IVA Y DEVALUACION

Luis Rubio

La moda de este periodo postelectoral parece ser la de poner en duda todo lo que sí funciona de la política económica. Si uno se atiene a las posturas partidistas, parecería que la solución a todos los problemas de la economía, del empleo y del ingreso de los mexicanos se resolvería si se devalúa la moneda, se eleva el gasto público y se baja el IVA. Es posible que alguna combinación de acciones en estos frentes pudiese traer algún beneficio en el corto plazo. Sin embargo, más parece que lo que se busca es cambiar por cambiar. Lo importante para buena parte de los contingentes de los tres partidos parece ser cambiar algo: lo que sea. El problema es que, una vez que se comienza a cambiar algo, se corre el riesgo de que todo se venga para abajo.

La necedad de cambiar la política económica viene de una lectura muy peculiar de los resultados electorales recientes. Para muchos miembros importantes de los tres partidos, las ganancias o pérdidas que tuvieron el pasado seis de julio se debieron a un rechazo masivo de la política económica instrumentada por tres sucesivas administraciones. En función de esa lectura, muchos perredistas (particularmente los expriístas) están desatados proponiendo una reversión casi total de la política económica, para retornar a los días gloriosos del populismo revolucionario; los panistas pretenden alterar puntos específicos que les parecen errados, como si la planeación central fuese posible; y muchos priístas quisieran abandonar la política de su propio gobierno, a la que culpan de su derrota en las urnas. La realidad es que los tres partidos están proyectando sus propios prejuicios, pues las encuestas de salida no justifican su lectura.

Como en 1988, los partidos parecen estar viendo en los resultados electorales algo que no ocurrió. Según las encuestas de salida, sobre todo las del Distrito Federal, la población votó como lo hizo por tres razones principales: por la inseguridad pública que padecen en forma creciente, por la crisis económica y por su enojo contra el gobierno por el manejo de la devaluación, la corrupción y todos los vicios de un partido que ha estado en el poder por casi siete décadas. La población no objetó la política económica per se. El hecho de que la popularidad del presidente vaya en ascenso, casi en paralelo con el declive del PRI confirma que la población no está en contra de la política económica, sino de todo lo que ha ocurrido en el país a partir de 1994 y, sobre todo, al incompetente manejo de la crisis misma en 1995.

De ser válida esta lectura, los mexicanos ya expresaron su furia, como lo hicieron en 1988, y ahora podrían caminar en cualquier dirección. Es decir, sus preferencias futuras ya no estarían dominadas por los factores que les llevaron a votar como lo hicieron en esta ocasión. Lo importante ya no sería cambiar por cambiar (o sea, quitar al PRI), sino ver quién puede efectivamente resolver los problemas que aquejan sobre todo a esa masa de votantes que representan entre el 35% y el 40% del electorado- que no tienen filiación partidista y que son los que ahora determinan el resultado de las elecciones: en 1994 llevaron al PRI al gobierno y ahora le quitaron ese privilegio, al menos al nivel del Congreso, parcialmente del Senado y en algunos estados clave, incluyendo al Distrito Federal. Puesto en otros términos, el hecho de que los votantes le hayan dado una mayoría al PRD en el D.F. o le hayan quitado la mayoría absoluta al PRI en el Congreso no es necesariamente una condición permanente para el futuro. Todo es cambiante.

Por lo anterior, el debate en torno a la política económica es particularmente relevante. Los partidos y los políticos se guían por sus instintos y por sus dogmas. Los primeros pueden estar bien informados, pero los segundos jamás lo están. La filosofía de un partido sus dogmas- refleja una oferta política, una propuesta de visión política, una filosofía de gobierno, y no una lectura de la realidad específica en un momento dado. Los planes de gobierno, las propuestas de política y de acción son la esencia de las campañas, de los candidatos y de la política cotidiana. Es ahí donde los políticos y sus partidos intentan ganarse el favor de los votantes al proponer maneras concretas y específicas de combinar su filosofía partidista con su lectura del momento político. En el caso reciente de Inglaterra, Tony Blair comprendió que el dogmatismo histórico de su partido le llevaría al fracaso una vez más, por lo que lo abandonó e hizo virtualmente toda la estrategia de política económica de su rival, el Partido Conservador. La pregunta en nuestro caso es cuál será la estrategia que adopten los partidos en función de su lectura del momento actual con vista a las elecciones del año 2000.

A juzgar por el debate sobre la política económica y, particularmente, sobre el IVA y a política cambiaria no es obvio que los partidos hayan comprendido el mensaje de los electores. En la mayoría de los casos, los partidos siguen en la campaña pasada, cuando su responsabilidad ahora debería ser la de construir los elementos que servirían como fundamento para su próxima campaña. En el tema del IVA, por ejemplo, el debate es tan dogmático que resulta circular e inútil. De nada sirve que el gobierno se consuma en rasgarse las vestiduras sobre la manera en que salvó al país en 1995 gracias al aumento del IVA, cuando un manejo menos torpe de la economía en diciembre y enero de 1994 y 1995, respectivamente, habría evitado una crisis de las dimensiones de la de ese año. De la misma forma, la postura del PAN y del PRD sobre el IVA fue válida como táctica electoral, pero ahora resulta contraproducente: sí, efectivamente, el aumento del IVA en 1995 causó un enorme malestar entre los mexicanos, particularmente por el desprecio de los priístas hacia la población. Pero ese enojo fue materia del seis de julio pasado. Ahora que los votantes ya se desahogaron, lo que importa es definir la política de ingresos y egresos para el próximo año.

Hay buenas y muy convincentes razones económicas para argumentar que son mejores los impuestos indirectos (como el IVA) que los directos (como el impuesto sobre la renta), pues los impuestos indirectos reducen el consumo y estimulan el ahorro. En este sentido, la lógica del gobierno de no querer modificar el nivel del IVA es impecable. Sin embargo, no es la única manera en que se podría estimular el ahorro, ni el IVA al 15% es una cifra mágica. Según diversas estimaciones, el mismo efecto de ingresos fiscales se podría lograr si se pagara un IVA menor (de 10%) sobre muchos bienes y servicios que ahora están exentos de ese impuesto (como alimentos y medicinas), pero eso si efectivamente afectaría más a la población de menores ingresos. Quizá más práctico sería hacer cumplir el pago del impuesto, al que los consumidores están obligados, pero muchos de los productores y comerciantes deciden no pagar El punto importante es que no hay nada de mágico en el nivel del impuesto: como todo, es producto de una serie de discusiones y consideraciones políticas, filosóficas y de cálculos económicos. De discutirse esos elementos se podría llegar a acuerdos satisfactorios para todos.

El resultado electoral trajo consigo otro efecto muy peculiar: la inversión del exterior se ha elevado en forma extraordinaria, lo que ha hecho que el peso se aprecie (que el dólar cueste menos pesos). Muchos economistas y políticos no dejan de levantar la voz al cielo. Lo que urge, dicen, es devaluar pues sin ello vamos a caer en una nueva crisis cambiaria. La idea de devaluar en forma equivalente a la diferencia de inflaciones entre nuestro país y el de nuestros principales socios comerciales tiene sentido, siempre y cuando no acabe creando una espiral inflacionaria incontenible. Desde una perspectiva, parecería atractivo que el valor real del peso se mantenga constante por medio de un desliz permanente, de tal suerte que las exportaciones mexicanas reciban un subsidio y nos saquen del atolladero. El problema es que un desliz constante no hace sino empobrecer a los mexicanos y elevar la inflación en forma permanente. Quizá el mejor de todos los mundos sería el de reducir la inflación al nivel de nuestros socios comerciales y ya ahí, a muy bajos niveles, seguir una política de desliz de 1% al año o algo semejante.

Pero el problema es que los cuentos de hadas son eso: cuentos. Lo que los partidos y muchos de sus asesores pretenden es corregir lo que, desde su perspectiva, está mal, sin reparar en la consideración de que una vez que se comienza a hacer cambios, todo el esquema se puede caer, como un castillo de naipes. No hay que olvidar que el gobierno actual no tenía la menor intención de cambiar todo el esquema de política económica cuando, en diciembre de 1994, decidió devaluar. Solo quería cambiar un pequeño detalle. Lo que siguió habla por sí mismo.

Obviamente hay problemas y limitaciones en la política económica y, sin duda, hay muchas áreas en las que se podrían llevar a cabo cambios que mejoraran la situación general. El chiste es encontrar esos factores específicos que mejoren la situación general sin alterar el equilibrio general que ha permitido una incipiente recuperación. Por ello, en lugar de debatir el IVA, deberíamos estar debatiendo cómo incrementar el empleo y la inversión, pues sin éstos ni los partidos serían empleables.

