Pintar una raya

Después del huracán viene la calma. El país lleva años experimentando una escalada de violencia que es intolerable para la población. El gobierno saliente respondió con responsabilidad y convicción pero no contó con una estrategia susceptible de llevar al país a buen puerto. La población lo apoyópor sentirse amenazada y vejada, pero no porque percibiera mejoría ahora o en un futuro razonable. Peor, en la medida en que las bandas de criminales se han ido fragmentando y multiplicando, el impacto sobre la ciudadanía ha sido cada vez peor, toda vez que muchos de los perdedores en las guerras entre narcos acaban moviéndose a mercados criminales, esos que van directamente contra la ciudadanía más vulnerable: la extorsión, el secuestro y la venta de protección.

Desde esta perspectiva, no tiene sentido alguno exigirle a la administración entrante que continúe con una estrategia que no arroja los resultados deseados. La noción de que un embate constante va a recrear un pasado idílico parece no más que una remembranza de cuando don Quijote recordaba los tiempos pasados, el esplendor de los caballeros luciendo en su máximo apogeo, reconfortando su espíritu con la memoria de las antiguas gestas y hazañas de los caballeros medievales. Lo valioso de la estrategia residió en el hecho mismo de confrontar un problema que no hacía sino mermar la vida de los ciudadanos y la viabilidad del Estado. Partiendo del aprendizaje, el futuro requerirá otras formas.

El planteamiento de la estrategia a la fecha ha sido claro: tomar control de las regiones que acabaron en manos del narco y debilitar a las bandas criminales. Aunque ambos propósitos han avanzado, los resultados no son encomiables: primero, por las consecuencias no anticipadas y, segundo, las pocas victorias que se han alcanzado no han sido sostenibles. Entre las consecuencias no anticipadas la más evidente tiene que ver con la fragmentación de las bandas criminales: cada que se mata a la cabeza de una banda se inicia una lucha interna por el poder que, en muchos casos, se traduce en una multiplicación de bandas. La estrategia tendría sentido en un país con autoridades municipales o estatales fuertes que, con la fragmentación, podrían combatirlas con éxito. En México, donde no ha habido gobierno local funcional desde la colonia, la fragmentación de las bandas ha elevado la violencia y eliminado la regla histórica de no afectar a la ciudadanía. En este sentido, el éxito inicial de algunas campañas se ha traducido en un infierno para la población.

En el camino se han afianzado tres mitos sobre los narcos, el crimen organizado y las estrategias potenciales para combatirlos. Primero está el mito de la prevención. Es evidente que, para prosperar, una sociedad requiere mecanismos que prevengan el delito y la criminalidad en general, así como estrategias orientadas a acelerar el desarrollo económico y social. Sin embargo, la prevención tiene sentido y viabilidad antes de que exista el fenómeno: no se puede prevenir lo que ya está ocurriendo. Lo urgente es construir la capacidad del Estado para hacer efectiva la seguridad de los ciudadanos y, una vez logrado eso, prevenir la criminalidad futura.

El segundo mito es el de la negociación. La idea es que, en lugar de combatir a un enemigo demasiado poderoso o que afecta a la población de manera sistemática (tanto narcotráfico como extorsión), el gobierno debería negociar un armisticio con los criminales y pacificar a la región específica. El planteamiento en abstracto suena razonable, sobre todo para políticos cuya función es, o debería ser, llegar a acuerdos, pactos y arreglos entre partes disímbolas. Sin embargo, una negociación con delincuentes tiene problemas evidentes: ¿con quién negociar? ¿a cambio de qué? ¿cómo se hace valer lo pactado? ¿cómo se sanciona el incumplimiento?

El tercer mito es el de la legalización. La idea de legalizar las drogas es elegante y por demás atractiva porque hace parecer que todo el problema de la violencia se puede evaporar con el plumazo de una decisión presidencial. No es casualidad que tantos ex presidentes nostálgicos así lo propongan. Al igual que con la idea de negociar, los problemas prácticos hacen absurdo el planteamiento: ¿cómo se distribuirían? ¿quién es responsable? ¿cómo se hacen cumplir las reglas? La clave reside en esta última interrogante.

Aunque con implicaciones absolutamente opuestas, planteamientos como el de negociar o legalizar son impracticables en el México de hoy. Para funcionar, cualquiera de las dos estrategias requeriría la presenciade un gobierno fuerte, capaz de establecer reglas y de hacerlas cumplir. Si aceptamos que el problema de hoy es la debilidad del Estado, entonces no hay manera de hacer cumplir acuerdos a los que se pudiera llegar en caso de negociar o el funcionamiento del mercado en el caso de la legalización. Desde esta perspectiva, las drogas en México son legales (en el sentido de que circulan sin ninguna dificultad) porque no hay autoridad alguna que las controle o regule.

Lo mismo sería cierto en el caso hipotético de que los estadounidenses legalizaran las drogas: lo único que cambiaría sería la capacidad financiera de los criminales (asunto no menor) pero en nada afectaría la criminalidad que azota a la población como el secuestro y la extorsión. Estos son problemas que reflejan inexistencia de Estado, policías mediocres e incapaces y un poder judicial enclenque y corrupto. La paradoja es que, para poder contemplar estrategias como la de legalizar o negociar habría que transformar al Estado mexicano. De lograrse eso, esas estrategias se tornarían irrelevantes por innecesarias. El asunto de fondo es la capacidad y autoridad del gobierno. Para eso es indispensable construir esas instituciones de manera deliberada y con mucha mayor celeridad.

La estrategia futura debe contemplar como objetivo fortalecer al Estado para que sea capaz de imponer las reglas del juego, es decir, pintar una raya. El negocio de las drogas, a diferencia de la criminalidad local, no desaparecería, pero enfrentaría a un gobierno capaz de imponer la ley (es decir, la fuerza) a la primera de cambios. En esto, la diferencia con el actual gobierno sería enorme porque el objetivo no sería erradicar al narco sino forzarlo a vivir en un entorno enteramente controlado por el Estado.Como ocurre en otras latitudes.

El verdadero reto del próximo sexenio reside en fortalecer al Estado sin intentar regresar al control centralizado, sino en el contexto de descentralización y de unaincipientedemocracia que caracterizan al país. Es, de hecho, la oportunidad de construir un país moderno y civilizado.

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Transparencia

El personaje más obscuro en Trampa 22, la novela de Joseph Heller, es Milo Minderbinder, un oficial de bajo rango que construyó un inmenso imperio vendiendo supuestos sobrantes militares y acumulando toda clase de títulos “nobiliarios”, como el de Califa de Bagdad. Todo parece florecer hasta que Milo se mete en un mal negocio al comprar algodón en Egipto sin poder colocarlo en ninguna parte. Tan complejo acaba siendo su problema que el propio gobierno americano toma control del mismo. Me pregunto si el desenlace de esa historia hubiera sido distinto en un contexto de transparencia y rendición de cuentas.

La transparencia se ha vuelto una palabra frecuente en el debate público. Diversas asociaciones civiles la reclaman y los políticos prometen avanzarla. Dado el origen de nuestro sistema político y su propensión a la opacidad y el control, la transparencia es un valor central e indisputable.

Detrás de la guerra por las apariencias yace toda una cultura de desconfianza y miedo por parte de las autoridades hacia la ciudadanía. En lugar de erradicar la corrupción, la demanda por transparencia ha servido para justificar venganzas políticas y personales y, peor, a emplearla como argumento para el incumplimiento de las normas. Muchos funcionarios viven en un entorno de miedo respecto a la Función Pública (cuyas resoluciones pueden conllevar tiempo en prisión), lo que les lleva a tomar malas decisiones, a esconder recursos o a malgastarlos, es decir, exactamente lo opuesto a lo que se propone la legislación de transparencia. Además, la ley sólo se aplica a unos espacios de la vida pública pero no a otros (por ejemplo, no ha “tocado” a los gobiernos estatales), lo que propicia opacidad y protege a malhechores. No es casual que la abrumadora mayoría del financiamiento a las campañas provenga de los estados.

