EXISTE UN MODELO ECONOMICO ALTERNATIVO

Luis Rubio

Si un marciano llegara a México, se encontraría con tres afirmaciones absolutas y contradictorias entre sí sobre lo que ocurre en nuestra economía. Y no es para menos: las campañas electorales parecen provocarle a los políticos el empleo de los recursos mas primitivos con que cuentan. Por una parte se encuentra la contundencia gubernamental al declarar que la economía va viento en popa y que, en todo caso, no hay alternativa al modelo económico actual. Por otra parte, también se encuentra el interminable flujo de afirmaciones, igual de contundentes, por parte de los partidos de oposición en las que se culpa de todo a la política económica, pero fuera de decir que es inhumana y evidenciar lo obvio -que no todos los mexicanos se están beneficiando de ella- éstas no tienen nada que aportar a una mejoría de la economía. Finalmente se encuentra el alter ego del gobierno en la figura de Roque Villanueva. Para la cabeza del PRI, en abierta contradicción con el presidente que llegó al poder a través de su partido y del que ahora ya ningún priísta duda de sus lealtades, todo en la economía está mal, pero eso no es grave, dice él, pues es culpa del expresidente Salinas que, a final de cuentas, era del PAN.

Para quienes esto importa, para los mexicanos comunes y corrientes, la economía no va viento en popa ni tampoco cuentan con los medios humanos y materiales para beneficiarse de las oportunidades que efectivamente sí está creando la política económica gubernamental. Esta contradicción es una que parece imperceptible para los políticos en campaña, cuyo único interés es descontar a su oposición respectiva, en lugar de encontrar una solución efectiva a los problemas que -nadie puede ignorar- afectan a la abrumadora mayoría de los mexicanos en su vida cotidiana.

Cualquiera que observe la realidad internacional y que evalúe objetivamente los dilemas que enfrenta una sociedad tras otra -desde Tony Blair en Inglaterra hasta Eduardo Frey en Chile y Fernando H. Cardoso en Brasil, pasando por Boris Yeltsin en Rusia y Jiang Zemin en China- no podrá más que reconocer que, por convicción o resignación, todos los países del mundo -con la triste y notable ausencia de Corea del Norte, que prefiere la hambruna al desarrollo- se han ido ajustando a la realidad de una economía internacional que lo domina todo e, incrementalmente, lo impone todo. En este sentido, es obvio que no hay alternativa al marco general de política económica que promueve el gobierno, pues cualquier otro nos alejaría todavía más de la posibilidad de lograr que, algún día, la economía mexicana alcance índices de crecimiento suficientes para beneficiar a todos los mexicanos. Pero lo anterior no implica que la política económica esté siendo tan exitosa como el gobierno afirma, o que no exista una enorme diversidad de políticas complementarias que podrían acelerar el éxito de la misma en lograr lo único que cuenta: elevar el nivel y calidad de vida de toda la población.

Parte del abismo que separa a las tajantes afirmaciones de nuestros diversos próceres políticos reside en algo que ninguno realmente enfatiza: el objetivo de cualquier política económica no consiste en lograr índices más bajos en ciertos indicadores de esto o porcentajes más elevados en aquello otro. En todo caso, los números que resumen la situación de la economía no son más que indicadores estadísticos que reflejan promedios de enormes agregados. Lo que el gobierno haga en materia de políticas públicas y del manejo macroeconómico general no es más que un conjunto de medios para lograr objetivos trascendentes para la vida de la población. En última instancia, lo que cuenta no es si exportamos más o menos o si la tasa de crecimiento es más alta o más baja, sino cómo viven las familias mexicanas. Es razonable suponer que si se exporta más y si la economía crece más, habrá mejores oportunidades para los mexicanos. Sin embargo, el hecho es que ambos indicadores difícilmente podrían ser más exitosos y, sin embargo, la abrumadora mayoría de los mexicanos sigue empeorando en su realidad objetiva, medida en términos de empleo, igualdad de acceso a las oportunidades, ingreso disponible y capacidad de compra.

Midiendo el éxito de la política económica con este rasero, las afirmaciones gubernamentales son, en el más generoso de los casos, extraordinarias exageraciones. La mejoría que se observa en los indicadores macroeconómicos es real, aunque es cada vez más extendida la percepción popular de que se trata de un mero engaño por parte del gobierno. Lo que pasa es que la mejoría de la economía se observa casi exclusivamente en las empresas y regiones que exportan cada vez más (esto se observa más en el norte, en occidente y en la península de Yucatán y menos en el centro geográfico del país y en el sur). Al recorrer el país lo que es evidente es que la economía no progresa en forma uniforme. También es igualmente cierto que, entre las empresas que prosperan con rapidez, el dinamismo es imponente. Esto es cierto en empresas chicas y grandes, mexicanas y extranjeras. La mejoría económica es una realidad, pero los beneficiarios no son muchos.

Lo que nadie puede negar es que la incapacidad del gobierno para convencer a la población de las virtudes de la política económica, aunada al enorme éxito de los partidos de oposición por restarle credibilidad, han hecho extraordinariamente impopular a la política gubernamental en materia económica. El que la situación mejore en el largo plazo es algo irrelevante para una familia que tiene cada vez menos empleos seguros y un ingreso disponible siempre decreciente. En este contexto, no sólo es paradójico que el gobierno y el PRI, ahora en su nueva etapa de identificación plena, tomen posturas tan contradictorias respecto a la política económica sino, sobre todo, que no es fácil explicar cómo es que el gobierno espera que la población vote por su partido cuando se le está advirtiendo que no modificará la política a la que una enorme proporción de los mexicanos culpa de todos los males.

La verdad es que ni el PAN ni el PRD, ni los priístas disidentes, tienen una alternativa a la política económica actual, pero todos reflejan una realidad que sólo el gobierno se empeña en negar. La realidad es que la mayoría de los mexicanos, en sus circunstancias actuales, no tiene ni la menor posibilidad de incorporarse a la economía moderna, que es la única que en el futuro va a crear los empleos y los ingresos que le permitan salir del hoyo negro. Esta ceguera gubernamental impide avanzar el tipo de iniciativas complementarias a la política macroeconómica que podrían favorecer una salida exitosa para un cada vez mayor número de personas y familias. La educación sigue siendo de ínfima calidad. Es increíble que se den tantos casos de éxito empresarial dado el patético estado de la infraestructura del país. La creación de una industria de proveedores de que tanto se ha hablado sigue siendo un sueño. La burocracia sigue siendo tan intransigente y corta de visión, que favorece que sea más fácil importar partes y componentes antes que encontrar un proveedor nacional capaz de lograr los precios y calidad requeridos.

La esencia del problema no radica en que falte una u otra política específica, sino que el propósito de la política económica parece limitarse a arrojar estadísticas de las cuales un burócrata pueda sentirse orgulloso, pero que no significan nada para quien debiera ser el objetivo y beneficiario último de la política económica: el mexicano de carne y hueso. El gobierno tiene suerte de tener una oposición tan pobre, pues si la tuviera fuerte y propositiva ya no estaría a carg

LA POLITICA ECONOMICA DE LA IZQUIERDA

Luis Rubio

El primer acto de gobierno del nuevo régimen inglés fue el de conferirle plena independencia al banco central, algo que la izquierda siempre ha visto como inaceptable en todo el mundo. En este sentido, el triunfo del Partido Laborista en Inglaterra -el partido de izquierda en ese país- promete avanzar todavía más la política económica de apertura y reforma que había iniciado años antes la primera ministra Margaret Thatcher. Esta ironía no es producto de la casualidad. El mundo está cambiando a tal velocidad que ningún partido político puede sustraerse de esta realidad. Si la política económica va a seguir el mismo rumbo que la del Partido Conservador que perdió las elecciones luego de dieciocho años en el poder, lo interesante será observar las diferencias.

El primer paso que dio el nuevo gobierno de Tony Blair fue fascinante no sólo por su audacia, sino sobre todo por la claridad de rumbo que demostró. En un solo golpe, el nuevo gobierno se ganó el respeto de los agentes económicos, sobre todo del sector financiero, y demostró no tener la menor intención de echar para atrás los avances logrados en casi dos décadas de profundas reformas económicas. No sólo no adoptó ninguna de las políticas que algunas izquierdas en el mundo -como la nuestra- siguen proponiendo, sino que mandó una clarísima señal de que el rumbo va a seguir siendo exactamente el mismo. En esto, el gobierno de Tony Blair demuestra que no hay muchas opciones en este mundo de globalización: o la economía compite o se desquicia.

