Luis Rubio
Nunca falla. Así como amanece cada mañana, al inicio de cada gubernatura o presidencia municipal comienzan los reclamos por la deuda excesiva que acumuló la administración anterior. La escena es típica: llega el nuevo gobernante con enormes planes y proyectos, sólo para encontrarse con que no hay ni un peso en las arcas y, peor, que los recursos que recibe la entidad fueron hipotecados por sus predecesores. Este problema estructural no se va a resolver mientras no cambien las condiciones que lo crean.
La perenne discusión me recuerda una leyenda hindú que alguna vez leí. Según ésta, aparentemente descifrada a partir de una fotografía de la deidad Krishna jugando ajedrez contra el rey local Radha, el rey tenía una propensión a desafiar a sus visitantes a jugar una partida del juego. Un día se apersonó un sabio viajero que aceptó el reto, modestamente pidiéndole al rey unos cuantos granos de arroz en caso de ganar: un grano en el primer cuadro y luego duplicar el número de granos de un cuadro al siguiente, hasta completar la mesa. El rey perdió y ordenó que se le pagara al sabio de la manera convenida y fue entonces cuando se percató que le habían tendido una trampa. Lo que el sabio le había pedido era un crecimiento exponencial de granos de arroz que, para el sesentaicuatroavo cuadrante, representaba 210 billones de toneladas de arroz. O sea, el consumo de media humanidad por algunos siglos…
Grandes o pequeñas, las deudas estatales y municipales son resultado de una estructura que premia el hoy y el ahora a costa del futuro. Peor, premia al primer gobernante local que tuvo la oportunidad de endeudar a su entidad, para usualmente dispendiarlo en las formas más improductivas. Vayamos por partes.
El crédito sirve para realizar obras que beneficien a la población. En teoría, esas obras permitirían mejores niveles de vida, atraer inversiones y, por lo tanto, empleos. Al igual que un empresario que le pide un préstamo al banco para ampliar su planta productiva, el gobierno de un estado busca construir hoy una obra que sirva en el futuro. Sin embargo, en contraste con la empresa, cuyo crédito se pagaría con la producción adicional que generara la ampliación, la obra pública –si se hace bien- tiene tiempos de maduración muy largos y, en la mayoría de los casos, no genera ingresos directos. Es decir, aún si está bien concebido el proyecto, el crédito a un estado o municipio depende de los ingresos que obtiene la entidad por impuestos o por transferencias que no están relacionados con la obra misma.
En los últimos años, los estados descubrieron nuevos instrumentos para obtener recursos, todos ellos atados a ingresos futuros derivados de esas dos fuentes. Así, innumerables estados tienen comprometidos esos recursos por las próximas tres generaciones. Es decir, obtuvieron recursos hoy que se pagarán con el producto de impuestos y transferencias en las siguientes décadas. El primer gobernador o presidente municipal que se endeuda goza del beneficio; todos los demás y, por supuesto, los habitantes de la localidad, sufren las consecuencias.
El primer problema estructural se deriva del hecho que un gobernador pueda incurrir en semejante atropello. Independientemente de lo meritorio de sus proyectos (y muchos de ellos, quizá la mayoría, no lo son) el hecho es que se compromete el futuro. La consecuencia evidente de esta situación es que todos los gobernadores implícitamente sueñan, suponen y esperan que la federación absorba la deuda para, con eso, comenzar un nuevo círculo vicioso. Ese es el segundo problema estructural: en vez de construir una estructura fiscal saludable, todo mundo prefiere negociar (o chantajear) al gobierno federal que cobrar impuestos.
Un crédito, quienquiera que sea el beneficiario, se otorga dependiendo de la capacidad de pago del potencial acreditado. Esa capacidad de pago la determinan las fuentes de ingreso corriente con que cuenta el solicitante. Como ilustra el contraste entre una empresa y un gobierno citado arriba, el problema de los gobiernos en México es que no recaudan impuestos. Ese es el problema de fondo; todo el resto es, en términos coloquiales, pura grilla.
La discusión sobre las deudas de estados y municipios tiene otros ángulos mucho más trascendentes que el dinero mismo. Aunque formalmente el país tiene una estructura federal, es decir, que separa las atribuciones y responsabilidades de cada uno de los tres niveles de gobierno, la realidad objetiva es que, a lo largo de la mayor parte del siglo pasado, el gobierno federal se arrogó todas las funciones y dejó enclenques las estructuras políticas y administrativas a nivel local. Peor, creó una cultura de peticionarios entre los gobernadores e impidió que se desarrollara una relación de pesos y contrapesos entre los poderes legislativos locales y el ejecutivo respectivo. Con la descentralización del poder político en las últimas décadas, los gobernadores se hicieron de ingentes montos de recursos sin supervisión alguna. El endeudamiento no fue producto de la casualidad.
Pero las consecuencias de esta realidad se pueden observar en la violencia que caracteriza a buena parte del territorio. En la era en que el gobierno federal controlaba toda la actividad política y policiaca, la seguridad estaba a su cargo. Con la descentralización del poder, el gobierno federal ya no tiene las facultades o recursos para mantener la seguridad y, en lo general, los gobernadores no se han encargado de construir policías modernas y efectivas así como poderes judiciales funcionales. La crisis de seguridad no ocurrió por la descentralización del poder, pero se dio en ese contexto: ocurrió de manera simultánea con el crecimiento de mafias del crimen organizado en el territorio nacional. El resultado ha sido que el país no cuenta con mecanismos para lidiar con el fenómeno.
La deuda y la criminalidad son sólo dos síntomas del problema de fondo. La estructura federal que hoy existe está muy bien en la teoría, pero no tiene funcionalidad en la realidad. El problema se remite a la estructura fiscal que yace en el corazón del federalismo. En una palabra, los estados y municipios tienen que recaudar impuestos que les permitan realizar sus proyectos y pagar por los servicios (incluyendo, por supuesto, a las policías y poderes judiciales) que sus habitantes requieren. Sin una estructura fiscal sana que empate recursos y gastos a nivel local, será imposible la seguridad o la prosperidad.
En lugar de controlar los recursos, el gobierno federal debería crear un sistema de incentivos para que se dé este cambio, que entrañaría la mayor revolución política de nuestros tiempos.
@lrubiof
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