El PRI frente a la alianza de oposición

La peculiaridad del momento político actual se resume en las abismales diferencias que se observan entre el PRI y el PRD. El PRI no tiene ni la menor idea de hacia dónde dirigirse; lo único que parece animar a sus diversos próceres es el preservar un mundo que ya no es posible. Por su parte, mucho en el PRD se caracteriza por  exactamente lo contrario: tiene una idea cardinal de hacia dónde quiere dirigirse y todo lo que hace está animado por su ambición de reconstituir la vieja coalición priísta. Se trata de dos caras de una misma moneda: la del México de los setenta. Pero, a diferencia del PRD, lo que le pase al PRI en este proceso es interés de todos los mexicanos.

 

La alianza opositora que se conformó en la Cámara de Diputados respondió a la obvia necesidad de los partidos -que, en conjunto, lograron una mayoría de los votos en la pasada elección- de demostrar su fuerza. Nadie en el gobierno o en el PRI podía ser tan ingenuo como para suponer que esos partidos se quedarían dormidos frente a la nueva realidad y oportunidad. Lo que hicieron fue sumar sus fuerzas en torno al que probablemente era y será el único objetivo que compartan: impedir que el PRI se  coronara como dueño de la Cámara de Diputados y lograr el control de la Cámara y las Comisiones clave. El drama en torno al Informe presidencial evidenció los forcejeos que produjo la tensión entre la necesidad imperiosa de todas las oposiciones de mostrar su nuevo poder y la total renuencia del PRI (y del gobierno) a reconocer la nueva realidad.

 

La realidad es que las sorpresas no han venido por el  lado de la oposición. Nadie que entienda a la política mexicana y a sus personalidades más extravagantes podía imaginar al actual líder de la facción del  PRD en la Cámara de Diputados haciendo algo distinto de lo que ha hecho. Si acaso, lo sorprendente fue lo bien que lo hizo. De igual forma, el comportamiento del PAN ha sido congruente con su antipriísmo ancestral. En otras palabras, en lo fundamental, en lo que hemos visto de las elecciones para acá, no ha habido ni la menor sorpresa en cuanto al desempeño de los  partidos de oposición. Lo que sí  ha sido sorprendente en este proceso es el comportamiento equívoco, contradictorio y con frecuencia carente de sentido de dirección del PRI.

 

Lo que le pase al PRI es clave para el futuro del país. El PRI, todos lo sabemos, nunca ha sido un partido político. Nació en substitución de un sistema político entonces inexistente y con el objetivo expreso de lograr y preservar la paz política interna.  Así se convirtió en la estructura conductora y organizadora del poder en el país. Sus características, las buenas y las malas, fueron adoptadas en prácticamente todas las instituciones, colegios, escuelas, empresas y organizaciones del país. Sus tentáculos lo abarcaron todo: los medios de comunicación, las empresas, las cámaras de comercio e industria, los sindicatos, los partidos de oposición, la vida privada de la población, las procuradurías, las policías, los campesinos, el crédito, la banca, los precios, los impuestos, etcétera. Era difícil encontrar algún lugar en el que el PRI no estuviera entrometido o en que las características de ese partido no fueran también definitorias de su naturaleza.

 

Esta realidad histórica no puede ignorarse ni alterarse por el hecho de que no nos guste. Los partidos que conformaron la alianza de oposición en la Cámara de Diputados lógicamente quieren desmantelar toda la estructura y los tentáculos del PRI. Pero el desmantelamiento del PRI no puede consistir en una mera reducción de su espacio de acción en el poder legislativo, toda vez que sus tentáculos permanecen en casi todas partes. Es decir, el desmantelamiento del PRI como sistema, en lugar de partido, no es un tema exclusivamente de carácter legislativo, sino profundamente político. Si el país ha de cambiar para bien es porque se lograron dos cosas: un cambio pacífico dentro del propio PRI y la creación de instituciones capaces de consolidar y profundizar tanto las prácticas democráticas como el Estado de derecho. Ambas condiciones son necesarias para que el país avance. Ninguna ha sido reconocida por el PAN o el PRD. Pero ambas, para lograrse, tendrían que pasar por el desmembramiento del PRI original.