La tradición histórica del Partido Laborista, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, fue la de un partido dedicado a expropiar grandes consorcios industriales y a fortalecer la postura del gobierno como el organizador y planeador de la economía y, en general, de la sociedad. Por décadas, un régimen tras otro fue incrementando los activos económicos en manos del gobierno. Un sinnúmero de sectores cayeron bajo la égida gubernamental, además de que, a través de los sindicatos que constituían la espina dorsal del partido, el gobierno tenía una enorme influencia sobre el devenir económico. Los pobres resultados de aquella estrategia muestran cómo fue cambiando el mundo y, sobre todo, cómo la inflexibilidad que le acompañaba era tal, que Inglaterra fue incapaz de evitar un gran colapso. La economía inglesa logró un gran repunte en la primera década de la postguerra, pero luego comenzó una caída gradual, pero constante. Los índices de inversión declinaron en forma sistemática y, eventualmente, la economía inglesa entró en un círculo vicioso de relativo empobrecimiento. Los ingleses no tardaron mucho tiempo en darle nombre a su situación: le llamaban la enfermedad británica.

A finales de los setenta los electores decidieron que habían tenido suficiente del experimento laborista y eligieron a la que acabó siendo conocida como la Dama de Hierro. Margaret Thatcher fue la primera cabeza de gobierno en la época de la postguerra en abogar por un cambio radical. Sus predecesores del propio Partido Conservador, en esa época habían intentado contener los excesos de los gobiernos laboristas, pero ninguno había propuesto un cambio de estrategia. Thatcher comienza por negarse terminantemente a ceder ante una huelga de mineros, con lo que mandó una señal contundente de que daría un cambio radical en la política económica. Con ese acto comenzarían diez años de reformas que, en cierta forma, inaugurarían una nueva tendencia en todo el mundo. Thatcher privatizó todo lo que pudo, reorganizó la economía, redujo los impuestos y logró que la economía inglesa fuese la de mayor crecimiento de toda Europa en la última década. Todo comenzó con una señal clara y contundente que indicaba que ella cambiaría el rumbo en forma definitiva.

La decisión de Tony Blair de transferir plena autoridad al Banco de Inglaterra para administrar la política monetaria constituye una señal igual de contundente, pero en sentido inverso. El objetivo de Blair fue el demostrar que no piensa cambiar nada de lo esencial en la política económica y que seguirá avanzando el proceso de reforma de la economía para sostener a Inglaterra como uno de los países punteros del mundo. Este tipo de señal era crucial para que el Partido Laborista lograse el respeto y reconocimiento por parte de los agentes económicos de que no iba a echar para atrás todo lo que ya se había avanzado, y que no se volvería a pagar otro enorme costo social por cambiar lo que no debe ser alterado. Igual de importante era enviar una señal a las viejas bases del Partido Laborista, para que supieran que el viejo sindicalismo está muerto y no tiene la menor posibilidad de retornar. Blair demostró no sólo comprender la lógica de los mercados, sino también tener plena claridad del único rumbo que es posible seguir.

Durante su campaña electoral, Blair sostuvo una y otra vez que continuaría el rumbo iniciado por Margaret Thatcher y seguido por John Major, pero que lo haría mejor y con un mayor sentido humano. Jamás sugirió que tomaría una decisión tan trascendente como la del Banco de Inglaterra. Pero comprendía perfectamente bien que la gran duda que había sobre él y su partido tenía que ver con el pasado: ¿se trata de un nuevo Partido Laborista o de la vieja gata, pero ahora revolcada? En retrospectiva, es obvio que, al ganar, Blair sabía que tenía que dar un mensaje claro y contundente para convencer hasta a los más escépticos. Es en este sentido que su sorpresiva acción fue tanto más trascendente.

En lo sucesivo Blair tendrá que poder demostrar que él y su partido pueden ser igual de audaces y capaces de sostener el paso de reforma, pero, en sus palabras, con un sentido humano. Va a ser interesante observar cómo este partido sopesa de una manera distinta valores con los que juegan los gobiernos todos los días, como los de equidad y libertad, acceso y libertad de expresión, que se reflejan en sus decisiones cotidianas. Por ejemplo, un gobierno de izquierda puede ser igual de privatizador que uno de derecha, pero uno supondría que al de izquierda le preocuparía menos el precio de venta de una empresa que la manera en que se estructura la relación laboral o la composición del accionariado (sobre todo para dar acceso a muchísima más gente a la propiedad). El tiempo dirá si existen tales diferencias.

Para nosotros el mensaje del triunfo laborista difícilmente podría ser más obvio. En esta etapa de la economía mundial no hay mayor latitud respecto a las grandes líneas de la estrategia de desarrollo que puede adoptar un país, razón por la cual virtualmente no hay nación en el mundo que vaya en una dirección distinta. Ya ni Vietnam o Cuba son excepciones a esta realidad. Lo que en México no tenemos es partidos dispuestos a abogar por una profundización y avance rápido de la transformación económica. El PRI ha adoptado una estrategia de retroceso que, además, choca con la postura gubernamental, que es la única que propone avanzar, aunque sea muy lentamente, en el camino de reforma. El PAN y el PRD sostienen posturas muy similares entre sí, ambas confusas y más cercanas a las del Partido Laborista inglés de la postguerra que a lo que hoy el país requiere -y que es lo único compatible con la realidad económica internacional. No hacemos un partido de los tres que cuentan.

 

 

 

LAS APUESTAS DEL GOBIERNO Y DEL PRI

Luis Rubio

Poco a poco va emergiendo la estrategia del PRI para las elecciones del próximo julio. Conscientemente o no, cada uno de los pasos que el partido y el gobierno han venido dando desde diciembre pasado está forjando una línea de acción que evidencia tanto las preocupaciones del PRI como sus expectativas. En el camino, han optado por correr riesgos que muchos críticos pensaban imposibles, como reincorporar a los dinosaurios en la primera línea de batalla. Esto presenta un tema fundamental sobre la política mexicana: ¿son los priístas quienes han perdido el piso o sus críticos?

El nombramiento de Roque Villanueva como presidente del PRI y su agresiva campaña de desprestigio de la oposición rompió de tajo con la estrategia que el régimen había adoptado desde su inauguración. Hasta ese momento, muy en línea con la retórica de la sana distancia, el PRI estuvo encabezado por un caballero que negociaba con la oposición, que buscaba mostrar la cara amable del partido y ganar la credibilidad de la sociedad (y del mundo). Desde la perspectiva gubernamental, lo importante era contribuir a transformar al sistema político en su conjunto, del cual el PRI es evidentemente una pieza clave. Desde la perspectiva nacional, la estrategia fue muy exás.

Sea cual fuere el resultado de las elecciones en julio, la estrategia priísta permite llevar a cabo algunas especulaciones sobre lo que todo esto puede implicar para el país. Quizá la pregunta más importante sea por qué retornar a un esquema que muchos pensaban totalmente superado. Se me ocurren tres hipótesis posibles. La primera hipótesis es la más simple: se trata de un disparo en la obscuridad, para ver si pega. Es decir, ya que la táctica del nuevo presidente del PRI ha sido tan impresionante, por qué no ir un paso más adelante. En una de esas pega. Algo de esto debe tener la estrategia priísta, pero parece demasiado trivial. A final de cuentas, la nominación del actual presidente del PRI fue resultado de un cambio en la concepción del poder desde la presidencia. Aunque obviamente no todos los componentes de la estrategia tienen que ser extraordinariamente premeditados, involucrar a las personas -los dinosaurios- que, con razón o sin ella, un enorme porcentaje de los mexicanos culpa de muchos males del país, parecería temerario.

La segunda hipótesis parte de la premisa opuesta. Tanto las listas de candidatos como la invitación a los viejos priístas responde a un cuidadoso cálculo sobre las habilidades de cada uno de ellos para lograr el voto. Desde esta perspectiva, las nominaciones de candidatos no fueron resultado de negociaciones, sino de la articulación de una estrategia concienzuda. Cada candidato (o sus apoyos en la forma de viejos priístas) conoce a las fuerzas políticas de cada localidad, conoce las articulaciones de intereses y sabe como cobrar viejas cuentas. La estructura del PRI, organizada en torno a lealtades, volvería a renacer. Suponiendo que esas estructuras siguen vivas y continúan siendo funcionales, los priístas estarían buscando volver a emplearlas y con ello evitar desastres para el PRI como el del estado de México en noviembre pasado, donde casi todas las pérdidas importantes para el PRI se debieron a que los votantes priístas simplemente no se aparecieron en las casillas.