 

LA INCERTIDUMBRE DE LA INVERSION

Luis Rubio

Mientras que una parte de la economía crece sin límites y otra está dominada por la incertidumbre, nada parece impedir el flujo de inversión extranjera hacia el país, aunque quizá sí la limita. Se trata de una contradicción sólo en apariencia. La realidad es que la inversión que viene hacia el país lo hace, en gran medida, porque tiene garantías suficientemente grandes como para hacer irrelevante esa incertidumbre. No obstante, no todo inversionista goza de ese beneficio, lo que hace que mucha de la inversión potencial -tanto de nacionales como de extranjeros- no se realice. ¿Será posible eliminar la incertidumbre para la inversión y en la economía en general?

La incertidumbre que permea a la economía tiene múltiples causas. La volatilidad política es claramente una de ellas, pero no la más importante. La volatilidad política tiene que ver con los procesos electorales, con el frecuente radicalismo en el lenguaje, con la aparición de grupos guerrilleros y demás. Sin embargo, nada de ello impidió que el país recibiera cerca de diez mil millones de dólares de inversión extranjera en 1996 y que vaya a recibir una cantidad semejante este año. Además, otros países que también enfrentan elevada volatilidad política, como China, han sido capaces de atraer enormes volúmenes de inversión extranjera. Ambas realidades sugieren que la volatilidad política es un problema serio y una fuerte causa de incertidumbre, pero no un impedimento absoluto a la inversión del exterior.

La abrumadora mayoría de la inversión que ha venido al país en los últimos años tiene una característica muy específica: se trata de empresas y fábricas que producen bienes que van a ser consumidos por la propia empresa inversionista. Es decir, se exportan a sí mismas, aprovechando el hecho de que en México tienen una mezcla óptima de menores costos y garantías jurídicas. Los menores costos son producto, esencialmente, del precio de la mano de obra. Las garantías jurídicas son resultado de la existencia del TLC. En ausencia del TLC, una gran parte de las empresas extranjeras que han invertido en el país se hubieran ido a otros países más baratos en materia laboral, como Haití, Vietnam o la República Dominicana.

La enorme incertidumbre que caracteriza a la economía mexicana se debe a los altibajos económicos y políticos, a la ausencia de reglas del juego que sean confiables, a los abusos de la burocracia, a los cambios constantes en las regulaciones tanto municipales como federales y, en general, a la inexistencia de mecanismos para que los empresarios se protejan de ese conjunto de decisiones y acciones generalmente arbitrarias. Estas realidades se traducen en elevadísimas tasas de interés, en costos de capital desproporcionadamente superiores a los de sus competidores en el resto del mundo y, en general, en desincentivos a la inversión. Un empresario mexicano que trata de realizar su actividad se encuentra ante la necesidad de vencer todos estos obstáculos. Muy pocos se animan a intentarlo.

En contraste con las empresas mexicanas y extranjeras que no tienen el mercado garantizado y que, por lo tanto, enfrentan enormes costos para operar y todo el peso de la incertidumbre que padece el país, las empresas que producen para sí mismas y que tienen mercados seguros para sus productos, disfrutan costos bajísimos de capital y, por inscribirse dentro de las reglas del TLC, de garantías jurídicas de las que no goza ninguna empresa fuera de ese régimen. La inversión que viene del exterior es maravillosa y debe ser bienvenida. Esa inversión provee fuentes de empleo, capacitación, exportaciones y el efecto riqueza de toda inversión en la forma de pago de sueldos, pagos a proveedores, compras de materias primas, etc. Todo esto es obviamente benéfico para el desarrollo del país, pero hasta ahora ha sido insuficiente.

Lo que va a hacer rico al país es la multiplicación de este tipo de oportunidades. Sin embargo, no hay mayor evidencia de que esto esté ocurriendo. Si la única inversión que viene al país -independientemente si ésta es nacional o extranjera- es la que tiene mercados seguros y garantizados así como garantías jurídicas sólidas, entonces tenemos que encontrar otras maneras de crear garantías que disminuyan (o, al menos, compensen) el costo de la enorme incertidumbre que prevalece en el país. Sin ello, el horizonte de crecimiento de la economía va a ser muy limitado, por más que algunos indicadores macroeconómicos sean muy favorables.

El TLC se ha convertido en un factor central para atraer la inversión no tanto porque liberalice el comercio -que ya de por sí está bastante desregulado en la mayoría de las ramas de actividades-, sino más bien porque establece reglas del juego muy específicas y confiables para los inversionistas. Todavía más importante, el TLC establece límites muy específicos a la arbitrariedad gubernamental, en particular en el ámbito de expropiaciones. A muchas personas les parecerá sorprendente el que estos factores sean importantes para un inversionista. Sin embargo, el hecho es que estos factores son cruciales en el proceso de toma de decisiones sobre dónde invertir y por qué hacerlo. Lo que no hay son condiciones semejantes para inversionistas que no caen bajo los supuestos del TLC y/o que no tienen mercados garantizados.

Algunas empresas mexicanas han comenzado a realizar inversiones en el país como empresas extranjeras para recibir la protección del TLC. Pero la mayoría no puede lograr algo semejante. La solución correcta a este problema obviamente reside en transformar las instituciones jurídicas, judiciales, policiacas y gubernamentales que en la actualidad impiden la inversión. Mientras no se inicie un proceso orientado a enfrentar el problema, la inversión no se va a recuperar en forma masiva. En el corto plazo, el problema podría enfrentarse por medio de instituciones y empresas del exterior que estén dispuestas a garantizar la inversión en el país -tanto a mexicanos como a extranjeros- respecto a actos de gobierno, como ocurre en entidades como OPIC. Pero aun esta vuelta requeriría la disposición del gobierno a reconocer que existe un problema serio y, por lo tanto, a actuar. A la fecha, sin embargo, no hay la menor evidencia de que esto esté ocurriendo.

 

NUESTRA DEBILIDAD INSTITUCIONAL

Luis Rubio

La reciente elección mostró las dos caras de nuestro futuro: las oportunidades que genera un proceso institucional que goza de credibilidad, pero también la profunda debilidad institucional que caracteriza al país y que conlleva la enorme posibilidad de generar movimientos pendulares en todos los ámbitos. De hecho, nuestra historia política moderna es una de bandazos en la política gubernamental. La pregunta hoy es si predominará la construcción institucional que yace detrás de la reforma electoral que amparó a la reciente elección o si volverá esa otra, menos encomiable, tradición de los bandazos, la impunidad, el autoritarismo y la intolerancia. Ambos escenarios son igualmente posibles.

La reforma electoral constituyó un enorme paso hacia adelante. Si bien nadie puede ignorar algunas potenciales anomalías, algunas reales y otras figuradas (como en Campeche) en los días que siguieron a la elección, es claro que los comicios representaron un avance dramático respecto al pasado. También es evidente que mucho de la legitimidad de que gozó la elección fue en gran medida, producto de la existencia de voluntad política para reconocer los triunfos que llegaran a tener partidos distintos al PRI. De no haber ganado el PRD la ciudad de México y el PAN dos importantes estados, los conflictos post-electorales hubieran sido inmanejables, independientemente de lo que los partidos hubiesen logrado en las urnas. Este es un reflejo de la profunda debilidad de las instituciones que tenemos.

En el viejo sistema político era imposible fortalecer a las instituciones, pues éstas no existían como tales, sino como mera representación del presidente de la república. Todo en el viejo sistema giraba en torno al presidente: el organigrama formal del gobierno tenía semejanza al de otros países con sistema presidencial, pero todos los mexicanos sabíamos que poderes como el legislativo y el judicial eran meros instrumentos de acción del presidente o de negociación con él. El poder recaía sobre el individuo, quien contaba con enormes recursos, de todo tipo, para hacer valer su voluntad. En ese mundo, nadie, al menos en el gobierno y en el Estado en general, podía ser independiente o autónomo, pues todo dependía del presidente y, en última instancia, todos le rendían cuentas a él. Como diría Cosío Villegas, la magia de ese sistema cuasi-dictatorial residía en que el reino era temporal y no hereditario.

Los resultados electorales del seis de julio crean una nueva realidad política que, además, el presidente ha hecho suya. En ausencia de una mayoría absoluta del PRI en el Congreso, la imposición flagrante se vuelve imposible. Los tecnócratas ya no podrán controlar la aprobación o desaprobación de las iniciativas de ley que se presenten, ni los términos en que esto se realiza. Ahora sus habilidades van a tener que incluir la de negociar, con frecuencia con personas que no tienen los mismos conocimientos técnicos, pero cuya legitimidad proviene de haber tenido mejor capacidad de convencer al electorado. Se trata de dos mundos radicalmente distintos que tendrán que aprender a convivir y a entenderse, para bien del país. La división de poderes entraña el enorme beneficio potencial de generar pesos y contrapesos, del tipo que buena falta nos hace a los mexicanos, acostumbrados más a la impunidad del funcionario público y a la imposición de la burocracia que a ser representados por los gobernantes en calidad de ciudadanos en lugar de súbitos. Pero un Congreso dividido, dada nuestra historia, también puede venir acompañado de recriminaciones viscerales, odios irredentos y una total incapacidad de comunicación entre los partidos presentes en ese foro, lo que podría llevarnos a una espiral de crisis interminables.

