Para crecer…

Luis Rubio

Oscar Wilde alguna vez afirmó que “perder a un padre puede ser considerado como una desgracia, pero perder a ambos comienza a parecer descuido”. Valdría preguntarse qué es lo que el famoso escritor irlandés habría dicho de los niveles de inversión que caracterizan a la economía mexicana.

Si algo une a todos los mexicanos más allá de partidos y creencias es la urgencia de lograr elevadas y sostenidas tasas de crecimiento. A su vez, todos los economistas coinciden en que la inversión es clave para el crecimiento, si bien no su única fuente. Algo debe estar muy mal para que no se haya atendido debidamente el problema. O, como hubiera dicho Wilde, para tanto descuido.

Pero no ha sido por falta de esfuerzo. En realidad, desde finales de los sesenta –cuando luego de casi cuatro décadas de crecimiento sostenido la economía comenzó a desacelerarse-, todos los sexenios han intentado elevar la tasa de crecimiento. Unos lo hicieron por la vía del endeudamiento y un gasto público exacerbado, otros por la apertura de la economía y otros más a través de reformas políticas orientadas a consolidar fuentes de confianza para los empresarios e inversionistas. Muchos de esos intentos y esfuerzos son por demás loables y algunos de ellos se han convertido en fuentes sólidas y confiables de crecimiento, como ilustra el sector exportador que hace dos décadas simplemente no existía. Pero, a pesar de estos éxitos, es evidente que el problema del crecimiento no ha sido resuelto.

No sería novedoso afirmar que persiste un mundo de obstáculos a la inversión, impedimentos que seguramente explican una parte, quizá importante, de los bajos niveles de inversión privada. Algunos de estos tienen que ver con la historia, los derechos de propiedad, actos arbitrarios de gobierno, falta de liderazgo y, sobre todo, una incontenible propensión a cambiar las reglas cada vez que algún funcionario tiene una ocurrencia.

Todo esto nos revela una aguda debilidad institucional que yace en el corazón de los ciclos sexenales desde antaño: cuando un presidente (y, ahora, los gobernadores) logra ganarse la confianza de la población, su periodo de gobierno suele arrojar mejores resultados económicos. Esa historia está bien documentada pero la capacidad explicativa del tema de credibilidad tiene límites sobre todo porque con el TLC norteamericano disminuyó su relevancia.

El objetivo medular del TLC fue el de consolidar la credibilidad de las reglas en materia de inversión. Es decir, el gobierno que lo promovió entendió que la inversión privada no fluía precisamente por el problema de confianza que genera la debilidad institucional que le permite a cualquier funcionario inventar el hilo negro cuando se levanta del lado equivocado de la cama. Con las reglas claras y permanentes que son inherentes al TLC, así como con mecanismos de resolución de disputas creíbles, la inversión fluiría sin parar y el crecimiento sería sostenido. Al menos esa era la teoría.

La práctica ha sido doble: por un lado, la inversión ha fluido sin cesar y eso es lo que explica, en buena medida, la fortaleza del sector exportador. Por otro lado, la inversión vinculada a las exportaciones beneficia muy poco al mercado interno y, por lo tanto, su impacto económico es mucho menor al que podría ser. Es decir, el TLC resolvió el problema de la economía respecto al exterior pero no modificó la realidad de la economía interna. Ahí sobreviven formas de producir y distribuir bienes y servicios que nada tienen que ver con lo que ocurre en el resto del mundo. Ahí la economía mexicana sigue siendo cerrada, los productos y servicios tienden a ser de baja calidad y alto precio y los empresarios siguen sin adaptarse a la competencia mundial.

Este no es el momento para entrar en las causas de esa dicotomía, pero el hecho tangible es que tenemos dos economías muy diferentes. La principal consecuencia de este hecho es que no existe una vinculación entre la economía hiper competitiva del sector exportador y la economía del mercado interno. En contraste con otros países, el efecto multiplicador de las exportaciones sobre el crecimiento de la economía interna es mucho menor en México que en EUA o Brasil: mientras que cada dólar exportado agrega 1.3 dólares de crecimiento en México, la cifra es de 2.3 en Brasil y 3.3 en EUA. La pregunta es por qué.

Cuando uno escucha a innumerables líderes empresariales hablar de las cadenas productivas es evidente que están hablando, al menos en concepto, de esta circunstancia: la necesidad de vincular a la economía interna con la exportadora. Sin embargo, luego de casi tres décadas de apertura a las importaciones, es inevitable concluir que esas cadenas de las que hablan los próceres del sector privado ya no existen y no son las que hoy se requieren. Sin duda, la apertura rompió cadenas existentes porque permitió que nuevos proveedores entraran al sistema. Esos nuevos proveedores hicieron posible que muchas empresas se hicieran competitivas y pudieran competir con las importaciones y exportar. Los proveedores nacionales que no se adecuaron perdieron porque no fueron capaces de competir o porque no tuvieron la capacidad o deseo de intentarlo.

Desde esta perspectiva, parece evidente que ha habido un enfoque errado en la política económica a lo largo de todo este tiempo: se espera que el sector privado mexicano haga lo que no puede hacer ni ha hecho en décadas. La teoría de que los industriales se convertirían en proveedores de los exportadores como ocurrió en Corea simplemente no ocurrió en México, por la causa que sea. Podemos seguir lamentándonos de lo que no ocurre o reconocer la naturaleza del problema.

Pero el concepto sigue siendo válido: a México le urge una industria de proveedores. Esa “nueva” industria tiene que desarrollarse y promoverse bajo las reglas que hoy existen: es decir, sin protección pero con el objetivo expreso de elevar el contenido nacional a fin de generar más crecimiento y más empleos. Mientras más bienes se produzcan en México mayor será nuestra capacidad de diversificar las exportaciones porque estaremos en posibilidad de satisfacer las reglas de origen con Europa y Asia que, en la actualidad, no cumplimos.

La implicación evidente de esto es que los industriales del futuro no serán, en términos generales, los mismos del pasado: serán quienes inviertan para ser hiper competitivos y poder engarzarse con los grandes exportadores. Muchos de ellos serán nacionales, muchos extranjeros. El punto es producir en México para enriquecer a México.

La inversión es indispensable para crecer. Lo que falta es el énfasis adecuado en la política económica para lograrlo.

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Desorden

Luis Rubio

Inherente a la naturaleza humana es el deseo y expectativa de mejorar en la vida. Sin embargo, menos común es el reconocimiento de lo que sería necesario hacer para que eso fuera posible. Karl Popper, filósofo de la ciencia, alguna vez dividió al mundo en dos categorías: relojes y nubes. Los relojes son sistemas ordenados que se pueden procesar de manera deductiva. Las nubes son complejas “altamente irregulares, desordenadas y más o menos impredecibles”. Para Popper, el error de mucha de la ciencia moderna reside en pretender que todo es un reloj y que siempre habrá una herramienta apropiada para resolver todos los problemas. Sin embargo, seguía, ese enfoque está condenado al fracaso porque el universo en que vivimos es más parecido a las nubes que a los relojes.

Todos sabemos lo que nos disgusta de la realidad mexicana en la actualidad. A unos les molesta la criminalidad, a otros el desempeño económico. Algunos sufren los tráficos cotidianos y otros padecen la incertidumbre que permea el ambiente. Identificar los males, al menos a nivel sintomático, es muy sencillo. Peropocas veces meditamossobre las implicaciones de resolver esos problemas o, más exactamente, sobre lo que se requeriría para que esos males dejaran de serlo. En una palabra, si de verdad queremos construir un país que funciona y en el que no existen esos males (o son vistos no como un factor de realidad sino como una aberración que tiene que ser corregida), tendríamos que cambiarlo todo. Todo.