En julio sabremos si esta estrategia es realista pero, en caso de serlo, la pregunta importante sería ¿por qué habrían de jugar este juego los viejos priístas? Por años, los dinosaurios han sido crecientemente excluidos del poder y de los beneficios que el sistema les otorgaba a cambio de su lealtad. Si están dispuestos a colaborar con el triunfo del PRI es porque van a recibir beneficios a cambio de su participación. Dado que todas las reformas que el gobierno propone realizar -y para las cuales no se cansa de afirmar que requiere una mayoría priísta en la Cámara de Diputados- típicamente afectan los intereses de esos mismos priísta, como ocurrió con las privatizaciones, la desregulación y los recortes presupuestales de la última década, sólo quedan dos posibilidades: una posibilidad es que ya hubo una transacción por medio de la cual se delimita lo que el gobierno podría hacer a cambio del apoyo de los priístas. Es decir, el gobierno abandona algunos de sus objetivos a cambio del apoyo priísta a su supervivencia.

La alternativa, y tercera hipótesis, es que no hubo tanto cálculo cuidadoso, sino que los grupos del partido compitieron por las nominaciones de candidatos y éstas reflejan el status quo entre ellos. Algunos grupos lograron muchas más posiciones que otros e intentarán hacerlos efectivos, en términos de beneficiar a sus intereses, en los próximos años. Es decir, no hubo transacción alguna, pero el hecho de que ellos dominen al aparato partidista y, de ganar en julio, a la Cámara de Diputados, les va a conferir una enorme fuerza y gran capacidad de dominar las decisiones legislativas, los procesos internos del partido y, en buena medida, el devenir del gobierno.

La apuesta del PRI y del gobierno es enorme. El partido está luchando por su supervivencia, razón por la cual parece dispuesto a aceptar enormes riesgos. El tiempo dirá si hay cálculos y estrategia detrás de sus acciones, o si se trata de meros disparos ciegos al amparo de la obscuridad. Para el gobierno esta jugada es el todo por el todo.

PAGEitosa, pues disminuyó las tensiones políticas, lo que a su vez contribuyó a que la reforma electoral fuese posible . Pero, desde el punto de vista de los priístas, la estrategia fue un desastre. Los fracasos electorales se acrecentaron, el desprestigio internó aumentó y se profundizó la percepción de que nadie estaba a cargo.

Con el cambio de liderazgo, que vino asociado al despido del procurador de origen panista, todo cambió. El PRI se tornó en un partido agresivo, dispuesto a reclamar los derechos y privilegios que considera suyos y a imponer sus estilos, conceptos y valores sobre los demás. La crítica no se dejó esperar. El cambio de discurso priísta llamó la atención de todo el mundo; los cometaristas y columnistas de inmediato calificaron la nueva retórica de agresiva y a muchos nos preocupó la creciente violencia en el lenguaje. Sin embargo, independientemente de lo que piensen los observadores, el hecho innegable es que la nueva estrategia del PRI ha logrado unificar a los priístas, los ha dotado de una causa común y les ha hecho sentir, por primera vez en muchos años, que tienen liderazgo y que pueden defender sus intereses abiertamente.

A los cambios en el partido se vienen a sumar las listas de candidatos y el llamado a los dinosaurios para que contribuyan a hacer que la estrategia sea un éxito en julio próximo. Nadie sabe cuál será el resultado de todo esto en materia electoral. A la luz de sus acciones, es evidente que los priístas creen que su descenso de los últimos años se debe a causas exógenas, a las negociaciones extra-electorales con la oposición y a la prensa internacional. Los priístas parecen creer que si retornan al manejo de las bases, al uso de un lenguaje más propio de un partido único, que es su historia, los votantes van a retornar. En julio sabremos si los observadores tienen razón en pensar que los priístas están queriendo echar para atrás la historia sin sustento alguno, o si éstos en realidad entienden mucho mejor al mexicano y van a ser muy diestros en manipularlo una vez m

 

 

 

EL FUTURO DEL AHORRO

Luis Rubio

La estrategia orientada a elevar el ahorro interno se fundamenta en buena medida en las afores. El esquema gubernamental parte del supuesto de que el ahorro que se concentre en estas instituciones va a crecer de una manera exponencial, lo que pemitirá, por una parte, contar con fondos disponibles para la inversión de largo plazo. Por la otra, se presume que esos fondos disminuirán la necesidad de inversión del exterior, lo que haría desaparecer las condiciones que han dado origen a las crisis cambiarias de las últimas décadas. Es decir, el gobierno tiene elevadísimas esperanzas en las afores. Lo que no es obvio es que la población las entienda o que el propio gobierno esté haciendo todo lo necesario para que se cumplan sus expectativas.

Hasta ahora la mayor parte de la discusión -y fuente de desconfianza- respecto a las afores se refiere a sus enormes costos de entrada. La población de por sí no entiende qué o para qué son las afores, circunstancia que seguramente explica el hecho de que menos del 20% haya elegido alguna. Cuando recibe información sobre las mismas, ésta se refiere únicamente -y en casi todos los casos- a los costos de acceso. Es difícil entender la razón por la cual se espera que una persona pague hasta 25% de su aportación por el solo hecho de que se e administren. Si el debate se centrara en los beneficios de largo plazo, cosa que nadie ha logrado articular en público con mayor éxito, se podría observar que el costo de entrada se vuelve cada vez menos importante. Ya que se trata de fondos de largo plazo que los trabajadores van acumulando a lo largo de sus vidas, lo que importa es el rendimiento de los mismos a lo largo de los años. Según las proyecciones, esos rendimientos se tornan exponenciales a partir de la segunda década.

Para el gobierno las afores son sumamente importantes, básicamente porque van a generar recursos para la inversión de largo plazo. Ya que los dueños de los recursos -los trabajadores- no los pueden utilizar sino hasta que se retiran, presumiblemente varias décadas después, esos fondos se pueden emplear para proyectos de inversión con plazos de maduración que se miden en décadas y no en meses o semanas. De haberse financiado las carreteras concesionadas con fondos de este tipo, el costo e se encuentra en diversas instituciones bancarias, en realidad lo administra el Banco de México. Esos fondos del SAR, que prometían multiplicarse como los panes, en realidad han servido para financiar al gobierno a muy bajo costo, lo que ha implicado que los trabajadores no se beneficien en nada de que sus empleadores hayan hecho sacrificio y medio por ellos. Este precedente no sólo ha desanimado a mucha gente respecto a las promesas que en la actualidad realizan las empresas que se proponen adminsitrar los fondos de pensiones, las afores, sino que ha impedido que la población se vuelque en apoyo a las mismas. Desde el punto de vista de la población, las afores pueden prometer mil cosas, pero a la larga pueden no ser más que una promesa, como el SAR, o un robo, como el INFONAVIT.

El tema del INFONAVIT es fundamental. Esa institución recaba el 5% de los salarios, o sea casi el doble de lo que van a recibir las afores y, luego de casi cinco lustros de existir, tiene muy poco que mostrar como resultados. El porcentaje de mexicanos que se ha hecho de una casa es ínfimo, el precio que se cobró por esas viviendas ha sido tan por debajo de sus costo , que se creó una casta de privilegiados que recibierno casa, a cambio de millones de mexicanos que, por esa razón, jamás la tendrán. Todo esto sin contar la corrupción que históricamente ha invadido a esa oficina burocrática. En lugar de incorporar los fondos del INFONAVIT al sistema de pensiones, como presumiblemente se hará con los fondos del SAR, el gobierno ha aceptado el chantaje de los sindicatos. Con ello ha reducido el beneficio potencial del nuevo sistema de ahorro a menos de la mitad de lo que podría ser.

El problema se complica todavía más por el hecho de que un porcentaje mínimo de personas se han registrado con las afores. Es perfectamente posible que, de aquí al final de junio, se registrarán muchas más personas con alguna afore. Sin embargo, el hecho de que menos del veinte por ciento lo haya hecho sugiere que hay problemas. Uno de éstos es sin duda la incredulidad que existe en la actualidad en torno a todo lo que toca o promueve el gobierno. Buenas razones hay para esa situación, pero eso no resuelve el problema. Según la ley, los fondos de las personas que no se registren ante alguna afore van a acabar en una cuenta concentradora en las arcas del Banco de México. Si el precedente del SAR es ilustrativo, esto indica que esos fondos van a ser escrupulosamente guardados, pero también que sus rendimientos -y, por lo tanto, sus beneficios- van a ser irrisorios. Al ritmo al que vamos, si la mitad de los fondos de pensión se quedan en esa cuenta concentradora y los fondos del INFONAVIT se siguen empleando como hasta la fecha, todo el proyecto de las afores podría rendir menos de la cuartaparte del beneficio que el gobierno buscaba y había prometido. Aterrador escenario.

