Por LUIS RUBIO
El gran mito de la política mexicana es que en el pasado existía un Estado fuerte y competente que exitosamente guíaba los destinos nacionales y que lo único que se requiere en la actualidad sería retornar a ese paraíso idílico para resolver todos los problemas. La realidad es que el “antiguo régimen” era un sistema autoritario que imponía orden y, por un buen número de años, una política económica acorde a los tiempos y exitosa en ese sentido, pero que acabó por hacer crisis.
La combinación de estabilidad política y crecimiento económico permitió el desarrollo, hasta que las crisis financieras minaron la legitimidad del sistema y abrieron la caja de Pandora. Ese Estado grande pero débil acabó produciendo miseria, violencia y la dislocación que ha caracterizado a México en los últimos años.
Este es el contexto en el que llegó Enrique Peña Nieto a la presidencia. Sus primeras acciones muestran claridad de propósito, un equipo con gran oficio político y una visión integral de la situación política que enfrenta el país. En su actuar a lo largo de los pasados tres meses resulta patente que el nuevo gobierno entraña un proyecto de poder, pero no es evidente que tenga uno de desarrollo.
Quizá la principal razón por la que Enrique Peña Nieto ganó la elección presidencial resida menos en su oferta programática que en el sentido de autoridad que prometía su presencia, historia y estrategia de campaña. Por más que hubo avances muy significativos en los últimos años, la sensación de desorden fue creciendo de manera inexorable, opacando todo lo demás para un amplio número de votantes.
El desorden comenzó por lo menos desde el inicio de 1994 –en el zenit de la era priista- con el levantamiento zapatista; sin embargo, el crecimiento de la violencia, la inseguridad y la aparente incapacidad para lograr la prometida transformación económica acabó por abrirle la puerta a quien ofrecía una promesa de restablecimiento de la paz, eficacia en la función gubernamental y, sobre todo, un sentido de orden. El mensaje visual acabó siendo mucho más poderoso que la oferta específica.
Era evidente que el presidente actuaría con fuerza. Un presidente con vocación de poder no podía tolerar el desafío permanente y sistemático a su autoridad que venían practicando actores diversos, incluyendo a “la maestra”, la líder magisterial detenida hace unos días con cargos de lavado de dinero y fraude. Su detención es un claro indicador de la intención del gobierno por recuperar su autoridad para poder gobernar, algo casi desconocido desde el inicio de 1994. Sin duda, otros seguirán, cada uno siguiendo una forma distinta.
Como parte integral de su proyecto, el presidente ha construido un complejo andamiaje que incluye coaliciones, alianzas y el llamado “pacto por México”, cuyos integrantes –los tres principales partidos políticos- han acordado una ambiciosa agenda política y legislativa. Inevitablemente, una alianza de esa naturaleza entraña tensiones complejas de resolverse, tensiones que aquejan tanto a cada uno de los partidos signatarios en su seno, como al conjunto.
El contenido del pacto es claro y convincente, pero para nadie es seguro el compromiso de las otras partes, o su disposición a hacerlo. Algunos presumen que el verdadero objetivo es evitar reformas profundas mediante el recurso a culpar a los miembros del pacto, otros lo ven la única forma de concertar acuerdos de largo plazo. Lo que es cierto es que ninguno de los partidos de oposición que participan la tiene fácil.
Dicho lo anterior, lo reconozca o no, el reto principal del gobierno reside en convertir al poder en instrumento para el crecimiento. El nuevo equipo ha demostrado una extraordinaria eficacia; sin embargo, el reto de fondo es que no existe un sistema de gobierno susceptible de crear condiciones para el desarrollo de la sociedad, de la economía y del país en general. Aún en los buenos años del PRI, el país nunca fue gobernado para el desarrollo; siempre fue organizado para el control y la administración del poder.
El retorno del PRI ha generado mucha nostalgia por la reconstrucción del viejo sistema y revivido la noción de que el éxito del país depende de la voluntad del gobernante. Desafortunadamente, se trata de un reto institucional, no individual. El viejo sistema funcionó en condiciones internas y externas que hoy son inexistentes y la población le tenía miedo, no respeto, al gobierno.
Lo que México requiere es lograr la institucionalidad del poder que permita hacer valer la ley, mantener el orden y construir una nueva realidad política. Un gobierno eficaz puede ser instrumental para lograrlo, pero la clave reside no sólo en que las cosas funcionen sino en el desarrollo de instituciones –pesos y contrapesos- que le confieran legitimidad y permanencia. La alternativa sería constreñirse a la eficacia sin modificar la esencia.
La naturaleza peculiar de la transición política mexicana que, al no ser producto de un acuerdo político amplio con definiciones precisas de objetivos y procesos, permitió que cada actor político la definiera a su manera. Por consiguiente, persisten viejas rivalidades políticas que parten de la deslegitimación del partido en el poder –cualquiera que éste sea. Una de éstas es la que domina la política de la izquierda, donde los ex priistas se han convertido en la fuente principal de oposición desleal. El PAN no se queda atrás: su división actual revela un desencuentro entre sus contingentes nacidos en el anti-priismo por antonomasia y quienes pretenden construir una nueva institucionalidad política.
El gobierno podría aprovechar (e incluso propiciar) esas divisiones y rivalidades para construir coaliciones temporales y enfrentar a las oposiciones entre sí para avanzar su agenda. La pregunta es si eso le daría permanencia y trascendencia. El ejemplo de la era de reformas de los ochenta y noventa muestra que esa sería una estrategia funcional, pero miope y propensa a hacer crisis. La estrategia alternativa implicaría someter al poder ejecutivo a la ley, algo que jamás ha existido en la historia de México.
Desde mi perspectiva, el gran déficit de los últimos gobiernos se debió a la inexistencia de un proyecto acabado de desarrollo, pero sobre todo a la total ausencia de capacidad para llevar a cabo los cambios que el país requería, es decir, lo que los políticos llaman operación política. El gobierno de Peña Nieto ha mostrado sobrada capacidad para ello. La suma de instrumentos legales y políticos con la evidente capacidad de operación y acción que ha desplegado implica que existe la mitad de lo necesario: la mitad de la que carecieron las administraciones anteriores. Sin eso, este gobierno sería como los anteriores y no tendría mejor pronóstico de éxito.
El presidente ha iniciado la toma del poder. Ahora comenzaremos a ver para qué lo quiere y cómo lo empleará. Si lo convierte en un instrumento de transformación política y económica le habrá hecho un gran servicio a su país.