Pero la transparencia también puede ser un mito. Una mayor transparencia no es garantía de mejor gobierno.De hecho, se logaría mucho mayor transparencia si se eliminaran tantos requisitos y controles porque el régimen actual tiende a causar que los funcionarios honestos y competentes se inhiban sobre todo cuando deben tomar decisiones complejas y trascendentes que no son fácilmente comprensibles por el ciudadano común, a la vez que abre espacios de opacidad para quienes no son honestos.

En nuestro estilo atropellado, la legislación en materia de transparencia ha ido mucho más lejos de lo que ocurre en otras latitudes. Mientras que en México un ciudadano puede exigir una determinada información y obtenerla en materia de días, en EUA eso mismo puede tomar seis meses. Además, en nuestro país el servicio es gratuito mientras que allá sólo lo es si quien lo solicita es un medio periodístico: todos los demás tienen que pagar una cantidad que no es nominal.

Vuelvo al inicio: la transparencia es vital para una democracia y mucho más para una que comienza a construirse y que proviene de un mundo obscuro. Pero existe el riesgo de que la transparencia en la forma en que la hemos construido acabe siendo enemiga del buen gobierno. Dos anécdotas, de naturaleza absolutamente distinta, animan mi preocupación.

La primera se refiere a la decisión que un funcionario del más alto nivel tuvo que tomar hace unos años. Se trataba de una enorme inversión gubernamental: el proyecto requería unas turbinas de un determinado tamaño, pero los analistas habían determinado que el proyecto sería mucho más exitoso en términos de eficiencia y rentabilidad si se adquirían unas más grandes. Aunque más costosas, su mayor eficiencia permitiría una mayor rentabilidad en la vida del proyecto. La decisión económica parecía obvia, pero los abogados convencieron al funcionario que su vulnerabilidad legal era enorme de hacer lo que era mejor para el proyecto y para el país.

La otra anécdota es más mundana pero no menos relevante. Una conocida mía se ha vuelto empleada virtual del IFAI porque parece que no tiene otra cosa que hacer que estar respondiendo a solicitudes de información que le llegan constantemente. En lugar de hacer el trabajo que tiene encomendado y por el cual le pagan, dedica horas enteras a escarbar archivos para obtener información y enviarla al IFAI. Uno pensaría que este es un costo pequeño en términos de la construcción democrática; sin embargo, lo verdaderamente interesante no es el tiempo del burócrata, sino la naturaleza de las peticiones que tiene que atender: la abrumadora mayoría de éstas es información ampliamente disponible que sólo es útil para estudiantes realizando trabajos escolares. O sea la transparencia se ha vuelto un mecanismo para poner a la burocracia a hacerle la tarea a estudiantes flojos.

Ninguna de las dos anécdotas es concluyente en sí misma. Yo soy un firme creyente en la democracia como método para que una sociedad decida su devenir y de la transparencia como instrumento para que la sociedad se informe. También tengo claro que luego de décadas de excesos y abuso, es mejor pecar de más que de menos. Lo que me preocupa es que la transparencia se pueda convertir en una excusa para una todavía peor calidad de gobierno.

El tema de la transparencia es ubicuo en el mundo. En todas partes se discute el nivel “óptimo” de transparencia que permita tanto mantener debidamente informada a la ciudadanía como el cumplimiento de las responsabilidades y funcionamiento de un gobierno. Ese equilibrio no es fácil, por lo que en muchos ámbitos se plantea la pregunta de ¿cuánta transparencia es suficiente? Muchos funcionarios preferirían ninguna, las organizaciones civiles quieren toda.

Más allá de preferencias, el tema es importante. Frente a dilemas de esta naturaleza, en Inglaterra se discutió la posibilidad de que miembros del parlamento revisaran asuntos delicados (por ejemplo militares) que requieren supervisión, pero se concluyó que los parlamentarios podrían encontrarse anteconflictos de interés por su doble función de supervisores y responsables ante los electores. Por esa razón, optaron por una figura peculiar: un “hombre sabio” que no dependa del gobierno, se le pague por hora y sea responsable de supervisar esas funciones delicadas y reportar al comité del parlamento. Con esto no quiero sugerir la adopción de un esquema como este, sólo llamar la atención a que la transparencia no siempre es la única o mejor solución en una sociedad democrática.

La clave no reside en más transparencia per se, sino en un régimen integral de transparencia que a la vez salvaguarde los asuntos que deben ser supervisados pero no necesariamente hechos públicos. La democracia es demasiado importante para arriesgarla con agendas ideológicas o políticas.

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Productividad-eje rector

Dice Macario Schettino que somos pobres porque somos improductivos. Ningún mexicano sensato podría disputar esa afirmación. La pregunta relevante es por qué no convertir a la productividad en el eje rector de la estrategia del próximo gobierno.

Ahora que se discuten reformas propuestas por el gobierno saliente y se especula sobre las que propondría el próximo, es necesario reflexionar sobre la razón por la que es imperativo llevar a cabo un conjunto de reformas, en ámbitos diversos. También es importante dilucidar en qué, y por qué, el proceso de reforma en un país “en desarrollo” es distinto al que caracteriza a los países que se fueron transformando a lo largo de siglos.

La mayor parte del aparato legal y regulatorio, además de político, que caracteriza al país proviene del “viejo régimen”, una estructura sociopolítica cuyas características y modos de funcionamiento dejaron de operar en el momento en que ocurrieron dos cambios radicales: primero, en orden cronológico, la apertura de la economía y, segundo, el cambio político que se dio en 2000. Vistos en retrospectiva, estos factores alteraron todos los vectores que hacían funcionar al país: con ellos se acabó el control central que ejercía la presidencia y la burocracia, se liberalizó el funcionamiento de la economía, se eliminó la capacidad de imponer el criterio del presidente sobre todo el acontecer nacional y se descentralizaron las decisiones económicas y políticas, en el sentido más amplio de la palabra.

Puesto en otros términos, cambió la realidad del poder de manera radical: de concentración pasamos a descentralización; de control a atomización y fragmentación; de imposición a que todo dependa de la capacidad e integridad de cada una de las partes. Por donde uno lo vea –en la economía, en los gobiernos estatales, en la sociedad civil, en la política- el país ha experimentado una transformación radical en su naturaleza y estructura de poder.

Lo que no cambió fue el entramado institucional, legal y regulatorio. Con excepciones –algunas enormes- seguimos viviendo bajo el yugo de un esquema legal e institucional que nada tiene que ver con la realidad actual. Ese es el caso del poder judicial y de la PGR, de la legislación laboral y del régimen energético, de las policías y del ejército. La economía vive en un entorno global, pero se gobierna con instrumentos de una economía protegida; la política vive una enorme efervescencia y competencia pero opera bajo criterios que Plutarco Elías Calles reconocería como propios; la sociedad es cada vez más diversa y tiene experiencias cada vez más cosmopolitas, pero la estructura regulatoria en que vive es antediluviana. El desempate entre la realidad y la formalidad es impactante.

Las reformas de los ochenta y noventa intentaron conciliar, al menos parcialmente, la nueva realidad con el marco jurídico existente. En algunos casos se avanzó, en otros seguimos paralizados. El principal problema de esa era residió en la permanente inconsistencia entre las diversas reformas y privatizaciones. En lugar de seguir una estrategia integral, se tomaron decisiones casuísticas, muchas de ellas inherentemente contradictorias, generando las condiciones que llevaron a la crisis de 94.

