto: cuando todas las partes –congreso, presidencia, poder judicial, estados y municipios- reconocen sus limitaciones y dependencia mutua, el sistema logra una capacidad de operación armónica. En México tenemos muchos poderes con capacidad de obstrucción pero casi ninguno con verdaderos equilibrios. Quizá la única excepción, si bien incipiente, sea la que existe entre el IFE y el TRIFE.

Aunque se daban equilibrios de factoque impedían los peores excesos, o al menos los corregían después de consumado el hecho, el sistema político priista nunca se caracterizó por los pesos y contrapesos. El concepto era ininteligible para una estructura fundamentada en la centralización del poder y en la capacidad de control e imposición. De haberlos habido, quizá hubiéramos observado una transición más tersa:como en la Roma imperial, los excesos del sistema -desde la represión estudiantil hasta las crisis económicas y la corrupción- se convirtieron en elementos propiciadores del colapso porque nunca existieron, como en la Inglaterra del siglo XVII, factores de equilibrio que impidieran los excesos y el abuso.

A partir del 2000 entramos en otra etapa del desarrollo nacional en la cual acabamos en el peor de los mundos: sin controles, sin equilibrios y sin contrapesos. Son pocas las naciones que logran una transición hacia la democracia sin convulsiones. Impresiona observar a las pocas que lo han logrado de manera casi imperceptible, pero lo común es lo contrario: se desarticulan los viejos mecanismos de control que, mal que bien, permitían alguna funcionalidad, pero no se desarrollan pesos y contrapesos democráticos. La diferencia entre lo de antes y lo que todavía no se consolida es fundamental porque, como ilustra nuestra realidad actual, existen muchos impedimentos a hacer cosas, pero no mecanismos que obliguen a hacerlas sin abuso, sin dispendio y con rendición de cuentas. Cuando no hay pesos y contrapesos el congreso puede votar contra el presidente, pero éste no tiene instrumentos para forzar al congreso a actuar. De la misma forma, los sindicatos y los gobernadores no rinden cuentas sobre las cuotas de sus agremiados o las transferencias federales.

La ausencia de pesos y contrapesos protege al statu quo y paraliza al país. De las muchas propuestas para cambiar esta situación, pocas son constructivaso visionarias: más bien, prevalecen las pequeñas e interesadas.Lo significativo es que los actores en el sistema político reconocen la existencia del problema, pero no lo han sabido resolver. En lugar de tomar el toro por los cuernos, ha sido frecuente el recurso a la creación de entidades autónomas(como si la autonomía fuese sinónimo de imparcialidad y capacidad de acción) o a las artificiales -coaliciones o mayorías- como si la gobernabilidad se pudiese imponer.Se requiere articular una estructura de pesos y contrapesos que permita gobernar y nulifique la proliferación de poderes fácticos.

La clave no reside en la autonomía o en la existencia de una mayoría impuesta por el método que sea sino en la existencia de pesos y contrapesos que se traduzcan en rendición de cuentas y eso sólo puede surgir de un gran debate nacional del que resulten negociaciones sobre la estructura de poder. Y eso sucederá sólo cuando todos los actores acaben reconociendo que ninguno puede funcionar sin la concurrencia legítima del otro. Eso quizá requiera otra alternancia de partidos en el poder o una nueva crisis, pero lo que es inexorable es que la parálisis (y/o el abuso) persistirá hasta que se construyan pesos y contrapesos efectivos. Esa es la realidad de una sociedad que ha dispersado el poder y que nada, con excepción de un régimen autoritario, podría cambiar.

Un sistema eficaz de pesos y contrapesos obliga a todos a cooperar porque cada uno sabe que su capacidad de funcionar depende de que todos los demás también funcionen. Ese es el fundamento del arreglo político que México tiene que lograr: uno que responda a las realidades humanas más bajas y banales. MarcurOlson escribió* que en los países en que existen mecanismos desarrollados de pesos contrapesos, los obstáculos al crecimiento económico son mínimos, pues todo mundo se perjudicaría de su existencia: en esos casos, el interés más egoísta de toda la ciudadanía busca eliminar restricciones al crecimiento, pues todos los ciudadanos pierden cada vez que un burócrata o un interés particular se beneficia de ellos. Todo mundo sabe, dice Olson, que la prosperidad tiende a generar condiciones para el desarrollo de sistemas políticos democráticos; sin embargo, lo opuesto es igualmente cierto: la democracia tiende a favorecer la prosperidad.

 

Independientemente de la forma que pudiera cobrar un eventual acuerdo político, su elemento fundacional tendrá que residir en la construcción de un sistema eficaz de pesos y contrapesos. Aunque hay muchos modelos que se pueden estudiar, los países exitosos han constituido mecanismos apropiados a sus circunstancias:no hay cartabones prefabricados. Más bien, la clave reside en la negociación misma: en la interacción entre actores que sufren y padecen la ausencia de este tipo de mecanismos y del reconocimiento por parte de los beneficiarios presentes de que cualquier día pueden estar del otro lado de la mesa. La alternancia crea la oportunidad, pero sólo el acuerdo político puede construir un sistema perdurable.

 

Una vez logrado ese reconocimiento, comenzarán a fluir soluciones creativas, apropiadas a nuestra realidad y que darán forma a mecanismos de equilibrio para los poderes federales así como para los gobernadores. Lo importante no es la forma sino su funcionalidad.