 

Los priístas parecen estar totalmente estupefactos. Tardaron semanas en nombrar al coordinador de su facción en la Cámara de Diputados; les tomó casi dos meses encontrar un nuevo presidente nacional; acusaron a la alianza opositora de violar la ley, para luego sumarse al proceso sin más (además de que, todos lo sabemos, la ley nunca ha sido consideración de relevancia para los miembros de ese partido); y, por si eso no fuera suficiente, niegan la urgencia de enfrentar el tema de la sucesión presidencial, aun cuando sus dos principales contrincantes ya están plenamente enfrascados en ese proceso. El partido que fue el corazón de la política en el país no sabe a dónde va ni mucho menos cómo llegar ahí.

 

Más recientemente, diversos grupos de priístas comenzaron a demostrar que su partido no sólo tiene fuerza, sino que hay quienes están dispuestos a hacerla valer.  Tanto las manifestaciones individuales, como la de Agustín Basave, como las de los senadores en el grupo que han denominado como «Galileo», sugieren un enorme potencial de liderazgo futuro.  La pregunta es si la reforma que implícita o explícitamente demandan del PRI puede ser posible sin violencia, dadas las riñas y asesinatos de los últimos años.

 

En este contexto, quienes demandan que el presidente abandone a su partido no comprenden la complejidad del momento político actual. Pero, de la misma manera, la noción de preservar la vieja relación entre el presidente y el PRI es no sólo absurda, sino imposible. Esa pretensión llevó a los bandazos de las últimas semanas, periodo durante el cual el presidente pasó de reconocer la nueva correlación de fuerzas, sobre todo en el Distrito Federal, a la negación total de la nueva realidad en el espacio legislativo, donde la importancia de la oposición es ahora  fundamental.

 

Lo que siga va a depender en buena medida del PRI y, sobre todo, del presidente. Los priístas añoran la era de dependencia absoluta respecto al presidente, pues eso les daba certidumbre, privilegios y poder. El presidente se ha negado con frecuencia a realizar esa función, en parte porque la rechaza, pero quizá también porque ya no es posible. Pero, además, no parece haber diseñado una estrategia alternativa para darle espacio y tiempo al PRI  para que se reestructure y modernice, para bien no sólo del PRI, sino de todo el país. Este es el factor clave del momento actual.  Con el PRI en su estado actual de creciente descomposición, es, o debería ser, de interés nacional el que ese partido se reforme para modernizarse y ser competitivo o se desmantele sin violencia.  No es, por la naturaleza del problema, algo que se pueda dejar para que se resuelva por sí mismo.

 

Los debates que vienen en el contexto legislativo van a tener un reflejo en la política real, más allá de la Cámara de Diputados. El PRD lleva la voz cantante en ese ámbito, en tanto que el PAN parece haber sucumbido a los cantos de esa sirena. Los priístas articularon su última campaña electoral con base en una plataforma de política económica opuesta a la del gobierno.  Con tantos cambios, uno se pregunta cuál de esas plataformas, la del presidente o la de su propia campaña, es la que los priístas sustentan. La ironía es que, en este mar de confusiones, los priístas podrían encontrar en la política económica una fuente de liderazgo y una nueva razón para ofrecer estabilidad y tranquilidad a los votantes. Tal vez hasta en eso les quite el tapete el PRD.

 

Los cables se han cruzado de tal manera, que lo que beneficia al PRI en la actualidad tiende a perjudicar al presidente y viceversa. Esto es producto de que ambos siguen empeñados en obtener los beneficios de antaño de una relación que ya no existe. En este sentido, el principal problema de gobernabilidad del país en la actualidad no se encuentra en la alianza opositora, cuyos cimientos difícilmente podrían ser más endebles, sino en el PRI y en su relación con el gobierno, que es de donde podrían surgir las chispas que podrían incendiar al país. Para el bien de México, o se reestructura el PRI, o todos los mexicanos volvemos a pagar el pato.

Mano dura

La creciente, lacerante y destructiva inseguridad pública que acosa a los mexicanos produce todo tipo de consecuencias indeseables. Mina la malla social, al grado de convertir a vecinos de toda la vida en sujetos distantes y hasta sospechosos; destruye la confianza de la población en el futuro y, sobre todo, en el gobierno; crea una incertidumbre permanente; inhibe el ahorro y la inversión; y crea un clima de irritación e inestabilidad que lleva a que nadie se comprometa con nada. También genera llamados para que se reinstaure la mano dura, como si eso residiera la solución.

 

La nostalgia por aquellos años en que la inseguridad era mínima o, al menos, relativamente rara ha reabierto la discusión sobre la bondad de las soluciones de fuerza, de imposición y de abuso. Es frecuente la afirmación de que la inseguridad es producto de la existencia de las Comisiones de Derechos Humanos pues, se dice, éstas le han atado las manos a las policías, impidiéndoles hacer su trabajo. De eliminarse las restricciones a la tortura y otras formas de abuso de los derechos ciudadanos y humanos, afirman los creyentes de la mano dura, podríamos volver al Nirvana del pasado.