Visto en conjunto, el país requiere una estrategia de desarrollo integral. Esto es, un proyecto claro y definido que explique a dónde se quiere llegar y que goce de coordinación entre proyectos. Volviendo a los ochenta, se puede observar cómo se privatizó la empresa telefónica (con criterios de ingreso fiscal, no de competencia) casi de manera simultánea con la aprobación de la ley en materia de competencia. Lo mismo ocurrió con la forma en que se privatizaron los bancos, se adopto la ley en materia de inversión extranjera o se liberalizó la economía. En una palabra, nunca hubo un proyecto rector que asegurara que las partes fuesen compatibles entre sí.

Para ser exitoso y evitar esos dislates, el próximo gobierno debería adoptar una visión integral y de ahí “colgar” todas las decisiones individuales que decida emprender. Es decir, no descuidar el objetivo que se propone y los elementos que deben estar presentes para que éste pueda ser logrado. El proceso debe asegurar compatibilidad con la realidad económica global, sobre todo en temas como impuestos, energía, regulación, competencia y similares.

Es claro que es muy difícil articular una gran estrategia de desarrollo que integre todos los elementos y factores que caracterizan a la gestión de un gobierno. En virtud de esto, me permito proponer que en lugar de intentar un gran ejercicio de planeación central estilo soviético, el gobierno que se prepara para iniciar funciones adopte un criterio central que guíe su actuar y, sobre todo, que le sirva como mojonera para asegurar que las partes cuadren con su objetivo último.

De acuerdo a los estudiosos, hay una correlación absoluta entre el ascenso de la productividad y el crecimiento de la economía. Siendo así, lo más simple sería adoptar a la productividad como el criterio rector. Paul Krugman, uno de los economistas más críticos en la actualidad, afirma que la productividad “no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo” porque determina el número y tipo de empleos que existirán y, por lo tanto, el ingreso de la población. De adoptarse la productividad como criterio, el presidente podría evaluar con enorme claridad qué contribuye y qué impide y, por lo tanto, qué costos son aceptables y cuáles no. Más al punto, le permitiría poner en perspectiva la importancia relativa de reformas en unos temas respecto a otros porque algunos sectores son infinitamente más trascendentes en materia de impacto sobre la productividad que otros.

Desde el punto de vista de la productividad, no hay nada más importante que la formación del capital humano, el funcionamiento de los mecanismos de resolución de disputas, la seguridad pública, la infraestructura, la disponibilidad de energéticos y la existencia de un entorno propicio para el crecimiento de la innovación y la creatividad. La gran virtud de contar con un criterio unificador es que permitiría discernir los costos y beneficios de asumir un conflicto con los intereses comprometidos con el statu quo, a la vez que permitiría identificar contrapartes y apoyos.

El “viejo régimen” vivió de abusar de los derechos de propiedad, de ignorar (y hacer imposible) el Estado de derecho y de imponer las preferencias del presidente. Ese régimen se colapsó porque fue incapaz de adecuarse a los tiempos y satisfacer a una reciente población. Una creciente productividad permitiría construir un nuevo régimen, bueno para todos.

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Mitos y responsables

Retorna el mito de que unas cuantas reformas nos darían acceso directo al Nirvana. Tres décadas de reformas diversas son testigo de que las reformas son indispensables, pero no lo son todo: sin una claridad de dirección y un liderazgo efectivo, las reformas, cualesquiera que éstas sean, serán siempre insuficientes. El verdadero reto consiste en saber qué reformar y para qué y sumar detrás de esa visión al conjunto de la población. Sin ello seguiremos discutiendo «las» reformas por las siguientes tres décadas.

El problema de los mitos es que, como afirmaba Monsiváis, «la realidad del mito es la irrealidad del país». Se construyen enormes edificios en torno a una solución milagrosa y luego se pretende que cambie la realidad en un santiamén. Para que surta efecto, una reforma tiene que tener al menos tres características cruciales: primero, debe partir de un diagnóstico certero sobre la naturaleza del problema que se pretende resolver; segundo, debe ser coherente y consistente con otras acciones gubernamentales que se emprenden de manera paralela; y, tercero, debe afectar a los intereses que se benefician del statu quo que la reforma se propone modificar. Si no se satisfacen los tres requisitos, la reforma no logrará su cometido.

Lamentablemente, muy pocas de las reformas (incluyendo privatizaciones) que se emprendieron desde los ochenta han satisfecho estos requisitos. Peor, se ha arraigado la noción de que todos nuestros problemas están plenamente diagnosticados y que lo único que hace falta es que el Congreso actúe para salir del hoyo en el que estamos. Como ilustra la polémica en torno a la iniciativa de reforma laboral que recientemente envió el presidente Calderón al poder legislativo, no existen consensos respecto a las causas de los problemas que nos aquejan. Mucho menos existen respuestas automáticas que, además, gocen de consenso entre especialistas o políticos. En otras palabras, no existen soluciones mágicas.

En adición a lo anterior, dado que cada iniciativa de ley que se presenta desata su propia dinámica política (producto de las fuerzas con intereses de por medio), existe el riesgo de que, al final del proceso, una reforma acabe siendo contradictoria con otras. Esto es algo normal en un entorno democrático donde en cada proceso intervienen fuerzas distintas que acaban conformando un producto único cada vez. El arte de lo posible como dirían los clásicos.

Sin embargo, nosotros debemos aspirar a más. La clave del desarrollo, y del logro de tasas elevadas de crecimiento económico, reside en la coherencia del conjunto de estrategias que organiza el gobierno y que se plasman en la forma de leyes, reglamentos, regulaciones y presupuestos. Puesto en otros términos, el éxito de una estrategia de desarrollo reside enteramente en la capacidad de un gobierno de articular una visión y convencer a la población y a los legisladores de sus beneficios. En este sentido, se trata de un proceso inherentemente político aunque sus resultados se aprecien, para bien o para mal, en el desempeño económico.

Dicho lo anterior, es evidente que el país requiere reformas al menos en materia laboral, fiscal y energética. Pero estas reformas no pueden ser independientes del conjunto que se pretende conciliar y coordinar.

Para que sea exitosa, una reforma laboral debe facilitar la contratación de personal y favorecer el crecimiento de la productividad sin mermar los derechos políticos y laborales del trabajador. Estos principios son elementales, pero es importante notar que esta reforma es mucho más importante para empresas chicas que para las grandes, cuya escala les permite mucho mayor latitud en materia de sueldos y prestaciones. Además, el costo laboral como porcentaje de los costos totales tiende a ser mucho menor en empresas con alta inversión en tecnología y maquinaria que aquellas dependientes estrictamente de mano de obra. Es decir, las empresas chicas, que son las que más empleos generan (con bajos salarios), son las que urgentemente requieren mayor flexibilidad laboral. Prueba de esto es que ahí domina la economía informal, que carece de prestaciones o protección alguna.

Para que sea exitosa, una reforma energética debe hacer posible que el país cuente con combustibles y materias primas a precio competitivo y en condiciones similares o mejores a las de nuestros competidores. En la actualidad no sólo no se cumple esa premisa, sino que es incierta la disponibilidad de energéticos y los monstruosos monopolios que se encargan del sector tienen por prioridad la satisfacción de sus intereses sindicales y burocráticos internos, así como de sus jefes políticos. El mercado y la competitividad los tienen sin cuidado. Para que sirva, una reforma energética tiene que resolver estos entuertos y, a la vez, hacer posible la explotación de los recursos con acceso a tecnologías que hoy sólo son asequibles a través de asociaciones privadas.