Finalmente, todavía está por verse el juego que haga la burocracia respecto a las afores una vez que éstas comiencen a operar en pleno. Según la ley, los fondos que adminstren las afores sólo podrán invertirse en valores gubernamentales a lo largo de los primeros tres años de su existencia. Este requerimiento suena razonable, toda vez que tanto las afores mismas como el gobierno,a través de la CONSAR, tendrán que aprender el negocio, desarrollar un sistema efectivo de supervisión y control (para que no pase lo que con los bancos) y crear un sistema apropiado de salvaguardas. Más adelante, sin embargo, el problema va a arreciar. En la medida en que crezcan los fondos administrados por las afores, será necesario encontrar proyectos o valores en los cuales las afores puedan invertir. En teoría, a partir del cuarto año, las afores podrán invertir en valores de empresas y, eventualmente, en cualquier otro proyecto que reuna las características apropiadas para el objetivo de las mismas. En ese momento, la burocracia va a tener que tomar decisiones y riesgos que normalmente rehuye. Será entonces cuando sabremos si las afores fueron la salvación del país o una expoliación más.

 

 

EL PROBLEMA CON ESTE GOBIERNO

Luis Rubio

El gran problema del actual gobierno no reside en lo que hace, sino en que nadie sabe a donde quiere ir. El resultado es confusión permanente para la mayoría de la población y una oportunidad tras otra para que alguien, quien sea, arme un escándalo. Razones para armar borlote no faltan, pues el país está lleno de problemas y de personas, partidos y grupos interesados en explotarlas para llevar agua a su molino. En su esencia, el problema no es lo que haga o deje de hacer el gobierno, sino que, ante la ausencia de claridad en el rumbo, cualquier oportunidad se convierte en un punto de contención. Es decir, ante la ausencia de una percepción de rumbo, todos los temas se vuelven estratégicos y, por lo tanto, sujetos de conflicto.

Por donde uno le busque, este gobierno no parece dejar de meterse en dificultades. Antes eran los deudores y más recientemente fue la certificación del gobierno estadounidense.. Un día es la economía, el siguiente son las drogas . Por fin pasan unos cuantos días de calma electoral para terminar con un incendio político por la presencia del presidente en un acto partidista. La mayor parte de los puntos de contención y momentos de conflicto no son particularmente relevantes o trascendentes. Todo mundo sabe que, po ejemplo, el presidente tiene todo el derecho de presentarse en la convención del PRI en que van a ser ratificadas las candidaturas de sus contingentes y a animar a todos y cada uno de los agracidados. Es igualmente evidente que no hubo nada de ilegal en el hecho de que, luego de dos años de negociaciones, el PRI decidiera aprobar la reforma electoral por sí mismo, rompiendo el consenso que se había alcanzado entre los tres principales partidos y que había hecho posible la unanimidad en las reformas constitucionales previas.

El hecho de que haya habido una súbita erupción política en ambas instancias nada tiene que ver con la legalidad misma que, en cualquier caso, jamás ha sido un tema de particular importancia en el sistema político en su conjunto. En ambos ejemplos lo que estuvo de por medio no fue la legalidad sino el simbolismo.

Con la decisión del PRI de abandonar el consenso que hasta ese momento había caracterizado a las negociaciones y acciones legislativas en materia elecoral se perdió el simbolismo de un acuerdo unánime al cual todo mundo pudiese referirse en el futuro para mantener el proceso caminando. Si uno revisa el Pacto de la Moncloa en España, acuerdo que dió forma a la transición política de ese país, lo evidente y trascendente no fue el que todos estuviesen absolutamente de acuerdo en el contenido, sino en que todos reconocieran el valor del simbolismo. Lo importante era crear un hecho político que sirviera de mojonera cuando se entrara en problemas, como eventualmente ocurrió. Cuando la intentona de golpe, la incipiente democracia española tenía un punto de referencia común al que todos se podían referir. El gobierno actual en México y su partido no hicieron nada ilegal, pero sí fueron incapaces de comprender la importancia del compromiso para todas las partes que representa el símbolo de la unanimidad.

5óquienes lucra del escándalo.reside en e de hacer el gobierno, sino en la falta de que se percibe en sus acciones -y en el rumbo adoptado en general- lo que propicia que ano de súbita erupción política en ambao ilegalidad de los mismos. Este tematodo caso, lo relevante en poco tuvo que ver con y todo con oque hubiera tenido de compromisoel de no tenga la menor idea de a dóllegary, de manera inevitablel escándalo porque nadie sabe cuáo sabe sus objetivos o derroterossu ausencia provoca que se diseñó para que sufre en su persona o propiedades.

 

 

 

 

este es  es el tema de fondo. Las oportunidades parecen presentarse literalmente cada minuto. Se presentan porque no hay un sentido de dirección que la sociedad mexicana comparta. En ese contexto, cualquier momento, cualquier tema, cualquier altibajo es una oportunidad sensacional para elevar la temperatura política. La culpa de esto es del gobierno. Por supuesto que el gobierno no causa todos los problemas ni es responsable de todo lo que va bien o mal en la economía o en la política. De lo que sí es responsable es de que el mexicano común y corriente no tenga la menor idea de a donde quiere ir. Los especialistas pueden seguir los discursos gubernamentales y analizar la legislación que es enviada al congreso. Pero el restante 99.9% de los mexicanos sólo ve la nota amarilla (e, inevitablemente, la nota roja) en el periódico de, literamente, cada mañana. Para todos esos mexicanos la característica de este gobierno son los bandazos y la falta de rumbo.

La ironía del momento actual es que este es quizá el gobierno que más claridad tiene respecto a sus objetivos y acciones de nuestra historia reciente. Tiene pocos programas y unos cuantos objetivos muy claros y muy específicos. Lo que no tiene es capacidad de comunicación y liderazgo. El que cuente con claridad de rumbo le permite avanzar. El que nadie entienda cuál es ese rumbo le lleva a enfrentar un conflicto tras otro. No hay tema malo para armar escándalo porque nadie sabe cual es el tema bueno. Ese no es un problema del que arma escándalo, sino del que no lo puede comunicar.

La comunicación es por lo menos tan importante como los objetivos, pues sin ésta pasa lo que vemos de manera cotidiana: el gobierno concibe algún programa y éste es rechazado por todos los grupos de interés antes de que haya tenido siquiera la oportunidad de presentarse en público. Un buen ejemplo de ello fue el programa para luchar contra la pobreza. Se trataba de un intento innovador de atacar el problema más serio y profundo que enfrenta el país. El enfoque podía ser bueno o malo, viable o no. Pero, ante la incapacidad gubernamental de presentarlo, comunicarlo efectivamente y defenderlo, los interesados en que el programa fracasara no tuvieron más que ponerle una etiqueta capciosa -pobremático- para socavarle toda posible credibilidad. A pesar de los enormes recursos potenciales de que dispone el gobierno, los que supieron comunicar su mensaje fueron los interesados en su fracaso.

Cuando no hay objetivo claro y definido que convenza a la población, cualquier coyuntura se torna en un punto de contención estratégica. La oposición a los programas gubernamentales es multifacética, pues éstos afectan a un sinnúmero de intereses en toda la sociedad. Cada uno de esos intereses va a hacer lo posible por desarticular el programa o la parte del programa del gobierno que le afecta; en conjunto, todos esos intereses han venido destruyendo uno a uno la mayoría de los programas del gobierno. Cada uno de esos intereses ha logrado convertir en estratégica la más simple e irrelevante coyuntura. El gobierno ha sido excepcionalmente incompetente en resolver los problemas que aquejan a la ciudadanía en la vida cotidiana, como es la inseguriad. Pero, al final del día, es quizá su incapacidad de comunicar sus objetivos y de convencer a la población de su bondad, lo que ha provocado los desafíos a su legitimidad y, por lo tanto, el clima de incredulidad e incertidumbre en que vivimos.

 

IMPORTA QUIEN GANA

Luis Rubio

Las encuestas sugieren que el PRI va a acabar con una mayoría absoluta (ya incluída la cláusula de sobre-representación) en la Cámara de Diputados o que, en el más extremo de los escenarios, tendría una mayoría relativa muy cercana al 50%. Estas cifras chocan con las expectativas de muchos observadores y comentaristas, quienes suponen que el PRI ha ganado históricamente por fraude en el uso de los recursos públicos o directamente en el manejo electoral. Sin embargo, más allá del posible choque de expectativas que este contraste entrañe, la pregunta importante en esta etapa previa a las elecciones es menos quién pudiese ganar que si ese triunfo haría o podría hacer alguna diferencia.