 

Esta noción es falsa principalmente por dos razones. Ante todo, la razón por la cual la inseguridad era menor en el pasado no tiene que ver con el hecho de que la tortura fuera una práctica generalizada, sino con que el gobierno (y su partido) ejercían un acusado control sobre la población, en ocasiones con gran despliegue de fuerza y violencia. En ese contexto, la impunidad de los criminales era mucho menor que en la actualidad. Por décadas, el control gubernamental permitía capturar a los maleantes, lo que al menos servía de escarmiento para quienes pensaran tomar ese mismo camino a la diversión o a la riqueza fácil. La manera en que se encontraba y capturaba a los maleantes rebasaba, en prácticamente todos los casos, los límites legales, violando todos los principios no sólo jurídicos, sino civiles y humanos de convivencia social. Es en este sentido que muchos suponen que, de retornarse a la mano dura, todos los problemas desaparecerían.

 

Esta concepción carece de todo sentido de realidad. Lo que ha traído la inseguridad pública no es la desaparición de la tortura, sino el desquiciamiento del viejo sistema político. Las policías eran relativamente efectivas no por la tortura, su preparación, monto del gasto, armamento o decencia, sino porque el sistema político controlaba a los diversos grupos de la sociedad (y de las policías), lo que hacía muy difícil la impunidad. Al estilo mafioso, las ciudades se dividían en territorios controlados por grupos políticos los que, a su vez, conocían su espacio y a su “clientela”. Según algunos de los participantes en esos procesos, existían “cuotas de impunidad” que permitían mantener las relaciones clientelares, a cambio de lo cual existía un clima de tranquilidad en la población. Esa tranquilidad no era producto de que se castigara a todos los criminales o de que existiera el Estado de derecho, sino de los controles políticos que sólo un sistema autoritario podía ejercer. Por supuesto, además de los tolerados dentro de los arreglos clientelares, existían maleantes independientes, pero éstos vivían en un clima de incertidumbre, por el conocimiento de que el gobierno estaba a su acecho y podía caerles en cualquier minuto. ¡Como han cambiado las cosas!

 

Con la virtual desaparición del esquema de control político del gobierno en los últimos veinte años, se evaporaron todos los mecanismos de control sobre hampones, maleantes y asesinos, lo que ha desatado el clima de criminalidad, violencia e impunidad que vivimos. Ahora son los ciudadanos comunes y corrientes quienes viven acosados, quienes temen por sus vidas y posesiones y quienes tienen que encontrar formas de protegerse en lo individual.

 

Pero la noción de que el restablecimiento de los controles autoritarios -la mano dura- permitiría retornar a un clima de seguridad también es falsa por otra razón. El crecimiento demográfico, económico, urbano y demás que ha experimentado el país y que constituye la principal razón por la cual se ha desquiciado el viejo sistema político, hace imposible ya el funcionamiento y éxito de los viejos métodos autoritarios. La reinstauración de la tortura como método de control y extracción de información permitiría quizá capturar a uno de cada mil maleantes, pero no restablecería la seguridad pública porque eso requeriría de la revitalización de todo el aparato autoritario del pasado y no sólo de la tortura. La tortura no era la razón de la seguridad pública de antaño: la seguridad -como en la Unión Soviética del pasado o la Cuba de hoy- era producto de los controles autoritarios.

 

La desaparición de la inseguridad pública que hoy padecemos no va a lograrse con soluciones cosméticas.  Las razzias y los «operativos» que, con frecuencia, no son más que asaltos disfrazados, las redadas, los toques de queda y otras acciones eminentemente violatorias de los derechos ciudadanos y las garantías individuales, no tienen la menos probabilidad de siquiera mellar los índices de criminalidad porque ahí no reside el problema.  El hecho de que muchos aplaudan estas medidas no es mas que una muestra de la desesperación en que ha caído la población como resultado del fracaso gubernamental en cumplir su misión más fundamental (y su razón esencial de ser).

 

Ni los aumentos en el gasto ni los discursos públicos modifican el hecho de que la inseguridad existe, es creciente y está minando el futuro del país.  Lo que se requiere es terminar con la impunidad, de tal suerte que se restablezcan los mecanismos normales de escarmiento para todo aquel que aspire a una carrera criminal. Hoy en día esa carrera ofrece un porcentaje de éxito mayor que cualquier otra. Mientras eso no cambie, la criminalidad y, con ella, la inseguridad pública, va a continuar siendo la principal amenaza para el futuro, económico y político, del país.