Por su parte, una reforma fiscal exitosa implicaría liberar al gobierno de su dependencia respecto al ingreso petrolero sin que eso implique exprimir a los pagadores de impuestos de tal manera que se trastoque el incentivo a producir de manera eficiente. Desde luego, en materia de impuestos todos queremos que alguien más pague, pero la clave reside en que el contribuyente vea en los servicios públicos una justificación plena para su pago. Sin embargo, si uno ve desde la seguridad pública hasta el estado del pavimento es evidente que el divorcio entre impuestos y servicios es tan grande que es imposible pretender conciliarlos sin un profundo y serio compromiso gubernamental.

Las reformas son necesarias, pero perviven tantos obstáculos, estancos, favores, mecanismos de protección, subsidios y burocratismos dentro del poder ejecutivo que un actuar serio en ese frente tendría el efecto de liberalizar fuerzas y recursos, además de dinamizar la competencia en sectores clave de la economía. Lo mismo es cierto en sectores sujetos a concesión, siempre dados al chantaje y a las prácticas monopólicas. En muchos ámbitos, el problema es menos legislativo que ejecutivo, pero no por eso menos polémico o político.

En la conformación de su gabinete, el presidente deberá equilibrar la presencia de técnicos del primer mundo con operadores políticos eficaces y dispuestos a enfrentar a los intereses -en todos los ámbitos- que mantienen paralizada a la economía. Si nombra puro grillo cosechará bajas tasas de crecimiento; si nombra puro técnico cosechará conflictos por doquier. Su decisión en esta materia será otra muestra de su visión y de su disposición a lograr eso que le ganó el voto: un gobierno eficaz.

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Oportunidad

Dos visiones –¿serán fantasmas?- recorren la discusión pública en anticipación al inicio de la nueva administración. Una enfatiza y evoca el conflicto, las diferencias y los supuestos atropellos al proceso democrático. La otra privilegia la oportunidad de romper la parálisis político-legislativa que ha caracterizado al país en las últimas décadas y colocarlo en el umbral de una nueva era de crecimiento. ¿Estamos ante un abismo infranqueable, o meramente ante una diferencia de percepciones: si el vaso se encuentra medio lleno o medio vacío?

La elección del primero de julio produjo tres circunstancias: a) la necesidad de coaliciones para poder avanzar una agenda legislativa; b) una nueva fuente de conflicto político: y c) una gran oportunidad.

La necesidad de coaliciones no es algo novedoso. Las reformas de los años ochenta y noventa inauguraron una era de cooperación entre partidos a nivel legislativo y ese ha sido el tenor de lo que ha avanzado y de lo que ha se ha quedado atorado. La pretensión de unanimidad y consenso impidió que prosperaran iniciativas trascendentes, pero el hecho de negociar alianzas ya es parte inherente al proceso legislativo nacional. De hecho, ha habido un enorme número de decretos constitucionales aprobados (64 desde 1997), todos ellos producto de votos multipartidistas, pero la abrumadora mayoría de esas iniciativas se refiere a derechos políticos y sociales. Es decir, a pesar de que funciona el proceso, los partidos han sido reacios a afectar intereses reales en el terreno económico o político, que es, por definición, la naturaleza de las reformas estructurales en terrenos como el fiscal, laboral o energético.

La nueva fuente de conflicto no es tan nueva. Aunque, al menos en concepto, algunos de los reclamos de la coalición de izquierda ameritan una discusión seria (y digo en concepto porque el uso del dinero no fue privativo de un solo partido), la demanda presentada ante el Tribunal Electoral claramente no fue sobre las reglas o sobre los recursos. La pobreza jurídica de la demanda habla por sí misma. A pesar de ello, mostró que no hay límites al daño que están dispuestos a causar a la reputación de personas e instituciones con tal de lograr avanzar la causa del conflicto. Es claro que el reclamo fue estrictamente por el poder: es nuestro turno y punto. Las reglas no importan, la legislación es lo de menos y el conflicto no cejará hasta que el resultado sea otro.Todo esto sugiere que el gobierno de Enrique Peña no debería dispendiar su tiempo o recursos en nuevas reformas electorales o políticas que nunca podrían atender el verdadero fondo del asunto. Haría bien en concentrarse en cambiar la realidad económica del país para acelerar el crecimiento pero también para que eso fuerce a una radical modernización de la izquierda mexicana.

La oportunidad que se presenta se deriva en parte del resultado de la elección de este año pero es en mucho producto de la combinación del cambiante contexto internacional y de los cambios que ha experimentado el país, casi a sottovoce, en las últimas dos décadas. Por lo que toca a los cambios internos, ha habido extraordinarias inversiones en infraestructura, las exportaciones han transformado la estructura productiva, la población es cada vez más de clase media, el TLC se ha consolidado como un ancla de confianza para la inversión y el crecimiento y la estabilidad financiera ha favorecido el crecimiento del consumo y afianzado la credibilidad de instituciones clave para el desarrollo. A su vez, la gradual desaceleración de la economía china ha afectado a sus proveedores de materias primas (como Brasil y Australia), abriendo un espacio para que México se convierta en un gran pivote de crecimiento en los próximos años. Si el nuevo gobierno despliega las capacidades de negociación y articulación de alianzas –capacidad de operación política- que le ha caracterizado, el potencial transformador sería inmenso.

La clave de los próximos meses reside en las prioridades que Enrique Peña Nieto decida enfatizar. Es obvio que se requieren acciones en muchos frentes, pero la capacidad de cualquier gobierno es siempre limitada. De ahí que tenga que definir sus prioridades y la estrategia idónea para alcanzarlas. A la fecha, el equipo del futuro gobierno ha esbozado dos grupos de temas: aquellos vinculados con la corrupción, la transparencia y la rendición de cuentas y los relativos a las reformas económicas.Los dos son importantes y ambos requieren atención e, incluso, podrían ser medios para construir coaliciones con distintos contingentes legislativos. La gran pregunta es de definición: se trata de imitar a Lapedusa (que todo cambie para que todo siga igual) o de realizar reformas que, aunque afecten intereses en el corto plazo, sean susceptibles de transformar la realidad de la población y del país en el curso de un sexenio. No hay definición más transcendente.

Parte del dilema que enfrenta el nuevo gobierno reside en su visión del mundo. Hay el riesgo de que intente avanzar la transparencia y la rendición de cuentas, así como reducir la corrupción, por medios burocráticos: más comisiones, más regulaciones  más burocracia. La experiencia histórica es transparente: lo único que eleva la eficiencia, reduce la corrupción y obliga a la transparencia es la eliminación de regulaciones e impedimentos. El ejemplo de la SECOFI en los ochenta y noventa es ilustrativo: con la eliminación del requisito de permiso previo para importar, exportar e invertir, se acabó la burocracia y virtualmente desapareció la corrupción. Tanto en temas regulatorios como en los estructurales, el cómo es tan importante como el qué. De hecho, como muestran los (relativamente pobres) resultados de muchas de las reformas y privatizaciones de los ochenta, el cómo es en ocasiones mucho más trascendente pues es lo que determina los niveles de competencia, productividad y, por lo tanto,  el dinamismo de la economía y su ritmo de crecimiento.

La gran oportunidad para el nuevo gobierno se deriva precisamente de que no comanda una mayoría absoluta en el legislativo. Los principales obstáculos a las reformas son todos priistas o cercanos al PRI. La necesidad de construir coaliciones le permite al nuevo presidente separarse de ellos para llevar a cabo cambios de gran calado que le rindan a él y al país.

En contraste con los gobiernos anteriores, Enrique Peña es un operador político nato. Ese es el factor que puede destrabar al país para iniciar la transformación que hace años se nos ha escapado. De ahí que sea crucial la definición que adopte y el orden de prioridades en su gestión política y legislativa.

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Obama y Echeverría

Al presidente (y ahora candidato) Obama le preocupan los pobres, le disgustan las empresas grandes y cree que el gobierno puede solucionar todos los problemas. Por encima de todo, rechaza la importancia de la creatividad empresarial, sataniza la creación de riqueza y considera que la confrontación social es un instrumento útil para avanzar su proyecto económico, social y político. Me recuerda cada día más a Echeverría, un presidente lleno de buenas intenciones que acabó por destruir todo lo que funcionaba bien en el país.