La duda en este momento es si los partidos van a tener la capacidad de dejar atrás el pasado para comenzar a construir un futuro mejor. Puesto en otros términos, los tres partidos principales tienen ahora la opción de hacer tabla rasa del pasado y dedicarse a construir los cimientos de un nuevo sistema político, fundamentado en reglas escritas y definidas, leyes que se acatan y un sistema de gobierno que las hace cumplir. La alternativa para los partidos sería la de dejarse ganar por los rencores que dominan a la mayor parte de los integrantes de las tres principales fuerzas políticas y dedicarse a buscar el momento de la revancha. La motivación de muchos de los miembros del PRD es de venganza por lo que ellos creen que ocurrió en 1988 y, en términos más generales, por las reformas que ha sufrido la economía desde mediados de los ochenta y que, a su modo de ver, son antipatrióticas. Su comportamiento donde han perdido así lo evidencia. Los miembros del PAN guardan un tipo de rencillas muy distintos. Para muchos de ellos, destruir al sistema priísta es una motivación mucho más trascendente que la de construir algo mejor. Si bien ese partido ha colaborado, esencialmente en el plano legislativo, con las reformas económicas, muchas de sus acciones están motivadas más por las vísceras que por la política. De los priístas no hay mucho que hablar en tanto que la mayoría de ellos sigue pensando que tiene el derecho exclusivo de orientar el destino del país y que no hay nadie mejor que ellos para hacerlo. Su actitud has sido tradicionalmente excluyente y su capacidad de negociación comienza y termina con sus intereses y privilegios particulares.

Puesto en otros términos, todos los partidos tienen profundas razones para dedicarse a destruir no sólo la oportunidad que los resultados electorales crearon, sino las pocas cosas que van extraordinariamente bien en el país. Si todos los partidos se aferran a sus convicciones y motivaciones más mezquinas, los bandazos políticos y económicos van a dominar al país. Si, por otra parte, los partidos se dedican a aprovechar la oportunidad y a demostrar que los pesos y contrapesos son un instrumento de desarrollo nacional, las posibilidades de construcción institucional van a ser virtualmente infinitas. Parte de la respuesta a este dilema va a tener que venir de la combinación de lo que los propios partidos y el gobierno federal hagan. El gobierno puede proveer incentivos para la negociación, así como plantear la necesidad de establecer límites a la modificación de los programas, sobre todo en el ámbito económico, que comienzan a rendir frutos. Por su parte, los partidos pueden negociar la alteración de algunas de las características de los programas económicos que más agravian a sus votantes. No existe mayor latitud en el modelo de desarrollo, pero existen muchas posibilidades de alterar sus instrumentos para satisfacer a todos. Es decir, es perfectamente factible llegar a establecer marcos de negociación que satisfagan tanto las necesidades y prioridades del desarrollo económico en esta época del mundo en que los gobiernos realmente tienen muy poca latitud de movimiento, como las demandas de la ciudadanía que no comparte algunos aspectos específicos de la política económica. Ambas no son necesariamente excluyentes.

Pero el punto de fondo no es el de la negociación de un presupuesto, sino el de la capacidad de los políticos de todos los partidos de remontar sus motivaciones más primitivas e irracionales. Mucho de ello va a depender de la capacidad de aprendizaje de cada diputado y senador en lo individual, por lo cual temas como el de la profesionalización de la clase política (de todos los partidos), quizá a través de la reelección, deben adquirir la urgencia que los tiempos ameritan. Lo que desde una perspectiva ciudadana ya no es aceptable es que, ahora que el viejo estilo presidencialista ya no tiene sustento de poder real, sigamos viviendo sin instituciones autónomas e independientes, así como sin un estado de derecho al que todos estemos igualmente sujetos.

 

CUAL CARDENAS ES EL BUENO

Luis Rubio

El periodo de campaña que acaba de concluir nos mostró a un Cárdenas deseoso de ganar a toda costa, pero no a un Cárdenas definido en cuanto a sus objetivos, prioridades y, sobre todo, a los medios que emplearía para alcanzarlos. Cuauhtémoc Cárdenas logró convertirse en el catalizador de los electores cuya preferencia era derrotar al gobierno, lo que le ha permitido nunca tener que explicar quién es el verdadero Cuauhtémoc y que es lo que realmente quiere. Ahora que ha sido electo a la gubernatura más importante del país -y al puesto político con mayor visibilidad después de la presidencia-, Cárdenas ha puesto su mira en la elección presidencial del año 2000. Es hora de que defina con toda claridad sus programas y prioridades.

La pregunta de quién es hoy Cárdenas y qué quiere lograr no es irrelevante. Acaba de ganar una reñida competencia en la que logró que una pluralidad de los electores lo eligieran para el gobierno del Distrito Federal. Ese es el puesto que se ganó. Sin embargo, nadie alberga duda alguna de que, por conveniencia propia y por el ridículo diseño de una gubernatura que dura tres años y concluye precisamente al final del sexenio, Cárdenas va a enfocar todos sus actos hacia la sucesión presidencial. Por supuesto que esa estrategia es válida y legítima. Sin embargo, el hecho de que lo sea no lo exime de tener que definirse, por voluntad propia o porque lo vaya haciendo a través de sus actos. De una manera o de otra, al buscar visibilidad nacional, va a estar mostrando su calidad de estadista.

Luego de más de diez años de ser candidato a nivel nacional, todavía no es claro cuáles son las políticas con las que Cárdenas está de acuerdo o en desacuerdo. Sabemos muy bien que está en desacuerdo, en términos generales, con muchas cosas, pero nunca sabemos con precisión qué es lo que objeta. A lo largo de su última campaña, Cárdenas logró pasar sin jamás tener que definirse sobre tema alguno y la prensa le dejó salirse con la suya, en buena medida porque había suficientes electores en la ciudad de México para los cuales deshacerse del PRI era más importante que analizar las alternativas. Sin embargo, como gobernante, Cárdenas ya no va a poder responder a cualquier cuestionamiento con frases como habrá que revisarlo o debe abrirse una consulta sobre el tema, y la prensa tendrá que ser tan crítica con él como lo ha sido con gobiernos emanados del PRI. Hay cuatro persistentes imágenes que quedan del último periodo electoral: Cárdenas el del modelo chileno; Cárdenas el del viejo PRI (cuya coalición aparentemente pretende recrear); Cárdenas el de la revancha por la elección de 1988; y Cárdenas el que simplemente quiere ser presidente y ya. ¿Cuál de todos estos Cárdenas es el bueno?

Una buena manera de comenzar a comprender quién es y qué quiere el gobernador electo de la ciudad de México sería preguntándole si comparte la plataforma económica que publicó su partido y, si no, que defina sus diferencias. Ese programa constituye una dramática mejoría sobre todo lo que había publicado el PRD en el pasado, toda vez que fue realizado por economistas serios y responsables, pero sigue siendo un programa que parte del supuesto de que el gobierno tiene todas las cartas en la mano, que no hay restricciones insalvables y que las personas y los mercados van a reaccionar de acuerdo a los designios gubernamentales. El programa está saturado de ejemplos que muestran que el PRD concibe a la economía como algo fácilmente manipulable por el gobierno; esto es, parte del supuesto de que los deseos del gobierno necesariamente se materializan en la actividad económica. Por eso es tan importante que se defina en temas cruciales como el del Tratado de Libre Comercio y la autonomía del banco central, dos instrumentos diseñados ex profeso para disciplinar al gobierno. Si opta por alterarlos, va a abrir la caja de Pandora.

Claramente, los perredistas no creen en los mercados y no reconocen el hecho indisputable de que los gobiernos -todos- tienen cada vez menor latitud respecto a su capacidad de manipulación, es decir, de regresar a nuestra añeja práctica de tratar de vivir en la economía ficción, como pudimos ver a principios de 1995. Cuando un gobierno se sale de la norma, los mercados financieros responden, en ocasiones hasta en forma violenta, a través de vehículos como la bolsa, los movimientos de capital, y en las decisiones de ahorrar e invertir. Si Cárdenas va a intentar recrear el mundo perfecto del pasado priísta, tendremos que amarrarnos los cinturones en serio; si, en cambio, quiere presidir y encauzar la gran transformación política y económica que México requiere con urgencia, sería mejor que se preparara para recrear el ejemplo de Aylwin en Chile, donde nada, ni una coma, fue cambiado en materia económica al finalizar la era de Pinochet. El éxito de Cuauhtémoc provendría de lograr hacer más humano y eficiente el programa económico, pero sin alterar sus estructuras e instituciones fundamentales. En eso, y no en tratar de echar para atrás la esencia de lo que sí funciona, reside su verdadero reto. El proceso de aprendizaje confiadamente será corto, pues cualquier cosa que el próximo gobernador haga tendrá un costo. Nada es gratuito.