Hay dos planos en los que es posible evaluar los efectos potenciales que podrían tener los diversos escenarios legislativos que resultaran de los próximos comicios federales. El primer plano se refiere a los dos posibles escenarios electorales: gana el PRI o no gana el PRI. En primer término se encuentra el escenario que en este momento parece más probable que ocurra: que el PRI gane la mayoría, aunque sea relativa. En segundo término estaría la posibilidad de que alguno de los partidos de oposición, presumiblemente el PAN, lograra colarse por encima del PRI con una mayoría, previsiblemente relativa. El segundo escenario evidentemente entrañaría cambios muy significativos para la política nacional, pero aun el primero podría venir acompañado de sorpresas, sobre todo a la luz del contraste que existe entre la política económica gubernalmental y la plataforma electoral del PRI, que es sumamente crítica de ésta.

En principio, sería de esperarse que, bajo un escenario de triunfo del PRI, la relación entre el poder ejecutivo y el poder legislativo se mantuviera dentro de los cánones tradicionales. El mismo partido controlaría las dos instancias de gobierno lo que, de entrada, evitaría el tipo de confrontaciones y diferencias que normalmente ocurren en casos de gobiernos «divididos» como ocurre actualmente en Estados Unidos y ocurrió dos veces en la última década en Francia. El hecho de que el PRI estuviera, como ha estado siempre, de los dos lados de la mesa haría mucho más fácil la labor gubernamental y favorecería que el «torcido de brazos» que con frecuencia tiene lugar en el poder legislativo (como cuando se incrementó el IVA en 50% en 1995) fuese tan natural y expedito como siempre.

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Luis Rubio

Las encuestas sugieren que el PRI va a acabar con una mayoría absoluta (ya incluída la cláusula de sobre-representación) en la Cámara de Diputados o que, en el más extremo de los escenarios, tendría una mayoría relativa muy cercana al 50%. Estas cifras chocan con las expectativas de muchos observadores y comentaristas, quienes suponen que el PRI ha ganado históricamente por fraude en el uso de los recursos públicos o directamente en el manejo electoral. Sin embargo, más allá del posible choque de expectativas que este contraste entrañe, la pregunta importante en esta etapa previa a las elecciones es menos quién pudiese ganar que si ese triunfo haría o podría hacer alguna diferencia.

Hay dos planos en los que es posible evaluar los efectos potenciales que podrían tener los diversos escenarios legislativos que resultaran de los próximos comicios federales. El primer plano se refiere a los dos posibles escenarios electorales: gana el PRI o no gana el PRI. En primer término se encuentra el escenario que en este momento parece más probable que ocurra: que el PRI gane la mayoría, aunque sea relativa. En segundo término estaría la posibilidad de que alguno de los partidos de oposición, presumiblemente el PAN, lograra colarse por encima del PRI con una mayoría, previsiblemente relativa. El segundo escenario evidentemente entrañaría cambios muy significativos para la política nacional, pero aun el primero podría venir acompañado de sorpresas, sobre todo a la luz del contraste que existe entre la política económica gubernalmental y la plataforma electoral del PRI, que es sumamente crítica de ésta.

En principio, sería de esperarse que, bajo un escenario de triunfo del PRI, la relación entre el poder ejecutivo y el poder legislativo se mantuviera dentro de los cánones tradicionales. El mismo partido controlaría las dos instancias de gobierno lo que, de entrada, evitaría el tipo de confrontaciones y diferencias que normalmente ocurren en casos de gobiernos «divididos» como ocurre actualmente en Estados Unidos y ocurrió dos veces en la última década en Francia. El hecho de que el PRI estuviera, como ha estado siempre, de los dos lados de la mesa haría mucho más fácil la labor gubernamental y favorecería que el «torcido de brazos» que con frecuencia tiene lugar en el poder legislativo (como cuando se incrementó el IVA en 50% en 1995) fuese tan natural y expedito como siempre.

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Un escenario con mayoría de la oposición, aunque ésta fuese relativa (o sea, menor al 50%) o incluso un escenario bajo el cual el PRI fuese mayoritario pero sin contar con una mayoría absoluta constituitía una pesadilla para un gobierno que, históricamente, ha estado acostumbrado a imponer sus preferencias sobre el poder legislativo. En lugar de exigir, el gobierno tendría que convencer; en lugar de demandar, tendría que negociar; en lugar de torcer brazos, el gobierno tendría que aceptar las prioridades de la oposición para que ésta acepte las del gobierno. Aunque sin duda éste sería un escenario extraordinariamente complejo y difícil de adminsitrar, tendría la ventaja de comenzar a sentar las bases para evitar los abusos y excesos que han caracterizado al sistema político por décadas.

Pero hay otro plano que no es menos importante de ser considerado. La razón por la cual es importante plantear la pregunta de qué pasaría si cambia la composición del congreso es que hasta hace muy poco el congreso funcionaba como una secretaría más, a cargo de la ratificación de las decisiones presidenciales. Ya hoy en día el congreso ha venido cobrando -o haciendo intentos por tomar- una mayor independencia respecto al Ejecutivo. Esa tendencia promete acentuarse independientemente de quien gane los comicios, pero indudablemente se profundizaría mucho más de ganar la oposición (o aun si ninguno de los partidos rebasa el 50%). Es decir, el hecho de que el poder legislativo esté cobrando importancia tiene que ver con la creciente independencia que le confiere la realidad política actual. México está excepcionalmente mal preparado para esta contingencia.

La historia de países con gobiernos «divididos» no es grata en casi ningún país. Las experiencias latinoamericanas son particularmente malas, como ilustran los casos de Brasil, el Chile de Allende, Perú, etcétera. Quizá el temperamento latino haga difícil la negociación entre las distintas instancias de gobierno, razón por la cual los países de la región suelen tener gobiernos con un acentuado presidencialismo. Pero también es posible que el problema no radique en el temperamento, sino en las estructuras institucionales. España y Portugal demuestran que es posible la convivencia entre partidos distintos, como ilustra el actual gobierno de Aznar. Lo que importa es que existan mecanismos institucionales que establezcan reglas del juego claras para todos y que permitan evitar una parálisis presupuestal si no llegan a ponerse de acuerdo las partes y que faciliten la solución del problema de los vetos, que no está prevista en nuestra legislación. Sería útil acelerar el paso en esta materia par evitar descalabros innecesarios en caso de que el PRI no logre la victoria en el legislativo que el gobierno tanto desea.

No es posible minimizar la complejidad de un escenario en el que ningún partido lograra una mayoría absoluta, sobre todo cuando la agenda gubernamental ofrece tan poca latitud de negociación y cuando nos encontramos en una coyuntura tan frágil como para llevar a cabo todavía más cambios económicos o de cualquier otro tipo. Sin embargo, tampoco es razonable minimizar el impacto que la actual crisis -y su manejo- ha tenido sobre la población. Si el resultado de la próxima elección es un congreso sin mayoría priísta será porque los mexicanos habrían llegado a la conclusión de que son preferibles los entuertos y negociaciones altisonantes que las consecuencias de un gobierno con rienda suelta.

 

DE 1994 A 1997

 Luis Rubio

 Tres años llenos de convulsiones están por llegar a su fin. Las elecciones de agosto de 1994 marcaron el inicio de una nueva era en el país, abriendo una verdadera caja de Pandora. Meses después concluía un sexenio lleno de cambios y promesas de transformación que, a final de cuentas, no pudieron ser íntegramente cumplidas.  Hubo avances fundamentales, pero que no llegaron a cuajar. Más bien, con el fin de 1994 se vino al suelo la noción de que la construcción de un país moderno se puede llevar a cabo desde arriba. A partir de entonces, por casi tres años, los mexicanos hemos tenido que enfrentar la dura realidad de tener que construir los cimientos del futuro sin planos.

 

Estos tres años han sido por demás complejos. Se iniciaron con el choque entre las promesas gubernamentales de cambio político y la dura realidad económica. En el momento en que fueron planteados, los objetivos políticos de acotamiento constitucional del poder presidencial y de construcción por consenso de una nueva estructura institucional eran no sólo encomiables, sino alcanzables. También parecía viable la noción de que la industria se iría ajustando a las condiciones impuestas tanto por el conjunto de factores negativos que las crisis de los setenta y ochenta habían producido, -inflación, sobreendeudamiento, etc.-, como por las reformas de la segunda mitad de los ochenta y primera de los noventa: desregulación, privatizaciones y apertura a las importaciones. Los resultados electorales de agosto de 1994 confirmaban que la población podía no estar plenamente  satisfecha con los resultados, pero veía un rayo de luz en el horizonte.