 

La construcción de un país que funcione va a requerir de acuerdos que hagan posible la existencia de pesos y contrapesos. Para ello, quizá haya que esperar a que los políticos se agoten del abuso de sus contrapartes. Así es esto del desarrollo.

*Poder y prosperidad: más allá de las dictaduras comunistas y capitalistas

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Malas Ideas

Luis Rubio

El problema de las malas ideas es que se propagan como si fueran buenas pero, cuando quienes las promovieron se percatan de su error, no tienen más alternativa que la simulación y la mentira. Ese es el inevitable caso de las reformas electorales de 2007. Ahora que inicia formalmente el periodo electoral, los partidos y sus candidatos comienzan a reparar en la enorme complejidad que interpuso aquella legislación y las consecuencias prácticas que entraña.

La reforma electoral de 2007 trastocó los equilibrios que se habían logrado en 1996: no corrigió errores sino que alteró la dinámica y los contrapesos políticos inherentes a ella. Desde la perspectiva de un observador, es fácil simplemente criticar o, como decía Will Rogers, ser un humorista porque «uno tiene a todo el gobierno trabajando para uno». El problema es que este no es un asunto cómico. Una mala idea puede causar enormes daños porque se convierte en dogma y, sobre todo, porque sus promotores no pueden reconocer un error o confesar objetivos o intereses pues, inconfesables.

La reforma electoral de 2007 comenzó mal y terminó peor. En lugar de plantearse como parte de un proceso de reforma más amplio, de corregir errores o afinar el camino, en la reforma convergieron objetivos encontrados, intereses contrapuestos y, más que nada, un ánimo revanchista que siempre es mal consejero. Lo peor de todo fue que cada actor involucrado -los partidos, muchos legisladores hiperactivos, el presidente y la galería de comentaristas- contribuyó a hacer un bodrio de una reforma que pudo y debió  haber avanzado los procesos democráticos.

Algunos querían la reforma para atacar al presidente y su estrategia de campaña negativa en el 2006. Todos querían castigar a Fox. Otros creían que, concediendo a todas sus críticas, sería posible incorporar a López Obrador en las vías institucionales. Algunos querían vengarse de los empresarios, sobre todo por los anuncios que patrocinaron. Otros más creen que vivimos en Suiza y que todo lo que se requiere para tener una polis civilizada es legislarla.

Si bien es cierto que todas las legislaciones en el mundo, incluso las más controvertidas, acaban siendo producto de un proceso de negociación (o, como decía Bismark, es mejor no ver el proceso de fabricar las leyes o las salchichas porque es igual), en la reforma de 2007 ganaron las más bajas pasiones y el resultado, inexorablemente, es una bazofia. Baste observar la forma en que tratan de adaptarse los partidos y candidatos a esas reglas para comprobarlo.

Lo menos que se puede decir de la ley electoral actual es que obliga (esa es la palabra) a la mentira y a la simulación. Hay particularmente dos temas que así lo consagran: uno es el del dinero y el otro el de la publicidad. En contraste con otros asuntos, el dinero que no transita por cheque transita en efectivo. No me cabe la menor duda que la industria maletera será la gran ganadora el próximo año: dará asco observar cómo un objetivo aparentemente altruista se convierte en un mecanismo simple y vulgar para el pago en efectivo. Peor, el incentivo para el lavado de dinero es infinito. Por lo que toca a la propaganda y la publicidad, sobre todo la negativa, los candidatos no tendrán de otra que procurar mecanismos indirectos (por no decir aquellos que formalmente no los involucren) para diferenciarse unos de otros. Entiendo la lógica de rechazar las campañas negativas, pero las restricciones que interpuso la ley son tan extremas y tan absurdas (incluyendo a los medios) que los candidatos no tendrán más alternativa que buscar formas no muy santas de promoverse, criticar a sus contrincantes y tratar de descollar sin violar la ley pero logrando exactamente lo que la ley pretende impedir. Otro nuevo negocio será el del contorsionismo.

Si la ley obliga a los candidatos y partidos a violar su espíritu en todo momento, a los ciudadanos la ley les niega todo derecho elemental. De seguirse el espíritu de la ley, el ciudadano no tendría manera de conocer a los candidatos más que de manera marginal y superficial, tendrá insuficiente conocimiento para hacer un juicio informado y no tendrá eso que es la esencia de la democracia: un debate serio y responsable en el que los candidatos se la juegan frente al electorado. En una sola noche en 1994, un candidato creció y otro se colapsó por el hecho de debatir. La democracia se fortaleció. Eso es imposible en la actualidad.

Lo que hoy tenemos, lo que la ley vigente nos permite, son monólogos acartonados en los que un candidato no puede siquiera referirse a lo que otro mencionó en otra intervención; contiendas fundamentadas en la simulación donde nada es como aparece; y una interminable serie de mentiras que se convierten en el fundamento de quien nos gobernará los siguientes años. En otras palabras, la ley rechaza la noción de que las campañas son un medio para informar, formar opinión y convencer al electorado. La ley promueve un gran teatro Potemkin en el que nada es real, todo es simulado.

La ley fue en buena medida producto del ambiente crispado que produjo la candidatura de López Obrador, el circo del desafuero y la agria contienda de 2006. Sin embargo, lo criticable de nuestros legisladores no es su preocupación por responder a los temas y agravios que legítimamente existían, sino su pretensión de inventar un país inexistente a partir de sus prejuicios, todos ellos incrustados en la ley. Lo que lograron fue una mayor crispación, pero sobre todo un incontenible incentivo a la simulación y a comportamientos claramente ilegales. Todavía peor, el espíritu de la ley envalentonó a toda una generación de políticos que, en tiempos recientes, ha visto natural intentar penalizar la libertad de expresión.