Los próximos tres años van a ser sumamente complejos tanto para el nuevo gobierno del D.F., como para la definición de responsabilidades entre la ciudad y el gobierno federal. El gobierno que Cárdenas va a presidir en la ciudad de México podría haber estado severamente limitado en su capacidad de acción. Con el acuerdo al que llegó con el presidente respecto a los nombramientos de sus principales colaboradores, sobre todo en materia de policía y procuraduría, Cárdenas va a tener toda la responsabilidad del gobierno de la ciudad. Con ello no tendrá incentivo alguno de culpar al gobierno federal de lo que salga mal y, a la vez, asumirá los beneficios, pero también los costos, de su gestión. Con suerte, estos acuerdos impedirán que la relación del gobierno de la ciudad con el federal se convierta en el factor de mayor confrontación y desquiciamiento que jamás hayamos visto.

Por otro lado, nadie, comenzando por el propio Cuauhtémoc Cárdenas, puede ignorar el hecho de que fue elegido por menos de la mitad del electorado de la ciudad. Si bien eso no le resta legitimidad electoral, si constituye un factor clave para su desempeño. Los defeños no le dieron un mandato absoluto e ilimitado para llevar a cabo cambios drásticos. Muchos de los votos que captó de por si fueron votos de protesta, lo que constituye un mensaje poderoso en sí mismo. Como gobernante, Cárdenas tendrá que hacer lo que él mismo exigió a los dos últimos presidentes: gobernar para todos, sin distinción de preferencia partidista o lugar de residencia. Esto le otorga la mayor oportunidad de desligarse de los extremos de su partido y de crear con ello una base de credibilidad y confianza entre la población y los agentes económicos de que gobernará con prudencia, reconociendo las limitaciones inherentes a toda actividad gubernamental. Cárdenas tiene la enorme ventaja de ser muy conocido en el país, lo que lo coloca kilómetros adelante de cualquier posible contrincante a la presidencia para el año 2000. Pero esa visibilidad también entraña el otro lado de la moneda: todo mundo lo va a juzgar en los meses y años que vienen por lo que haga en función de una futura presidencia y no en la medida de un simple gobierno de la ciudad. A Cárdenas le tomó más de una década llegar a donde está. Ojalá no desperdicie la oportunidad.

La nueva gubernatura de la ciudad de México está mal diseñada porque dejó para después las definiciones que debieron haberse establecido antes de la elección. En los meses próximos será imperativo que el gobierno federal y el equipo del próximo gobernador precisen qué es de quién y cómo se van a diferenciar sus funciones. El gobierno federal tendrá ahí la oportunidad de construir los cimientos de un gobierno plural, pero también podría adoptar la estrategia de hostigamiento y rechazo que tanto daño nos ha hecho en las últimas dos décadas y que, de alguna manera, condicionó el resultado de ahora. Por su parte, Cuauhtémoc Cárdenas va a tener que reconocer la complejidad del mundo real y demostrar que sabe gobernar tanto como criticar al gobierno, y que sabe los límites de lo que un gobierno puede hacer antes de generar reacciones desaforadas como las que vivimos en 1976 y 1982. Hasta ahora, la tolerancia de los electores ha sido magnánima; cuando los problemas no resueltos de la ciudad comiencen a agobiar a ese mismo electorado, Cárdenas tendrá que actuar. Su presencia y estrategia no deja lugar a dudas de que su objetivo es la presidencia de la República. A partir de ahora será juzgado a la luz de ese umbral. ¿Tendrá el tamaño?

 

ZEDILLO – GARANTE DEL CAMBIO

Luis Rubio

El resultado electoral no deja lugar a dudas: la población está furiosa con el gobierno y decidió aprovechar el vehículo más institucional, y en este momento el menos grave y costoso, para mandar una señal fuerte y clara. O las cosas cambian, parece decir la abrumadora mayoría de los mexicanos, o el gobierno se va a su casa. La población está enojada por la crisis económica que ha vivido desde diciembre del 94, por lo que considera un engaño del gobierno anterior, por la falta de claridad sobre el futuro, por la criminalidad que no cesa, por el mar de corrupción, por la lacerante impunidad y por la enorme incertidumbre que todo esto genera. Al manifestar su descontento ha creado una nueva realidad política: lo que ahora cuenta es quién se alía con quién y en qué términos.

La nueva realidad política puede ser vista como una fuente de incesantes problemas o como la oportunidad de construir un nuevo sistema político, que substituya el arcaísmo en que hemos vivido. Lo que era válido cuando se fundó el PRI, en la realidad del México de los veinte, nada tiene que ver con las circunstancias de hoy. El PRI ha venido caminando con muletas tan absurdas -y con resultados tan contraproducentes- como lo demuestra el reciente intento de su líder de vanagloriar el mundo del pasado como justificación para quedarse en el poder. Lo que la elección demuestra es que el PRI erró al escoger a su enemigo y ahora tendrá que pagar por ello, pues, en esta elección, a nivel federal, no hubo más que un resultado: el PRI perdió. Los apologistas del PRD han querido ver en su ascenso un parteaguas en la historia nacional. Pero los votos parecen señalar que la mayoría de los mexicanos optaron por castigar al PRI más que mostrar una marcada preferencia por otro partido, como lo demuestra el voto nacional del PRD, a diferencia del de Cárdenas, y los triunfos del PAN en Nuevo León y Querétaro.

Sea cual fuere la motivación de los electores, la política nacional ya cambió. Sin mayoría absoluta, el gobierno no tendrá más remedio que negociar con los diputados de otros partidos para poder llevar a cabo sus funciones. Esa negociación podrá adquirir diversas modalidades: desde acuerdos específicos para cada iniciativa de ley, hasta alianzas y coaliciones más perdurables. De una forma u otra, el gobierno sólo podrá actuar en la medida en que logre tanto el apoyo legislativo que requieran sus decisiones, como el apoyo de una población escéptica y, en general, molesta por la falta de oportunidades, empleos e ingresos. Este nuevo escenario va a requerir de una acción presidencial muy distinta a la que ha tenido lugar a lo largo de los últimos treinta meses.

El gran activo del presidente es su creciente popularidad. Claramente, la población aprecia su honestidad, sus convicciones y su estabilidad. A pesar de los altibajos en algunos temas, su actuar ha sido constante y consistente. Su discurso ha seguido dos líneas, en ocasiones contradictorias entre sí: por un lado, ha construido una plataforma de estadista que lo coloca por encima de los conflictos cotidianos viendo hacia el futuro. Por el otro, ha restablecido la alianza con su partido -esto sí, al cuarto para las doce- y se ha dedicado, como es lógico, a promover a sus candidatos. El resultado de la elección reprobó la línea partidista y confirmó lo acertado, urgente y necesario de contar con un estadista en este momento tan acusado de cambio político.

El rey de España supo convertir el momento de crisis en un pedestal para su gloria. Así hoy el presidente Zedillo se encuentra en el momento más dramático, pero también el que ofrece más oportunidades, de su sexenio. Ante los resultados de la elección, optó acertadamente por la línea de conciliación y de la construcción de un futuro democrático, aunque ignoró, una vez más, al PAN como potencial socio legislativo. Con todo, evitó que se agudizara la polarización que venía adquiriendo una preocupante dinámica en los meses recientes. Un triunfo para la prudencia y la estabilidad.

Pero la línea de conciliación sólo va a resolver uno de los problemas que esta elección ha creado. Conciliando se podrá crear un espacio de competencia política institucional donde todos los partidos e intereses tengan la posibilidad de luchar por el poder y expresar sus puntos de vista. Ese es precisamente el papel de la política. Pero, por otra parte, la realidad de hoy es que la política mexicana ya cambió por el mero hecho de que el punto de conflicto ya no va a ser meramente entre partidos, como lo fue en esta ocasión, sino también entre perspectivas ideológicas. Hasta esta elección, todo conflicto ideológico quedaba sofocado dentro del PRI. Lo que contaba era la decisión presidencial. La función del PRI ya nunca más será la misma. Hoy el conflicto político-ideológico va a ser público, en el Congreso.

En este nuevo mundo, algunos priístas seguramente optarán por retornar a sus orígenes en la figura del PRD, mientras que otros intentarán construir una nueva organización política capaz de representarlos exitosamente en el 2000. De contar con un liderazgo nuevo, fresco, totalmente independiente del priísmo decadente, el PRI tendría todo un mundo de posibilidades, sobre todo porque confrontaría a una población al menos tan escéptica de la oposición como furiosa con el PRI. Es decir, el PRI perdió una elección muy importante pero no decisiva. La verdadera prueba, la prueba a la que el PRD también apostó en esta ocasión, vendrá en el 2000.