Earl Long, un peculiar político estadounidense, resumió el dilema de manera perfecta: “Algún día Louisiana va a tener un buen gobierno y a nadie le va a gustar ni un poquito”. Un buen gobierno implica reglas a las que todo mundo se subordina, entraña autoridad efectiva para hacer cumplir la ley y, por sobre todo, implica una auténtica igualdad ante la ley. En México, el reino de los privilegios, no satisfacemos ninguna de estas premisas ni siquiera en el discurso público.

Hace algunas semanas, en este mundo surrealista que es el de la realidad mexicana, tuvimos la oportunidad de ver un ejemplo perfecto de la complejidad que implica llevar a cabo el tipo de cambios que la ciudadanía exige pero que no siempre está dispuesta a llevar a buen término. Las autoridades de la ciudad de México decidieron instalar parquímetros en diversas zonas de la urbe con el objeto doble de desincentivar el uso del automóvil y racionalizar el tránsito y el uso de los lugares de estacionamiento. Es decir, se trata de un esfuerzo por ordenar uno de los muchos temas citadinos cotidianos.

La respuesta no se hizo esperar. Por un lado, los llamados “franeleros”, las personas que se han apropiado de los espacios públicos para rentar lugares de estacionamiento, se manifestaron en contra de la medida, para lo cual bloquearon algunas calles de la ciudad. Por otro lado, innumerables usuarios del servicio se quejaron por la desaparición de un mecanismo funcional para la vida cotidiana en virtud de la ausencia de estacionamientos formales.

En este caso específico, el desorden es múltiple. Primero, se encuentra la apropiación del espacio público: si uno no le paga al virtual “dueño” de la calle, no se puede estacionar. Segundo, las personas que visitan el lugar, trabajan por ahí o van a realizar alguna actividad momentánea, utilizan el servicio de los franeleros para que les cuiden el vehículo por unos minutos o por todo el día. No es un servicio menor. Tercero, en ausencia de vigilancia policiaca efectiva, los franeleros cumplen una importante función de seguridad: está demostrado que hay menos robos de partes y automóviles donde hay franeleros. Finalmente -un fabuloso ejemplo de picardía mexicana- en una de las calles de la zona rosa que frecuento, donde hay parquímetros desde hace años, hay una persona que antes era franelero y ahora se dedica a lavar coches y a echarle monedas al aparato para cuidar que a los autos de sus clientes no le levanten una infracción. La innovación y creatividad no dejan de sorprender: pero los problemas que estos personajes resuelven no son irrelevantes.

El desorden es un gran problema porque viene asociado a la ausencia de mecanismos para la resolución de conflictos, cero respeto a las leyes y a la autoridad, muy pobre desempeño económico y, en un sentido más amplio, deriva en la crisis de seguridad que vivimos y en la enorme falta de oportunidades que nos caracteriza y que se traduce en pobreza y desigualdad. No hay tal cosa como “un poco desordenado”. El desorden es una característica general, donde lo que sí está ordenado es excepcional. De manera contraria, en un contexto de orden, lo que no funciona es percibido como una excepción.

En la actualidad, lamentablemente, seguimos viviendo en un contexto de desorden donde algunas cosas funcionan pero son las menos. En el ámbito económico, por ejemplo, el TLC es un gran factor de orden, pero el mercado interno sigue tan desordenado como siempre. En el debate público –tanto entre políticos como empresarios- hay siempre la disyuntiva de avanzar hacia el orden o retraernos hacia lo general. Para muchos empresarios lo que el país requiere es generalizar el desorden porque eso evita la necesidad de elevar la productividad, mejorar la calidad de los productos o, en general, mejorar la vida.

El dilema para el país es precisamente ese: convertirnos en un país moderno implica meternos a todos en orden y eso entraña la terminación de privilegios, prebendas y beneficios particulares. En su microcosmos, los franeleros lo ilustran perfectamente bien: han gozado de un privilegio excepcional (aunque no lo entiendan así) y no están dispuestos a cambiar por ningún motivo. Extrapolando el ejemplo a nivel nacional, meter al país en orden implicaría reformar todos los ámbitos de la vida nacional. Es decir, dentro de un contexto de orden se torna inaceptable la existencia de monopolios públicos o privados, es disfuncional el uso de la mordida o la corrupción en general y la economía informal deja de ser un elemento folclórico para convertirse en una lacra que tiene que ser atacada. En un contexto de orden nadie sigue como estaba antes.

La disyuntiva es mucho más profunda de lo aparente. Aterrizar el deseo –o el discurso- por mejorar, hacer de México un país más amable y exitoso y lograr una sustancial mejoría en los niveles de vida va inexorablemente de la mano de la disciplina, el orden y la igualdad ante la ley. Aterrizarlo implicaría que lo acepten los poderes fácticos, los ricos, los políticos y demás beneficiarios de privilegios: desde los franeleros hasta el presidente. O que se les imponga por un cambio real.

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Pro mercado

Luis Rubio

La certidumbre en las reglas es clave para el funcionamiento de una economía, afirmaba yo en un artículo anterior. Con toda razón, Carlos Elizondo me hizo ver que muchos empresarios no quieren mayores reformas: con sólo algunos cambios que hicieran más eficaz y menos onerosa la regulación gubernamental ellos estarían felices. Efectivamente, la época gloriosa de la economía –los años del PRI duro- se caracterizaron por una estrategia económica pro-empresa y no pro-mercado. El colapso del mundo priista y de aquella estrategia económica se debe en buena medida a esa contradicción y quizá ahí resida la causa del magro desempeño económico en estas décadas. En lugar de mercados competitivos tenemos estancos protegidos y eso no hace sino inhibir nuevas inversiones, encumbrar a los privilegiados y preservar una estructura económica sin oportunidades de crecimiento elevado y sostenido.

La certidumbre en las reglas es central para que un empresario e inversionista sepa a qué atenerse y no se encuentre con sorpresas cada que cambia el viento (o el gobierno). Una economía crece cuando las reglas son permanentes, cambian poco y, cuando lo hacen, es de una manera debidamente anunciada y consecuente con el objetivo general de preservar el crecimiento y el bienestar general. En la era de oro del desarrollo estabilizador –una economía cerrada- la certidumbre era clave y sólo el gobierno la podía conferir. Reconociendo la esencia de esa ecuación, sucesivas administraciones fueron en extremo cuidadosas de preservar un marco regulatorio y político confiable para el funcionamiento de la economía.

Sin embargo, tratándose de una economía cerrada, en la que conscientemente se inhibía la competencia (por ejemplo a través de la substitución de importaciones y de la existencia de monopolios gubernamentales), la economía operaba con un conjunto limitado de empresarios y sindicatos y no se pretendía que hubiera productos buenos, precios bajos o beneficios al consumidor. Todo el esquema dependía de una cercanía entre los empresarios y la burocracia, relación que determinaba la rentabilidad de las empresas en forma mucho más directa que la calidad o precio de sus productos. El objetivo de la política económica era beneficiar al productor como medio para mantener tasas elevadas de crecimiento de la economía.

DeidreMcCloskey* describe el esquema de manera perfecta: “cuando los fabricantes de [un insumo] logran elevar los aranceles o los productores de [una industria] consiguen que se impongan cuotas a la importación, no es su productividad sino su poder político lo que les confiere el acceso a un gobierno todopoderoso”. Muchos empresarios mexicanos sueñan con retornar a aquél esquema porque al no tener que molestarse con cosas pequeñas como el consumidor, el precio o la calidad de sus productos, su vida sería más simple. Algunas de sus críticas a lapolítica de apertura que se adoptó desde finales de los ochenta son correctas, toda vez que ésta ha sido parcial, persiste una estrategia de protección discriminatoria y los monopolios gubernamentales actúan, pues, como monopolios. Sin embargo, detrás de esas quejas yace el deseo de retornar a un mundo distinto al que existe hoy, aquel que se colapsó en los sesenta simplemente porque se agotó.