 

El problema es que terminar con la impunidad requiere desmantelar lo que queda del viejo sistema. Es decir, para terminar con la impunidad sería necesario hacer funcionar al poder judicial, crear nuevas policías, alterar radicalmente los incentivos que hoy tienen esos policías e instaurar el Estado de derecho. Puesto en otros términos, sería necesario alterar toda la estructura institucional del país. Esto implicaría poner a los individuos en el centro de la ley y la protección de sus derechos como la razón de ser del gobierno.  Por ello, mientras lo que prive en México siga siendo la protección de los intereses particulares de los gobernantes y de aquellos que lucran con la situación actual,  la criminalidad estará a la orden del día.

LA ECONOMIA DE MERCADO QUE NO TENEMOS

Luis Rubio

 

La controversia sobre la política económica desatada por el Informe del presidente el pasado primero de septiembre, corre el riesgo de empantanarse en un debate sobre creencias en lugar de realidades. Como en una buena tragedia griega, el mundo de las sombras de Platón parece dominar el panorama: nada de lo que parece es y, por lo tanto, todo es sujeto de disputa abstracta, ideológica y partidista.

 

Todos los partidos y probablemente todos los mexicanos compartimos la idea de que el crecimiento económico es elemento básico para el desarrollo del país, para la creación de empleos y para la elevación del ingreso. En el objetivo no hay controversia. Las disputas se encuentran en los medios necesarios para alcanzar ese objetivo. Para unos, el crecimiento es imposible mientras no se distribuya el pastel; para otros, el pastel primero tiene que haberse cocinado para poder ser repartido. Hasta aquí, la disputa es meramente de perogrullo: es evidente que tenemos que tener un gran pastel para que todo mundo se pueda beneficiar de él. Lo que no es obvio es que estemos avanzando hacia la creación de ese gran pastel.

 

El gobierno afirma que su política económica es la única capaz de lograr los índices de crecimiento que el país requiere y que todo mundo acepta como necesarios. Desde la perspectiva gubernamental, la combinación de un equilibrio fiscal, apertura de la economía y su política de elevación del ahorro, no sólo van a crear las condiciones para que el crecimiento económico sea elevado, sino además permanente. El gobierno afirma que las crisis que han interrumpido el ritmo de recuperación en los últimos años se han debido principalmente a los altibajos en el ahorro. En función de lo anterior, resume el gobierno, al resolverse el problema del ahorro, el país podrá lograr tasas elevadas de crecimiento, proseguir con la modernización de la economía y, en el curso de varios años, comenzar a resolver el problema del empleo en forma definitiva. Los resultados de los últimos meses parecen darle la razón al gobierno. La economía experimenta una pujante recuperación y, aunque ésta dista mucho de ser generalizada, sus beneficios comienzan a ser al menos perceptibles en cada vez más localidades.

 

Los críticos de la política económica, comenzando por el PRD, rechazan muchas de las premisas que animan la postura gubernamental. Para comenzar, los críticos afirman que la política económica está diseñada para apoyar a las empresas grandes, en  detrimento del resto del país.  En adición a ello, argumentan los críticos, la política económica no ha sido tan impoluta e imparcial como afirma el gobierno, toda vez que los rescates bancario y carretero no han hecho sino subsidiar a los ricos a costa de la política social. Partiendo de estas evaluaciones, los críticos de izquierda proponen una agresiva política fiscal para redistribuir la riqueza, extraer mayores recursos fiscales de los ricos para beneficiar a los pobres y conferirle al gobierno atribuciones mucho más amplias para guiar el desarrollo económico del país. Para los críticos, no hay diferencia entre la estrategia de la política económica general del gobierno (la política fiscal, la política de apertura y la política de ahorro) y las medidas específicas que éste ha emprendido en los rescates bancario y carretero. Al juntar ambos en un solo paquete, los críticos fustigan al gobierno de una manera fulminante.

