Democracia y mayorías

Luis Rubio

¿Qué hará exitoso al gobierno: el consenso o los resultados? El gobierno del presidente Peña  ganó legítimamente una elección, lo que le permitiría gobernar sin reparo. Sin embargo, ha procurado sumar al resto de las fuerzas políticas a través de un pacto: es decir, prefiere el consenso a las mayorías. Pero es difícil alcanzar un consenso en temas escabrosos, que son los que el país tiene que afrontar y por eso es una vía poco certera para derrotar décadas de estancamiento y pesimismo. Sin embargo, no por eso debe abandonar el esfuerzo: sólo debe asegurar que la búsqueda del consenso no lo paralice.

Hay dos formas de concebir el consenso. Una, como alguna vez declaró Abba Eban, “un consenso implica que todo mundo acuerda decir colectivamente lo que ninguno cree en forma individual”. Por otro lado, el filósofo Maimonides afirmaba que “la verdad no deja de ser más verídica si todo el mundo la acepta, ni menos si todo el mundo la rechaza”. El Pacto que logró articular el gobierno rompió con años –o décadas- de recriminaciones, estableció una agenda común a la que todos los mexicanos pueden sumarse y dio un sentido de dirección al propio gobierno. Los líderes de los partidos que aceptaron sumarse se comportaron como estadistas, pero también es necesario reconocer que asumieron el enorme riesgo de que la apuesta a una transición acordada fracase. Por todo ello, es imposible minimizar el valor simbólico y político del hecho.

Nicos Poulantzas, un filósofo político, decía que las alianzas sirven mientras satisfacen los objetivos e intereses de quienes participan en ellas y que siempre gana el primero que las rompe. De seguir esa lógica, tanto el PAN como el PRD estarían corriendo el enorme riesgo de ser usados por el gobierno sin misericordia pues, salvo error catastrófico, no hay manera que, en un sistema presidencial, la oposición acopie poder suficiente para empatar o ganarle al presidente. Por otro lado, al presidente –y al país- le conviene la existencia de un acuerdo fundamental sobre la dirección del desarrollo. Todos ganamos con ello. ¿Habrá manera de reducir el riesgo para todos a la vez que se construye sobre la plataforma del pacto?

Primero, ¿por qué procurar un consenso? Dada la polarización que ha caracterizado al debate político y sobre el desarrollo –que se refleja con nitidez en el plano electoral-, parecería obvia la respuesta. Sin embargo, en realidad se trata de un artificio político de dudosa validez. Por supuesto, la existencia de un sendero compartido constituye un activo de enorme valía para el país porque le confiere certidumbre a la ciudadanía y a los empresarios, creando con ello oportunidades de desarrollo inconcebibles en otras circunstancias. Al mismo tiempo, a nadie le sirve una camisa de fuerza que lleve a que el gobierno posponga las reformas que considera prioritarias o que conlleve a una guerra civil dentro de cada uno de los partidos de oposición.

La pretensión de consenso se remonta al origen del PRI. Como coalición de un conjunto de fuerzas disímbolas, el PNR construyó mecanismos –comenzando por las «reglas no escritas”- para procesar decisiones y mantener una semblanza de unidad. Pero la fuente real del consenso era el régimen de lealtades que mantuvo a todos los priistas enfocados hacia la eventual asunción del poder o acceso a la riqueza. En la medida en que el sistema cumplía en suficientes casos como para mantener creíble la promesa, el consenso era impecable.

Las cosas cambiaron con las crisis fiscales y la hecatombe económica de los setenta y ochenta. La definición de consenso se alteró: en la medida en que los gobiernos priistas perdieron  su legitimidad, fue posible avanzar sólo con la cooperación de la oposición, en esa época del PAN. Producto de esa etapa era fueron algunas reformas clave, especialmente las electorales que eventualmente condujeron a una competencia equitativa.  Esa era concluyó con la derrota del PRI en 2000. Hoy el gobierno de Peña Nieto goza de legitimidad plena, derivada de las urnas y no requiere del consenso para poder funcionar. De hecho, en un sistema democrático, la búsqueda de consenso refleja una de dos circunstancias: que el gobierno no se siente legítimo o que busca el apoyo de los partidos de oposición para reducir sus propios costos o para diluir las reformas que presuntamente está negociando.

Cualquiera que sea el caso, el pacto probablemente no resistirá las tensiones inherentes.  Si el gobierno pretende “culpar” al PAN y al PRD de lo que le corresponde, estos partidos acabarán tomando su propio camino; una posible indicación de ello son las potenciales alianzas electorales para este año. Por otra parte, si el objetivo es diluir las reformas para beneficio de los poderes fácticos cercanos al PRI, el resultado será una catástrofe para el propio gobierno, que fallará en su propósito de elevar la tasa de crecimiento de la economía. Puesto en otros términos, a nadie –comenzando por el gobierno- le conviene el colapso del pacto. La pregunta es cómo evitarlo.

La solución reside en algo que Maurice Duverger explicó hace décadas: concebir al pacto no como una camisa de fuerza sino como un arreglo entre gobierno y oposición “leal”, término que empleó para identificar a los partidos que reconocen la legitimidad del gobierno pero que compiten abiertamente por el poder. Es decir, flexibilizar la pertenencia al pacto: se comparte el objetivo general y la agenda pero se valen alianzas legislativas circunstanciales de tal suerte que se avance la agenda sin arriesgar el pacto. Con un arreglo así todos corren el mismo riesgo y todos comparten los potenciales beneficios. El pacto se torna más equitativo y, por lo tanto, funcional.

La idea del pacto es genial. Permite crear un entorno de confianza y consenso. Rompe, en un solo acto, con década y media de desencuentros y polarización. Al mismo tiempo, establece un camino que todos los partidos y fuerzas políticas pueden hacer suyo. Pero ningún pacto puede ser substituto del gobierno o de las responsabilidades –y costos- de gobernar. El pacto constituye una inversión por parte de todas los signatarios, pero sobre todo por parte de los partidos de oposición, que saben que pueden quedar “colgados de la brocha” en cualquier momento.

Es posible que el gobierno albergara la esperanza de que el pacto serviría para evitar llevar a cabo reformas o para hacerlas menos costosas para sus huestes. De ser así, tarde o temprano acabará dándose de tumbos contra la pared. No hay progreso sin inversión y no hay inversión sin riesgo. Hay salidas, pero sólo si el gobierno reconoce que por donde va no llegará.

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@lrubiof

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