Al iniciar su mandato, Echeverría se encontró con una situación inusual para la economía: por primera vez en décadas, su desempeño se encontraba por debajo del 4%. Aunque esa tasa de crecimiento nos podría parecer extraordinaria en estos días, el crecimiento en el año 1970 fue sensiblemente inferior al 6.5% que había promediado en las cuatro décadas anteriores. Como todos los presidentes desde entonces, Echeverría intentó recuperar altas tasas de crecimiento. El problema fue cómo lo hizo y las consecuencias que tuvo su actuar.

La economía mexicana ya venía mostrando signos de debilidad desde mediados de los sesenta. 1965 fue el último año en que el país exportó maíz, uno de los muchos granos y productos minerales cuyas exportaciones financiaban la importación de insumos para la industria.La economía requería cambios estructurales para mantener su ritmo de crecimiento y satisfacer las necesidades de la población.Dentro del gobierno se desató un agudo debate sobre cómo responder y muy rápido se conformaron dos visiones: una, la de quienes proponían un proceso de liberalización gradual que no pusiera en riesgo la supervivencia de la industria sino que le diera viabilidad de largo plazo; y otra, que proponía un fuerte estímulo a la economía por medio del gasto público. Echeverría enarboló la segunda y utilizó al movimiento estudiantil de 1968 para cambiar la lógica del gobierno, subordinar a la sociedad y crear un clima de antagonismo contra el sector privado.

El crecimiento del gasto público no se hizo esperar ypara el cuarto año era ya era casi cuatro veces superior al de 1970. Con la explosión del gasto se multiplicaron las secretarías, empresas públicas y fideicomisos. Además, se modificaron regulaciones y se aprobaron leyes, todas las cuales tenían por objetivo afianzar la presencia de la burocracia en las decisiones económicas, limitar el ámbito de actividad del sector privado y reducir al mínimo la presencia de la inversión extranjera.

En unos cuantos años, Echeverría modificó el perfil de la economía pero también de la sociedad. El crecimiento del gasto deficitario y del gobierno trajo consigo dos males que tomaron décadas en resolverse: la deuda externa y la inflación. Por otro lado, Echeverría inauguró un estilo retórico que no había sido parte de la política mexicana en más de medio siglo: la lucha de clases. Como parte de lo anterior, modificó los libros de texto para incorporar su filosofía política, factor que sembró las semillas de la confrontación que vivimos activamente hasta el día de hoy. Su estrategia de confrontación permanente con el empresariado destruyó la legitimidad de los empleadores y únicos creadores de riqueza, e inició quizá el peor de los males que dejó como legado: la desconfianza. El resultado de su gestión fue inflación, crisis y una sociedad profundamente dividida.

Toda proporción guardada, Obama está teniendo el mismo efecto en su sociedad. Tratándose de una nación plenamente institucionalizada, el impacto de un presidente estadounidense es mucho menor en su país de lo que eran los presidentes (casi) omnipotentes en el nuestro; sin embargo, Obama se ha dedicado a sembrar el mismo tipo de conflictividad que Echeverría hizo en México.

Lo que pase en EUA tiene consecuencias: nuestras exportaciones a ese país son el principal motor de nuestra economía. De debilitarse su tradición pro-empresarial disminuiría su crecimientoy los mexicanos sufriríamos las consecuencias. Sin aprobación social, la creación de riqueza se torna imposible porque nadie está dispuesto a tomar riesgos en un contexto hostil.

Aunque no cabe duda que Obama recibió una crisis económica de enormes dimensiones, su desempeño en estos cuatro años ha sido desastroso: en lugar de atender las causas de la crisis, se ha dedicado a dispendiar los recursos destinados a estimular el crecimiento y a pelearse con sus contrincantes políticos, pero sobre todo atacar a los únicos potenciales creadores de riqueza: los empresarios.

Parte del actuar del presidente estadounidense refleja su falta de experiencia como político. Por ejemplo, en lugar de controlar el uso del dinero que se destinó al estímulo económico, dejó que la entonces líder del congreso hiciera de las suyas y repartiera los fondos de poco más de un trillón de dólares (equivalente al 100% del PIB mexicano) entre sindicatos, grupos afines y proyectos favoritos de su contingente legislativo. Lo anterior no es bueno ni malo, excepto que los proyectos que típicamente le gustan a los políticos y a los grupos de interés normalmente no son los más productivos o los que, en palabras de los economistas, tienen el mayor efecto multiplicador. Quienes defienden el actuar de Obama dicen que no haber emprendido ese monto de gasto hubiera provocado un colapso económico.

Como es imposible probar lo que no ocurrió, la sociedad americana se la vive disputando a) si debe haber un nuevo paquete de estímulo; b) si debe atenderse el brutal crecimiento de la deuda pública; o c) si deber revisarse toda la estructura de la economía. El debate estadounidense no es muy distinto, en concepto, al que hacaracterizado a México desde finales de los sesenta.

Como decía Milton Friedman, los programas públicos deben evaluarse por sus resultados y no por sus intenciones. El resultado de la gestión de Echeverría fue desastroso: décadas de antagonismo, casi hiperinflación, un gobierno ineficiente y la legitimación del conflicto como estrategia de lucha permanente. El resultado de la gestión de Obama todavía está por verse pero no me queda ni la menor duda que ha incorporado un elemento novedoso en la política estadounidense: el de la lucha de clases.

Para observadores privilegiados como Lipset y de Toqueville, lo que ha distinguido a los estadounidenses en sus más de dos siglos de existencia es su excepcional capacidad para adaptarse y asimilar personas e ideas, así como la creencia en la igualdad de oportunidades que legitima su vitalidad empresarial. Obama está amenazando eso que Echeverría enterró: la credibilidad de quienes pueden hacer posible transformar a su país.

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Liderazgo

El gran déficit de las últimas décadas ha sido de liderazgo. No ha habido claridad de rumbo ni ambición de transformación: ha habido administración, pero no la consolidación de una plataforma susceptible de conducirnos hacia un mejor futuro. Esa ausencia no sólo nos ha impedido asir oportunidades o convertir las circunstancias en una oportunidad, sino que ha provocado una retracción de la sociedad en su conjunto: cada quien protegiendo lo suyo y nadie desarrollando proyectos hacia adelante. La noción de desarrollo desapareció del mapa.

Los mexicanos tenemos una relación de amor y odio con los liderazgos fuertes en la presidencia porque la experiencia no ha sido benigna en ese frente: una larga historia de imposiciones creó enormes resistencias a cualquier cambio, el desempeño de líderes descarriados acabó conduciendo a enormes crisis financieras y los excesos de poder conllevaron a decisiones erradas con graves consecuencias económicas de largo plazo. Sin embargo, en todos esos casos el problema no fue de liderazgo fuerte sino de total ausencia de contrapesos.

Aunque imperfectos, hoy existen una serie de contrapesos que, si bien noprincipalmente institucionales, han tenido el efecto de acotar el ejercicio del poder. Esto no es malo en términos del ejercicio de la función gubernamental, pero para lograr el desarrollo es necesario contar con contrapesos institucionales efectivos y transparentes para todos. Sin embargo, nada de eso cambia el hecho de que el país está ávido, y necesitado, de un líder a la vez fuerte y efectivo, pero acotado, capaz de entender el contexto en el que opera. Es decir, con buen juicio. IsaiahBerlin definió el buen juicio de un político como “la capacidad para integrar una vasta amalgama de información traslapada, fugaz, multicolor y cambiante”.