 

La verdad es que el gobierno, desde hace años, ha venido pretendiendo que hace lo que en realidad no está haciendo. El gobierno lleva una década afirmando que promueve la  apertura al mercado, la liberalización y desregulación, cuando esto sólo ha ocurrido en algunos ámbitos de la actividad económica del país, aquellos que enfrentan la competencia del exterior. Es decir, las empresas que compiten con importaciones ciertamente viven en un entorno cercano a la economía de mercado, aunque salpicado por toda clase de pequeñas y grandes distorsiones. Sin embargo, el resto de la economía mexicana, casi en su totalidad, sigue sujeta a toda clase de mecanismos de control y regulación burocrática que obstaculizan el florecimiento de la creatividad individual, así como que exista competencia en el mercado interno y que, como resultado,  cada vez más mexicanos tengan acceso al gran pastel de la riqueza que todos, al menos en teoría, queremos crear.

 

El caso de las privatizaciones ilustra esto a la perfección. Ni (la mayoría de) las privatizaciones ni las concesiones para el desarrollo de infraestructura (empezando por las carreteras) fueron concebidas dentro de un esquema de mercado. En el caso de las carreteras, los defectos de origen fueron tan grandes, que era evidente desde entonces que tarde o temprano explotarían. De haberse seguido una estrategia de mercado, el gobierno habría anunciado que se sometería a concurso la construcción y operación de una carretera que va del punto A al punto B, bajo determinadas especificaciones. Los concursantes habrían hecho sus cálculos de costos, de diseño y de ingeniería, a sabiendas de que cualquier error los llevaría a enfrentar grandes pérdidas. Como en cualquier negocio privado, el empresario habría corrido los riesgos implícitos en cualquier actividad verdaderamente empresarial, es decir que sus errores o aciertos determinen el  fracaso o éxito de su apuesta. Eso habría llevado a decisiones más sensatas por parte de los concursantes respecto al costo de las carreteras y a las cuotas de peaje. Pero como nuestros burócratas son más duchos que el mercado,  lanzaron una convocatoria para el concurso que le garantizó a los participantes todos los valores clave: el aforo, las tasas de interés y las cuotas que podrían cobrar, independientemente del costo final de las carreteras. En otras palabras, el gobierno optó por ignorar al mercado, creando uno más de sus más costosos elefantes blancos. Las concesiones no respondían a la lógica de una economía de mercado, sino que simplemente fueron un disfraz para encubrir un esquema de obra pública bautizado con otro nombre. Con un agravante más: como el gobierno había garantizado los valores básicos, tiene ahora que apechugar en el caso de las carreteras económicamente inviables, en tanto que los concesionarios mantuvieron las que resultaron ser un buen negocio. Nunca hubo nada de mercado en todo el esquema porque los constructores y concesionarios jamás corrieron el riesgo de perder. Eso sí, como siempre, la retórica burocrática desacreditó un esquema (el de concesión para la construcción de infraestructura con financiamiento y riesgo del sector privado) que en realidad nunca existió.

 

El debate relativo a la política económica va a consumir enormes recursos, tinta y ondas herzianas, pero no va a resolver nada, porque nada se puede concluir mientras no cambien los términos del debate. Como vamos, el debate va a consistir en una confrontación retórica de ideas y supuestos, la mayoría de las cuales no tiene ancla en la realidad. La mexicana no es una economía de mercado. Todavía estamos esperando su arribo.

 

Por otra parte, la política económica, en su esencia, (es decir, la parte fiscal, comercial y de ahorro) es sana y saludable, además de adecuada. Pero no por ello deja de ser mejorable. No se puede decir los mismo de los demás componentes de la política económica que han venido sesgando el crecimiento, impidiendo su generalización y limitando el potencial de crecimiento y desarrollo de la abrumadora mayoría de los mexicanos. Es imperativo acabar con todas las barreras regulatorias, burocráticas, educativas, de infraestructura, etcétera, que condenan a todos esos mexicanos a un status de segunda, cuando no a la pobreza y marginación permanente.

 

La esencia de la política económica actual es, precisamente, la que requerimos y tenemos que preservar. Las distorsiones, favoritismos, corruptelas, burocratismos y sesgos que siguen subsistiendo y que impiden el desarrollo de empresas e iniciativas de los mexicanos comunes y corrientes son rezagos de antaño. Quizá se pudiera lograr un consenso sobre lo primero e iniciar la lucha para  cambiar lo segundo.