 

La devaluación de diciembre de 1994 acabó por dar al traste con todos esos conceptos. La reforma política pasó a segundo plano, toda vez que la apremiante situación económica desvieló las prioridades gubernamentales. Por su parte, la economía mostró, como nunca antes, su división en dos grupos: uno que súbitamente comenzó a evidenciar la fortaleza intrínseca de una buena parte de la industria mexicana, que no perdió el tiempo en los ochenta y tempranos noventa, sino que se dedicó a volverse competitiva; y el otro, en el que se encuentra el resto de la industria nacional, que nunca se percató de qué tanto había cambiado el país en ese periodo y que ahora está pagando el enorme precio de su rezago.

 

Habiendo perdido la posibilidad de llevar a cabo una reforma trascendental de la política mexicana como era su propósito inicial y sumido en el drama de una complejísima y costosísima restructuración de las finanzas públicas, el gobierno optó por lograr lo posible. Así lo hizo en el tema de la reforma política. Luego de dos años de intermitentes e interminables negociaciones entre el gobierno y los partidos políticos. Se conformó en paquete legislativo conteniendo importantes avances en materia electoral. En el camino quedaron abandonados los sueños de una reforma política integral (que habría abarcado, según la agenda acordada, desde el federalismo hasta los medios de comunicación y desde los temas electorales hasta la libertad de expresión). Para fines de 1996 se había concluido, aunque con raspones en el cierre, la reforma electoral. Quizá más importante, mientras esos últimos detalles cobraban forma, el gobierno enfrentó, más allá de rumores, los primeros llamados de atención a su propia capacidad de gobernar hasta el fin de su mandato de la XVII Asamblea del PRI y luego en las elecciones municipales en los estados de México y Coahuila.

 

Ambas circunstancias marcarían la redefinición en el estilo y formas de gobernar que el propio gobierno hizo de sí mismo. Para el aniversario del PRI a principios de marzo, el presidente había asumido el papel histórico de líder y había logrado forjar los apoyos necesarios para poder gobernar sin limitaciones. Más importante, los priístas acabaron por ver en el presidente a la figura que les haría salir adelante de su crisis existencial. El arte de lo posible, como dicen los políticos, había llevado al reconocimiento, por ambas partes, de los límites que imponía la situación del país. La gran interrogante es si estas redefiniciones habrán de alterar la naturaleza del gobierno o la realidad cotidiana de los mexicanos.

 

Estas preguntas no son irrelevantes. El estruendoso fin del sexenio pasado; la falta de capacidad de la economía para crear puestos de trabajo en la medida de la oferta laboral y la realidad, buena y mala, de la industria mexicana, demuestran que las transformaciones que el país tiene que experimentar no van a venir de la sagrada providencia ni serán producto de algún milagro, incluidos los gubernamentales. Estas tendrán que provenir del trabajo y esfuerzo de cada uno de los habitantes del país y de los cambios conceptuales (y, por lo tanto, legales) que los hagan posibles. Las empresas que están prosperando no lograron su éxito actual cruzadas de brazos; más bien, han tenido que trabajar arduamente para convertirse en verdaderos portentos de productividad y capacidad competitiva. Lo mismo tendrá que ocurrir con todas las demás empresas y con todos los demás mexicanos en todos los ámbitos (lo que seguramente sólo será posible si es que se resuelve el problema educativo y la falta de capacitación). Por ello es pertinente dilucidar si el acercamiento entre el gobierno y el partido va a venir acompañado de un nuevo intento de emprender, desde arriba, otra transformación de todo lo que hay en el país.

 

La pregunta es relevante porque quizá el mayor mal que enfrenta el país es el que se deriva del hecho que éste se intenta reinventar cada seis años. En lugar de lograr continuidad en los programas gubernamentales, cada gobierno acaba cambiando las reglas del juego y, en general, la esencia de la vida económica, política y social. Cada redefinición arroja perdedores y ganadores, resentidos y agraciados. En su conjunto, las redefiniciones acaban paralizando al país porque nadie sabe a qué atenerse, porque lo que era válido súbitamente deja de serlo y porque los intentos persistentes por proteger a algunos acaban por descarrilar a la mayoría. Aunque este problema es general para toda la vida nacional, en la economía es particularmente notorio: la mayor parte de las empresas que se encuentran en problemas lo están precisamente por haber vivido protegidas y subsidiadas, sin la necesidad de atender a  las señales del mercado o de  ajustarse a la cambiante realidad.  En otras palabras, sobrevivieron sin la necesidad de esforzarse.

 

Por tres años, el gobierno ha tenido que lidiar con la mayor crisis del México moderno. La complejidad de los problemas que se enfrentaron alteraron la manera de funcionar del gobierno y su relación con la sociedad. Por primera vez en nuestra historia reciente, ha sido la sociedad -en todos sus ámbitos- la que ha tenido que encarar y resolver sus problemas. Aunque el gobierno ha ido respondiendo con un programa aquí y un plan allá, la realidad tangible es que la iniciativa fue pasando poco a poco a los empresarios, a los endeudados, a los partidos políticos. Si uno ve el mundo a nuestro alrededor, nos percatamos de que, como país, súbitamente llegamos a lo que en el mundo en general ha sido la historia cotidiana del siglo XX. Quizá hubiese sido mejor llegar sin crisis de por medio, pero el hecho es que la crisis de 1994 nos ha obligado a actuar más allá de lo que el gobierno puede alcanzar. Por ello, si la reciente redefinición gubernamental va a entrañar un intento por retornar a las decisiones de arriba hacia abajo y a los intentos de imponer un estilo temporal (de antaño) de administrar la economía, entonces estos tres años de convulsiones no habrán servido para nada. Si, por el contrario, la redefinición gubernamental no es más que una necesaria reconciliación o acercamiento entre el gobierno y su partido para poder ejercer sus funciones y llevar a cabo sus programas, bienvenida sea.

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LAS AFORES – AHORRO O EXPOLIACION

Luis Rubio

El ahorro interno es la prioridad económica del gobierno federal. A partir de la devaluación de 1994, el gobierno decidió que sólo con una elevada tasa de ahorro interno se podría evitar la recurrencia de las crisis cambiarias. Este diagnóstico le llevó a utilizar dos caminos complementarios para lograr tal objetivo. Por un lado, elevó los impuestos, particularmente el IVA, como mecanismo de ahorro forzoso. Por otra parte, modificó la estructura y operación del sistema de retiro, cesantía y vejez que antes administraba el IMSS. Las llamadas Afores son empresas privadas que en lo sucesivo van a administrar los fondos para el retiro. Ahora que estamos siendo bombardeados por la publicidad de dichas instituciones, es pertinente reconocer que junto con el resto de la población actualmente afiliada al IMSS, estamos en peligro de ser esquilmados una vez más como ha sucedido con el fondo de pensiones del IMSS y con el despojo vía INFONAVIT.

La creación de las llamadas Afores, administradoras de fondos para el retiro, es un intento por asegurar que el ahorro interno se incremente en forma significativa. Las Afores vienen a substituir al IMSS como la fuente fundamental de recursos para cuando los trabajadores de hoy lleguen a ser pensionados. En el pasado, las empresas, los empleados y trabajadores hacían aportaciones al IMSS para ir constituyendo un fondo colectivo, mismo que, en teoría, el IMSS invertía a fin de aumentar el valor del fondo y contar con los recursos necesarios para hacer frente a su obligación con los trabajadores. En la realidad, el IMSS se dedicó a dispendiar ese dinero en la construcción de suntuosos hospitales, teatros, unidades habitacionales, etc. y, sobre todo, en el subsidio al creciente costo de los servicios médicos del propio Seguro Social. Es decir, en lugar de mantener separadas las cuentas de seguro médicas de las cuentas de pensiones, el IMSS las sumó y acabó utilizándolas a su antojo. Esto hizo posible que los gastos médicos, los sueldos, las prestaciones del personal y demás crecieran muy por encima de la inflación. Desde la perspectiva de los mexicanos que aportaron sus ahorros al IMSS para garantizar un retiro digno, lo que sus sucesivas administraciones hicieron fue nada menos que un robo.

El sistema de pensiones plenamente financiadas fue adoptado por Chile en los setenta con enorme éxito. A diferencia del sistema globalizador de solidaridad intergeneracional que regía en el IMSS, las Afores van a ir recibiendo los pagos por parte de patrones y empleados a lo largo del tiempo y lo van a depositar en cuentas individuales a nombre de cada titular. De esta manera, el total de ahorro que acumule cada persona va a depender de las aportaciones que realice a lo largo del tiempo. La persona sabrá con precisión cuánto lleva ahorrado, lo que le permitirá contar con esos fondos de una manera confiable. En Chile, y más recientemente en Argentina, esos sistemas han logrado verdaderos milagros no sólo porque ahora las personas que cuentan con pesos constantes y sonantes en lugar de vagas promesas, sino también porque el ahorro interno de ambas naciones ha crecido en forma dramática. La idea es excelente.

