Luis Rubio
La moda de este periodo postelectoral parece ser la de poner en duda todo lo que sí funciona de la política económica. Si uno se atiene a las posturas partidistas, parecería que la solución a todos los problemas de la economía, del empleo y del ingreso de los mexicanos se resolvería si se devalúa la moneda, se eleva el gasto público y se baja el IVA. Es posible que alguna combinación de acciones en estos frentes pudiese traer algún beneficio en el corto plazo. Sin embargo, más parece que lo que se busca es cambiar por cambiar. Lo importante para buena parte de los contingentes de los tres partidos parece ser cambiar algo: lo que sea. El problema es que, una vez que se comienza a cambiar algo, se corre el riesgo de que todo se venga para abajo.
La necedad de cambiar la política económica viene de una lectura muy peculiar de los resultados electorales recientes. Para muchos miembros importantes de los tres partidos, las ganancias o pérdidas que tuvieron el pasado seis de julio se debieron a un rechazo masivo de la política económica instrumentada por tres sucesivas administraciones. En función de esa lectura, muchos perredistas (particularmente los expriístas) están desatados proponiendo una reversión casi total de la política económica, para retornar a los días gloriosos del populismo revolucionario; los panistas pretenden alterar puntos específicos que les parecen errados, como si la planeación central fuese posible; y muchos priístas quisieran abandonar la política de su propio gobierno, a la que culpan de su derrota en las urnas. La realidad es que los tres partidos están proyectando sus propios prejuicios, pues las encuestas de salida no justifican su lectura.
Como en 1988, los partidos parecen estar viendo en los resultados electorales algo que no ocurrió. Según las encuestas de salida, sobre todo las del Distrito Federal, la población votó como lo hizo por tres razones principales: por la inseguridad pública que padecen en forma creciente, por la crisis económica y por su enojo contra el gobierno por el manejo de la devaluación, la corrupción y todos los vicios de un partido que ha estado en el poder por casi siete décadas. La población no objetó la política económica per se. El hecho de que la popularidad del presidente vaya en ascenso, casi en paralelo con el declive del PRI confirma que la población no está en contra de la política económica, sino de todo lo que ha ocurrido en el país a partir de 1994 y, sobre todo, al incompetente manejo de la crisis misma en 1995.
De ser válida esta lectura, los mexicanos ya expresaron su furia, como lo hicieron en 1988, y ahora podrían caminar en cualquier dirección. Es decir, sus preferencias futuras ya no estarían dominadas por los factores que les llevaron a votar como lo hicieron en esta ocasión. Lo importante ya no sería cambiar por cambiar (o sea, quitar al PRI), sino ver quién puede efectivamente resolver los problemas que aquejan sobre todo a esa masa de votantes que representan entre el 35% y el 40% del electorado- que no tienen filiación partidista y que son los que ahora determinan el resultado de las elecciones: en 1994 llevaron al PRI al gobierno y ahora le quitaron ese privilegio, al menos al nivel del Congreso, parcialmente del Senado y en algunos estados clave, incluyendo al Distrito Federal. Puesto en otros términos, el hecho de que los votantes le hayan dado una mayoría al PRD en el D.F. o le hayan quitado la mayoría absoluta al PRI en el Congreso no es necesariamente una condición permanente para el futuro. Todo es cambiante.
Por lo anterior, el debate en torno a la política económica es particularmente relevante. Los partidos y los políticos se guían por sus instintos y por sus dogmas. Los primeros pueden estar bien informados, pero los segundos jamás lo están. La filosofía de un partido sus dogmas- refleja una oferta política, una propuesta de visión política, una filosofía de gobierno, y no una lectura de la realidad específica en un momento dado. Los planes de gobierno, las propuestas de política y de acción son la esencia de las campañas, de los candidatos y de la política cotidiana. Es ahí donde los políticos y sus partidos intentan ganarse el favor de los votantes al proponer maneras concretas y específicas de combinar su filosofía partidista con su lectura del momento político. En el caso reciente de Inglaterra, Tony Blair comprendió que el dogmatismo histórico de su partido le llevaría al fracaso una vez más, por lo que lo abandonó e hizo virtualmente toda la estrategia de política económica de su rival, el Partido Conservador. La pregunta en nuestro caso es cuál será la estrategia que adopten los partidos en función de su lectura del momento actual con vista a las elecciones del año 2000.