La discusión sobre la apertura y la adopción de una mejor estrategia de desarrollo tiende a atorarse en dos planos. Por un lado se encuentran quienes ignoran o pretenden que es posible ignorar los cambios que ha experimentado el mundo en las últimas décadas. Una estrategia de crecimiento fundamentada en mercados cerrados y protegidos era posible porque la producción de la abrumadora mayoría de los bienes en el mundo se concentraba en fábricas que recibían materias primas por un lado y entregaban bienes terminados (coches, radios, productos químicos) del otro. En un entorno de esa naturaleza era posible forzar a los productores, tanto nacionales como extranjeros, a fabricar un bien completo en el país. Así surgió, por ejemplo, la industria ensambladora automotriz. Ese mismo ambiente propiciaba cercanía entre empresarios, líderes sindicales y políticos, donde el interés de todos residía en preservar y compartir privilegios.

El problema para los nostálgicos es que ese mundo cambió cuando los japoneses, necesitados de elevar sus niveles de productividad para compensar el ascenso en el precio del petróleo al inicio de los setenta, transformaron la manera de producir. En lugar de fabricar automóviles en una sola planta, especializaron sus fábricas en motores, cajas de velocidades, etcétera, a fin de elevar la productividad de una manera dramática y, con ello, la calidad de sus productos. Así nació una nueva estructura productiva fundamentada en proveedores de partes y componentes cuya localización geográfica estaría determinada no por la nacionalidad del propietario sino por la cercanía a las materias primas o mercados finales. Imposible competir contra eso desde las fábricas que existían en los sesenta en México. La única forma de sobrevivir en este mundo es competir con similares niveles de productividad. Los empresarios mexicanos que pretenden sobrevivir con favores gubernamentales no entienden que el gobierno los puede proteger pero sólo a costa de la sobrevivencia de la economía en su conjunto.

El otro lugar en que se atoran las discusiones sobre la apertura y el papel del gobierno en el desarrollo es en el de los cotos de caza y los privilegios que persisten y por los que más de un candidato presidencial jura. Otra vez la estudiosa McCloskey**: “en el largo plazo, la aceptación de la destrucción creativa disminuyó la pobreza. De hecho, ha sido la única forma efectiva de lograrlo. En sentido contrario a sus dulces (y auto complacientes) motivaciones, las regulaciones laborales y salariales, así como la protección arancelaria y otras legislaciones progresistas no hacen sino preservar la pobreza”. Un gobierno supuestamente dedicado al desarrollo general del país y preocupado por los niveles de pobreza no puede (al menos, no debe) dedicarse a proteger empresas particulares o a subsidiarlas, como tampoco debería preservar monopolios privados o estatales. La contradicción es flagrante, pero su persistencia conduce a la deslegitimación de una política económica centrada en el beneficio al consumidor y no del productor.

La prosperidad de un país sólo se logra cuando se le da la bienvenida a empresarios e inversionistas con reglas del juego que son iguales para todos, donde no se hacen distingos ni se preservan privilegios. Es decir, una estrategia pro mercado y no pro empresa. No es lo mismo ni es igual.

* BourgeoisVirtues, p 35, **BourgeoisDignity, p 425

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Manejar vs. resolver

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Giovanni Giolotti, un bravo y múltiples veces primer ministro, si era difícil gobernar a Italia. Su respuesta parecería emanada del viejo PRI: «nada difícil, pero es inútil». En México, el viejo sistema, que poco se diferencia del actual, pasó décadas administrando y manejando el conflicto más que resolviendo los problemas y atacando sus causas. El resultado es un país rico con habitantes pobres, un enorme potencial pero una miserable realidad. La pregunta es si el proceso electoral actual puede arrojar un resultado distinto.

El mundo político mexicano está lleno de nostálgicos que añoran la era en que el gobierno tenía capacidad para «tomar decisiones», es decir, para imponer la voluntad del presidente. Escuchando y observando esos lamentos -que vienen por igual de todos los partidos y muchos estudiosos- uno pensaría que México era un país modelo en que todo funcionaba bien, el progreso era tangible y la felicidad reinaba por doquier. El Nirvana pues.

Desafortunadamente la realidad es menos benigna. Si uno observa la era priista a partir de 1929, tomó más de una década llegar a estabilizar al país para comenzar a enfocar el crecimiento económico. Luego vinieron 25 buenos años de crecimiento que, sin embargo, se agotaron a finales de los sesenta. La década de los setenta fue un desastre de crisis, inflación y desorden, de lo que todavía no acabamos de librarnos. Ese es el pasado. Hoy un partido nos propone regresar al proyecto de los sesenta (ese que se agotó), otro al de los setenta (ese que hizo explotar al país). El tercero nos propone continuar lo existente.

Visto en retrospectiva, lo que parece obvio es que, con algunos momentos excepcionales, en la vieja era todo estaba dedicado a administrar los problemas más que a construir una plataforma sólida de desarrollo. El gobierno era sin duda fuerte y aparatoso y tenía capacidad para definir prioridades, tomar decisiones y actuar. Lo relevante es que no actuaba para construir un país moderno sino para mantener su viabilidad política. Sin duda, hubo muchos buenos años de crecimiento; sin embargo, cuando en los sesenta se discutió la necesidad de reformar la economía (décadas antes de que se iniciaran, tardíamente, las famosas reformas), prevaleció el criterio de «mejor no le muevas». El resultado fue la catastrófica docena trágica: otro intento por administrar los problemas, en ese caso a través del endeudamiento exacerbado.

De haber servido la enorme concentración de poder que tanto se añora, el país hoy se parecería en niveles de ingreso al menos a España o Corea. De haber sido tan exitosa esa época, hoy el mexicano promedio gozaría de niveles de vida tres veces superiores, la economía crecería con celeridad y nuestro sistema político sería un modelo de civilidad. El hecho, sin embargo, es que el poder concentrado servía para beneficiar a quienes lo detentaban y no a la población en general. Por eso había (y hay) tantos políticos esperando a que les «hiciera justicia» la Revolución.

Aquel sistema que manejaba los conflictos y evitaba que explotaran tenía una gran ventaja sobre la situación actual: la población veía al gobierno con respeto, si no es que con temor, algo claramente no deseable desde una perspectiva democrática, pero que sin duda permitía una convivencia pacífica. Las policías eran corruptas pero el crimen, que también se administraba, era modesto; los jueces vivían subordinados al ejecutivo y nadie limitaba su capacidad de acción. Los narcotraficantes movían drogas del sur al norte y el sistema era suficientemente poderoso como para marcarle límites e imponer condiciones. No era perfecto pero permitía paz y estabilidad.

El colapso gradual del viejo sistema, proceso que comienza en lo político desde 1968 y en lo económico desde principios de los setenta, acabó legándonos una estructura política inadecuada para lidiar con los problemas de hoy (cualitativamente muy distintos a los de entonces) y una economía mal organizada y no conducente a promover tasas elevadas de crecimiento. Además, hoy nadie le tiene miedo al gobierno o a las policías, razón por la cual ya ni siquiera es posible pretender administrar el conflicto. En otras palabras, seguimos nadando «de muertito,» pero ahora sin los beneficios de antes.

En este contexto, el atractivo que muchos le ven a un potencial retorno del PRI a la presidencia no reside en que eso resolvería los problemas (no hay ni un gramo de evidencia que sugiera que esa sea la meta que motiva a su candidato), sino la percepción de que al menos se mantendría caminando el carro. Es decir, que se lograría restablecer la mediocridad de antaño.