Más allá de estos costos quedan los incentivos perversos que la ley arroja. A los niños les estamos enseñando que es imperativo violar la ley para lograr ser electo; a los ciudadanos les estamos diciendo que la democracia es entre políticos, no entre ciudadanos; y a los contendientes les estamos diciendo: hagan lo que quieran o necesiten para ganar pero háganlo «por fuera». Como la mordida y la corrupción. Eso es lo que la ley de 2007 nos dejó como legado.

Lo único encomiable de la legislación electoral es la aspiración implícita de lograr un sistema político civilizado y amable. Sin embargo, por más que los ridículos comerciales de nuestros legisladores pretendan, la aprobación de una ley no modifica la realidad, al menos no en México. Un país civilizado se construye todos los días en la práctica cotidiana y en la institucionalidad, algo en lo que nuestros políticos distan mucho de descollar.

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Los dilemas del euro

Luis Rubio

La idea del euro constituyó un enorme desafío para muchos países que nada tienen que ver con la Unión Europea. Después de años de crisis económicas, altibajos políticos e inflación, muchas naciones, sobre todo de América Latina, veían con envidia la oportunidad de oro que parecía presentársele a países como Grecia e Italia: saltarse etapas en su proceso de desarrollo sin tener que pagar sus costos. El euro parecía hacer posible el milagro de tener tasas de interés alemanas con el sol del Mediterráneo. Hoy sabemos que los espejismos pueden salir muy caros: el desarrollo no se da por casualidad; más bien, requiere de gran capacidad de gobierno y disposición a actuar. Lo mismo se puede decir de las políticas de ajuste que hoy están en la palestra de la discusión.

El drama griego tiene muchas causas y componentes pero una muy evidente es que la estrategia que ha adoptado o, más bien, que las circunstancias y sus vecinos le han impuesto, no empata con su realidad interna, sobre todo con su capacidad de gobierno. De no existir el euro, Grecia estaría viviendo una situación muy distinta, quizá más parecida a las que caracterizaron a muchas naciones latinoamericanas en sus momentos de crisis, es decir, una brutal caída que hizo inevitable, más que voluntario, el ajuste fiscal. El euro hizo parecer que el ajuste era voluntario y pocos se lo tomaron en serio. La realidad es que, con euro o sin la moneda común, no hay atajos a la prosperidad.

Las crisis mexicanas fueron muy distintas: comenzaron con circunstancias similares (déficit presupuestal, desequilibrio en la balanza de pagos) pero su dinámica fue enteramente diferente. En ausencia de dólares, el costo de todo lo importado, incluyendo los intereses sobre la deuda, se fue al cielo y eso llevó al colapso de la economía. La disyuntiva era muy simple: el ajuste lo organiza el gobierno o éste ocurría por sí mismo. Un gobierno con capacidad de acción puede establecer prioridades y cuidar ciertos programas; cuando la crisis domina al gobierno no hay prioridad alguna: todo se colapsa. En 1995 el gobierno mexicano acordó con el FMI un déficit cero en el primer año, es decir un ajuste brutal. Gracias al euro, el caso de Grecia ha sido muy distinto, creando una dinámica política que hace parecer que el ajuste es algo opcional. Su compromiso con la UE y con el FMI es el de llegar a un déficit del 10% el primer año: podría parecer que Grecia salió bien librada porque puede tomarla con calma.

Cada una de las crisis mexicanas implicó una brutal caída en la actividad económica (en 1995 la contracción fue de más de 8% del PIB) pero a los cuantos meses el panorama comenzaba a mejorar: realizado el ajuste, las exportaciones comenzaban a crecer y la actividad económica se recuperaba con celeridad. Pero lo más importante no fue el desempeño de la economía, sino la evolución de las expectativas de la población. Los críticos del ajuste denunciaban los despidos, los recortes del gasto y la contracción salarial, pero en cuestión de meses la población pasó de la depresión a un creciente optimismo. En contraste, los griegos, cuyo ajuste es draconiano y a la vez interminable, llevan un año en el proceso y no tienen razón alguna para pensar que las cosas mejorarán en un futuro previsible. Paradójicamente, la existencia del euro, que tantas ventajas ofrecía en los buenos momentos, ahora resulta ser un gran pasivo.

En su momento, al adoptar al dólar como moneda de referencia, Argentina intentó algo semejante al euro pero se comportó exactamente igual como Grecia: llevó una economía desordenada y sin control hasta que la realidad la alcanzó y acabó en una profunda crisis de la que todavía no sale. En México y otras naciones latinoamericanas hubo muchas discusiones sobre la adopción del dólar como moneda de curso legal y un canadiense propuso la idea de crear el “amero” como equivalente del euro en el continente americano. En retrospectiva, parece evidente que los más cautos tuvieron razón.

La moneda de un país no se puede separar de su capacidad de gobierno: se trata, valga la redundancia, de dos caras de una misma moneda. No es casualidad que Irlanda y, en segundo lugar, España, hayan reconocido que no hay salida fácil y, con gran capacidad de gobierno, han realizado el ajuste con seriedad y sentido de inevitabilidad. Por su parte, ahora Grecia ha tenido que adoptar criterios alemanes para los agregados macroeconómicos sin la capacidad real de gobierno que eso entraña en todo lo demás.