Pero más allá de las posibilidades que tenga el PRI de liberarse de lo que siempre fue (corrupto y autoritario), se encuentra la lucha ideológica que ya se perfila. Las líneas de conflicto son muy obvias, toda vez que no sólo tienen un referente de preferencias partidistas, sino que reflejan la realidad objetiva de los mexicanos. El PRD explotó como base política a los mexicanos que han perdido en esta etapa de transformación económica, a los que han pagado con mayor severidad los costos de la crisis y a los que no ven solución al problema de inseguridad pública. Su éxito habla por sí mismo. Por su parte, ni el PAN ni el PRI entendieron que su base política se encuentra entre quienes se están beneficiando del cambio económico. Por ello, en lugar de apoyarse en la cara del México exitoso que ya está siendo realidad en muchas localidades y que lo podría ser en todas, se dedicaron a hacerse bolas: el PAN por su mesianismo y el PRI por atacar al PAN y querer esgrimir las banderas de Cárdenas, con lo que únicamente logró reforzarlo.

La ironía de todo esto es que el México que puede ser no es una promesa inmersa en una utopía perdida en una ilusión, sino una realidad concreta que empieza a manifestarse en diversas partes del país. Las reformas de los últimos diez o quince años ya están rindiendo frutos en el norte, en el occidente y en el oriente del país. No es casualidad que en esos lugares el voto de castigo haya sido mucho menor. El PAN, cuando todavía tenía brújula, supo sumarse al México del futuro cuando votó activamente por las reformas económicas, a sabiendas de que éstas inevitablemente llevarían a una transformación política, como la que comenzamos a ver estos días. Por su lado, existen priístas que reconocen que su futuro yace en convertirse en el abogado más grande de estas nuevas realidades, en buena medida porque nadie podrá conquistar las mentes y almas del viejo México, que es la base natural del viejo PRI, hoy PRD. El PRI puede ser liberal y popular a una misma vez, pero no si reniega de lo que sus gobiernos han hecho en la última década.

Los resultados electorales también evidencian la total ausencia de liderazgo político. Los partidos y candidatos compitieron por imágenes y no por ideas o programas. Por esa razón, esta elección arrojó un resultado tan poco convincente, en el que ningún partido logró mayoría de nada. Lo que los mexicanos claramente requieren es un debate de ideas, de programas y de oportunidades para el futuro. Nadie como el presidente para forjar un consenso para ese futuro. Nadie como el presidente para asegurar que el proceso de cambio continúe. Pero, como esta elección demostró, eso sólo se puede lograr con el concurso, apoyo y participación de la población. Lo imperativo es forjar ese consenso popular y desarrollar un frente legislativo multipartidista que lo lleve a la práctica.

Por ello, la única coalición legislativa que se puede traducir en triunfos para el México moderno es la que puedan construir el gobierno, lo que quede del PRI y el PAN. Ninguno de ellos tiene la menor posibilidad de salir exitoso del hoyo en que se encuentra sin jugar de compañeros con los otros dos. De esta manera, o juegan juntos o los tres se hunden. Enorme paquete, pero también la única opción.

 

CALMA CHICHA

Luis Rubio

Hoy es el día de la verdad. Al menos de una primera verdad. Para mucha gente el día es trascendental porque está convencida de que el PRI ha monopolizado la política mexicana por décadas valiéndose del fraude electoral. Según este razonamiento, ahora que se han eliminado los sesgos que favorecían al PRI en la legislación y práctica electorales, muchos mexicanos esperan que el PRI pierda y que con ello la democracia comience a funcionar. En realidad, la democracia mexicana apenas está en pañales y esta realidad poco se va a afectar por el resultado de la contienda que hoy tiene lugar. Lo que las elecciones de hoy van a determinar es la urgencia con que nuestra democracia tendrá que madurar.

Sin afán de menospreciar la importancia y trascendencia local de las contiendas electorales a nivel estatal y municipal a lo largo y ancho del país, no es exagerado afirmar que las dos disputas cruciales del día de hoy son la del Distrito Federal y la de la Cámara de Diputados. En ambas instancias, el país enfrenta tanto la mayor oportunidad de avanzar en su proceso de desarrollo político, como el enorme riesgo de iniciar un período de confrontaciones, recriminaciones y disrupción en todos los órdenes.

Si por algo se ha distinguido el período de campañas, con la notable excepción del mini debate entre los candidatos al senado, esto ha sido por la ausencia de debate sobre los problemas nacionales o locales. Los partidos y candidatos se dedicaron casi exclusivamente a descalificarse mutuamente o a desacreditar a los otros en las formas más primitivas posibles. Mostrando un absoluto desprecio por los electores, los partidos y candidatos se dedicaron a ignorar los temas que a éstos les importan, a ser con frecuencia irresponsables y, sobre todo, a jugar con el desarrollo nacional. La guerra de imágenes, insultos, abusos y críticas no tuvo más impacto que el de profundizar el desprecio que los mexicanos de por sí ya teníamos por la política, los políticos y el gobierno.

Las encuestas han sido consistentes en señalar que Cuauhtémoc Cárdenas ganará la primera gubernatura del Distrito Federal y que la mayoría histórica del PRI en el Congreso se encuentra en entredicho. Hoy es el día en que los electores tendremos la oportunidad de confirmar lo que dicen las encuestas o de cambiar esas tendencias. Pero la pregunta importante tiene menos que ver con las encuestas y con la medida en que éstas reflejan el verdadero sentir de la población, que con las posibles consecuencias de los resultados de la elección en estos dos lugares clave.

Por lo que toca al Congreso, todo parece indicar que el PRI no logrará la mayoría absoluta a través de la cláusula de gobernabilidad implícita que está interconstruida en las fórmulas de asignación de diputados plurinominales. En la práctica esto implica que si el PRI no logra rebasar el umbral del 42.2% del voto efectivo, este partido no alcanzará la mayoría absoluta del 50.1% en la Cámara de Diputados. Para el gobierno federal, en las afirmaciones del presidente, es crucial para la llamada gobernabilidad del país el que el PRI logre ese resultado. Con una mayoría absoluta en el congreso, el gobierno tendría mano libre, a la vieja usanza del PRI, para legislar a su gusto y conveniencia, pues presumiblemente los priístas en la Cámara de Diputados seguirían levantando el dedo cada vez que así les fuese requerido. Pero el mundo no va a desaparecer si no logra esa mayoría.

El debate sobre la famosa gobernabilidad es un tanto artificial. Ciertamente para el gobierno sería preferible contar con una mayoría absoluta indisputada. Pero, de acuerdo a las encuestas, el peor escenario para el PRI, el escenario más extremo, llevaría a que este partido acabase con alrededor de 235 a 240 curules. De materializarse este escenario, el PRI no tendría mayoría automática, pero sería el mayor partido de la Cámara con mucho y tendría frente a sí a tres partidos virtualmente incapaces de entenderse entre sí en todo lo que no sea su relación con el PRI y el gobierno. Es decir, el peor escenario para el PRI no sería catastrófico para el país y, en cambio, obligaría a los partidos a comenzar a entenderse entre sí, todavía bajo un amplio dominio del PRI. Este escenario ciertamente no sería ideal para el gobierno, pero estaría lejos de ser algo necesariamente disruptivo.

No se puede decir lo mismo del Distrito Federal. Cuauhtémoc Cárdenas comenzó a descollar en las encuestas desde el mes de abril y su ascenso fue casi ininterrumpido. Mientras mantuvo un discurso lleno de generalidades y lugares comunes, nada ni nadie logró que su ascenso se viera en entredicho. El candidato del PAN intentó desacreditarlo con evidencia de corrupción durante su pasado priísta, pero ni eso logró detener su incontenible avance. Sólo una cosa sumió a Cárdenas en una controversia y fue precisamente cuando abordó, por primera y al parecer última vez, temas de substancia y trascendencia, como fueron las afores. Ahí el candidato del PRD mostró su verdadera cara: su afán por restaurar la vieja coalición priísta y su concepción de la economía. La elección del día de hoy -incluyendo la proporción del voto que logre- va a demostrar si este traspié en la campaña alteró la percepción que la población tiene de Cárdenas y de lo que podría llegar a ser su gestión.

La controversia en que Cárdenas se metió, tuvo el efecto de demostrar que existe un abismo entre la cuidadosa imagen de moderación que su partido y él mismo trataron de construir, y la intolerancia, ignorancia y ausencia de moderación que fue evidenciando a lo largo de la campaña. La exclusión del candidato del PAN del debate demostró su intolerancia; sus opiniones sobre las afores demostraron, al menos, ignorancia; y su actuación, cada vez que se salió del script que le habían construido sus asesores de imagen, demostró un radicalismo trasnochado. De triunfar, como todo parece indicar que será el caso, los defeños muy pronto sabremos cuál es el verdadero Cárdenas.

El triunfo de un partido distinto al PRI en el D.F. va a llevar a complejos acomodos entre el gobierno federal y el de la ciudad, entre los partidos políticos y en la política mexicana en general. Esos acomodos, aunque en ocasiones llegaran a cobrar la forma de conflicto y parálisis, deben ser bienvenidos y vistos como algo necesario e inevitable si el país ha de progresar. Con una buena conducción política, esos conflictos y acomodos se podrían convertir en la base de la edificación de un sistema de pesos y contrapesos que el país tanto requiere.