El país que Enrique Peña Nieto va a encontrar está atorado, cada una de sus partes enfrascada en su propio laberinto. En ausencia de claridad de rumbo, el panorama está dominado por fuerzas refractarias a cualquier cambio cuando no reaccionarias, en el sentido literal más no ideológico del término. Ante un futuro inexistente o poco claro, lo natural es refugiarse en lo conocido: el pasado.

Aunque el fenómeno sea particularmente visible en algunos ámbitos muy concretos, la realidad es que es raro el espacio de la vida nacional que ha logrado desmarcarse de esta tendencia. La izquierda que ha dominado los últimos años está empeñada en reconstruir los setenta; el sector privado está encasillado en el modelo proteccionista de desarrollo industrial; la vieja burocracia no concibe solución alguna que no implique más gasto; el servicio exterior está partido entre quienes prefieren “no moverle”y quienes ansían retornar al espacio de confort que representa culpar a los estadounidenses de nuestros males. Los priistas todavía están por dar color, pero es obvio que muchos añoran el ayer. El PAN está discutiendo un retorno a sus orígenes. El pasado ofrece un refugio, así sea de perdición.

Es obvio que en cada uno de estos grupos y sectores hay contingentes y liderazgos no sólo claros de mente respecto a lo que es imperativo lograr, sino que lo han hecho en sus propios ámbitos de competencia: corrientes, empresas, grupos y espacios en general. Sin embargo, todos esos liderazgos, o potenciales liderazgos, se encuentran acosados por el tenor general de la reciedumbre del contexto. Ninguno, ni los que de verdad detentan poder o capacidad de ejemplo, se atreve a sacar la cabeza. Eso mismo que es por demás visible en la lucha soterrada por el futuro dentro de la izquierda es igual de cierto dentro del sector privado, en el PAN y en todos los rincones del país.

Todo mundo sabe que los viejos arreglos que siguen existiendo, así como la vieja economía o las viejas formas de conducir a la política exterior, por seguir los mismos ejemplos, no nos ofrecen oportunidades hacia adelante, pero nadie quiere arriesgar su propio pellejo en un contexto en el que el éxito se sigue penalizando y el costo del error, o de un fracaso, es inconmensurable.

Otra manera de decir todo esto es que el país cuenta con enormes capacidades listas para transformarlo, que las reservas de liderazgo son vastas y que, a diferencia de Europa o EUA, nuestra situación estructural (económica) es mucho más sólida y promisoria, por más que urjan diversas reformas y ajustes. El país está listo para dar la vuelta pero nadie se atreve a dar el gran paso. Ese es el déficit de liderazgo.

El statu quo acaba siendo conveniente para todos pero bueno sólo para los intereses más encumbrados. Esta paradoja sólo se puede resolver con la presencia de dos circunstancias simultáneas: por un lado, un liderazgo efectivo; por el otro, un liderazgo ilustrado que comprenda la dinámica que caracteriza al mundo y capaz de desarrollar las estrategias idóneas para lograr el éxito. Al país le urge un liderazgo claro que marque líneas estratégicas y, sobre todo, que facilite el surgimiento de todo ese potencial que se ha venido acumulando a lo largo de dos o tres décadas pero que no ha acabado de ver la luz.

El México de hace algunas décadas permitía y favorecía el ejercicio casi unipersonal del poder. Hoy las circunstancias tanto nacionales como internacionales hacen mucho más difícil, si no es que imposible, semejante escenario. Una característica medular del país  de hoy –y de la economía global- es la descentralización del poder y de la actividad productiva. Los controles centrales ya no son funcionales y, en muchísimos casos, posibles. Lo que el país requiere es una claridad de dirección para el desarrollo, lo que implica, paradójicamente, hacer posible la multiplicación de los liderazgos sectoriales y funcionales.

Con claridad de la naturaleza del reto, el próximo presidente tendrá la excepcional oportunidad de lograr dos cosas que han sido imposibles en las últimas dos décadas: romper la inercia paralizante y construir instituciones perdurables. Eso sólo lo podría lograr un amplio acuerdo susceptible de atraer a la ciudadanía. La mezcla de las dos es clave: destrabar lo que está atorado apalancándose en todo ese potencial acumulado y, a la vez, construir las instituciones que le den un espacio a todos los grupos y fuerzas políticas y productivas. Lo primero es indispensable pero, dado el nivel de conflicto, quizá sea imposible sin lo segundo.

BenjaminDisraeli, uno de los grandes gobernantes de Inglaterra en el siglo XIX, decía que “las circunstancias están más allá del control del hombre, pero su manera de conducirse está en sus manos”. La oportunidad es inmensa y la complejidad del momento la hace tanto más grande.

 

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Comisiones perniciosas

Luis Rubio

En El extranjero,Camus cuenta la historia de un hombre alienado del mundoque asesina a un árabe en Argelia por la simple razón de que el sol le molestaba los ojos. Meursault, el protagonista, es condenado a la guillotina y en su celda comienza a meditar sobre el absurdo de la existencia. Algo así me pasa con las comisiones e instituciones de regulación económica o política que se han venido creando en los últimos años y, sobre todo, en la insistencia de hacerlas «ciudadanas».

Ninguna sociedad nace con todos sus problemas o contingencias resueltas: el tiempo y las circunstancias van obligando a que se ajusten leyes, se modifiquen prácticas o se construyan formas de interactuar que permitan lograr estabilidad y funcionalidad. Es así que se van construyendo mecanismos, procesos e instituciones que tienen por propósito resolver problemas, dar continuidad a cosas que se valoran, limitar los excesos de la burocracia, evitar abusos: lo que se llama institucionalizar.

El sometimiento de los reyes al parlamento fue una forma de institucionalizar al poder, así como la adopción de reglas para la continuidad del presupuesto público cuando el cuerpo legislativo no se pone de acuerdo fue una forma de estabilizar el funcionamiento de un gobierno. Lo que en Inglaterra tomó setecientos años y en EUA doscientos, en México lo hemos tenido que ir construyendo en un lapso muy breve en buena medida porque el sistema autoritario obviaba toda necesidad (o posibilidad) de institucionalización.

El marco político-legal que se construyó a lo largo del siglo XX fue de absoluta arbitrariedad. Las autoridades tenían enorme latitud para decidir cualquier asunto: las leyes establecían engorrosos requerimientos, pero siempre le conferían vastos poderes a la burocracia para justificar cualquier decisión, misma que usualmente respondía al interés político del jefe en turno o al pecuniario del propio funcionario. La transición política y económica que hemos experimentado ha obligado a acotar esas facultades, pero persiste un enorme potencial de abuso.

Esto lo entendí hace algunos años cuando tuve la oportunidad de observar la forma en que funciona la comisión de valores de EUA (la SEC). Las facultades de esa entidad no son sólo vastas, sino que cuenta con un brutal margen de discrecionalidad. Sin embargo, en el proceso me percaté de una cosa que parece simple pero que contrasta radicalmente con nuestra realidad: esa entidad cuenta con facultades discrecionales pero jamás es arbitraria. La razón de la diferencia es que sus resoluciones (cada una un tabique) explican su decisión, pero también por qué arribaron a ésta y cómo modificaron los precedentes existentes. En nuestro caso, por ejemplo, la Comisión de Competencia emite una resolución en una carta y no explica nada, negando toda certeza a los regulados y haciendo factible cualquier cambio posterior sin explicación alguna. Esa es la diferencia entre discrecionalidad y arbitrariedad.

El objetivo de institucionalizar se puede observar en entidades e instituciones tan diversas y disímbolas como el TLC norteamericano, las Comisiones de Derechos Humanos, las comisiones de regulación económica (en Competencia, Comunicaciones, Hidrocarburos y Energía), el Instituto Federal Electoral, el IFAI y el Instituto para la Protección del Ahorro Bancario. Estas instituciones y mecanismos se vinieron a sumar a otras previamente existentes como la Comisión Nacional Bancaria.