A juzgar por el debate sobre la política económica y, particularmente, sobre el IVA y a política cambiaria no es obvio que los partidos hayan comprendido el mensaje de los electores. En la mayoría de los casos, los partidos siguen en la campaña pasada, cuando su responsabilidad ahora debería ser la de construir los elementos que servirían como fundamento para su próxima campaña. En el tema del IVA, por ejemplo, el debate es tan dogmático que resulta circular e inútil. De nada sirve que el gobierno se consuma en rasgarse las vestiduras sobre la manera en que salvó al país en 1995 gracias al aumento del IVA, cuando un manejo menos torpe de la economía en diciembre y enero de 1994 y 1995, respectivamente, habría evitado una crisis de las dimensiones de la de ese año. De la misma forma, la postura del PAN y del PRD sobre el IVA fue válida como táctica electoral, pero ahora resulta contraproducente: sí, efectivamente, el aumento del IVA en 1995 causó un enorme malestar entre los mexicanos, particularmente por el desprecio de los priístas hacia la población. Pero ese enojo fue materia del seis de julio pasado. Ahora que los votantes ya se desahogaron, lo que importa es definir la política de ingresos y egresos para el próximo año.
Hay buenas y muy convincentes razones económicas para argumentar que son mejores los impuestos indirectos (como el IVA) que los directos (como el impuesto sobre la renta), pues los impuestos indirectos reducen el consumo y estimulan el ahorro. En este sentido, la lógica del gobierno de no querer modificar el nivel del IVA es impecable. Sin embargo, no es la única manera en que se podría estimular el ahorro, ni el IVA al 15% es una cifra mágica. Según diversas estimaciones, el mismo efecto de ingresos fiscales se podría lograr si se pagara un IVA menor (de 10%) sobre muchos bienes y servicios que ahora están exentos de ese impuesto (como alimentos y medicinas), pero eso si efectivamente afectaría más a la población de menores ingresos. Quizá más práctico sería hacer cumplir el pago del impuesto, al que los consumidores están obligados, pero muchos de los productores y comerciantes deciden no pagar El punto importante es que no hay nada de mágico en el nivel del impuesto: como todo, es producto de una serie de discusiones y consideraciones políticas, filosóficas y de cálculos económicos. De discutirse esos elementos se podría llegar a acuerdos satisfactorios para todos.
El resultado electoral trajo consigo otro efecto muy peculiar: la inversión del exterior se ha elevado en forma extraordinaria, lo que ha hecho que el peso se aprecie (que el dólar cueste menos pesos). Muchos economistas y políticos no dejan de levantar la voz al cielo. Lo que urge, dicen, es devaluar pues sin ello vamos a caer en una nueva crisis cambiaria. La idea de devaluar en forma equivalente a la diferencia de inflaciones entre nuestro país y el de nuestros principales socios comerciales tiene sentido, siempre y cuando no acabe creando una espiral inflacionaria incontenible. Desde una perspectiva, parecería atractivo que el valor real del peso se mantenga constante por medio de un desliz permanente, de tal suerte que las exportaciones mexicanas reciban un subsidio y nos saquen del atolladero. El problema es que un desliz constante no hace sino empobrecer a los mexicanos y elevar la inflación en forma permanente. Quizá el mejor de todos los mundos sería el de reducir la inflación al nivel de nuestros socios comerciales y ya ahí, a muy bajos niveles, seguir una política de desliz de 1% al año o algo semejante.
Pero el problema es que los cuentos de hadas son eso: cuentos. Lo que los partidos y muchos de sus asesores pretenden es corregir lo que, desde su perspectiva, está mal, sin reparar en la consideración de que una vez que se comienza a hacer cambios, todo el esquema se puede caer, como un castillo de naipes. No hay que olvidar que el gobierno actual no tenía la menor intención de cambiar todo el esquema de política económica cuando, en diciembre de 1994, decidió devaluar. Solo quería cambiar un pequeño detalle. Lo que siguió habla por sí mismo.
Obviamente hay problemas y limitaciones en la política económica y, sin duda, hay muchas áreas en las que se podrían llevar a cabo cambios que mejoraran la situación general. El chiste es encontrar esos factores específicos que mejoren la situación general sin alterar el equilibrio general que ha permitido una incipiente recuperación. Por ello, en lugar de debatir el IVA, deberíamos estar debatiendo cómo incrementar el empleo y la inversión, pues sin éstos ni los partidos serían empleables.