A final de cuentas, el problema que hoy confrontamos los mexicanos es que el voto que hoy emitamos puede llevar a una catástrofe en el gobierno del país. Este riesgo es excesivo e inaceptable, y no debería existir. Es un riesgo originado en la inexistencia de un estado de derecho, en la falta de un poder judicial independiente y en la ausencia de pesos y contrapesos. El monopolio priísta de décadas impidió que se forjaran este tipo de instituciones, cuya existencia y operación es lo que distingue a los países desarrollados de los tercermundistas como el nuestro. Los riesgos son muy elevados en ambas direcciones: tanto si se fuerza un cambio de golpe como si éste se pospone. Hoy los mexicanos tendremos la oportunidad de decidir, con nuestro voto, qué riesgos estamos dispuestos a correr en este proceso de cambio de un sistema monopólico, que ya no funciona, a uno cuyas incertidumbres pueden ser elevadas en el corto plazo, pero sin las cuales jamás llegaremos a la posibilidad del imperio de la ley. Cuando lo alcancemos, el desarrollo estará a tiro de piedra.

 

LOS RIESGOS DE UNA ELECCION

Luis Rubio

Todas las baterías de la sociedad mexicana están concentradas en la elección del próximo domingo. Pero las expectativas respecto al resultado son muy variadas. Para unos, estas elecciones constituyen la promesa de que México cruzará el umbral de una transformación que sólo puede ser para bien y que ocurrirá sin el menor contratiempo. Para otros, las elecciones constituyen una enorme amenaza: la posibilidad de que todo lo bueno que se ha venido construyendo a lo largo de la última década se venga abajo. El problema no radica en lo acertado o incorrecto de estas predicciones, sino en que el riesgo de cambio exista y sea tan elevado para todos los mexicanos. Al no existir un marco institucional para que el proceso de cambio que la población parece demandar sea pacífico y predecible, las actitudes extremas del todo o nada son las que florecen. En este ambiente lo único que prospera es la polarización, misma que ya estamos observando.

Nadie puede albergar duda alguna de que la sociedad mexicana se ha venido polarizando. La polarización que caracterizó a la escena política de los setenta parece volver a aparecer, aunque con características y, sobre todo, orígenes muy distintos. En los setenta, el gobierno promovía la polarización como mecanismo de control político. El discurso extremista, la confrontación de clases, la animadversión como estrategia, eran todos instrumentos de la acción política gubernamental. En la actualidad, la polarización no tiene que ver con la acción propiamente dicha del gobierno, sino con la competencia partidista en un ambiente electoral inusitado, precedido por cambios importantes en la estructura de la economía mexicana.

Si bien es dudoso que la distribución del ingreso en los últimos años se haya deteriorado en forma tan extrema como muchos afirman, no hay la menor duda de que la clase media, la que emergió en el transcurso de las últimas tres o cuatro décadas, se ha empobrecido de una manera extraordinariamente preocupante. A esto se debe sumar el hecho de que conviven hoy en día dos economías muy distintas, una que crece a la velocidad del sonido -y que ofrece un maravilloso potencial para el futuro- y la otra que agoniza en la medida en que no encuentra razones o posibilidades para seguir adelante ante la propia incapacidad e incompetencia de sus empresarios y ante los bajísimos niveles de consumo, sobre todo en el centro y sur del país. Estas dos circunstancias, es decir, el deterioro de las clases medias y la dualidad de la estructura económica, explican buena parte de la polarización política que experimentamos.

Los partidos políticos y sus candidatos reflejan, nítidamente, la cambiante realidad del país. El PRD ha sabido explotar con brillantez y audacia los sentimientos, miedos, angustias y realidades concretas de los perdedores en esta época de cambios deshumanizados, así como el encono social ante la impunidad de los servidores públicos cuando abusan de sus facultades. Por su parte, el PAN, que fue quizá el primer partido en comprender la enorme dimensión de los cambios que sobrecogían al país cuando decidió cooperar con el gobierno de Salinas en la transformación gradual de la economía mexicana a través de su voto en el Congreso, se ha rezagado, al punto de quedarse convertido en el agrio defensor del status quo, en lugar de encabezar la vanguardia lúcida y propositiva de un nuevo orden democrático, capitalista y liberal. Todo parece indicar que su expectativa de cosechar el voto de enojo, el voto de protesta, por el hecho de ser percibido como una oposición más sensata y menos radical que el PRD, se vió frenada por la exitosa estrategia de este último partido de capitalizar sobre la incompetencia del PRI y la flojera del PAN. Por su parte, el PRI de Roque Villanueva se ha dedicado a intentar contener al PRD, en lugar de abogar por los logros -y, sobre todo, posibilidades- de las vitales reformas que ha promovido su partido a lo largo de los últimos quince años. El PRI, se ha quedado atorado entre un gobierno que no promueve sus objetivos, aunque tiene visión y claridad de rumbo a seguir, y un partido que añora el pasado. El único partido con brújula acaba siendo el PRD. Independientemente de si este partido se ha reformado como presumen sus líderes o si sigue siendo populista al estilo del viejo (¿y futuro?) PRI, nadie puede culparlo de su éxito.

Los cambios económicos son sumamente profundos y desquiciantes. Esas transformaciones están ocasionando, como nunca antes, ganadores y perdedores por doquier. Los que perciben un futuro promisorio están convencidos de las bondades del cambio económico que experimenta el país y se sienten profundamente amenazados por la posibilidad de que se cierren las oportunidades que tienen hacia adelante. Cuauhtémoc Cárdenas y el PRD pueden estar representando muy bien a su base política cuando afirman, sólo para ejemplificar, que es necesario renegociar el TLC; pero para esta parte pujante y puntera de la sociedad mexicana, que probablemente ya representa a cuatro o cinco millones de trabajadores (o sea, el 25% de la fuerza de trabajo en general y algo así como al 40%, si se excluyen los trabajadores del campo), lo que dice el PRD le causa pavor. Las reformas económicas, el TLC con Estados Unidos y el sinnúmero de acuerdos comerciales con otros países han abierto oportunidades nunca antes soñadas que constituyen la mayor promesa de empleo productivo y crecimiento económico para el futuro. Esta parte del electorado está convencida de que el camino adoptado debe no sólo continuarse sino acelerarse y de que cualquier retroceso sería catastrófico. Ahí se encuentra la base natural tanto del PRI como del PAN, si se pusieran a trabajar.

Por su parte, la otra porción del electorado, la que ha captado el PRD, ve al futuro con enorme preocupación. Para este grupo, perseverar en el camino de las reformas a la economía es equivalente a seguir profundizando en las causas de su pauperización, de su pobreza y de su desempleo. Esta porción del electorado, mucho del cual no cuenta con las capacidades mínimas -educativas, de salud, etc.- para hacerla en una economía moderna, percibe que proseguir con los cambios y transformaciones de la economía equivale a condenarla a un futuro cada vez peor. Cuauhtémoc Cárdenas y el PRD representan la oportunidad de frenar y revertir el proceso y con ello, supuestamente, retornar al paraíso idílico del mundo del pasado (que, por supuesto, nunca existió). Nadie, por parte del gobierno, del PRI o del PAN, les ha ofrecido alguna posibilidad -política o programática- de revertir las tendencias que los agobian.

La confrontación que hemos observado entre banqueros y perredistas es tan solo una muestra de la polarización política que podría explotar a partir de la semana próxima. El problema es que no existe mecanismo alguno de intermediación en la sociedad que impida que esta polarización se convierta en el comienzo de una confrontación de otras magnitudes. La agenda de reforma política que había propuesto el gobierno federal al principio de este sexenio, incluía temas que trascendían con mucho al ámbito (e intereses) de los partidos políticos y se refería directamente a temas de preocupación -o a la solución de temas de preocupación- de los ciudadanos comunes y corrientes, como el estado de derecho, un poder judicial eficiente e independiente y una prensa también independiente. De haberse proseguido con la conformación de esos mecanismos, la confrontación actual habría sido mucho menor, toda vez que se habría progresado en la creación de medios para avanzar y proteger los intereses de cada persona, empresa y grupo al margen de la política.

Pero todavía no es tarde. Más allá del resultado mismo de la elección del próximo domingo, la clave del futuro va a residir en la postura que adopte el presidente de la República. Sea que el PRI pierda sólo el Distrito Federal o también la mayoría absoluta en el Congreso, la disposición a colaborar que el presidente muestre con los partidos que representarán, de una manera o de otra, a casi sesenta por ciento de los mexicanos, será determinante en lo que ocurra en los próximos años. El presidente podría optar por convocar al PAN y al PRD a sumarse en un esfuerzo por construir el país del futuro, o bien, podría optar por confrontarlos. Por el primer camino generaría la base de confianza que sería crucial para seguir adelante. Por el segundo profundizaría el clima de encono y polarización, además de que, en el plano de lo pragmático, induciría una alianza entre el PAN y el PRD en el Congreso.

