Luis Rubio
Según una historia bíblica, una familia vive hacinada en un cuarto, lo que genera interminables conflictos. El papá decide ir a consultar a su rabino quien le dice al acongojado padre que debe meter a todas sus gallinas al cuarto y volver en una semana. Siete días después, el señor ya no aguanta ni un minuto pero el rabino le dice que debe meter al resto de sus animales y volver en un mes. Al mes, desesperado, el papá llega dispuesto a pelearse. El rabino le dice que saque a todos los animales y vuelva en una semana. Siete días después, la familia entera regresa con una enorme sonrisa en la boca: todos están felices porque viven a sus anchas en el mismo cuarto que sólo unas cuantas semanas antes parecía un lugar inhabitable. Esa parece ser la estrategia del gobierno del Distrito Federal: elevar la presión en todos los ámbitos –tránsito, infraestructura, agua, programas sociales, planes de desarrollo- a nivel tal que, cuando se acaben las obras y todo retorne a la normalidad, los habitantes de la ciudad de México nos sintamos rejuvenecidos y felices por lo grandioso del actuar gubernamental. Como estrategia política se trata de un proyecto inmejorable. Como plataforma para el desarrollo de la ciudad –o del país- no es más que un espejismo. Igual que la anécdota bíblica.
Cuando uno escucha los enormes programas gubernamentales y los logros que se han alcanzado, no queda más que preguntarse si los ciudadanos vivimos en el mismo lugar que nuestras autoridades. Según el gobernante de la ciudad, el DF ha resuelto los problemas principales, se están sentando las bases para un futuro prodigioso y estamos camino al desarrollo. ¿Yo me pregunto dónde quedaron los baches, la escasez de agua, el tráfico y la creciente criminalidad?
Es evidente que una ciudad que ha sido abandonada por tantas décadas padezca de todo tipo de problemas que no pueden resolverse de un día para el otro. De igual manera, las molestias que genera el proceso de lograr una mejora son elevadas y no tienen remedio: una calle o una línea de Metro toma tiempo en construirse y el periodo entre que se inician las obras y que se concluyen no es agradable ni menospreciable y, por más que nos quejemos, se trata de costos inevitables y, por lo tanto, tolerables. La verdad, la población ha sido por demás estoica en su aceptación de los costos y las molestias.
Lo disputable no son los problemas mismos sino la pretensión de que estos ya se resolvieron. En lugar de plantear una visión de largo plazo para el desarrollo de la ciudad (y, por razones obvias, para el país), lo que los habitantes de urbe venimos oyendo es afirmaciones grandilocuentes sobre logros que no existen. La falta de planeación es escandalosa: hay calles que sufrieron importantes modificaciones en años recientes (por ejemplo deprimidos o puentes) y ahora están siendo nuevamente abiertas para algún otro proyecto. No es que el proyecto esté mal, sino que no hay continuidad de obras, lo que revela que en lugar de visión hay reacción.
La vida cotidiana en una ciudad tan compleja como la de México es de por sí difícil. El habitante típico trabaja lejos de donde vive y eso implica horas desperdiciadas en transportarse, horas que se multiplican por los problemas de tránsito que nunca parecen resolverse. En adición a ello, la criminalidad domina las mentes de los habitantes: el hecho de que el número de muertos sea menor que en otras partes del país no es razón para congratularse por lo que no existe. El número de secuestros, robos y asaltos sigue siendo elevadísimo y es incongruente con el deseo de convertir al DF en un centro financiero, turístico y del desarrollo del conocimiento y de la investigación científica. Ningún capitalino ignora los activos reales y potenciales de la ciudad: pero es insuficiente contar con ellos, construidos a lo largo de décadas, para suponer que son anclas inexorables para un futuro promisorio.
Quizá el verdadero problema de la ciudad radique en la incompatibilidad de su sistema de gobierno con las necesidades y problemas de la urbe. La ciudad requiere un plan de desarrollo de largo plazo y una administración profesional dedicada a instrumentarla de manera sistemática. Cuando la administración y el gobierno citadino son los mismos, cambian cada sexenio y dedican toda su energía a construir una candidatura presidencial, el desarrollo de la ciudad se trunca y nunca acaba de lograrse. El incentivo para el gobernante radica en concentrarse en lo que es popular o muy visible (y presumirlo a más no poder) en lugar de dedicarse a un proyecto integral de largo plazo.A pesar de lo anterior, es de reconocerse que el gobierno actual ha sostenido proyectos, como el de la supervia (San Jerónimo-Toluca), así sean impopulares.
Los problemas de la ciudad son evidentes: el desperdicio del agua es extraordinario, al grado que se estima que lo que se desperdicia es más que el consumo total la ciudad de San Antonio; la seguridad pública es una ilusión; la calidad del asfalto, incluso en avenidas que han sido recientemente «pavimentadas» (como Reforma) es patético. Incluso problemas como el del tránsito en muchas ocasiones se deben más a los cuellos de botella que producen autos mal estacionados, vendedores, reparaciones y entronques mal diseñados que denotan un severo problema de ausencia de autoridad. Si uno pudiera observar el tránsito desde arriba, lo que vería son embudos por todas partes. Algunos de esos sin duda requieren grandes obras (distribuidores y segundos pisos), pero muchos requieren acciones pequeñas y concretas, además de disposición a hacer cumplir las reglas.
Además de activos «ancestrales», una ciudad de vanguardia requiere una visión de largo plazo, una población enterada y convencida del proyecto y la capacidad para instrumentarla. Hoy tenemos una combinación paradójica: grandes activos, una población que no tiene idea de hacia dónde vamos (o si vamos) y una gran capacidad de instrumentación. Lamentable que falte la visión y la búsqueda del convencimiento. Una población que sabe hacia dónde va y que puede confiar en sus autoridades para lograrlo se convierte en el mejor activo de cualquier gobierno, sobre todo cuando, contra lo que muchos suponían, todo indica que el futuro residirá en las grandes urbes que sean «inteligentes». Sin visión,sin seguridad y con pésimos servicios, nada de eso es posible. Los grandes proyectos acaban siendo una quimera.
La ciudad de México quizá esté a la vanguardia de Tapachula, Lima o Lagos, Nigeria. Sin embargo, la comparación relevante es Kuala Lumpur, Seúl o Beijing. A la luz de ese parangón, ni siquiera hemos comenzado.
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org