La construcción de instituciones y arreglos políticos es un componente crucial del proceso civilizatorio de cualquier sociedad y constituye una mojonera del proceso de desarrollo mismo. Nadie, excepto quien prefiriera la arbitrariedad gubernamental como principio de autoridad, podría objetar la existencia de este tipo de cuerpos y estructuras de regulación, supervisión y observación.

Por supuesto, el grupo de entidades y procesos con los que intento ilustrar el fenómeno constituye una canasta de cosas disímbolas, muchas de las cuales nada tienen que ver en naturaleza o concepto con las otras. El TLC es un arreglo comercial y de inversión pero uno de los objetivos primordiales en su concepción fue el de conferirle certeza a los inversionistas y, en ese sentido, constituye un mecanismo para institucionalizar a la economía. Las comisiones de derechos humanos se crearon para observar y criticar a las autoridades, sobre todo judiciales, para evitar abusos y excesos en esos sub mundos. Las comisiones de regulación existen para supervisar el funcionamiento de los mercados. Cada una de estas instancias tiene sus instrumentos, procesos y formas de ser. Algunas son en realidad mecanismos descentralizados del gobierno para actuar como autoridad, en tanto que otras tienen por propósito no más que ejercer presión moral sobre diversos actores o autoridades.

A pesar de la diversidad de estas entidades e instituciones, es frecuente el llamado, tanto por parte de la sociedad como de los políticos, para constituir instituciones «ciudadanas» o para darle a personas de la sociedad civil, en vez de a funcionarios públicos, la voz cantante en sus consejos. Yo difiero. Aunque hay entidades donde son los ciudadanos quienes deben jugar el papel estelar, pues su objetivo es el de ejercer presión moral (como las comisiones de derechos humanos), las comisiones de regulación, comenzando por las económicas y siguiendo por las electorales, deben encargarse a funcionarios públicos profesionales, experimentados y con un récord que demuestre competencia, honestidad y compromiso con la función pública. Si uno observa el panorama de hoy, la diferencia es muy simple: quienes son funcionarios públicos de carrera no andan buscando los reflectores y sólo se dedican a su trabajo. Quienes son «ciudadanos» en estas funciones tienden a cuidar su espalda y emplear a los medios para satisfacer su vanidad.

Una sociedad moderna requiere instituciones y entidades sólidas, muchas de ellas autónomas, pero en general administradas y conducidas por funcionarios profesionales en la materia, cuyo único interés sea el debido funcionamiento de la actividad y sector. Por la misma razón, estas entidades requieren contrapesos muy bien estructurados que obliguen a los comisionados o consejeros a apegarse a la normatividad y a cumplir con su función no con protagonismo sino con resultados.

Uno de nuestros grandes retos hoy es el de construir un sistema de pesos y contrapesos eficiente que consolide a todas estas entidades de regulación, pero en forma tal que se elimine todo vestigio de arbitrariedad. Esa es una chamba para profesionales, no para ciudadanos sin experiencia en asuntos de Estado.

 

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El gen priista

Luis Rubio

El triunfo del PRI tiene muchas posibles explicaciones pero, más allá de la coyuntura específica -el desempeño de los gobiernos anteriores y la extraordinariamente bien organizada campaña- hay un ángulo que amerita un análisis más profundo: el de la cultura política que construyó ese partido a lo largo del siglo pasado y que, a juzgar por el resultado, podría seguir impreso en el código genético del mexicano.

Viendo hacia atrás, la característica central del régimen priista del siglo XX fue su capacidad para administrar y mantener el poder de la mano con su incapacidad para construir un Estado. No se trata de un juego de palabras: la clave de la estructura priista fue el poder unipersonal que, aunque no absoluto, le confería enormes facultades a quien ocupaba la silla presidencial. Como escribió Roger Hansen, el gran éxito del PRI fue el de reproducir el porfiriato pero acotado a un periodo sexenal. Para mantener ese poder, «el sistema» construyó una hegemonía cultural que no sólo legitimó ese poder, sino que le permitió desarrollar un sistema de lealtades y una credibilidad que trascendía con mucho al ámbito estrictamente político.

¿Será esa hegemonía cultural de antaño la que ahora logró capitalizar Enrique Peña Nieto? Peña sin duda capitalizó la noción de que bajo el PRI el país funcionaba bien, que las cosas marchaban y que luego (quién sabe cuándo o por qué) dejaron de funcionar: una bola de nieve sólo equiparable a la aseveración de aquel priista en el sentido de que «seremos corruptos pero sabemos gobernar».

En una lectura menos benigna o alentadora, Robert Conquest, uno de los grandes historiadores de la Unión Soviética, afirmaba que «una de las cosas más difíciles de explicarle a la gente joven es cuan repugnante era la vieja clase dirigente soviética: mezquina, traicionera, mentirosa sin pudor, cobarde, aduladora e ignorante». ¿Cuál PRI regresa, el que construyó el andamiaje de un país moderno o el que lo ordeñó a más no poder hasta que casi acaba con él?

De lo que no me queda duda es que existe un genpriista y que éste es más penetrante y omnipresente de lo aparente. Mi impresión es que hay dos explicaciones posibles: una es que, efectivamente, se trata de un fenómeno cultural que subyace a todo lo demás. Algunos estudiosos de hace décadas afirmaban que el PRI había logrado capturar la naturaleza del mexicano y la había convertido en su propia razón de ser; es decir, que el PRI y el mexicano eran lo mismo. Yo tiendo a dudar de esa manera de ver las cosas porque, por ejemplo, en la prensa de las primeras décadas del priismo el país era mucho más libre en términos de expresión escrita, de lo que fue en las siguientes. La censura comenzó en los cincuenta y se fue agudizando hasta que comenzó a amainar, pero sólo desapareció con la derrota de ese partido en 2000.

Desde esta perspectiva, no es tanto que el PRI se haya mimetizado con la naturaleza del mexicano, sino que tuvo una extraordinaria capacidad para construir toda una historia y cultura que el mexicano hizo suya. De ahí la verdad oficial y la verdad única que muy pocos sea atrevían a desafiar. De ahí la importancia del texto único y el control de los medios. Algún secretario de gobernación afirmó que «en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas y escribir muy pocas». Todo para el control y el mito.

La otra explicación al fenómeno es quizá más pedestre pero no menos significativa: pese a la alternancia, el viejo sistema priista quedó intacto, nunca se reformó ni se construyó un nuevo régimen, entendiendo por esto una nueva estructura institucional que redefiniera las relaciones entre los poderes públicos, le confiriera poder real al ciudadano y garantizara rendición de cuentas por parte de los funcionarios públicos. El sistema quedó igual, excepto que el presidente dejó de ser tan poderoso cuando el PRI dejó de ser un componente integral, permanente, del aparato político presidencial. Sin embargo, dada la ausencia de una verdadera reconstrucción institucional, el resultado de ese «divorcio» fue un sistema disfuncional de gobierno, una presidencia débil y un pésimo desempeño gubernamental. Más allá de las personas, la persistencia del viejo sistema bajo administradores inexpertos produjo un pobre resultado.

Quizá la primera conclusión de estas disquisiciones es que la democracia no ha penetrado en las estructuras institucionales y en la cultura del mexicano y que, más bien, lo que el ciudadano añora es el gobierno eficaz que hace que las cosas funcionen. Sin desdeñar sus logros en materia de transparencia, hipotecas y lucha contra el crimen organizado, los gobiernos panistas no cambiaron al sistema político ni fortalecieron a su base histórica y razón de ser: la ciudadanía. Mantuvieron la estabilidad económica pero no resolvieron el problema de competencia en la actividad productiva -sobre todo en energía o comunicaciones- ni modificaron (para bien) la dirección del desarrollo del país. En adición a ello, fueron gobiernos sumamente incompetentes y limitados pero, eso sí, adoptaron muchos de los vicios priistas.