La verdadera encrucijada reside en Alemania. Hace ocho años, Alemania y Francia rebasaron los topes fiscales que había establecido el acuerdo de Maastricht pero nadie se atrevió a condenarlos. Algunos argumentan que ese hecho le hizo sentir a los países que hoy están en problemas que los límites eran irrelevantes; de esta forma, mientras que los alemanes se dedicaron a corregir su situación fiscal y elevar dramáticamente sus niveles de productividad, los sureños continuaron disfrutando la vida. Hoy son los propios alemanes quienes enfrentan la difícil tesitura de absorber las pérdidas de sus socios despilfarradores para seguir teniendo las ventajas del euro (y poder exportar con una moneda no excesivamente cara) o abandonar el euro y enfrentar los costos de una moneda tan dura que dejarían de ser competitivos en los mercados de exportación. Costosas las virtudes fiscales de los alemanes…

El hecho simple es que los europeos no tienen salidas fáciles, enfrentan una situación fiscal y bancaria compleja que va a requerir definiciones por demás desagradables en Alemania, donde el electorado no tiene paciencia ni tolerancia para la vida fácil de los griegos e italianos. En lugar de lo deseable, a los alemanes les espera lo que alguna vez sentenció Galbraith, «la política no es el arte de lo posible, sino que consiste en escoger entre lo desastroso y lo indigerible».

Al final del día, todo depende de la capacidad de gobierno que tiene un país y ésta incluye la responsabilidad fiscal y monetaria. Earl Long, un gobernador norteamericano un tanto folclórico, alguna vez afirmó que “algún día Louisiana va a tener un buen gobierno y no les va a gustar nada.” Grecia parece estar atravesando por una tesitura como esa. Su tragedia es que no hay una luz al final del túnel, circunstancia que no es cierta en países como Irlanda o España que, por duro que sea el camino inmediato, el futuro no deja de ser al menos promisorio. Los expertos dicen que el verdadero factor clave es Italia porque, a diferencia de Grecia, el colapso de ese país se podría llevar a todos los demás. Tiempos interesantes decía la maldición china.

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No estamos solos

Luis Rubio

Aaron Copland, uno de los grandes compositores estadounidenses del siglo pasado, contaba la historia de que, paseando en una librería, observó a una señora comprar dos libros, uno de Shakespeare y otro del propio Copland. Entusiasmado, se acercó a la señora y le preguntó si le autografiaba su libro. Sin chistar, la señora volteó y le preguntó “¿cuál de los dos?”. Así parecen estar los americanos estos días: sin poder siquiera identificar la naturaleza de sus problemas.

La disputa norteamericana se concentra en lo inmediato: controlar el déficit fiscal o aumentar el gasto para promover la creación de empleos. Los primeros dicen que sin restablecer la salud de la economía, la creación de empleos sería efímera. Los segundos insisten que los riesgos de rompimiento social son el único criterio relevante. Nuestra experiencia es clara: sin equilibrio fiscal el resto es irrelevante. Sin embargo, el problema de fondo trasciende las disputas inmediatas y la forma en que lo resuelvan va a tener un enorme impacto sobre nuestro futuro.

Por más de cincuenta años, la economía estadounidense se constituyó en el caballo que jalaba la carreta del mundo. Su fortaleza económica y la manera en que articularon los incentivos para el crecimiento se constituyeron en los pilares que rindieron décadas de creatividad, desarrollo científico y tecnológico y liderazgo en el mundo. No es casualidad que, como potencia, se haya constituido en el principal promotor de la globalización.

Hoy los estadounidenses enfrentan los costos de su enorme éxito. Sus problemas fiscales y  de empleo reflejan la transformación de la economía mundial: las naciones que asumieron la globalización como estrategia han logrado tales éxitos que ahora compiten con los estadounidenses por los empleos más productivos. El problema no era grave mientras unos cuantos tailandeses, mexicanos o coreanos lograban índices de productividad similares a los de los estadounidenses a una fracción del costo. El problema se destapó con el peso de economías como la china e india que, por su solo tamaño, acabaron por desquiciar a la clase media estadounidense.

Hace algunos años Niall Ferguson acuñó el término de “Chimerica” para explicar el nuevo fenómeno: los estadounidenses desarrollaban la ciencia, la tecnología, la ingeniería y, en general, todo los servicios que son insumos fundamentales (y los que mayor valor agregan en la actividad económica), en tanto que los chinos aportan la mano de obra. El conjunto parecía ser una fórmula ganadora. El problema es que los trabajadores norteamericanos, que por décadas habían sido el pilar de su clase media, acabaron siendo los grandes perdedores: en la medida que se evaporaron los empleos manufactureros, se estancó o declinó su ingreso. Gracias a las deficiencias de su sistema educativo, la mayoría de esas personas no tiene habilidades más que manuales, las que antes demandaban las grandes plantas acereras o automotrices y que, poco a poco, se transfirieron a otras localidades (incluido México). Esta situación no fue evidente por algunos años ya que, gracias a la disponibilidad de crédito al consumo, las familias mantuvieron, artificialmente, su nivel de vida. Cuando la burbuja estalló, la sociedad estadounidense se encontró con que una parte importante de su población no tiene acceso a sus fuentes actuales de riqueza, los servicios de alto valor agregado: el resto no tiene las habilidades para incorporarse a las actividades exitosas o no está dispuesto a hacerlo. Sus elevados niveles de desempleo no son producto de un problema transitorio, sino de un cambio estructural fundamental.