Como están las cosas, los mexicanos estamos totalmente indefensos frente a los abusos de los gobernantes (de cualquier partido). En este sentido, el riesgo de esta elección es enorme no para la política económica en particular pues, por mucho que se hable a favor o en contra, no está en la picota por el momento. El riesgo es enorme porque todo puede cambiar de la noche a la mañana con el cambio de gobierno. En estas circunstancias, la incertidumbre es extrema y lo va a seguir siendo en cada elección mientras no se disminuya el poder -a través de pesos y contrapesos efectivos y representativos- de quien resulte ganador. Estas elecciones no van a cambiar al gobierno, pero la incertidumbre y confrontación que han desatado sugiere que, de no cambiarse nada, las próximas van a estar de comerse las uñas y jalarse los pelos, todo al mismo tiempo.

 

LECCIONES DE LA POLITICA EUROPEA

Luis Rubio

Es demasiado aventurado afirmar que los electores alrededor del mundo están rechazando un modelo económico específico. La evidencia parece indicar algo muy distinto: los electores parecen estar cada vez más di cualquier persona razonable hubiese hecho: en ausencia de claridad sobre un camino promisorio -como el que Margaret Thatcher le imprimió a Inglaterra- ¿por qué tolerar a un gobierno que lo único que hacía era causar dolor? Cuando John Major ganó su primera elección después de Margaret Thatcher, los electores británicos, que no son mejores ni peores que los franceses, votaron por el proyecto que les ofrecía un futuro cierto; Jacques Chirac fue repudiado porque ofrecía exactamente lo contrario.

Los resultados electorales en Irlanda, donde la oposición de derecha expulsó al gobierno de izquierda, demuestra que la inclinación de los electores no es fundamentalmente ideológica, sino pragmática. Los votantes en Irlanda, como sus contrapartes inglesas y francesas, respondieron a los incentivos que tenían frente a ellos y actuaron en consecuencia. Algo similar ocurrió en Canadá donde, si bien el gobierno de Jean Chretien ??? no fue removido, la estructura de los partidos políticos cambió de manera absoluta. Con esta elección, Canadá se quedó sin partidos nacionales, pues cada región y provincia optó por una alternativa local, lo que en buena manera implica lo mismo que en Europa: el gobierno en funciones fue rechazado, aún cuando no removido.

Los resultados electorales de Inglaterra y Francia son muy poderosos precisamente porque reflejan dos maneras muy distintas de ver al mundo. Ambas naciones, mucho más que Irlanda y Canadá, constituyen modelos de desarrollo contrastantes, lo que entraña lecciones importantes para el resto del mundo. En Inglaterra hay un país que, luego de décadas de estancamiento y retroceso, ha confrontado exitosamente el reto de la globalización y ha reformado su economía de una manera impresionante. Tan impresionante, que el Partido Laborista sólo pudo recobrar el liderazgo político cuando aceptó que el paradigma de una economía abierta y competititva era la única opción a estas alturas del siglo XX. La lección no estriba en que los electores se hayan deshecho del Partido Conservador, sino en que el Partido Laborista adoptara prácticamente todos los principios del partido sobre el que triunfó, a la vez que ofreció caras nuevas.

El caso de Francia es muy distinto. Los franceses, de todos los partidos, no han querido reconocer que confrontan un serio problema de adaptación al mundo moderno. Su economía refleja los éxitos de la época de la postguerra y no la anticipación de un mundo nuevo en el que puedan resultar victoriosos. De ahí que sean tan defensivos en la apertura a la competencia internacional (son especialistas en imponer barreras no arancelarias al comercio) y que rechacen cualquier cambio en el status quo político (lo que les lleva, por ejemplo, a privatizar empresas, pero siempre y cuando éstas queden bajo control de personas que piensen y garanticen que las van a administrar exactamente igual y con los mismos objetivos que el gobierno). Es decir, los franceses han adoptado algunas de las normas que Margaret Thatcher popularizó, sin cambiar la realidad. Para los franceses -de los dos partidos importantes- cualquier alteración del status quo implica incorporar injusticia social. Que le pregunten al enorme número de desempleados, que con el sistema actual han logrado generar, que es lo verdaderamente injusto.

La realidad es que ningún gobierno que pretenda triunfar, al margen de sus preferencias ideológicas o políticas, puede ignorar la realidad de la economía global hacia fines de siglo. El orbe ha cambiado y esto implica que todo mundo tiene que adaptarse. Nadie puede sustraerse a esta realidad, como han pretendido hacer los franceses en su última elección. Pero la realidad es que los franceses votaron como lo hicieron porque los líderes partidistas no tuvieron la capacidad de plantear el dilema que ese país enfrenta -y las posibles soluciones- de una manera clara y transparente. Ante esa ausencia, los electores hicieron lo lógico: despedir a un gobierno incompetente, aunque el que lo substituye pudiese ser igual. ¿Habrá en esto alguna lección para nosotros?

El caso más patente de esta nueva realidad es sin duda Inglaterra. Desde hace varios años, Inglaterra se convirtió en el país más exitoso de Europa. Con una inflación muy baja, elevadas tasas de crecimiento y un nivel de desempleo decreciente (e infinitamente menor al de Francia o Alemania), los ingleses casi eliminaron al Partido Conservador del Parlamento. Claramente, la situación económica no fue la razón del castigo. Hace cuatro años, contra toda expectativa (y las respectivas encuestas), John Major logró reelegirse como primer ministro, a pesar de que la economía no evidenciaba un desempeño tan extraordinario como el actual. La diferencia entre ese entonces y ahora radica en que el Partido Laborista decidió convertirse en un clon virtual del Partido Conservador. En el momento en que los electores acabaron por reconocer que la conversión de los laboristas era verdadera y de que un gobierno de ese partido no alteraría nada significativo del programa económico iniciado por Margaret Thatcher dos décadas atrás, decidieron deshacerse de los conservadores. Los ingleses encontraron en Tony Blair, el nuevo primer ministro, un vehículo aceptable para quitarse de encima a un gobierno que, aunque exitoso en alcanzar una situación económica extraordinaria, era detestado por la población principalmente por su arrogancia.

Si en Inglaterra triunfó la confianza de que el nuevo gobierno no cambiaría nada, en Francia los electores optaron por exactamente lo mismo. Los franceses habían venido sufriendo de un gobierno sin brújula que a lo único a lo que se dedicó desde que llegó fue a recortar el presupuesto -y, con ello, afectar un sinnúmero de intereses- sin ofrecer ninguna solución a los problemas centrales de su país, que son el desempleo y el estancamiento económico. El nuevo gobierno de Lionel Jospin no promete nada extraordinario, lo que evidentemente no los llevará a solucionar sus problemas, pero al menos no continuará con los recortes presupuestales.

 

EL MALVADO NEOLIBERQALISMO

EL MALVADO NEOLIBERQALISMO

Hoy en día nadie puede ignorar algunos hechos incontrovertibles: la economía del mundo, y, por ende, la de cada uno de los países, se ha transformado de una manera dramática; el comercio internacional es hoy, para todas las naciones, el principal motor del crecimiento; y los consumidores son cada vez más demandantes, sofisticados y capaces de alterar patrones de producción en formas que hubiesen sido inconcebibles hace algunos años. Es decir, el mundo ha cambiado y ya no es posible que un país, sobre todo uno relativamente pequeño, pretenda lograr tasas elevadas de crecimiento al margen del resto del mundo.

Si bien no hay mayores disputas sobre lo que ocurre en el resto del mundo, las disputas son reales en el nivel de lo concreto y específico. La razón de ello es muy simple: la realidad objetiva de una enorme porción de la población del país es mucho más precaria de lo que era apenas hace unos cuantos años. Si bien el país ha logrado éxitos notables en el ámbito del comercio exterior y en que se haya formado un conjunto de empresas en todo el país, pero sobre todo en el norte, capaces de competir con las mejores del mundo indica que el programa económico está comenzando a lograr su cometido. Pero el hecho de que haya éxitos en un rubro nada tiene que ver con la creciente pobreza -relativa y absoluta- de la población que no tiene la menor capacidad de competir en este mundo tan cambiante. Natural y lógicamente, ese fracaso de la política gubernamental es un flanco abierto para que lo exploten los partidos que hoy están en la oposición.

La crítica a la política económica, al famoso neoliberalismo, sigue líneas ideológicas más que una evaluación analítica. Por más que los candidatos y sus secuaces griten o pataleen, no hay opciones a las líneas generales de la política económica. Por más que un candidato pretenda convencer que la panacea está a la vuelta de la esquina, sus planteamientos son falaces. En esto tiene razón la propaganda del PRI que critica las soluciones fáciles como por arte de magia. Pero eso no niega que el PRI lleva quince años instrumentando una política económica que no ha sido suficiente -y en muchos casos adecuada- para comenzar a revertir la pobreza, el desempleo y la incapacidad -por cualquier razón- de la planta productiva tradicional por modernizarse.