La verdad, lo que el país requiere no es otro gobierno priista, perredista o panista, sino un nuevo sistema de gobierno. Lo que urge es construir la capacidad necesaria para que sea posible enfrentar y resolver los problemas que llevan décadas acumulándose y que nos han convertido en una sociedad que privilegia el atajo sobre el remedio, el «ahí se va» sobre la excelencia, el control sobre la participación, el «peor es nada» sobre elevadas tasas de crecimiento económico, la estabilidad sobre el éxito, los copilotos sobre los líderes.

El país requiere, nada más y nada menos, que un nuevo Estado. De nada serviría procurar reconstruir lo que hace tiempo dejó de funcionar como lo demuestran cuarenta años de intentos fallidos. Tampoco serviría un gobierno eficaz o uno amoroso. Se requiere uno que resuelva los problemas.

En la medida en que evolucione la justa electoral, los ciudadanos debemos exigir respuestas y competencia, experiencia e innovación, capacidad y, sobre todo, visión. La noción misma de que antes las cosas funcionaban bien y que bastaría con  retornar a ese mundo idílico sonaba muy bien en las coplas de Jorge Manrique pero no constituye un proyecto razonable para lidiar con los enormes retos que el país enfrenta.

El reto consiste en construir un futuro diferente, proceso que llevará años, pero que tiene que comenzarse ya. Clave para su éxito será, primero, claridad de proyecto: qué es lo que se requiere, cuáles son sus componentes y cómo se construye. Segundo, un liderazgo claro y competente, capaz de visualizarlo, darle forma y sumar a todos los mexicanos, comenzando por los políticos y sus partidos, en un gran esfuerzo nacional cuya característica sea la pluralidad y la convergencia en un objetivo común. Y, tercero, la capacidad de articular sus diversos componentes: visión, recursos humanos y de otra índole y capacidad de negociación política.

El país tiene salidas, pero sólo si se enfrentan y resuelven sus problemas.

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¿Más reformas?

Luis Rubio

“Sería de ciegos ocultar lo obvio,” dice John Womack: “que el México contemporáneo exige una reorganización política profunda y responsable; reorganización que comporta una limpia de todos los extremos del nudo, y no de uno solo”. Si el país quiere salir del agujero en el que estamos, los mexicanos tendremos que dejar de mirar solo el ombligo y comenzar a romper con los entuertos que nos impiden progresar. La primera pregunta es cambiar qué y la segunda sería cómo.

La retórica y el discurso sobre una “reforma del Estado», así como sobre un sinnúmero de reformas dirigidas específicamente a la actividad económica, son ubicuas, pero el contenido es siempre difuso y los objetivos concretos de dudosa relevancia. Unos quieren algo tan grande y oneroso, que su mismo tamaño lo hace imposible de ser considerado. Otros tienen objetivos tan concretos y particulares en mente que acaban por trivializar la imperativa necesidad de reformar al gobierno y hacerlo capaz de responder ante las nuevas realidades que enfrenta el país. El gobierno mexicano de los últimos años no ha sido capaz de crear condiciones apropiadas para generar crecimiento económico o para acabar con la inseguridad pública, para atacar la pobreza o para dotar a los mexicanos de una educación consistente con los retos que enfrenta la población en el mercado de trabajo. Nadie puede tener la menor duda de que es necesario reformar al gobierno y a la economía. Pero hay que empezar por el principio, por el objetivo. Lo imperativo es crear un Estado fuerte capaz de gobernar.

En la actualidad, el gobierno mexicano es todo menos eficaz: es grande e improductivo; obstaculiza la iniciativa individual y burocratiza la actividad productiva; genera inestabilidad e inseguridad; no es representativo ni favorece el desarrollo de una ciudadanía responsable. En suma, el Estado mexicano actual no sirve para lo que cuenta: para crear las condiciones necesarias para que los mexicanos en general, y la economía en particular, puedan prosperar. Ese y no otro debería ser el propósito de la llamada reforma del Estado.

Siendo tan claro el objetivo, la pregunta es ¿por qué no se ha orientado el debate público en esa dirección? ¿Por qué se ha concentrado en temas cambiantes que, bien a bien, nunca acaban de resolverse, quizá evidenciando lo efímero y, por lo tanto, lo irrelevante de los mismos? En la última década se han discutido en este contexto temas tan diversos y dispersos como el voto de los mexicanos en el extranjero y la redacción de una nueva constitución, el federalismo y la fortaleza del poder legislativo, la ratificación del gabinete y la reelección de legisladores. El contraste con otras latitudes no podría ser mayor: si uno observa los grandes momentos de transformación institucional que experimentaron naciones como Chile, España, China o Corea en las últimas décadas, lo que resalta es la disposición a pensar en grande y, a la vez, a sumar a toda la población. El apoyo de la población es crucial porque sin ello cualquier reforma acaba siendo formal, poco susceptible de modificar la realidad; su participación también implicaría un mayor grado de permanencia. Por eso es tan significativo que en cada uno de esos países el proceso de cambio incluyó un ambicioso proyecto de transformación nacional encaminado tanto a sentar las bases del desarrollo de largo plazo como a reconciliar a sus poblaciones consigo mismas y con el pasado. En México no ha habido ni la visión ni la capacidad de concepción. No deberíamos sorprendernos del resultado.

El gobierno mexicano ha sido ineficaz por muchos años, pero esa ineficacia se ha exacerbado a partir del 2000. Antes, hasta mediados de los sesenta, el gobierno era muy eficaz para sus propios objetivos, pero extraordinariamente ineficaz para atender al ciudadano en cualquiera de sus actividades. Lo que le importaba al gobierno era que el país funcionara razonablemente bien para que los integrantes de la clase política pudiesen disfrutar de los beneficios. Desde esta perspectiva, la eficacia del sistema era muy elevada: existía estabilidad, la economía más o menos prosperaba y la mayoría de la población aceptaba las circunstancias con mayor o menor júbilo. Ese mundo de hadas se vino abajo en los setenta en parte porque el gobierno de entonces decidió cambiar súbitamente las reglas del juego, generando extraordinarios niveles de inflación, lo que comenzó a carcomer todo: el crecimiento de la economía y la estabilidad social, la educación y la estructura familiar. El punto no es elogiar una época que, a pesar de sus logros, se encontraba saturada de problemas y conflictos, sino marcar el comienzo de la era de descomposición y, luego, de intentos de reforma que siguieron.

El clamor de hoy no es por reformas específicas y relativamente menores -de cualquier índole- sino por una reforma integral del poder. Por profundas e inteligentes que sean muchas de las propuestas que merodean el debate público, existe el riesgo de que se atienda un problema inexistente o, más exactamente, que no se enfrente el problema de fondo. El riesgo de que se apruebe un conjunto de reformas que no resuelva el problema debería preocuparnos a todos. Si el problema es de poder, no se va a resolver con nuevas leyes o reformas, sino con un acuerdo de fondo que luego se codifique en leyes. En esta instancia, el orden de los factores si altera el producto.

La realidad política actual choca con la estructura institucional que caracteriza al sistema político. Si antes, hasta los noventa, las cosas funcionaban mal, ahora funcionan peor y, además, son disfuncionales. Esto no es “culpa” de alguien en particular, sino del agotamiento de una estructura institucional diseñada para otra época que no empata con las circunstancias actuales y que no responde a las realidades del poder de hoy. Lo imperativo hoy es rediseñar las instituciones para que sean funcionales y que operen en torno al ciudadano. Los vectores del cambio, de la reforma del Estado, no pueden ser otros que la eficacia y la rendición de cuentas. Pero eso no se puede imponer por decreto: para funcionar, requieren de una renegociación fundamental del poder, es decir, el equivalente a la constitución de un pacto político fundacional: un Estado fuerte.

No hay que perder de vista que un objetivo subsidiario al de la construcción de un Estado fuerte es el de conferirle certidumbre y claridad de rumbo a la población y eso sólo se puede lograr en la medida en que haya un acuerdo político amplio, acompañado por mecanismos de pesos y contrapesos que lo hagan efectivo. Nada más, pero nada menos.