La globalización ha favorecido a las naciones que la asumieron de manera integral, permitiendo que países otrora pobres se enriquecieran y crecieran como la espuma. Aquellos que asumieron el costo de inicio, como ocurrió con varias de las naciones asiáticas, se convirtieron en países ricos. Otros, como nosotros, que hemos evitado pagar esos costos, hemos logrado avances muy importantes en algunos sectores, pero seguimos padeciendo los fardos de la pobreza y la improductividad en el resto. Los estadounidenses comienzan a experimentar exactamente esta situación: tienen sectores que son punteros en el mundo y que los colocan en una situación privilegiada, en tanto que perviven otras actividades, sobre todo industriales, que cada día emplean menos gente. En una economía abierta (en el sentido de libertad efectiva para importar) como la estadounidense, la improductividad se penaliza de inmediato y eso es lo que ha llevado a que tantos trabajadores hayan perdido sus fuentes de trabajo: ¿por qué habría de pagarle un empresario 50 dólares por hora a un empleado local cuando un ingeniero altamente calificado en Hungría cuesta 15 y otro en India 5?

EUA se encuentra ante una tesitura clave. Históricamente, las naciones (y todavía más las potencias) que se encuentran ante una crisis que combina desempleo, competencia del exterior, desánimo y nuevas potencias en ciernes, han acabado transformándose para bien o capitulando y ensimismándose hasta consumirse en su interior. Ejemplos de lo primero son Alemania y Japón después de la segunda guerra mundial. Pero el caso de Alemania también es emblemático por la forma en que respondió ante el desempleo y el desquiciamiento económico interno durante la República del Weimar luego de la primera guerra mundial.

La opción de transformarse implicaría redefinir la estructura de su planta productiva y revitalizar su excepcional capacidad inventiva para volver a colocarse a la vanguardia del desarrollo, ahora bajo otros parámetros. Clave en esta dimensión tendría que ser la revitalización de sus exportaciones para reencontrar un balance en sus cuentas del exterior, sobre todo con China. La alternativa consistiría en seguir carcomiéndose en debates estériles sobre la mejor manera de preservar una estructura que es insostenible. Como si lo importante fuese acomodar las sillas del Titanic en lugar de evitar golpear un iceberg.

Lo que acaben haciendo será crucial para nosotros. El primer camino ofrece oportunidades excepcionales de las que nosotros seríamos una pieza clave, factor de competitividad en un renacimiento manufacturero de la región. La alternativa es aterradora para ellos, para nosotros y para el mundo. Lo bueno es que la historia estadounidense es rica en ejemplos de transformación, pero no hay certeza de que, en el ambiente tan crispado que hoy los caracteriza, sean capaces de lograrlo. En palabras de De Toqueville: “la grandeza de Estados Unidos reside en su habilidad para corregir sus defectos”. Todo el mundo está observando.

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¿En transición?

Luis Rubio

«El paso decisivo hacia la democracia, dice el profesor Adam Przeworski, consiste en la transferencia del poder de un grupo de personas a un conjunto de reglas». Las reglas que norman el funcionamiento de la democracia mexicana son muchas, pero nunca lograron la supremacía que es requisito esencial para la democracia. Lo anterior no implica que el poder siga concentrado en la presidencia, pero sí que en México la transición a la democracia no arribó al puerto anticipado: el poder se dispersó pero no se institucionalizó.

Las transiciones a la democracia que comenzaron en la Europa mediterránea en los setenta crearon una enorme expectativa, tanto en las poblaciones de países que vivían bajo la férula autoritaria como entre estudiosos y activistas que soñaban con imitarla. Décadas después Thomas Carothers* dice que es tiempo de reconocer que es falso el paradigma de la inevitabilidad de la transición del autoritarismo a la democracia. Más bien, afirma, la mayoría de países que terminaron con sus regímenes autoritarios e intentaron la transición acabaron atorados en el camino en lo que, en el mejor de los casos, se puede llamar una democracia «inefectiva», en tanto que en otros se quedaron paralizados en una zona gris caracterizada por un partido, personaje o conjunto de fuerzas políticas que dominan al sistema, impidiendo el avance de la democracia.

La tesis de Carothers, no muy distinta a la de «democracia iliberal» de Zakaria, obliga a situarnos en un escenario distinto al que prevalece en el consciente colectivo de la sociedad mexicana. En lugar de suponer que nos encontramos en un proceso que inexorablemente arribará a la democracia, el planteamiento del estudioso es que hemos llegado a un estadio distinto y que sólo reconociendo esa realidad será posible repensar lo que sigue.

Las naciones que viven en esa «zona gris» o de democracia «inefectiva» tienden a caracterizarse, según Carothers, por «amplias libertades políticas, elecciones regulares y alternancia en el poder entre grupos políticos genuinamente distinguibles; sin embargo, a pesar de estas características positivas, la democracia es poco profunda, superficial y turbulenta. La participación política, aunque amplia en momentos electorales, no trasciende al voto. Las élites políticas de todos los partidos son ampliamente percibidas como corruptas, concentradas exclusivamente en sus propios intereses y poco efectivas. La alternancia en el poder parece que no hace más que transferir los problemas nacionales de un desventurado lugar a otro… La competencia política se lleva a cabo entre partidos muy arraigados que operan redes clientelistas y nunca parecen renovarse». ¿Suena conocido?