La incompetencia en nombre de la política económica

La política económica cuyos lineamientos esboza el presidente Zedillo no tiene nada que ver con los resultados de las privatizaciones y con las devaluaciones.  La política económica general ha permitido que la economía real (la producción) o, cuando menos una parte creciente de ésta,  comience a prosperar y a generar oportunidades para que se puedan beneficiar los mexicanos en general.  Sin embargo, los errores en el proceso de privatización, la debilidad tanto del sistema bancario como de la supervisión gubernamental de la banca, la incapacidad de los banqueros (desde antes de la crisis de 1994-1995), la equivocada estrategia en el otorgamiento de concesiones carreteras y de otros sectores y una política cambiaria inflexible llevaron a la crisis de 1994. Por ello, en lugar de culpar a la política económica que yace detrás de ese cúmulo de errores de la depresión de 1995, deberíamos observar la impresionante velocidad de la recuperación que ha tenido lugar en el país como muestra de que lo que sí funciona es la política económica general, en tanto que lo que no funciona son los rezagos estructurales que todavía arrastramos desde los setenta y ochenta, así como las consecuencias de los errados criterios aplicados en el salvamento de la banca y las carreteras.  Nuestra opción no reside en cambiar una política económica que si funciona, sino en eliminar esos rezagos estructurales, mismos que reflejan intereses particulares y que limitan el éxito de la política económica en general.

 

Estas ideas se derivan del impecable análisis que realizó el  subgobernador del Banco de México, Lic. Francisco Gil Díaz, quien esta semana causó turbulencias en los medios políticos al poner los puntos sobre las íes. Lo que está mal no es la política económica, dice el Lic. Gil Díaz, sino la esclerosis y las insuficiencias que padece la economía, sobre todo en el tema bancario, que es al que principalmente dedica su atención. No hay la menor duda: el empeño en preservar un sistema bancario incompetente, débil y descapitalizado, aunado a la inexistencia de estado de derecho y la amenaza constante que representa el proceso político para la estabilidad y continuidad de las decisiones de los empresarios e inversionistas ha limitado la velocidad y potencial de recuperación de la actividad económica. Estos problemas no se resuelven con medidas cosméticas, sino con acciones de orden estructural y permanente. De hecho, como indica el Lic. Gil Díaz, reciente colapso de la economía Tailandesa sugiere que se necesita más que ahorro y equilibrio fiscal para evitar crisis y construir fundamentos sólidos para el crecimiento futuro.

 

Llevamos quince años de reformas económicas, la mayor parte de las cuales se orientó a corregir los errores, excesos y abusos que sufrió la economía a lo largo de los años setenta.  El brutal crecimiento del gasto público en esa época, la sobreregulación de la economía, la expropiación de los bancos y todas las acciones gubernamentales dirigidas a expoliar a las empresas privadas por la  vía de controles de precios, en todos los sectores, distorsionaron a toda la economía, causaron un caos en la banca y relajaron toda la estructura de controles y mecanismos de supervisión que, en el pasado, permitían preservar la estabilidad de la economía en general. Hoy nos encontramos con que la economía comienza a marchar bien, pero muchos de los rezagos y obstáculos estructurales persisten y nadie parece estar dispuesto a removerlos.

 

El tema más polémico que planteó el Lic. Gil Díaz fue el relativo a los bancos. Específicamente afirmó que la crisis de 1994 no fue causada por el modelo económico, sino por “un sistema bancario esclerótico por los años  que pasó estatizado y por las insuficiencias en la privatización y la supervisión”. Es decir,  la mecánica de la privatización bancaria llevó al control de algunas instituciones financieras a muchas personas incapaces de administrarlas y desarrollarlas (además de que todos los incentivos regulatorios, políticos y financieros los llevaban a ser altamente irresponsables), justamente cuando los recursos disponibles en el sistema financiero crecieron en forma desmedida debido a la liberalización del llamado encaje legal , lo que a su vez llevó a una explosión en el otorgamiento de créditos, una buena parte de los cuales no eran viables. La ausencia de banqueros profesionales, consecuencia de la estatización bancaria, la debilidad, si no es que ausencia de mecanismos de supervisión y los excesos en que incurrió el gobierno para vender cada banco en montos varias veces superiores al que habría sido su valor en condiciones normales de mercado, acabaron por crear una bola de nieve que concluyó en la crisis de 1995, misma que, en sí misma,  fue aumentada y profundizada por la incompetencia del propio gobierno.

 

Nada de ello, sin embargo, tiene que ver con la política económica general. Esta se refiere a la esencia de la actividad económica: al equilibrio fiscal, o sea, el balance entre el gasto y el ingreso gubernamentales; a evitar excesos en la balanza de pagos, a crear instituciones independientes para la supervisión de los bancos y de la política monetaria y cambiaria y, en última instancia, a hacer posible un estado de derecho. Esta es la verdadera esencia del desarrollo del país y nada tiene que ver con las distorsiones, rezagos, obstáculos y corruptelas que pudieron haber estado asociadas con algunos de los temas y sectores que más controversias causan en materia económica. Estos factores, que explicablemente causan confusión e indignación, deben ser erradicados; no así la esencia de la política económica general, que es la única fuente de oportunidades para el futuro, independientemente de que el gobierno sea su peor enemigo cuando llega el momento de convencer a la población.