A la vista de eso, lo racional para un votante era mudarse hacia una administración que ofrecía lo mismo pero bien. Es decir, no es tanto que la cultura priista siga siendo tan dominante, sino que el mexicano simplemente quiere un gobierno efectivo. Eso es lo que Peña prometió y eso es lo que parece haber convencido al electorado. Sus primeros pasos muestran extraordinario pragmatismo; el tiempo dirá.

Hay dos casos similares en la historia reciente del mundo que nos permiten una perspectiva comparativa: Rusia y Nicaragua. En ambos, el partido dominante perdió el poder pero eventualmente acabó retornando por razones similares: porque la gente quería orden y certeza respecto al futuro. No es que los rusos querían volver al estalinismo o que los nicaragüenses añoraran a los sandinistas, sino que los gobiernos interinos resultaron más benignos en términos de libertades, pero tan incompetentes que acabaron por fatigar a todo mundo. Quizá la explicación para México no sea tanto más complicada que eso. Pero la pregunta inexorable es si los mexicanos sufriremos las privaciones de libertad, medios controlados o intentos sistemáticos de imposición que han caracterizado a esos regímenes.

Si es un gobierno eficaz lo que desea el mexicano, eso es lo que seguramente recibirá. ¿La eficacia vendrá acompañada de todo eso que Robert Conquest resume tan bien: la forma por encima de la sustancia, el control por encima de los derechos, la aplanadora por encima de las libertades? Revocando a Talleyrand, ¿demostrarán que sí aprendieron de su pasado?

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Encuestas

Luis Rubio

Las encuestas fueron un protagonista central en la pasada elección. Sin embargo, en lugar de ser un instrumento de medición y fundamento de confiabilidad, adquirieron una trascendencia inusual y altamente perniciosa. Acabaron siendo medios que manipularon la elección eimpidieron conferirle certidumbre. Ante esto, es evidente que vendrán llamados a regular el servicio. Yo discrepo: lo que hace falta es apertura, transparencia y competencia.

¿Es posible manipular una elección con las encuestas? Según el diccionario de la Real Academia, manipular significa “Intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros, en la política, en el mercado, en la información con distorsión de la verdad o la justicia, y al servicio de intereses particulares”. El elemento clave de esta definición es la búsqueda consciente de un determinado objetivo: distorsionar. La pregunta evidente es si es posible utilizar a las encuestas para manipular al votante. Según Edward L. Bernays, experto en propaganda, “la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones de las masas es un importante componente de las sociedades democráticas”. En otras palabras, se trata de un asunto por demás sutil donde el factor crucial reside en el objetivo: si se trata de distorsionar de manera intencional la información estamos ante un caso de manipulación; sin embargo, si se trata de influir en los hábitos y opiniones no. El punto central no es, pues, si las encuestas influyen en el comportamiento de los votantes, sino si se utilizaron consciente y deliberadamente por quienes las produjeron o publicaron con el objetivo expreso de alterar e inducir percepciones entre los ciudadanos.

Hay dos temas clave: la diferencia entre las últimas encuestas y el resultado final; y la manipulación a que sirvieron las mismas. Son temas distintos que ameritan un análisis diferenciado porque no son lo mismo.

Un gran mito de las pasadas elecciones residió en la suposición de que el margen de ventaja con que inició el proceso se mantendría hasta el final. Cualquiera que haya observado elecciones alrededor del mundo sabe que las elecciones siempre se cierran, generalmente entre dos contendientes. Las excepciones a esta regla tienen explicaciones perfectamente obvias. Un ejemplo fue la elección, en segunda vuelta,entre Jacques Chirac y Jean-MarieLe Pen en Francia. En lugar de la tradicional confrontación izquierda-derecha, la elección acabó siendo entre la derecha y la extrema derecha, lo que llevó a que la izquierda votara por la derecha. Chirac arrasó con más del 80% del voto. Otro caso similar fue el de EruvielAvila en el Edomex: ahí tanto el PAN como el PRD se confiaron, suponiendo que el PRI nominaría a alguien cercano al entonces gobernador Peña Nieto y no construyeron candidatura propia. De hecho, muchos apostaron  a que el propio Eruviel podría ser el candidato de una alianza de oposición. El resultado no fue tan abrumador como el de Chirac, pero casi.

Todas las elecciones se cierran al final y muchas de las encuestas no logran capturar la evolución que se da en el votante en los últimos días antes de la elección. La elección de este año acabó definiéndose por el voto anti-PRI y anti-López Obrador y eso llevó a que el PAN cayera muy por debajo de lo que decían las encuestas:este es un patrón típico y nada tiene que ver con manipulación alguna. Los votantes ajustan sus preferencias en función de sus deseos pero también de sus miedos, factores que claramente modificaron los resultados finales respecto a las últimas encuestas publicadas.

Mucho más complejo es el tema de la presunta manipulación. En nuestro país hay toda clase de encuestas, muchas de ellas pagadas por partidos y candidatos, que se publican como si fueran ciencia, cuando en muchas ocasiones reflejan marcos muestrales construidos ex profeso para promover a sus clientes. Otras simplemente reflejan una menor calidad y habilidad técnica de los encuestadores. La forma de tratar a indecisos y a quienes no contestan influye mucho la determinación de los resultados. El caso es que la diversidad de encuestas permite que éstas se presenten como iguales y comparables, cuando muchas claramente no lo son. O sea, algunas constituyen intentos expresamente diseñados para manipular al votante.

La gran novedad en la contienda fue la aparición de una encuesta diaria, algo que nunca antes se había presentado en México y que, hasta donde se, no existe en el mundo. Una encuesta diaria que arroja cambios de hasta ocho puntos porcentuales en un solo día es inmediatamente sospechosa. La encuesta puede ser técnicamente impecable, pero su aparición diaria se presta a toda clase de interpretaciones. Peor cuando la manera de presentar las noticias cotidianas en el mismo diario y, en algunos casos, las opiniones de sus columnistas, coincide con los resultados de la encuesta, todo lo cual genera una inevitable suspicacia de que hay mar de fondo y conexiones inconfesas entre una cosa y la otra.

La pregunta es qué hacer con esto. Es imposible determinar si hubo un intento expreso por emplear las encuestas como medio de manipulación. Sin embargo, el asunto es tan grave en un país que todavía no logra lo elemental del proceso democrático, el reconocimiento del resultado, que es un tema que inexorablemente regresará a la discusión.

Ante esto, yo anticipo que se dará el llamado típico para prohibir o regular las encuestas, sancionar a los medios que las publican o, en cualquier caso, seguir afianzando el régimen prohibicionista que es tan pernicioso para el desarrollo de un país democrático. Peor porque no se lograría nada, como se ha demostrado en el caso del dinero.

Otra respuesta, muy distinta, consistiría en obligar a los encuestadores a publicar su historial técnico, es decir, a hacer pública en cada encuesta la comparación entre sus predicciones en contiendas anteriores y el resultado final. La autoridad electoral podría emular la forma en que se advierte al consumidor de cigarros sobre el cáncer con un letrero claro e inconfundible con una leyenda como “esta encuesta falló en X puntos en la elección anterior”.Con esos datos, el elector tendría la información necesaria para poder discriminar entre los profesionales de las encuestas y los vulgares manipuladores.

No hay solución perfecta, pero el grado de conflictividad que nos caracteriza obliga a pensar en medios creativos que le confieran certidumbre al proceso. La competencia es la única solución posible y ésta entraña apertura y transparencia. Así también se avanza hacia la legitimidad plena de los procesos políticos, evidenciando a los charlatanes y manipuladores profesionales.

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