En un contexto como ese se avanza poco, las reformas se atoran, hay una absoluta incapacidad de realizar diagnósticos objetivos y mucho menos de debatir soluciones prácticas, no ideológicas. El gobierno no cuenta con los instrumentos necesarios para operar y la línea divisoria entre éste y su partido tiende a ser inexistente, lo que le lleva a manipular los procesos políticos para su beneficio. Ejemplificando con Rusia, el autor dice que en lugar de construir sobre lo existente, cada nuevo gobernante repudia el legado de su predecesor y se aboca a destruir los logros de los anteriores como mecanismo de afianzamiento en el poder. Pensé que hablaba de México.

La conclusión de Carothers, que trata el tema de manera genérica, es que la etiqueta de «transición» es poco útil para caracterizar a naciones que fueron incapaces de construir las instituciones necesarias para la operación de una democracia efectiva. No es que no haya algunos componentes democráticos o que la población no se haya beneficiado del cambio político que es inherente a los procesos electorales abiertos, sino que la distancia entre las élites partidistas y la ciudadanía, así como diversas carencias, tienden a empañar la vida democrática, disminuir su legitimidad e incentivar propuestas electorales alternativas, incluyendo la aparición de «salvadores», convocando a retornar a un pasado idílico que, por supuesto, nunca existió.

En este tema los mexicanos vivimos una más de las esquizofrenias que separan el mundo de la realidad del de la fantasía. En el discurso político México es un país democrático que poco a poco avanza hacia el desarrollo y la plenitud. El problema es que el supuesto implícito de que, a pesar de los avatares, estamos avanzando hacia la democracia y el desarrollo, obscurece la naturaleza del problema que de hecho estamos viviendo. Para algunos no importa dónde estemos ni que tantos cambios se lleven a cabo, seguro llegaremos al puerto de la democracia. Para otros, quienes detentan el poder o se benefician de sus privilegios, no hay costo alguno al discurso altisonante que no hace sino elevar el grado de ilegitimidad del sistema. En conjunto, ambas perspectivas han tenido el efecto de servir de escudo para la parálisis política y, de hecho, de justificación a la regresión democrática que experimentamos.

La democracia mexicana nació a partir de un conjunto de reformas electorales que, poco a poco, lograron conferirle legitimidad al mecanismo de elección de representantes populares y gobernantes. Nunca se avanzó en el terreno de la transformación institucional que es crucial para la consolidación de una nación de reglas a la que los poderosos se subordinen. Esa contradicción ha abierto oportunidades para acotar los espacios democráticos pero, mucho más importante, para sostener un orden que no es autoritario pero tampoco democrático o, en palabras de Carothers, una democracia inefectiva.

Ejemplos de lo anterior hay muchos: el intento de desafuero en 2005, la búsqueda de medios para garantizar mayorías artificiales, las reformas a las leyes electorales de 2007 con las limitaciones crecientes a la libertad de expresión que entrañan. No es que la situación actual sea ideal, sino que la forma en que se pretende resolver sus desafíos es restringiendo las libertades ciudadanas, protegiendo a los partidos y consolidando un sistema en el que la ciudadanía está ahí para servir a los políticos y no al revés.

La buena noticia es que es imposible reconstruir al viejo sistema, por mucho que algunos priistas y ex priistas así lo pretendan. Así lo infería Lech Walesa cuando, ya en la democracia, fue derrotado por el partido comunista y afirmó que «no es lo mismo hacer sopa de pescado a partir de un acuario que un acuario a partir de sopa de pescado». Puede haber mucha regresión pero restaurar el poder vertical de antaño es imposible. La mala noticia es que una democracia inefectiva no ayuda al desarrollo.

*The End of the Paradigm Transition, Journal of Democracy, Vol 13, Número 1, enero 2002

 

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Drogas aquí y allá

Luis Rubio

¿Dónde está el narco-capo del Potomac? se preguntan los muchos mexicanos que se sienten Sherlock Holmes. El hecho de que el mercado de narcóticos en EUA sea tan importante y factor central en el flujo de drogas por nuestro territorio ha llevado a concluir que las formas y modos de funcionar del narco en ambos países son iguales. De ahí la pregunta, razonable en apariencia, de ¿dónde está el capo de allá?

Se trata de un planteamiento erróneo que parte de una incomprensión mutua sobre la naturaleza del fenómeno. Ambas sociedades tendemos a proyectar nuestras percepciones y características hacia la otra. En nuestro caso, la presunción de que allá hay capos grandes y poderosos como aquí lleva a concluir que los estadounidenses no quieren detenerlos y, por lo tanto, que son unos cínicos e hipócritas. Por su parte, los estadounidenses asumen que todos los problemas de México son producto de la corrupción imperante y que México podría parar los flujos de drogas si de verdad se lo propusiera. El enorme reconocimiento que el presidente Calderón ha recibido allá por su decisión de combatir al crimen organizado se deriva de esa lectura: aquí tenemos, por fin, a una persona que si entiende y está dispuesta a actuar.

Como siempre, la realidad es más compleja que lo que las caricaturas sugieren, pero en este caso no es tanto que se trate de dos verdades incompatibles, sino manifestaciones distintas de un mismo fenómeno. Al igual que en México, en EUA hay una dualidad: el enorme número de personas en la cárcel acusados de delitos relacionados con las drogas (más de dos millones) frente al evidente desinterés por terminar con el consumo de las mismas. Según algunos cálculos, el gobierno americano gasta setenta veces más en publicidad contra el tabaco que contra las drogas ilegales.