 

Nadie debería haberse sorprendido de la controversia que causaron las palabras del subgobernador del Banco de México. Un sinnúmero de notas periodísticas y comentarios políticos reflejaron el desdén por el sano equilibrio que requiere la economía para funcionar. Además, evidenciaron  la profunda ignorancia que caracteriza a muchos de los responsables de tomar decisiones en el Congreso, la burocracia y el gobierno, respecto a la importancia de la estabilidad económica para el desarrollo del país. Pero, en esta comedia de errores, dos de esos comentarios fueron particularmente significativos. El presidente de los banqueros afirmó que la banca comercial ha resuelto los problemas que se evidenciaron con la crisis en materia de otorgamiento de crédito. Por su parte, el presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, responsable de la supervisión de los bancos, dijo que ya se habían intervenido diversos bancos antes de la crisis, lo que indicaba que la supervisión, a pesar de las dificultades, había mejorado notablemente. El problema de estas afirmaciones es que caen por su peso en forma inmediata. Hace sólo unos cuantos días, la propia CNBV había intervenido a Banca Confía, anunciando que las pérdidas tendrían un costo de mil millones de dólares para los causantes fiscales. Es decir, a pesar de las afirmaciones en contrario, la supervisión bancaria no ha mejorado y los bancos siguen en la lona.

 

El ambiente político está saturado de demandas de cambio al rumbo de la economía. El golpe que la crisis de 1995 representó para millones de mexicanos explica perfectamente la existencia de estos llamados. Sin embargo, la solución no reside en el abandono de lo que sí funciona en aras de rehabilitar la política económica de los setenta, que fue, a final de cuentas, la causante de la debacle de los años siguientes, sino en eliminar los obstáculos estructurales y mentales, así como las corruptelas que persisten y que lo contaminan todo. Es tiempo de seguir adelante y no de quedarnos, una vez más, a la mitad del río.

EL DIFICIL AJUSTE POLITICO A LA ECONOMIA GLOBAL

EL DIFICIL AJUSTE POLITICO A LA ECONOMIA GLOBAL

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\par }\pard \qj\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {\f33\fs24

\par Los puntos de conciliación y confrontación quedaron bien delimitados el pasado lunes cuando el presidente Zedillo y el diputado Muñóz Ledo plantearon sus programas y expectativas para el recién inaugurado periodo de sesiones del Congreso. Con una actitud en general respetuosa de la investidura del otro, tanto el presidente de la República como el diputado perredista avanzaron sus propuestas y anticiparon sus posturas para los meses próximos. En tanto que el presidente convocó a la suscripción de un acuerdo "de Estado" sobre los principios básicos de la política económica, el diputado amenazó con llevar a cabo cambios fundamentales en ese ámbito. La realidad es que, a pesar de su retórica, un pacto en materia económica es lo que más le conviene al PAN y al PRD, pero sobre todo a este último.

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\par Por mucho que a los priístas y al gobierno les disguste la nueva correlación de fuerzas, la realidad política actual es una: la oposición en conjunto tiene una mayoría absoluta y la hizo valer el fin de semana pasado. Como han apuntado muchos analistas y comentaristas, los sucesos de la semana pasada estuvieron a punto de crear una crisis no prevista en el marco constitucional. Sin embargo, en términos políticos, que no necesariamente jurídicos, lo que hicieron los partidos de oposición fue responder al llamado de las urnas: imponer la mayoría que en días anteriores los votantes le habían quitado al PRI. Por su parte, el gobierno y el PRI mostraron una total falta de previsión y, sobre todo, de reconocimiento de los efectos que los resultados electorales tendrían sobre la correlación de fuerzas en el Congreso. Estas omisiones orillaron al país a una situación potencialmente caótica.