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Un mundo al revés

Luis Rubio

El mundo sufre convulsiones que rompen paradigmas y certezas sólo equivalentes a las que ocurrieron en momentos transformacionales como los que produjeron lasguerras mundiales: se han trastocado todos los referentes tradicionales. Es casi como si el mundo fuera al revés, como si el famoso poema de Goytisolo fuera verdad y no una mera sátira: «Erase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo y una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez cuando yo soñaba un mundo al revés».

Los países ricos están en crisis y los pobres crecen como la espuma; el yuan se fortalece y el dólar se debilita; los chinos viajan a Europa y los jóvenes españoles protestan indignados en las calles; los ingenieros de Bangalore mantienen funcionando al sistema financiero francés en tanto que la deuda de Japónduplica su PIB;China lleva tres décadas experimentando crecimientos superiores al 9%mientras que Japón prácticamente no crece; los árabes se rebelan y los rusos votan.

Algo muy grande debe estar pasando, pero probablemente menos de lo aparente: el gran cambio es la velocidad de las comunicaciones que produce la globalización y que genera expectativas desmedidas en todos los rincones del mundo. Sin embargo, como argumentaron numerosos observadores en los meses pasados, la única diferencia con las revoluciones de 1848 fue la velocidad del contagio, no el hecho mismo.

Como dice el dicho, «no es tanto lo duro sino lo tupido». Cada uno de estos procesos y sucesos tiene una explicación lógica pero el conjunto no deja de ser impactante. Si uno lee los diarios del mundo, la especulación respecto a las consecuencias de estas convulsiones es más que galopante: que si China será la nueva superpotencia o si el gobierno de Washington se va a colapsar; que si la democracia sobrecogerá al Medio Oriente o si India dominará al mundo del futuro; que si Brasil será el nuevo rico de América Latina, dejándonos no más que las migajas; que si Europa se convertirá en territorio mayoritariamente musulmán. Todo se vale y no faltan razones para imaginar un mundo distinto. Pero la imaginación no es substituto de análisis.

Los problemas de Europa y de EUA son muy distintos pero convergen en un punto fundamental que es el que más aqueja a Japón: sus sociedades están envejeciendo y los programas de pensiones y salud que se concibieron bajo el paradigma de muchos jóvenes sosteniendo a relativamente pocos ancianos está haciendo crisis. En la medida en que crece (y vive más) la población de edad avanzada y disminuye la proporción de la población económicamente activa, el resultado no puede ser otro que el del colapso del estado de bienestar que para muchos es el epítome de la civilización y la característica quizá más atractiva de muchas de las naciones europeas.

En Europa prácticamente no hay cuestionamiento sobre el «modelo» que desean preservar, pero eso no disminuye el desafío financiero que sus sociedades enfrentan. Aunque los estadounidenses envejecen de manera mucho más lenta, su desafío es similar en concepto pero la dinámica políticaes muy distinta: ahí los «azules» desean ser más como los europeos en tanto que los «rojos» prefieren un modelo más de pioneros y aventureros que dependen más de sí mismos que del arropamiento gubernamental. Esto último garantiza más chispas y centellas pero probablemente también, al final del día, soluciones pragmáticas que son típicas de ellos. En contraste, los japoneses llevan más de una década estancados en buena medida por la parálisis de su sistema político que les ha impedido reconocer la naturaleza de sus problemas financieros y, no menos importante, por una población que, contenta o no, vive tan bien que prefiere no llevar a cabo cambios al statu quo.

La rebelión en la calle árabe responde a una combinación de factores que me recuerda mucho a Porfirio Díaz y al 68. Egipto es paradigmático del primer símil: una sucesión irresuelta, un dictador avejentado, incapaz de entender la forma en que evoluciona su sociedad y de cómo las nuevas formas de comunicación minan las fuentes de control político. Arabia Saudita quizá ilustre el segundo símil: el éxito en crear una clase media pujante entraña la semilla de la demanda por participación política y acceso a las decisiones que habrán de definir su devenir. No es casualidad que sean los jóvenes quienes se manifiestan.

El desenlace de todo esto está por verse: las debilidades de los países «emergentes» (como China, India y Brasil) son muy grandes y las fortalezas de los desarrollados mucho mas. Pero las implicaciones para nosotros son evidentes: ni estamos creciendo como los países emergentes ni gozamos de una estructura política capaz de avanzar reformas susceptibles de lograrlo. En cierta forma,nos comportamos como los japoneses (paralizados y no queriendo cambiar) pero sin gozar de su nivel de vida. Gracias a las crisis de las décadas pasadas y a algunas reformas recientes, nuestra situación fiscal yla estructura del financiamiento de las pensiones son infinitamente más saludables que en los países desarrollados. Además, aunque a muchos les cueste aceptarlo, el sistema político, que nunca fue tan represivo como en otras latitudes, lleva décadas abriendo espacios de oxigenacióny, en contraste con el Medio Oriente, la población está muy consciente de los dilemas que enfrentamos. A los mexicanos quizá no nos satisfaga el statu quo pero ciertamente no hay una base social amplia, dispuesta a optar por soluciones violentas o revolucionarias.

Lo que es intolerable en México, y que sin duda nos asemeja a muchas otras naciones con las que implícitamente nos comparamos, es la inacción. La situación de inseguridad entraña costos y sin duda disuade a muchos potenciales empresarios e inversionistas pero no es una explicación suficiente del pesimismo y la parálisis que ha sobrecogido a los políticos y a la población en general.

Cada quien tiene su hipótesis de por qué nos encontramos en esta tesitura pero lo que es claro es que el país está a la espera de que alguien nos resuelva los problemas. La demanda de liderazgo es evidente pero también peligrosa porque, por más que yo estoy convencido que se requiere un liderazgo efectivo, una sociedad no puede estar permanentemente a la espera. Las circunstancias de México no justifican una rebelión callejera al estilo de Túnez o El Cairo pero como que ya es tiempo de que, más allá de preferencias políticas, partidistas o ideológicas, la clase política actúe antes de que la sociedad en su conjunto se loexija… como a Mubarak.

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Carreta atascada

Luis Rubio

Cuando se atasca la carretadel crecimiento, uno debiera preguntarse si son válidas las premisas que sustentan la forma de promoverlo. Bertrand Russell, el gran filósofo británico, alguna vez afirmó que «lo que tiene que ser promovido en los países industriales es significativamente diferente de lo que siempre se ha predicado». En materia de desarrollo, lo que siempre se ha fomentado en México es la demanda, o sea, más gasto. Es posible que, en algunas circunstancias, el gasto pudiera ser útil; sin embargo, lo que de verdad debería preocuparnos es por qué es tan baja la inversión.

La perspectiva gubernamental es, por naturaleza, desde arriba: se ve el conjunto y es muy difícil entender las partes o actuar con la precisión de un cirujano. Esa es la razón por la cual falla la mayoría de los programas de promoción sectorial o del crecimiento en general. Excepto en circunstancias muy particulares, lo que favorece o inhibe a la inversión es muy distinto a lo que, desde arriba, puede entender -o resolver- un burócrata que, por fuerza, tiene que decidir sobre el conjunto.

El papelito en una galleta de la suerte china lo decía con toda claridad: «los elevadores llenos de gente le huelen distinto al enano».Ese enano, es decir, el ciudadano común y corriente, vive problemas que comienzan en la puerta de su establecimiento pero que no acaban ahí. El o ella tiene que lidiar con la basura en la banqueta y las variaciones en la energía eléctrica, la escasez de agua, los baches en la calle y el interminable tráfico para llegar a cualquier parte, ¿y qué decir de la violencia y la inseguridad? Antes de siquiera comenzar a pensar en establecer un negocio -igual si se trata de una planta de motores automotrices que un changarro de reparación de planchas- el empresario potencial ya ve el mundo cuesta arriba.

