Luis Rubio
La revolución en la creación de riqueza que Don Xiaoping desató en China no tiene paralelo en la historia moderna del mundo. En sólo quince años, Deng desató innumerables fuerzas y recursos que habían estado reprimidos por décadas de ortodoxia maoista, logrando con ello una tasa de crecimiento promedio del 9% anual. Cerca de doscientos millones de chinos dejaron atrás la pobreza, en tanto que la población rural, tres cuartas partes del total, vio triplicar sus ingresos reales. Lo que hizo Deng no es muy distinto de lo que sucesivos gobiernos hicieron en México más o menos en el mismo periodo. Los resultados no podrían ser más diferentes.
Como en México, cuando Deng asumió el mando político en China, la norma era una economía autárquica, el reino de la burocracia y un desprecio absoluto por los mercados como mecanismo para la asignación de recursos. Hoy en día sobrevive una infinidad de empresas gubernamentales (la mayoría en manos de ciudades o de comunas y no del gobierno central), todas ellas involucradas en inversiones y coinversiones, típicamente con empresarios del exterior. Nadie sabe cuánto ganan o pierden estas empresas, pero son el componente principal del déficit fiscal del país y el principal impedimento a su incorporación en la Organización Mundial del Comercio. A pesar de ello, por más de una década, China ha sido el destino del mayor volumen de inversión extranjera en el mundo. Un pujante sector privado ha surgido y crecido, literalmente de la nada. Difícil imaginar una transformación más profunda, sobre todo si uno reconoce que el punto de partida era un país autocrático que perseguía fervientemente la mediocridad y la pobreza como mecanismos de control político para mantener la estabilidad en vez de procurarla y a la vez generar riqueza.
Si bien ninguna de las descripciones, análisis o biografías que existen sobre Deng, particularmente ahora que han proliferado con su muerte, lo pinta como un conocedor de la economía de mercado o como un creyente en sus instrumentos, la innovación que Deng aportó al desarrollo de China fue la de permitir que floreciera la economía a través de las decisiones individuales de millones de personas. Abandonó la pretensión de que l Deng se dedicó a empujar, convencer y promover a todos los ahorradores e inversionistas de la necesidad de acelerar el crecimiento de la economía. Ejerciendo un inusitado liderazgo, logró que se reactivaran proyectos de construcción, que los mercados bursátiles experimentaran una súbita recuperación y que los políticos y funcionarios del partido vieran en el desarrollo económico una oportunidad para su propio éxito. La economía retornó al crecimiento en un abrir y cerrar de ojos, logrando tasas de crecimiento promedio de más de doce por ciento entre 1992 y 1996. La suma de incentivos claros, un liderazgo promotor y una absoluta certidumbre para ahorradores e inversionistas no sólo sacó a China del hoyo en que se había metido, sino que generó una revitalización económica sin precedentes.
Lo irónico de la economía china, -en cuyo proceso de cambio reciente existen enormes paralelos con México- es que si bien se han llevado a cabo muchas reformas, lo que aun no se ha reformado todavía es abrumador. Para comenzar, el dogma prevaleciente sigue siendo que no existe conexión alguna entre la liberalización y el crecimiento de la economía y la gestación de demandas ciudadanas y políticas. El gobierno chino mantiene la noción de que el crecimiento en los ingresos de las personas, la movilidad de los trabajadores, la televisión y, en general, los cambios en el modo de vida de la población que la transformación económica ha traído consigo, no tienen relevancia política alguna. Para Deng, como para nuestros gobiernos recientes, las reformas económicas fueron vistas como un mecanismo para afianzar al sistema político tradicional; su objetivo (y esperanza) era el de mantener el status quo político a pesar de los cambios en la economía. Es decir, la reforma económica era vista como un soporte del sistema político autocrático.
