Luis Rubio
El gran mito de la política mexicana es que en el pasado existía un Estado fuerte y competente que exitosamente guiaba los destinos nacionales y que lo único que hace falta es retornar a ese paraíso idílico para que se resuelvan todos nuestros problemas. La realidad es que el “antiguo régimen” era un sistema autoritario que imponía orden y, por un buen número de años, una política económica acorde a los tiempos y exitosa en ese sentido, pero que acabó por hacer crisis. La combinación de estabilidad política y crecimiento económico permitió el desarrollo, hasta que las crisis minaron la legitimidad del sistema y abrieron la caja de Pandora. Ese Estado grande pero débil acabó produciendo crisis, violencia y la dislocación que nos caracteriza. México necesita un nuevo Estado, no la reconstrucción de uno que ni fue tan exitoso ni puede ser recreado.
El retorno del PRI ha generado mucha nostalgia por la reconstrucción del viejo sistema y revivido la noción de que el éxito del país depende de la voluntad del gobernante. Desafortunadamente, se trata de un reto institucional, no individual. El viejo sistema funcionó en condiciones internas y externas que hoy son inexistentes y la población le tenía miedo, no respeto, al gobierno. Refiriéndose a un proceso similar en la Rusia de hoy, hace un par de años Martin Wolf escribía que “el Estado-KGB es incapaz de entender que el temor y el respeto son antitéticos, no sinónimos”. Lo que México requiere es una nueva institucionalidad que permita hacer valer la ley, mantener el orden y construir una nueva realidad política. Un gobierno eficaz puede ser instrumental para lograrlo, pero la clave reside no sólo en que las cosas funcionen sino en el desarrollo de instituciones –pesos y contrapesos- que le confieran legitimidad y permanencia. La alternativa sería constreñirse a la eficacia sin modificar la esencia. Aún sin proponérselo, eso es lo que intentaron los gobiernos anteriores y ahí tenemos el resultado: independientemente de su habilidad, su principal problema residió en haber aceptado y hecho suyo el statu quo. El reto es trascender la (indispensable y bienvenida) eficacia para lograr la institucionalidad de la que emane un Estado fuerte, funcional y eficaz. Y también democrático.
La diferencia entre un gobierno eficaz y uno institucionalizado es enorme. Un gobierno eficaz puede imponer el orden, modificar los términos de funcionamiento del sistema y llevar a cabo diversas reformas. El mejor y más exitoso ejemplo de lo anterior es sin duda Carlos Salinas. Su gobierno se propuso transformar las estructuras del país y logró redefinir las relaciones entre el gobierno y los grupos que ahora llamamos “poderes fácticos” e impuso una serie de reformas que le dieron vida a la economía por las siguientes décadas. Sin embargo, así como fue exitoso, también mostró las limitaciones de un proyecto basado meramente en la eficacia: dura mientras dura y luego se viene abajo porque todo depende de una persona comandando un gobierno autoritario. Peor cuando sus acciones minaron el poder de las estructuras que se dedicaban a sostener al sistema.
Un gobierno institucionalizado implica negociación constante, convencimiento, conflicto y permanente complejidad. Eso es lo que hemos presenciado en el ámbito legislativo y en las relaciones entre los estados y el gobierno federal. Es de anticiparse que esa misma dinámica caracterizará la relación con los “poderes fácticos”: el SNTE es el más obvio, pero seguramente no será el último. El gobierno de Peña Nieto ha asumido su responsabilidad de pacificar al país y de crear condiciones para el crecimiento. Ambas son necesarias pero no serán suficientes si no entrañan una transformación radical de la naturaleza del propio gobierno.
Ahí es donde se convierte crucial la relación entre el ejecutivo y los otros poderes, pero muy en particular con los partidos de oposición. El Pacto firmado en diciembre es un excelente comienzo pero es insuficiente, como ha ilustrado la crisis interna producida por la participación del PAN y del PRD. Esa crisis evidenció otro de los mitos de nuestra realidad actual: en México no hemos logrado la institucionalidad de la que emana una oposición leal, término que implica que un partido reconoce la legitimidad de origen del gobierno aunque compita en el plano electoral. Algunos políticos –comenzando por los signatarios del Pacto- así están operando, pero otros sostienen agendas que los exhiben como desleales en el sentido apuntado antes, cuando no propensos a la anti-institucionalidad.
Estas realidades se derivan de dos procesos. El primero tiene que ver con la naturaleza peculiar de la transición política que, al no ser producto de un acuerdo político amplio con definiciones precisas de objetivos y procesos, permite que cada actor político la defina como mejor le convenga. El segundo es producto de las viejas rivalidades políticas que décadas de competencia electoral han probado haber sido insuficientes para resolver. Una de estas es la que domina la política de la izquierda, donde los ex priistas se han convertido en la fuente principal de oposición desleal. El PAN no se queda atrás: su división actual revela un desencuentro entre sus contingentes nacidos en el anti-priismo por antonomasia y quienes pretenden construir una nueva institucionalidad política.
El gobierno podría aprovechar (e incluso propiciar) esas divisiones y rivalidades para construir coaliciones temporales y enfrentar a las oposiciones entre sí para avanzar su agenda. La pregunta es si eso le daría permanencia y trascendencia. El ejemplo de la era de reformas de los ochenta y noventa muestra que esa sería una estrategia funcional, pero miope y propensa a hacer crisis. La estrategia alternativa implicaría someter al poder ejecutivo a la ley, algo que jamás ha existido en nuestra historia. En la era de la Carta Magna, Henry de Bracton escribió que “El Rey se encuentra bajo la ley porque es la ley la que lo hizo Rey”. Aceptar esa premisa y convertirla en principio de acción entrañaría una revolución de concepciones, pero también la oportunidad de construir un sistema político con viabilidad de largo plazo.
Según Fukuyama, los tres componentes de un sistema político moderno –y precondición para el florecimiento de una economía capitalista- son un Estado fuerte y competente, la subordinación del Estado al reino de la ley y la rendición de cuentas a la ciudadanía. El nuevo gobierno ha demostrado que es capaz de lograr la funcionalidad y eficacia en sus actuar cotidiano. Ahora falta que avance hacia la consolidación de los cimientos de un país moderno.