Ese empresario o inversionista potencial ni se imagina lo que viene: permisos de usos de suelo, evaluaciones de impacto ambiental, trámites de importación, registros ante Hacienda, el IMSS, el gobierno municipal o delegación en el DF. Si se pone a planear el proceso de manera integral, el aspirante a empresario tendrá que contemplar un equipo de abogados y contadores meses antes de que produzca el primer tornillo. A juzgar por la realidad tangible, la mayoría sucumbe antes de comenzar: por eso tenemos una economía informal tan grande.

Suponiendo que se trata de un empresario grande o de una multinacional, con capital y capacidad para lidiar con todos los trámites y costos inherentes al proceso, sus consideraciones se vuelven todavía más prácticas: cómo se compara México con países como Corea, China, Brasil, Hungría o Taiwán. Si el mercado potencial es el de Norteamérica, el intrépido inversionista comenzará a investigar qué ofrece México para su proyecto. Las ventajas serán evidentes: cercanía y acceso regido por un acuerdo comercial bilateral. Con eso vamos de gane. Sin embargo, tan pronto se ponga a comparar otras cosas, comenzará a tener que recalcular sus costos y los potenciales beneficios.

Desde el otro lado de la mesa, como aspirantes a esa inversión (aunque no siempre así lo parezca), tendríamos que preguntarnos cómo nos comparamos con naciones como las antes citadas y en qué momento esas dos enormes ventajas comienzan a erosionarse por el peso de nuestros problemas y limitaciones. En contraste con China o Corea, nuestra infraestructura es patética: vieja, de mala calidad, calles llenas de baches, un tránsito permanentemente desquiciado y una burocracia cuyos incentivos siempre privilegian el corto plazo (igual beneficios personales que los fondos para la elección del gobernante) en lugar de estar alineados con el crecimiento de la economía.

Lo que México requiere es un cambio de enfoque. Idealmente, esto podría darse a nivel global, cuando un gran líder nacional convence a la colectividad de enfocarse hacia el futuro y con criterios de crecimiento y desarrollo. Aunque atractivo, a juzgar por lo que hemos atestiguado en los últimos lustros, un enfoque de esta naturaleza parece poco realista. La función y responsabilidad del gobierno es la de eliminar barreras, tanto internas como externas, a la inversión privada. Sin embargo, la cantidad de barreras que existen son el equivalente, dice Luis de la Calle, a los topes que los automovilistas enfrentamos todos los días: se trata de la mejor evidencia del subdesarrollo porque los topes son substitutos de lo que no existe, es decir, respeto por la ley, los semáforos y otros medios que, en la teoría, deberían servir para normar y hacer posible el desarrollo.

Una manera de intentar resolver estos entuertos entrañaría una revolución burocrática y regulatoria que, aunque concebible, no se ve posible. Sin embargo, hay otras maneras de pensar sobre estos temas. Quizá el mayor logro de las dos administraciones panistas de los últimos años sea el de haber hecho posible el mercado de hipotecas que hoy le ha permitido a varios millones de familias adquirir una casa. En lugar de pretender resolver todos los problemas que impedían el mercado inmobiliario, Fox reunió a banqueros, constructores, reguladores y burócratas para explicitar los impedimentos y definir opciones. La solución que de ahí surgió no transformó al mundo, pero sí resolvió el corazón del problema. Me parece que ese debería ser el modelo a seguir en el futuro: soluciones pequeñas pero idóneas al problema específico.

El verdadero reto del crecimiento de la economía y del empleo en el país no reside en la ausencia de ideas, proyectos y oportunidades, sino en lo errado del enfoque que norma la función gubernamental. La riqueza la crean los empresarios y son ellos los que generan empleos. Esta primera premisa debería entenderse en toda su dimensión: todo lo que obstaculiza e impide el desarrollo de inversionistas y empresarios reduce el crecimiento y la creación de empleos. Difícil ser más claro.

En la economía clásica, el crecimiento lo hacía posible la “mano invisible” del mercado. El problema es que, como dice Rafael Fernández Macgregor, en nuestro país esa mano está amarrada. La amarran los trámites y los burocratismos, las paraestatales de le energía, los proyectos políticos particulares y la impunidad que, de facto, promueve la corrupción y el estancamiento. Nuestro problema no es de ausencia de oportunidades o empresarios potenciales sino de la excesiva presencia de obstáculos e impedimentos  que acaban derrotando hasta al más persistente. El éxito de países como China con la revolución que inició Deng no es producto de su perfección sino del hecho de que privilegian a quienes crean riqueza. Así de simple.

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Autoesclavos

Luis Rubio

Alguna vez le preguntaron a Tolstoy cómo había sido posible que treinta mil ingleses sometieran a 200 millones de hindúes. Su respuesta fue lógica pura: «Las cifras hacen evidente que no fueron los ingleses quienes esclavizaron a los hindúes, sino los hindúes quienes se esclavizaron a sí mismos». Algo similar parece ocurrir con el crecimiento económico en nuestro país.

Uno de los pocos asuntos en los que hay casi unanimidad en el país es respecto al crecimiento económico. Todos vemos al crecimiento de la actividad productiva como un medio crucial para crear riqueza, generar empleo, reducir la pobreza y la desigualdad, así como elevar el nivel de vida de la población. El consenso en ese ámbito es prácticamente universal. Sin embargo, las diferencias sobre cómo lograrlo son tan vastas como siempre.

En la discusión sobre el desarrollo económico hay dos grandes vertientes: las prácticas o técnicas y las ideológicas o políticas. Por el lado técnico hay un amplio consenso sobre el tipo de factores o reformas que podrían contribuir al crecimiento de la economía y el debate es sobre el contenido específico de las iniciativas de ley que eso requeriría: la estrategia fiscal, el régimen de inversión, la ley laboral, etc. Algunos estudiosos dentro de este campo, como Gordon Hanson, afirman que México ha llevado a cabo muchas reformas pero que no ha logrado elevar la tasa de crecimiento y que probablemente lo que falte sean pequeños ajustes en varios ámbitos más que grandes reformas. Si algo es claro después de más de treinta años de reformas es que el problema no reside en las reformas mismas.

La discusión ideológica y política es muy distinta. Por un lado se encuentran los que protegen y defienden intereses específicos y, por otro, los que quieren construir o reconstruir un determinado modelo de desarrollo ya sea del pasado o de otras latitudes. Ambos contingentes han desarrollado una narrativa muy amplia y ambiciosa que busca justificar y legitimar a los intereses o valores que yacen detrás. Otra cosa que es evidente luego de casi cincuenta años de crisis y pobre desempeño económico es que el problema no es de nacionalismo ni de ideología.

De vez en cuando, una buena lectura altera la forma en que uno ha venido pensando sobre un determinado tema. Eso me pasó con el libro intitulado «La Dignidad Burguesa»*. El argumento de Deirdre Mccloskey es que el crecimiento es posible no cuando se dan ciertas condiciones económicas y estructurales, sino cuando la creación de riqueza adquiere legitimidad.

La autora revisa la historia de numerosos países -como China, India, Irán y las naciones árabes- que, desde el siglo XVIII, mostraban condiciones no muy distintas a las de Inglaterra y Holanda pero que, sin embargo, fue en estas últimas donde comenzó la innovación que llevó al desarrollo capitalista. El libro se aboca a preguntarse por qué la diferencia y qué es lo que la hizo posible. La conclusión a la que llega es que las condiciones estructurales son necesarias pero que lo que hace la diferencia es la legitimidad. No por casualidad, el subtítulo del libro es «por qué la economía no puede explicar al mundo moderno». El gran cambio de las últimas décadas, dice Mccloskey, es que la creación de riqueza adquirió legitimidad en lugares como China e India y eso destrabó fuerzas y recursos inconmensurables que han transformado no sólo a sus propias naciones sino al mundo en general. En ese sentido es que la autora afirma que la verdadera revolución ha sido en el mundo de las ideas y no en el de las reformas económicas específicas. Lo segundo es útil cuando lo primero está resuelto.