Sin embargo, las bondades del esquema desmerecen cuando se analizan comparativamente las comisiones que las distintas Afores cobran. El abuso parece caracterizar a casi todas. Con dos excepciones, todas las Afores cobran un monto verdaderamente estrafalario cada vez que una persona hace una aportación: van a cobrar entre 13.8% y 27.23% de cada aportación. Es decir, de cada peso que uno aporte, las Afores descontarán su comisión por adelantado y depositarán un neto entre 72 y 86 centavos. El resto, pagado por anticipado, es el costo para el ahorrador por el privilegio de gozar de sus servicios. En otras palabras, una comisión del 1.7% equivale a aproximadamente 26% de la contribución (ahorro) que un empleado efectúa para su retiro. Algunas Afores van todavía más lejos, cobrando, además, una comisión sobre saldos. En otras palabras, este es un negocio redondo para los que se dediquen a administrar estos fondos.

Los bancos y empresas que han sido autorizados para constituir Afores argumentan que el costo de administrarlas es muy elevado porque las inversiones que se tienen que realizar son enormes. Ciertamente, si se quiere evitar caer en el marasmo de corrupción y burocratismo que ha sido el IMSS, es necesario asegurar que existan sistemas de cómputo y toda clase de controles dentro de las administradoras de fondos. En Chile y en Argentina los costos iniciales fueron semejantes. De hecho, si uno realiza proyecciones a quince años, las diferencias en resultados entre unas y otras Afores disminuyen. Algunas de las más agresivas en cobros acaban con resultados semejantes, e incluso superiores, a las que cobran menos. El que en algunos años unas y otras se equilibren ha llevado a que autoridades y administradoras de fondos se muestren muy complacidas.

A pesar de lo anterior, el que los resultados esperados en quince años resulten menos desfavorables de lo que aparecen a primera vista no puede ser razón de regocijo. En realidad hay dos temas complementarios clave que no están siendo analizados. Uno es el de las prácticas monopólicas implícitas en lo que están haciendo las Afores. El otro es la disposición de la autoridad regulatoria, el CONSAR que, en la práctica, lleva a una total ausencia de competencia efectiva en el mercado de pensiones. Las mayoría de las Afores están encantadas buscando clientes en forma colectiva, persiguiendo a líderes sindicales y cabezas de empresas con muchos empleados para lograr una afiliación a la vieja usanza corporativista. Es decir, a pesar de que las Afores son un intento de acabar con la tradición de violación sistemática de los derechos individuales que el corporativismo mexicano entrañaba, nada ha impedido que en la práctica se busque preservarlo por otras vías.

El segundo tema es crucial, pues hace posible que funcione el primero. Si bien hemos podido escuchar y observar numerosísimos anuncios y propuestas de cada una de las Afores, lo que es sorprendente es que no haya un solo anuncio comparativo. No hay una sola Afore que explique porqué es mejor que otra o porqué va a ser más rentable. Ante esto, pregunté en la CONSAR y me encontré con la explicación más obtusa que he escuchado: ¡está prohibido hacer publicidad comparativa! No vaya a ser que los consumidores se den cuenta de lo que los están robando. Difícil encontrar mejor explicación para la incredulidad.

Lo irónico de todo esto es que es difícil imaginar que hasta el más corrupto de los políticos o burócratas del pasado hubiese podido concebir un mecanismo para quedarse con una proporción de hasta el 27% de los fondos que recibían instituciones como el IMSS y el INFONAVIT (institución que, por cierto, seguirá bajo las reglas antiguas de expoliación del ahorro). A menos que se abra la competencia en la información, el nuevo sistema de pensiones va a ser mejor que lo que había antes, pero mucho menos bueno, para el país y para los futuros pensionados, de lo que podría haber sido.

 

UNA SOCIEDAD DIVIDIDA

Luis Rubio

La economía mexicana se ha dividido en dos grandes campos que reflejan fielmente nuestra realidad social. Efectivamente, la mexicana es una sociedad en la que hoy coexisten una serie de sectores o, quizá más propiamente, grupos de empresas sumamente productivas y exitosas, con una enorme proporción de la sociedad que vive de actividades económicas altamente improductivas con muy pobres prospectos de mejoría. Nuestro reto, como país, tendrá que ser, necesariamente, el disminuir esta brecha que ahora no hace sino profundizarse minuto a minuto.

Entre el fin de los sesenta y el fin de los ochenta, la economía mexicana pasó de un rápido crecimiento económico a un virtual estancamiento. En parte esto fue resultado del desastroso manejo económico en los setenta, que no hizo sino profundizar los rezagos y los vicios que ya de por sí caracterizaban a la economía mexicana. Pero en esta tendencia a la recesión también influyó -y de manera decisiva- el hecho de que el mundo en que vivíamos cambió en forma dramática, sin que nosotros hiciéramos prácticamente nada por adecuarnos a las nuevas realidades.

En los ochenta se inició el primer intento, tímido en un primer momento, por reconocer lo obvio: o cambiábamos o el país acabaría en un círculo vicioso de recesión y deterioro acelerado en los niveles de vida, sobre todo por la combinación de un excesivo crecimiento demográfico, y un virtual estancamiento de la economía. En los setenta estos problemas se fueron profundizando, hasta que acabamos en una serie de círculos viciosos al inicio de los ochenta. La economía no crecía mayor cosa, la mayoría de los empresarios no hacían nada por ajustarse a los cambios que experimentaba el país y el mundo, la educación se estancaba e incluso retrocedía en calidad y relevancia y la burocracia perfeccionaba sus métodos de obstrucción.

Para el inicio de los noventa ya existían millares de empresas que se habían transformado cabalmente o que estaba en franco proceso de lograrlo. Son esas empresas las que hoy exportan, las que crecen y las que tienen perspectivas sumamente promisorias, a pesar de la terrible contracción de los últimos meses. Según algunos cálculos no muy precisos, éstas representaban entre el sesenta y el ochenta por ciento de la actividad industrial.

En forma paralela al cambio gradual que se fue dando a lo largo de los ochenta en todas esas empresas, la mayoría de las otras se dedicó a no hacer nada. Su mercado decrecía poco a poco, pero muy pocas de hecho quebraban o cerraban. Esas empresas seguían produciendo y lograban sobrevivir -esa es la palabra correcta-, independientemente de que sus productos fuesen competitivos o no. Para fines prácticos, esto último creo la ilusión de que el masivo ajuste que la economía mexicana requería podría llevarse a cabo sin excesivos costos, medidos en términos de desempleo o quiebra de empresas.

Nunca sabremos si la apuesta por una transición suave era razonable o realista. La crisis de 1995 nos llevó a la cruda realidad de un país que no se ajustó a la nueva situación económica. Sea por desidia, por falta de visión o de información o por incapacidad, el hecho es que una porción nada despreciable de las empresas industriales simplemente ha sido incapaz de ajustarse, lo que está llevando a números impresionantes de empresas a la quiebra o, simplemente a cerrar. Si bien esas empresas probablemente no representan más del veinte o treinta por ciento de la producción industrial, sí constituyen el setenta u ochenta por ciento del total de las empresas y, por lo tanto, una muy significativa proporción del empleo industrial. Esto explica el hecho de que haya contrastes tan tajantes en el desempeño de unas empresas respecto a otras, así como la existencia de una realidad -y un debate- tan polarizada en el momento actual. La evidencia habla por si misma: Mientras que las exportaciones crecieron casi 21% en 1996, las ventas al menudeo disminuyeron en casi 2% respecto a 1995, el peor año de la historia moderna.

En este contexto tiene razón el gobierno cuando anuncia tasas de crecimiento muy atractivas, particularmente frente a la terrible contracción que se experimentó en 1995. Sin embargo, por real que sea ese crecimiento, su efecto sobre la mayoría de la población va a ser muy limitado. Independientemente de los efectos políticos que pudiese tener el contraste entre la expectativa de mejoría y la cruda realidad de estancamiento que un enorme número de mexicanos no va a poder eludir en los próximos meses y años, el hecho es que la recuperación de la economía va a ser muy sesgada y, por lo tanto, insuficiente para beneficiar a todos los mexicanos.

La pregunta es qué se puede hacer al respecto. Si uno revisa las propuestas de partidos políticos, economistas y organizaciones empresariales diversas, concluye que hay básicamente tres contrapropuestas a la política gubernamental. Una argumenta por un mayor gasto público como vehículo de estímulo económico para acelerar la recuperación. Otra argumenta que es necesario volver a proteger a la industria para con ello favorecer el renacimiento de las empresas que se han venido muriendo. La tercer propuesta sugiere que la solución reside en una modificación drástica en la manera en que el gobierno administra la economía, pues entre sus planteamientos se encuentran disminuciones en los impuestos, eliminación de regulaciones, privatización masiva, etcétera. Todas la contrapropuestas a la política gubernamental tienen su dosis ideológica así como de intereses concretos que se beneficiarían de adoptarse cada una de ellas, pero no por ello dejan de ser respetables.