Por lo que toca a los “grandes” capos, la realidad no podría ser más contrastante. Aquí todo es grande: la burocracia, los sindicatos, los partidos políticos, las empresas; no hay razón para suponer que los narcotraficantes serían algo distinto. En el caso estadounidense no hay ninguna empresa que sea tan grande, en términos relativos, como Pemex o Telmex. Tampoco hay grandes sindicatos ni partidos políticos. Mientras que aquí grandes organizaciones manejan el movimiento de cargamentos de estupefacientes, allá las drogas se distribuyen por medio de pandillas que corrompen a funcionarios relativamente menores. Es decir, allá no hay capos grandes sino muchos grupos descentralizados. No es que uno sea bueno y el otro malo, sino que se trata de estructuras que reflejan realidades políticas, económicas y culturales propias.

La queja de los estadounidenses reside en que la corrupción mexicana permite que las drogas fluyan y que si no hubiera corrupción no habría drogas. La queja de los mexicanos es que las drogas no sólo llegan a la frontera sino que se distribuyen allá: que cruzaron porque también hay corrupción de aquel lado. Los primeros ignoran las leyes de la oferta y la demanda, los segundos la fuerza de las instituciones. Las drogas cruzan la frontera porque hay individuos que se corrompen y permiten su paso: la diferencia es que allá son personas, a diferencia de instituciones y estructuras, las que se corrompen. Aquí tenemos entidades enteras –gobiernos locales, corporaciones policiacas- que son penetradas. Las instituciones norteamericanas son tan fuertes que permiten que, a pesar de la presencia de manzanas podridas, no se mine el conjunto; las nuestras son tan débiles que la comparación relevante es con castillos de naipes: se quita una carta y todo el edificio se viene abajo.

El cinismo de allá lleva a concluir que son los mexicanos, y no sus consumidores, quienes corrompen a sus policías y jueces; el cinismo de aquí lleva a concluir que nuestro problema desaparecería si los estadounidenses eliminaran el consumo. Algunos argumentan que la legalización haría que se evaporara el problema y otros más suponen que con ofrecerles amnistía los narcos cederían, como si se tratara de luchadores por la libertad.

Nuestro problema reside en la debilidad de nuestras instituciones, sobre todo las judiciales y policiacas. ¿Cómo, me pregunto, podríamos pretender hacer valer una amnistía con los narcos si no tenemos un poder judicial que la hiciera cumplir? No hay duda que, de desaparecer todo el consumo y los dineros asociados a las drogas, la capacidad de corromper y matar de las organizaciones criminales disminuiría; sin embargo, sin estructuras policiacas y un sistema judicial plenamente funcionales, el problema de la criminalidad seguiría existiendo. Una vez que existen organizaciones criminales, su negocio es el crimen, no las drogas: las drogas pueden ser el negocio más rentable en la cadena de valor criminal, pero ahí está la extorsión, el secuestro y otras líneas de negocio que no dependen del consumo de drogas en EUA. El punto relevante es que nuestro problema es interno.

Los nostálgicos afirman que antes se mantenía al narcotráfico bajo control porque, en una versión, los priistas eran mejores gobernantes o porque, en otra, se negociaba con ellos. Aunque es obvio que muchos gobernadores, alcaldes, policías o jefes de zona se corrompieron a lo largo del tiempo, lo que realmente ocurría es que había un gobierno fuerte, con el poder concentrado y gran capacidad de acción, que mantenía una raya muy clara: más vale que no te pases de esta línea o te acabo. En las últimas dos  décadas, con la descentralización del poder y el crecimiento de nuestro país como punto de entrada al mercado estadounidense, la capacidad del gobierno de hacer valer esa amenaza se evaporó. El gobierno mexicano no tiene alternativa más que fortalecerse pues sin eso acabaría arrollado.

Los sucesos recientes en Monterrey constituyen una nueva fuente de preocupación: algunos lo ven como el principio del fin de las organizaciones criminales, otros como una nueva escalada. El tiempo dirá cuál fue, pero lo que seguro no fue es terrorismo. Desde luego, el acto causa terror, pero no se trata de organizaciones que súbitamente adoptaron objetivos políticos, característica esencial del terrorismo. Si de por sí el lenguaje con frecuencia genera crisis políticas (como ilustran las diferencias de perspectiva aquí mencionadas), el empleo del término terrorismo puede propiciar crisis de enorme gravedad en la relación bilateral (muchos allá quisieran cancelar toda relación, comenzando por el cierre virtual de la frontera). La amenaza del crimen organizado es ya suficientemente grande como para convertirla en una justificación para que los talibanes de allá se apropien de la agenda.

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Pinche asalariado

Luis Rubio

La película Sarafina, protagonizada por Whoopi Goldberg, tiene lugar en la Sudáfrica del apartheid. Whoopi personifica a una maestra que trata de infundirle un sentido de dignidad y un espíritu de libertad a unos niños que padecen un régimen de discriminación impenetrable. Aunque se trataba de un lugar remoto y distante, radicalmente distinto al nuestro en historia y características, salí del cine profundamente contrariado: recuerdo haber pensado que si en México hubiera colores como en aquella nación africana, tendríamos que reconocer que nuestra realidad no es muy distinta.

En México el problema principal quizá no sea de discriminación racial o racismo flagrante, pero sí lo es de clasismo. Nada lo ejemplifica mejor que el altercado reciente que se pudo observar a través de YouTube (las ladies de Polanco) cuando una señora le gritaba a un policía «pinche asalariado de mierda». Además del insulto a la personificación (al menos en teoría) de la autoridad, los términos empleados y el tono de los mismos revela toda una manera de entender al mundo.