Si aplicáramos el argumento a México parecería evidente que aunque las reformas de las últimas décadas, buenas o malas, eran necesarias, el factor crucial nunca se atendió. En México el concepto de riqueza no goza de legitimidad y quienes son responsables de generarla -los empresarios- son vistos más como una lacra o una fuente de abuso que como la raíz de la que depende la innovación y el desarrollo del país. La ausencia de legitimidad para la función empresarial tiene muchos orígenes pero quizá lo más significativo sea que ni los «técnicos» ni los «ideólogos» han procurado revertir ese orden de cosas. De hecho, la narrativa tanto de quienes abogan por más reformas como de quienes adoptan una visión ideológica tiende a excluir al empresariado de la película. Esto último es lo que permite y conlleva que se proteja al empresario existente en lugar de crear un entorno de competitividad que permita florecer a millones de empresarios en potencia, incluyendo a muchos de los informales y «mil usos» que tendrían todo para transformar al país.

Para Mccloskey la idea de una burguesía libre y digna (además de dignificada) está directamente correlacionada con la máquina de vapor, la mercadotecnia masiva y la democracia. Fueron las ideas liberales las que crearon las transformacionesen el mundo real porque hicieron posible la existencia de un entorno de innovación que hizo florecer a la burguesía europea, lo que hoy llamaríamos el empresariado. Las dos ideas centrales que hicieron la diferencia de acuerdo a la autora fueron: que la libertad de tener esperanza es una buena idea en sí misma; y que una vida íntegra en materia económica debe conferirle dignidad y honor a la gente común y corriente.

Los mercados y la innovación vienen desde antaño, no son algo nuevo o novedoso. Lo que es nuevo en muchos lugares es el hecho de que quienes operan en esos mundos han adquirido legitimidad y la libertad de actuar. En este sentido, la gran aportación de este libro es que explica con nitidez cómo la legitimidad de una función social tiene la capacidad de transformar a una nación, así como que el dogmatismo y la rigidez (social o política) la inhiben. Una de las observaciones más interesantes e implacables de la autora es que la liberación que entraña la legitimidad permite romper con las estructuras sociales, regulatorias y raciales que mantienen permanentemente pobres a muchas naciones y a sectores dentro de sus sociedades. Una vez que la creatividad empresarial adquiere legitimidad, todos pueden ser empresarios y quienes asumen el reto acaban transformando sus vidas y sus países.

China comenzó a transformarse cuando legitimizó al capitalismo y a la función empresarial, aunque lo haya hecho de una manera oblicua. Esa es la trascendencia del famoso dicho de DengXiaoping en el sentido de que lo importante no es si el gato es blanco o negro sino que cace ratones o, en este caso, que produzca riqueza. Los chinos rompieron con su esclavitud auto impuesta. ¿Cuándo lo haremos nosotros?

*Bourgeois Dignity: why economics can’t explain the modern world, Chicago University Press, 2010

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Civilidad

Luis Rubio

Lo impactante de la elección española fue la civilidad. Todo fue impecable: los resultados finales se anunciaron escasas cuatro horas después de cerrar las urnas; el candidato perdedor salió a los medios a reconocer su derrota, felicitar al triunfador y ofrecer defender, como oposición, a las bases y valores de su partido; y el triunfador invitó a todos los españoles a sumarse en un gran esfuerzo nacional, reconocer a sus contrincantes y anunciar lo que sería el enfoque de su proyecto a partir de ese momento. No hubo disputas, pleitos o desencuentros. Los votantes habían hablado y los contendientes habían acatado. Todos se habían subordinado a las reglas del juego en las formas y en lo sustantivo. La civilidad.

Aunque nada de eso debiera sorprender, nuestra experiencia es obviamente distinta,por lo que amerita preguntarcómo lograron imponer reglas del juego que todos los actores aceptan y cumplen. En términos técnicos, lo que los españoles han logrado es la legitimidad de su sistema de gobierno, que consiste en la creencia en la validez y la aceptación de las reglas del juego. Eso es lo que nos diferencia de ellos.

El punto nodal del proceso español tuvo lugar cuando, meses después de la muerte de Franco, en una reunión en materia de precios y salarios, todos los actores políticos -tanto los que habían vivido bajo la dictadura (o sido parte de ella) como quienes habían sido exiliados luego de la guerra civil- aceptaron la legalidad franquista, es decir, las reglas del juego existentes, como plataforma para iniciar la transformación democrática. El hecho de aceptar ese conjunto de reglas (antipáticas y abusivas para la mayoría de los participantes en la reunión) implicaba someterse a un proceso político que, confiaban, arrojaría un nuevo marco legal, una nueva constitución y reglas del juego democráticas. El llamado «Pacto de la Moncloa» fue trascendente porque implicó un consenso respecto al proceso, no al resultado.

En México llevamos décadas dando vueltas encírculos porque los actores políticos no han acordado (ni mucho menos aceptado) un conjunto de reglas de procedimiento, independientes del resultado. Más bien, los actores políticos han hecho gala de aceptar las reglas sólo si el resultado les favorece. El espectáculo de López Obrador en 2006 es muestra patente de ello, pero desafortunadamente no único, como pudimos observar con el PAN en Michoacán recientemente.

La aceptación de las reglas de procedimiento es central al desarrollo y a la civilidad. Dada su ausencia en el país, la discusión se centra en lo electoral, pero el asunto es más amplio. Hace algunos años me quedé impresionado –de hecho estremecido- al observar cómo un niño, que seguramente no rebasaba los tres o cuatro años de edad, salía disparado en su bicicleta de una callecita menor hacia una gran avenida en Tokio sin parar a mirar: la luz verde era todo lo que tenía que saber y seguramente era todo lo que sus padres le habían enseñado. Detrás de la luz verde había un reconocimiento absoluto de que todos los automovilistas parados en la arteria mayor esperarían al cambio de luces antes de proceder. El punto relevante es que una sociedad que respeta las reglas de tránsito también respeta las reglas electorales y viceversa: son cosas indivisibles.

En el fondo, al menos en el plano electoral, el asunto de las reglas es un asunto de poder. Implica un acuerdo sobre el procedimiento pero especialmente sobre su legitimidad. Implica, como en el Pacto de la Moncloa, una subordinación sin discusión a las reglas, independientemente del resultado. En México no hemos logrado resolver la disputa del poder y eso se traduce en la propensión automática a desacreditar las reglas cada que alguien pierde una elección.

En la era del PRI el problema del poder se resolvió mediante la imposición de dos reglas «no escritas» pero evidentes: por un lado, el presidente es jefe indisputable e indisputado de todos; por el otro, se vale competir por la sucesión mientras no se viole la primera regla. Era un mecanismo sencillo y eficaz que, sin embargo, no surgió de la nada. Su éxito fue producto del establecimiento de la regla y de la capacidad de hacerla cumplir. Esto último no fue automático: se logrócuando Cárdenas exilió a Elías Calles y sometió al general Cedillo. Una vez demostrada la capacidad de hacer cumplir las reglas, el sistema cobró vigencia y funcionó hasta que el PRI dejó de ser representativo de la sociedad mexicana y los no representados comenzaron a disputar la legitimidad de aquel sistema.

Las reglas democráticas que se adoptaron en las últimas décadas no han gozado de legitimidad porque no ha habido un acuerdo amplio entre las fuerzas políticas respecto al poder: procedimientos, distribución de los beneficios y reconocimiento de la oposición como factor real de representación. En la actualidad, quien está en el poder descalifica a la oposición y quien está en la oposición tiende a desacreditar a quien está en el poder, comenzando por desconocerle legitimidad de origen.