El problema es que muchas de esas contrapropuestas no reconocen la realidad. La política gubernamental puede ser acertada o no, bien ejecutada o no, pero al menos tiene la enorme virtud de reconocer la realidad del mundo en que vivimos. Quienes proponen proteger a la industria o incrementar sensiblemente el gasto público no hacen otra cosa más que pretender que la parte menos productiva y más anticuada de la industria mexicana es la que nos va a sacar adelante, algo que es simplemente imposible. Lo que nos urgen son nuevas empresas, más inversión y una gran capacidad empresarial. El gobierno tiene que crear las condiciones para que eso sea posible. Pero sólo los empresarios pueden hacerlo realidad.

 

LA CERTIDUMBRE Y SU AUSENCIA

Luis Rubio

La revolución en la creación de riqueza que Don Xiaoping desató en China no tiene paralelo en la historia moderna del mundo. En sólo quince años, Deng desató innumerables fuerzas y recursos que habían estado reprimidos por décadas de ortodoxia maoista, logrando con ello una tasa de crecimiento promedio del 9% anual. Cerca de doscientos millones de chinos dejaron atrás la pobreza, en tanto que la población rural, tres cuartas partes del total, vio triplicar sus ingresos reales. Lo que hizo Deng no es muy distinto de lo que sucesivos gobiernos hicieron en México más o menos en el mismo periodo. Los resultados no podrían ser más diferentes.

Como en México, cuando Deng asumió el mando político en China, la norma era una economía autárquica, el reino de la burocracia y un desprecio absoluto por los mercados como mecanismo para la asignación de recursos. Hoy en día sobrevive una infinidad de empresas gubernamentales (la mayoría en manos de ciudades o de comunas y no del gobierno central), todas ellas involucradas en inversiones y coinversiones, típicamente con empresarios del exterior. Nadie sabe cuánto ganan o pierden estas empresas, pero son el componente principal del déficit fiscal del país y el principal impedimento a su incorporación en la Organización Mundial del Comercio. A pesar de ello, por más de una década, China ha sido el destino del mayor volumen de inversión extranjera en el mundo. Un pujante sector privado ha surgido y crecido, literalmente de la nada. Difícil imaginar una transformación más profunda, sobre todo si uno reconoce que el punto de partida era un país autocrático que perseguía fervientemente la mediocridad y la pobreza como mecanismos de control político para mantener la estabilidad en vez de procurarla y a la vez generar riqueza.

Si bien ninguna de las descripciones, análisis o biografías que existen sobre Deng, particularmente ahora que han proliferado con su muerte, lo pinta como un conocedor de la economía de mercado o como un creyente en sus instrumentos, la innovación que Deng aportó al desarrollo de China fue la de permitir que floreciera la economía a través de las decisiones individuales de millones de personas. Abandonó la pretensión de que l Deng se dedicó a empujar, convencer y promover a todos los ahorradores e inversionistas de la necesidad de acelerar el crecimiento de la economía. Ejerciendo un inusitado liderazgo, logró que se reactivaran proyectos de construcción, que los mercados bursátiles experimentaran una súbita recuperación y que los políticos y funcionarios del partido vieran en el desarrollo económico una oportunidad para su propio éxito. La economía retornó al crecimiento en un abrir y cerrar de ojos, logrando tasas de crecimiento promedio de más de doce por ciento entre 1992 y 1996. La suma de incentivos claros, un liderazgo promotor y una absoluta certidumbre para ahorradores e inversionistas no sólo sacó a China del hoyo en que se había metido, sino que generó una revitalización económica sin precedentes.

Lo irónico de la economía china, -en cuyo proceso de cambio reciente existen enormes paralelos con México- es que si bien se han llevado a cabo muchas reformas, lo que aun no se ha reformado todavía es abrumador. Para comenzar, el dogma prevaleciente sigue siendo que no existe conexión alguna entre la liberalización y el crecimiento de la economía y la gestación de demandas ciudadanas y políticas. El gobierno chino mantiene la noción de que el crecimiento en los ingresos de las personas, la movilidad de los trabajadores, la televisión y, en general, los cambios en el modo de vida de la población que la transformación económica ha traído consigo, no tienen relevancia política alguna. Para Deng, como para nuestros gobiernos recientes, las reformas económicas fueron vistas como un mecanismo para afianzar al sistema político tradicional; su objetivo (y esperanza) era el de mantener el status quo político a pesar de los cambios en la economía. Es decir, la reforma económica era vista como un soporte del sistema político autocrático.

En el ámbito económico, lo impactante de China es lo poco que se ha reformado y lo mucho que esas reformas han permitido lograr. El sistema financiero y bancario chino es totalmente inadecuado para responder a la demanda de crédito. Las empresas paraestatales siguen arrojando pérdidas y sus responsables no se avergüenzan en lo más mínimo al demandar ayudas, subsidios y todo tipo de prebendas. Millones de empresas se encuentran estancadas y paralizadas porque no hay una ley idónea para lidiar con quiebras que a la vez que permita cerrar a las empresas inviables, libere y, de hecho, desinmovilice activos que podrían ser extraordinariamente productivos en manos de otros empresarios. Lo impresionante es que todas estas abrumadoras semejanzas con México no han impedido que la economía china crezca y crezca, aparentemente sin límites.

La diferencia crucial con México no parece residir en ninguna de las virtudes del manejo económico, pues éste no parece ser particularmente virtuoso en ninguna de las dos naciones. Tampoco parece haber una diferencia medular en el régimen de propiedad pues, si algo, en China ese tema es todavía más confuso que en nuestro país. La corrupción de muchos funcionarios gubernamentales y del sector privado así como de empresarios, el nepotismo y la propensión de la burocracia a meter sus manos en todas las cosas tampoco parecen mostrar diferencias notables. En China también existen muchos renegados que preferirían retornar al mundo idílico de la utopía burocrática. Igual que en México, las reforma económicas, por incompletas e insuficientes que hayan sido, han alterado el orden político, minado la autoridad el partido gubernamental y han descentralizado la vida política, económica y social. En suma, lo que ha pasado en China a lo largo de las últimas dos décadas no parece ser extraordinariamente distinto a lo que ha ocurrido en México. Y, sin embargo, el ingreso per cápita de los chinos ha venido ascendiendo de una manera espectacular en tanto que el nuestro continua descendiendo.

La explicación de esta diferencia en resultados, a la luz de la semejanza en el proceso de reforma, parece residir en la certidumbre de que han gozado los chinos. Por dos décadas, el gobierno chinoa burocracia central sabia -y podía decidir en consencuencia- lo que era bueno para todos y cada uno de los cientos de millones de chinos y, con ello, hizo posible una impresionante revolución.

En el corazón de esa revolución se encuentra un principio muy pragmático que resultó crucial en el éxito económico de Deng. Para el sucesor de Mao, la esencia del desarrollo no se encontraba en lo que hiciera el gobierno, sino en el marco de referencia que se creara para los actores en la economía. Para Deng la existencia de incentivos específicos y bien definidos, así como de responsabilidades prestablecidas, era mucho más efectiva para generar el desarrollo de la economía que cualquier acción gubernamental o cualquier plan de desarrollo.

A pesar de lo anterior, Deng demostró en 1992 que comprendía que el gobierno tenía un papel central que jugar en el desarrollo económico. Cuando el ala conservadora del Partido Comunista intentó echar para atrás las reformas económicas luego de la masacre de Tiananmen en 1989, se ha esforzado por mantener la credibilidad en sus políticas. Si bien ha habido altibajos en el camino y varios momentos de ajuste económico orientados a bajar la inflación (otra semejanza), lo que se ha mantenido constante es la búsqueda sistemática de un entorno de certidumbre. Lo anterior incluso a pesar que el chino es un sistema político todavía más encerrado y menos público que el nuestro: la politiquería china no ha impedido que se mantenga la certidumbre ni se ha traducido en cambios permanentes en el actuar del gobierno. Aunque la política económica ha cambiado para adecuarse a las circunstancias, las reglas del juego han permanecido inalteradas. Los chinos saben a qué atenerse, están seguros de que el gobierno va a mantener el curso de la actividad económica y no tienen que dedicar horas y horas a entender la nueva regulación fiscal o la circular que altera la esencia de su actividad. Esa certidumbre, la mezcla de constancia en el actuar gubernamental y liderazgo claro en el proceso económico, parecen ser las diferencias cruciales con México.