El episodio resume, de manera más que nítida, varios de los problemas que nos impiden prosperar: el desprecio a la autoridad, la impunidad, el clasismo en nuestra sociedad y la inexistencia de un sistema policiaco que sea relevante, idóneo a nuestra realidad y circunstancia.

Sin duda, uno de nuestros grandes males es el del clasismo. Aquí van dos ejemplos que lo ilustran con claridad. La industria hotelera y restaurantera estadounidense emplea a cientos de miles, si no es que millones, de migrantes mexicanos. Cualquiera que haya observado la relación entre los mexicanos y sus pares o jefes estadounidenses podría atestiguar que la comunicación es respetuosa y en los mismos términos que ocurre entre los propios americanos. Lo interesante es cómo cambia eso cuando llega un mexicano como cliente del establecimiento: lo más común es que el mexicano le hable en español y de tú, esperando que el empleado mexicano le responda de usted. Es decir, aunque allá la comunicación es de iguales, cuando viajamos llevamos con nosotros nuestra estructura cultural y clasista y de inmediato la reproducimos en otro contexto.

Un caso más cómico, pero igual de revelador, lo observé en una ocasión en una playa fuera del país. Un prominente empresario mexicano disfrutaba del sol en un camastro cuando, súbitamente, comenzó una severa tormenta eléctrica. Veloz, el policía que cuidaba el lugar conminó a todos los que ahí nadaban o se asoleaban a meterse al edificio contiguo de inmediato. Todos los estadounidenses corrieron sin chistar. Los mexicanos lo tomaron con calma pero eventualmente hicieron lo propio. Pero el empresario se rehusó. El policía se acercó y, de buen modo, le pidió que se moviera. Ofendido, el empresario le respondió en un inglés de Harvard: «me boss, you cat». Desde luego, afortunadamente para el empresario, el policía no entendió absolutamente nada. Sin embargo, lo tomó del brazo y, sin más, lo obligó a moverse. No había duda de la personificación de la autoridad. Tampoco había duda de la naturaleza de la expresión del empresario: no eran de la misma clase.

El desprecio a la autoridad es tan viejo como la era de la conquista. El viejo «acato pero no cumplo» resume nuestro legado, aunque, desde luego, nada tiene que ver con la realidad de un sistema policiaco absolutamente del primer mundo en España. Raymundo Riva Palacio lo dice con toda propiedad: «A los policías los despreciamos. Ya no nos dan miedo, los retamos. Cuando no, los corrompemos. Son la parte más débil de las instituciones, el eslabón más frágil de la sociedad, donde su descrédito es tan grande…». Y la combinación no podría ser peor: policías incompetentes, sin formación alguna; una sociedad que los desprecia y que no reconoce autoridad alguna y, por encima de todo, un virtual sistema de castas en el que un policía jamás podría ser aceptable porque es de una clase inferior. Con esos bueyes habrá que arar…

El viejo sistema funcionaba porque la estructura de control vertical mantenía en estancos separados a los policías y a la sociedad, a la vez que administraba la criminalidad con un criterio patrimonialista donde el único objetivo relevante consistía en preservar a la mafia revolucionaria en el poder. Ese sistema se murió (hecho que ocurrió, poco a poco, antes de la alternancia) porque creció la sociedad, se volvió cada vez más compleja y diversa, al punto en que resultó imposible, insostenible, el control central. La apertura, que emblemáticamente ocurrió con la derrota del PRI en la presidencia, resolvió, al menos parcialmente, el tema de la legitimidad electoral, pero dejó incólumes otros de carácter institucional que nos siguen persiguiendo. En el tema del clasismo en nuestra sociedad, la apertura abrió una caja de Pandora.

La paradoja es que, como ilustran las ladies gritonas, los de las clases superiores exigen que la autoridad cumpla su cometido (presumiblemente mantenga la paz social, impida la existencia de criminales y proteja a la ciudadanía) pero desprecia a quienes son responsables de hacerla valer: los policías de la esquina  (y verían como degradante que sus hijos lo fueran). A diferencia de las sociedades desarrolladas, en que evidentemente también hay desigualdad económica, en México ésta se manifiesta en la forma de desigualdad social. El viejo sistema ocultaba, o mantenía en contención, al clasismo de nuestra sociedad. Ahora se ha vuelto incontenible.

La inseguridad pública y la violencia nos contraponen directamente frente a la desigualdad: si no estamos dispuestos a reconocer la autoridad de un policía o un soldado y si éste se asume como inferior por razones culturales y sociales ancestrales, ¿quién va a mantener la paz social? Puesto en otros términos: ¿por qué habría de proteger a la ciudadanía un policía que se sabe despreciado por ésta? Al menos como hipótesis, se podría pensar que muchos de los sicarios que se han sumado a las fuerzas del crimen organizado lo hacen porque eso los libera de una estructura social ingrata que los mantiene sometidos. Es fácil imaginar a un narco pavoneándose de que él también es un magnate, como los del sector financiero.

La realidad nos alcanzó una vez más: así como hemos sido incapaces de transformar a la economía y construir un sistema político moderno y estable, seguimos viviendo con el fardo de la desigualdad social y el clasismo que nos ancla en un mundo que no da para más. Matthew Arnold, un poeta inglés del siglo XIX, decía que «un sistema fincado en la desigualdad va contra la naturaleza y, en el largo plazo, acaba colapsado». Ahí estamos nosotros.

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