No tengo duda que el gran desafío de los próximos años será el del poder. En las décadas pasadas pasamos de un sistema fundamentado en reglas no escritas a uno sin reglas. Hoy el reto es construir reglas explícitas a las que todos se subordinen y eso implica un pacto sobre el poder. El problema no es de mayorías sino de legitimidad.

Logrado un pacto sobre el poder todo lo demás que no funciona comienza a cambiar. Habiendo reglas claras, los actores abocarse a resolver los temas que nos aquejan con un enfoque distinto: en lugar de que se vaya la vida en cada discusión, podríamos entrar en debates donde lo único que está de por medio es el asunto inmediato.

En la actualidad, no se pueden discutir temas clave para el desarrollo del país como la seguridad pública, la competencia, la educación, la energía y la protección de los derechos laboralesporque alguno de los actores tiene la fuerza para imponer sus intereses, desconociendo la estructura de poder formal. Es decir, los llamados poderes fácticos (incluyendo a los partidos) pueden vetar o cancelar cualquier debate relevante porque son más poderosos que los poderes formalmente establecidos. Un acuerdo sobre el poder formal (el gobierno) permitiría fortalecer al Estado en su conjunto, comenzando con ello el proceso de sometimiento de los poderes fácticos: tal y como hizo Cárdenas en los treinta.

Como ocurría en el maximato, hoy el gobierno está aquí, pero el que manda está allá afuera. Urge un pacto que legitime el poder del gobierno y el papel de los partidos y abra la puerta, ahora sí, a la etapa de desarrollo institucional del país.

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Hacia adelante

Luis Rubio

«Las presiones cotidianas, escribió Kissinger, tientan a pensar que un problema pospuesto es un problema evitado; más frecuentemente, es una crisis creada». Así estamos con la posposición continua de soluciones al tema del crecimiento de la economía.

Una pregunta clave para nosotros es ¿por qué no crece la economía? O, puesto en otros términos, ¿por qué crecía la economía en los sesenta y qué hace que no podamos reproducir esas condiciones en la actualidad? Si le hacemos esta pregunta a un economista, su respuesta va a ser técnica y probablemente correcta, pero luego de diversos intentos, muchos de ellos contradictorios, el crecimiento sigue siendo raquítico. Años de observar este fenómeno me ha llevado a la conclusión de que la causa del estancamiento relativo (porque la economía está creciendo bien en la actualidad) se debe a la ausencia de ciertos componentes clave, pero sólo unos cuantos de los cuales son materia de reforma. El problema principal reside en la ausencia de certidumbre.

Remitirnos al pasado quizá nos permita comprender qué es lo que hacía que la economía creciera de manera sostenida y por plazos prolongados en los cincuenta y sesenta pero no ahora. Planteado el problema de esta manera podremos encontrar explicaciones que trascienden lo estrictamente técnico. Si uno observa cómo es que economías como la japonesa o coreana pudieron crecer a tasas tan elevadas por tantos años a pesar de sus severas deficiencias estructurales internas, resulta evidente que las explicaciones económicas, a pesar de ser clave, no son suficientes. Para que se dé el crecimiento tiene que haber más que una estructura saludable; también tiene que existir una sensación entre los empresarios e inversionistas de que el país tiene claridad de rumbo, que esa dirección es compartida, al menos en lo elemental, por el conjunto de las fuerzas políticas y que la inversión privada es percibida como necesaria y, más que eso, como un componente crucial del desarrollo del país.

En los cincuenta y sesenta existía un marco de estabilidad macroeconómica que garantizaba una plataforma clara para el crecimiento e impedía que hubiese crisis cambiarias frecuentes. Más al punto, existía un entendimiento implícito entre el gobierno, los políticos y el empresariado sobre las reglas del juego para la inversión. Es decir, existía una colaboración implícita entre el gobierno y los empresarios, que esencialmente consistía en una división del trabajo: el gobierno creaba condiciones propicias para el crecimiento, particularmente a través de inversión en infraestructura, en tanto que el sector privado realizaba inversiones productivas en fábricas, servicios y demás. Desde luego, estamos hablando de una economía cerrada en una era en que casi todas las economías eran cerradas. Pero lo evidente cuando uno echa la mirada al mundo es que la clave no es lo específico de la estrategia de desarrollo sino la certidumbre.

La clave, o una clave fundamental, del éxito del proceso de industrialización del pasadoresidía en la existencia de un pacto implícito con anclas profundas y trascendentes:detrás de la división de funciones se encontraba un arreglo institucional, un conjunto de reglas que eran trasparentes, así fuesen implícitas, para todos los participantes. Esas reglas no sólo implicaban que el gobierno se auto limitaba en su alcance y en el tipo de políticas que podía instrumentar, sino que demarcaba su ámbito de influencia de una manera nítida y transparente.

La era del crecimiento económico apuntalado en ese tipo de arreglos implícitos, alta rentabilidad y reglas del juego claras se colapsó en los setenta en buena medida porque el gobierno desconoció el pacto implícito y comenzó a alterar las reglas del juego: desapareció la estabilidad macroeconómica, dio vuelo a una era de inflación, impuso controles de precios, absurdas regulaciones, subsidios, restricciones a la inversión y las expropiaciones. Todo esto violó los términos del pacto implícito que por tantos años le había dado fortaleza a la economía y certidumbre al sector privado. Lo impactante es la longevidad de la era de desconfianza que de ahí nació.

El tema clave es cómo recrear el pacto que establecía las reglas del juego con nitidez y que fue fundamental para lograr años de crecimiento económico elevado y sostenido. Cómo, en otras palabras, construir el andamiaje institucional que le permita al país tomar las decisiones que urgentemente requiere su desarrollo tanto en el ámbito político como en el económico. Una parte del problema yace en la diversidad de autoridades que tienen jurisdicción sobre la actividad de una empresa, cada una con su lógica y motivación, pero todas ellas demandantes de satisfacción burocrática. Esto es lo que afecta más que nada al empresario pequeño. Pero quizá la parte más importante reside en la percepción de que no existe una dirección de largo plazo para el país, que las fuerzas políticas no tienen un compromiso con un objetivo común y que, por lo tanto, la viabilidad del país está siempre en entredicho. Este no es un problema de regulación, sino EL problema político central del país.

En esta dimensión, sólo un pacto político que comprometa a las fuerzas políticas con un objetivo común y con el respeto de las reglas para avanzar en esa dirección podría  comenzar a construir la confianza que requiere toda sociedad para prosperar. Algunos de los participantes en semejante pacto quizá requirieran eliminar privilegios o consolidarlos, pero esos son distractores. México requiere un pacto explícito porque los implícitos ya dieron de sí. Además, un pacto de esa naturaleza tendría que ser coherente con las circunstancias y realidades del mundo de hoy: con la globalización, los tratados de libre comercio y los requerimientos de los potenciales inversionistas de quienes depende, a final de cuentas, el crecimiento de la economía y del empleo.

Mas allá de euro, el proceso de integración europea es muestra fehaciente de que un entorno legal y político certero y propicio para el crecimiento es la mejor receta para el desarrollo integral de un país. Es evidente que no somos europeos, pero también es evidente que los países que han prosperado en las últimas décadas lo lograron gracias a que crearon un entorno de predictibilidad que confiere certidumbre. Sin eso no hay nada.

Si queremos recuperar la capacidad de crecimiento económico, tenemos que crear un nuevo pacto político y éste sólo es posible a través de un marco legal que se cumple y a prueba de abuso. Esto ciertamente no se construye de la noche a la mañana, pero mientras no comencemos a desarrollarlo, nunca llegaremos ahí.

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