En el ámbito económico, lo impactante de China es lo poco que se ha reformado y lo mucho que esas reformas han permitido lograr. El sistema financiero y bancario chino es totalmente inadecuado para responder a la demanda de crédito. Las empresas paraestatales siguen arrojando pérdidas y sus responsables no se avergüenzan en lo más mínimo al demandar ayudas, subsidios y todo tipo de prebendas. Millones de empresas se encuentran estancadas y paralizadas porque no hay una ley idónea para lidiar con quiebras que a la vez que permita cerrar a las empresas inviables, libere y, de hecho, desinmovilice activos que podrían ser extraordinariamente productivos en manos de otros empresarios. Lo impresionante es que todas estas abrumadoras semejanzas con México no han impedido que la economía china crezca y crezca, aparentemente sin límites.
La diferencia crucial con México no parece residir en ninguna de las virtudes del manejo económico, pues éste no parece ser particularmente virtuoso en ninguna de las dos naciones. Tampoco parece haber una diferencia medular en el régimen de propiedad pues, si algo, en China ese tema es todavía más confuso que en nuestro país. La corrupción de muchos funcionarios gubernamentales y del sector privado así como de empresarios, el nepotismo y la propensión de la burocracia a meter sus manos en todas las cosas tampoco parecen mostrar diferencias notables. En China también existen muchos renegados que preferirían retornar al mundo idílico de la utopía burocrática. Igual que en México, las reforma económicas, por incompletas e insuficientes que hayan sido, han alterado el orden político, minado la autoridad el partido gubernamental y han descentralizado la vida política, económica y social. En suma, lo que ha pasado en China a lo largo de las últimas dos décadas no parece ser extraordinariamente distinto a lo que ha ocurrido en México. Y, sin embargo, el ingreso per cápita de los chinos ha venido ascendiendo de una manera espectacular en tanto que el nuestro continua descendiendo.
La explicación de esta diferencia en resultados, a la luz de la semejanza en el proceso de reforma, parece residir en la certidumbre de que han gozado los chinos. Por dos décadas, el gobierno chinoa burocracia central sabia -y podía decidir en consencuencia- lo que era bueno para todos y cada uno de los cientos de millones de chinos y, con ello, hizo posible una impresionante revolución.
En el corazón de esa revolución se encuentra un principio muy pragmático que resultó crucial en el éxito económico de Deng. Para el sucesor de Mao, la esencia del desarrollo no se encontraba en lo que hiciera el gobierno, sino en el marco de referencia que se creara para los actores en la economía. Para Deng la existencia de incentivos específicos y bien definidos, así como de responsabilidades prestablecidas, era mucho más efectiva para generar el desarrollo de la economía que cualquier acción gubernamental o cualquier plan de desarrollo.
A pesar de lo anterior, Deng demostró en 1992 que comprendía que el gobierno tenía un papel central que jugar en el desarrollo económico. Cuando el ala conservadora del Partido Comunista intentó echar para atrás las reformas económicas luego de la masacre de Tiananmen en 1989, se ha esforzado por mantener la credibilidad en sus políticas. Si bien ha habido altibajos en el camino y varios momentos de ajuste económico orientados a bajar la inflación (otra semejanza), lo que se ha mantenido constante es la búsqueda sistemática de un entorno de certidumbre. Lo anterior incluso a pesar que el chino es un sistema político todavía más encerrado y menos público que el nuestro: la politiquería china no ha impedido que se mantenga la certidumbre ni se ha traducido en cambios permanentes en el actuar del gobierno. Aunque la política económica ha cambiado para adecuarse a las circunstancias, las reglas del juego han permanecido inalteradas. Los chinos saben a qué atenerse, están seguros de que el gobierno va a mantener el curso de la actividad económica y no tienen que dedicar horas y horas a entender la nueva regulación fiscal o la circular que altera la esencia de su actividad. Esa certidumbre, la mezcla de constancia en el actuar gubernamental y liderazgo claro en el proceso económico, parecen ser las diferencias cruciales con México.