Luis Rubio

Todo mundo sabe que la economía mundial ha cambiado en forma brutal a lo largo de los últimos veinticinco años y que no hay forma de lograr tasas de crecimiento económico elevadas sin reconocer este hecho incontrovertible. La interrogante no es si podemos o debemos adecuarnos a las nuevas circunstancias, sino cuál es la mejor manera de lograrlo. No tenemos opción alguna respecto a lo que hay que hacer: incorporarnos a la economía internacional de una manera integral y decidida. Pero no todos los países han seguido el mismo camino para alcanzar ese objetivo. Claramente, el nuestro no ha sido particularmente exitoso en su cometido.

Este es el punto crucial: por quince años, el gobierno mexicano ha intentado, con mayor o menor convicción, enfrentar el ineludible dilema de cómo lograr elevadas tasas de crecimiento económico. Para ello recurrió, con mucha renuencia al principio y mayor convicción después, a un conjunto de medidas económicas orientadas a reconocer el hecho de que el mundo se había transformado. La apertura a las importaciones, por ejemplo, no fue un mero capricho tecnocrático como muchos empresarios suponen, sino un mecanismo a través del cual se buscaba forzar a la planta industrial a modernizarse y a convertir al país en su conjunto en una plataforma de desarrollo de largo plazo. Las privatizaciones y las modificaciones a diversas regulaciones complementaban el proceso al liberalizar fuerzas y recursos, que antes monopolizaba el gobierno, en aras de facilitar la actividad empresarial y, con ello, generar más inversión, mayores fuentes de empleo y, en conjunto, una tasa de crecimiento incremental.

El objetivo gubernamental era encomiable, apropiado y necesario. México no podía entonces, como no puede ahora, pretender lograr elevadas tasas de crecimiento económico sin llevar a cabo profundas transformaciones en las estructuras internas del país. Los tres gobiernos a partir de 1982 se han enfocado a realizar algunas de esas transformaciones. Pero, por más que a los gobernantes les encante presumir sus logros, el hecho es que la estrategia de estos últimos tres gobiernos no ha rendido los frutos deseados. Lo que no es obvio es que el malo de la película sea el esquema conceptual que se adoptó -aqui y en China- para alcanzar el objetivo de crecimiento.

Está de moda atribuirle todos los males del país a una trivialización que se ha hecho de ese esquema de política económica y que se ha popularizado bajo el aberrante nombre de neoliberalismo. No importa si la comida salió mal o si hubo un accidente en la esquina. Seguro el culpable fue eso que todo mundo ataca, pero que nadie define, llamado neoliberalismo. Mucho más sugerente es el hecho de que nadie ofrece alternativa alguna a una política económica que persigue, con mayor o menor éxito, el único objetivo que es razonable en esta época: hacer frente a los profundos cambios que han estado teniendo lugar en la economía internacional para lograr elevadas tasas de crecimiento económico. El problema de fondo no está en esa masa amorfa que se ha popularizado bajo el encabezado de neoliberalismo, sino en que no hay muchas opciones para el desarrollo económico. Lo que sí hay es mejores maneras de hacer las cosas.

 

 

 

EL CONFLICTO QUE VIENE – IZQUIERDA VS DERECHA

EL CONFLICTO QUE VIENE – IZQUIERDA VS DERECHA

Los resultados de la elección del seis de julio van a ser determinantes para el devenir de dicha disputa ideológica. Si bien el PRD ha intentado moderar su lenguaje, le es imposible ocultar sus preferencias y tendencias. Por su parte, el PAN ha sido totalmente incapaz de comprender la coyuntura histórica en que está metido, lo que le ha llevado a una defensa innecesaria y vergonzante del apoyo estratégico que prestó, en momentos clave, a las reformas emprendidas en el sexenio pasado, en lugar de presentarse como la única opción política capaz de liderear al país en un mundo crecientemente integrado y ante contrincantes políticos cuya retórica solo logrará rezagarnos aun más del mundo en que vivimos. El PAN ha dejado morir una oportunidad tras otra.

Pero el partido más cambiante en estos tiempos es sin duda el PRI. El ascenso de Roque Villanueva al liderazgo de ese partido ha generado consecuencias trascendentales. Por un lado ha logrado ? a los priístas, terminando -u ocultando- las disputas entre las diversas facciones y el gobierno que plagaron los dos primeros años de este régimen. No es casual que las encuestas reflejen un PRI más unido, con menos disputas intestinas y con mayor disposición a actuar en concierto. Pero la segunda consecuencia del reino de Roque Villanueva es que el PRI se aleja cada vez más del proyecto que sostiene el presidente Zedillo, lo que anticipa un primer conflicto de altos vuelos para los próximos tres años e, inevitablemente, para la sucesión presidencial.

Roque Villanueva dio el golpe de timón que tantos le exigían al presidente y, aunque su impacto no va a ser inmediato, el efecto va a ser igual de trascendental. Roque representa al ala cardenista del viejo PRI y su estrategia está diseñada para competir contra el heredero personal de ese legado. Su lucha, ahora en el contexto no del PRI sino del sistema político en su conjunto, va a ser la de la izquierda contra la derecha: la reforma contra la reacción, el futuro contra el pasado, la integración al mundo, con sus ventajas y consecuencias contra el aislamiento. Lo trágico es que se trata de una lucha que no sólo concierne a grupos o facciones; es una lucha popular, toda vez que los mexicanos no tienen ni la menor idea de hacia donde va el gobierno en la actualidad. Mejor asirse de un pasado imposible que buscar un futuro desconocido, hacia el que nos lleva un gobierno incapaz de promover su propia causa y minado por sus propias huestes.

En este contexto, es de anticiparse que estallen dos conflictos de concretarse el escenario que parece más probable en las próximas elecciones: el PRI en control del congreso y el PRD en control del DF. El primer conflicto será de orden puramente ideológico. El PRD y su socio, en la figura de Roque Villanueva, tomarán y competirán por el liderazgo de la izquierda ideológica y el legado cardenista, prometiendo cuanto resulte necesario (y más), sin importar su viabilidad, su factibilidad o sus consecuencias, hasta la redención. El segundo conflicto, muy cercano al primero, será el de la sucesión presidencial dentro del PRI. Bajo la premisa de que el PRD gane el DF, la batalla por la sucesión dentro del PRI estallará a partir del siete de julio próximo y tendrá una dinámica totalmente novedosa, toda vez que el presidente será un actor dentro del proceso, pero ciertamente ya no el centro del mismo.

Luis Rubio

La guerra que con frecuencia parece sobrecoger a los partidos, a los políticos del

PRI y a los llamados tecnócratas esconde un conflicto mucho mayor -y con consecuencias mucho más trascendentales- de lo que parecería a primera vista. Los partidos se enfrentan con fórmulas preestablecidas, con una lucha de imágenes que no busca diferenciarlos, sino hacerlos más atractivos a los ojos de un electorado pasivo, y con un lenguaje golpeado, en ocasiones primitivo, que, a final de cuentas, oculta más de lo que revela. Con la aislada figura del presidente, ningún partido se atreve a definirse respecto a los enormes desafíos que enfrenta el país. Sin embargo, detrás de la retórica comienza a asomar un conflicto ideológico que probablemente va a transformar a la política en los meses y años por venir.

Las campañas electorales que dominan los espacios políticos y las imágenes televisivas comienzan a apuntar en una dirección muy distinta a la que ha caracterizado a la política mexicana por décadas. Las campañas electorales se han especializado y sofisticado al punto en que la batalla de las imágenes es verdaderamente impresionante. La mercadotecnia electoral ha impactado a la niñez, tanto como a los electores mismos. En este mundo de competencia publicitaria, en países con bajo nivel educativo promedio, como el nuestro, poco importa la veracidad de la propaganda o la solidez de las propuestas programáticas. Lo relevante es ganar las emociones de los electores. Esto lo han comprendido los tres partidos políticos más grandes y así lo revelan las actitudes y opiniones de la población.

Pero la lucha por las imágenes oculta la profunda transformación que está teniendo lugar en la política mexicana. Hasta hace muy pocos años, prácticamente toda la política relevante ocurría dentro del PRI. La razón de esto es histórica y se encuentra más allá de cualquier disputa. Los priístas competían arduamente por la sucesión presidencial de una manera permanente e ilimitada, pero siempre bajo la tutela y mando del presidente en turno. La dinámica de la disputa por la sucesión tendía a definir las líneas ideológicas del régimen y, al mismo tiempo, a imponer límites a su actuar. La lucha ideológica y de entre las diversas facciones del partido, concepciones del mundo, en particular la cardenista y la callista y eventualmente alemanista, se mantenía, acotaba y ventilaba dentro del partido. Cuando había un ganador, todos se alineaban a éste sin más.