Luis Rubio
Tres años llenos de convulsiones están por llegar a su fin. Las elecciones de agosto de 1994 marcaron el inicio de una nueva era en el país, abriendo una verdadera caja de Pandora. Meses después concluía un sexenio lleno de cambios y promesas de transformación que, a final de cuentas, no pudieron ser íntegramente cumplidas. Hubo avances fundamentales, pero que no llegaron a cuajar. Más bien, con el fin de 1994 se vino al suelo la noción de que la construcción de un país moderno se puede llevar a cabo desde arriba. A partir de entonces, por casi tres años, los mexicanos hemos tenido que enfrentar la dura realidad de tener que construir los cimientos del futuro sin planos.
Estos tres años han sido por demás complejos. Se iniciaron con el choque entre las promesas gubernamentales de cambio político y la dura realidad económica. En el momento en que fueron planteados, los objetivos políticos de acotamiento constitucional del poder presidencial y de construcción por consenso de una nueva estructura institucional eran no sólo encomiables, sino alcanzables. También parecía viable la noción de que la industria se iría ajustando a las condiciones impuestas tanto por el conjunto de factores negativos que las crisis de los setenta y ochenta habían producido, -inflación, sobreendeudamiento, etc.-, como por las reformas de la segunda mitad de los ochenta y primera de los noventa: desregulación, privatizaciones y apertura a las importaciones. Los resultados electorales de agosto de 1994 confirmaban que la población podía no estar plenamente satisfecha con los resultados, pero veía un rayo de luz en el horizonte.
La devaluación de diciembre de 1994 acabó por dar al traste con todos esos conceptos. La reforma política pasó a segundo plano, toda vez que la apremiante situación económica desvieló las prioridades gubernamentales. Por su parte, la economía mostró, como nunca antes, su división en dos grupos: uno que súbitamente comenzó a evidenciar la fortaleza intrínseca de una buena parte de la industria mexicana, que no perdió el tiempo en los ochenta y tempranos noventa, sino que se dedicó a volverse competitiva; y el otro, en el que se encuentra el resto de la industria nacional, que nunca se percató de qué tanto había cambiado el país en ese periodo y que ahora está pagando el enorme precio de su rezago.
Habiendo perdido la posibilidad de llevar a cabo una reforma trascendental de la política mexicana como era su propósito inicial y sumido en el drama de una complejísima y costosísima restructuración de las finanzas públicas, el gobierno optó por lograr lo posible. Así lo hizo en el tema de la reforma política. Luego de dos años de intermitentes e interminables negociaciones entre el gobierno y los partidos políticos. Se conformó en paquete legislativo conteniendo importantes avances en materia electoral. En el camino quedaron abandonados los sueños de una reforma política integral (que habría abarcado, según la agenda acordada, desde el federalismo hasta los medios de comunicación y desde los temas electorales hasta la libertad de expresión). Para fines de 1996 se había concluido, aunque con raspones en el cierre, la reforma electoral. Quizá más importante, mientras esos últimos detalles cobraban forma, el gobierno enfrentó, más allá de rumores, los primeros llamados de atención a su propia capacidad de gobernar hasta el fin de su mandato de la XVII Asamblea del PRI y luego en las elecciones municipales en los estados de México y Coahuila.
Ambas circunstancias marcarían la redefinición en el estilo y formas de gobernar que el propio gobierno hizo de sí mismo. Para el aniversario del PRI a principios de marzo, el presidente había asumido el papel histórico de líder y había logrado forjar los apoyos necesarios para poder gobernar sin limitaciones. Más importante, los priístas acabaron por ver en el presidente a la figura que les haría salir adelante de su crisis existencial. El arte de lo posible, como dicen los políticos, había llevado al reconocimiento, por ambas partes, de los límites que imponía la situación del país. La gran interrogante es si estas redefiniciones habrán de alterar la naturaleza del gobierno o la realidad cotidiana de los mexicanos.
Estas preguntas no son irrelevantes. El estruendoso fin del sexenio pasado; la falta de capacidad de la economía para crear puestos de trabajo en la medida de la oferta laboral y la realidad, buena y mala, de la industria mexicana, demuestran que las transformaciones que el país tiene que experimentar no van a venir de la sagrada providencia ni serán producto de algún milagro, incluidos los gubernamentales. Estas tendrán que provenir del trabajo y esfuerzo de cada uno de los habitantes del país y de los cambios conceptuales (y, por lo tanto, legales) que los hagan posibles. Las empresas que están prosperando no lograron su éxito actual cruzadas de brazos; más bien, han tenido que trabajar arduamente para convertirse en verdaderos portentos de productividad y capacidad competitiva. Lo mismo tendrá que ocurrir con todas las demás empresas y con todos los demás mexicanos en todos los ámbitos (lo que seguramente sólo será posible si es que se resuelve el problema educativo y la falta de capacitación). Por ello es pertinente dilucidar si el acercamiento entre el gobierno y el partido va a venir acompañado de un nuevo intento de emprender, desde arriba, otra transformación de todo lo que hay en el país.
La pregunta es relevante porque quizá el mayor mal que enfrenta el país es el que se deriva del hecho que éste se intenta reinventar cada seis años. En lugar de lograr continuidad en los programas gubernamentales, cada gobierno acaba cambiando las reglas del juego y, en general, la esencia de la vida económica, política y social. Cada redefinición arroja perdedores y ganadores, resentidos y agraciados. En su conjunto, las redefiniciones acaban paralizando al país porque nadie sabe a qué atenerse, porque lo que era válido súbitamente deja de serlo y porque los intentos persistentes por proteger a algunos acaban por descarrilar a la mayoría. Aunque este problema es general para toda la vida nacional, en la economía es particularmente notorio: la mayor parte de las empresas que se encuentran en problemas lo están precisamente por haber vivido protegidas y subsidiadas, sin la necesidad de atender a las señales del mercado o de ajustarse a la cambiante realidad. En otras palabras, sobrevivieron sin la necesidad de esforzarse.
Por tres años, el gobierno ha tenido que lidiar con la mayor crisis del México moderno. La complejidad de los problemas que se enfrentaron alteraron la manera de funcionar del gobierno y su relación con la sociedad. Por primera vez en nuestra historia reciente, ha sido la sociedad -en todos sus ámbitos- la que ha tenido que encarar y resolver sus problemas. Aunque el gobierno ha ido respondiendo con un programa aquí y un plan allá, la realidad tangible es que la iniciativa fue pasando poco a poco a los empresarios, a los endeudados, a los partidos políticos. Si uno ve el mundo a nuestro alrededor, nos percatamos de que, como país, súbitamente llegamos a lo que en el mundo en general ha sido la historia cotidiana del siglo XX. Quizá hubiese sido mejor llegar sin crisis de por medio, pero el hecho es que la crisis de 1994 nos ha obligado a actuar más allá de lo que el gobierno puede alcanzar. Por ello, si la reciente redefinición gubernamental va a entrañar un intento por retornar a las decisiones de arriba hacia abajo y a los intentos de imponer un estilo temporal (de antaño) de administrar la economía, entonces estos tres años de convulsiones no habrán servido para nada. Si, por el contrario, la redefinición gubernamental no es más que una necesaria reconciliación o acercamiento entre el gobierno y su partido para poder ejercer sus funciones y llevar a cabo sus programas, bienvenida sea.
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