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\par Una vez remontados los problemas para la instauración de la nueva legislatura, las cosas súbitamente han cambiado. Ahora el tema relevante ya no se refiere al gobierno interno de la cámara y a la toma de posturas en torno a este tema o, incluso, a la correlación de fuerzas. Esto ya quedó definido y, al menos en ese tema específico, es improbable que se resquebraje la alianza entre los partidos de oposición. El tema relevante ahora es el económico. Hace treinta años, cuando prácticamente todas las economías del mundo eran fundamentalmente autocontenidas y comerciaban con el resto del mundo sólo marginalmente, los errores de política económica de un gobierno los pagaba la población, pero eso normalmente tomaba años en notarse. Sólo eso explica que tantos dictadores y pésimos gobiernos, de derecha e izquierda, se hubiesen mantenido en el poder a pesar de sus decisiones erróneas. Baste ver a muchos de los gobiernos socialistas, la Argentina de Perón o los setenta en México para recordar lo que una mala política económica puede hacer.

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\par Hoy en día el costo de los errores en materia económica se conoce de inmediato y la población paga la factura a partir de ese mismo instante. No es necesario ir muy lejos para comprobar esta afirmación: la decisión de devaluar y la forma en que esa devaluación se llevó a cabo en diciembre de 1994 le costó a los mexicanos una fortuna en tasas de interés, recesión, negocios perdidos, desempleo y autoestima. Es por esto que la amenaza de los diputados del PRD de modificar la política económica no debe tomarse con ligereza. México no se puede dar el lujo de retrasar su transición económica una vez más. El propio Muñoz Ledo pareció reconocer este riesgo cuando afirmó que su partido no haría nada que pudiera perturbar a los mercados financieros.

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\par En el corazón de la disputa en materia económica se encuentran dos debates que no han sido resueltos en la política mexicana. Uno tiene que ver con las diversas interpretaciones acerca del verdadero mensaje de los electores el pasado seis de julio. El otro tiene que ver con los márgenes reales con que cuenta cualquier país en el mundo para el manejo de su economía en esta época de profunda integración financiera y comercial, conocida como globalización.

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\par Por el lado electoral hay dos maneras distintas de interpretar los resultados. El PRD parte del supuesto que sus electores, al votar por su partido, aprobaron todas las posturas e iniciativas contenidas en su plataforma electoral. Es decir, para el PRD los votantes aprobaron la totalidad de sus propuestas, entre las que se incluía prominentemente un cambio en materia de política económica. Sin embargo, la mayor parte de las encuestas no sustentan esta afirmación. Las encuestas postelectorales mostraron a un votante promedio que se encontraba enojado con el gobierno y con los interminables abusos de poder y que votó como lo hizo para castigarlo y, en todo caso, para introducir pesos y contrapesos. Muy pocos de los votantes promedio mostraron desaprobación a la política económica por sí misma. De hecho, el aparentemente incontenible ascenso en la popularidad del presidente, quien prácticamente se ha dedicado en cuerpo y alma a trabajar en el ámbito económico, no puede más que interpretarse como un espaldarazo a su política económica, independientemente de que no todos los mexicanos se estén beneficiando de sus resultados. La política económica del gobierno no parece ser tan impopular como afirman muchos perredistas.

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\par Lo que sí es profundamente impopular es la manera en que el gobierno ha solventado algunos problemas económicos fundamentales y que muchos identifican con la política económica misma. Hay que comprender que la población no distingue (y el gobierno no ha sabido comunicar la diferencia) entre la política económica y medidas como el rescate de los bancos y de las carreteras, por lo que percibe como subsidios injustificables a los ricos a costa de los pobres. Mientras no se esclarezca qué es una cosa y qué es la otra, la política económica en general seguirá en descrédito y, en consecuencia, seguirá siendo un blanco no sólo natural, sino también envidiable, de los partidos de oposición.

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\par El otro punto de contención tiene que ver con el hecho de que estamos insertos en la economía global y, mucho más importante, que la abrumadora mayoría de los nuevos empleos, la nueva inversión y los mejores salarios se deben a ese hecho. La inserción del país en la economía global, por la vía de la inversión extranjera, del TLC y de las exportaciones, se ha convertido en la mayor fuente de riqueza y empleos que el país haya conocido en este siglo. Nadie, comenzando por los propios perredistas, puede negar este hecho. Obviamente todos los mexicanos preferiríamos que hubiese más empleos, mejores salarios y un pujante mercado interno. Algo de eso sin duda podría mejorar con otra distribución del gasto gubernamental y con algunas iniciativas en materia de incentivos para la instalación de nuevas inversiones. Sin embargo, es muy poco lo que el gobierno, cualquier gobierno, podría hacer para acelerar ese proceso sin caer nuevamente en una crisis de enormes proporciones.

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\par El PRD se encuentra ante la difícil tesitura de tener que dejar atrás sus abusos retóricos de campaña para concentrarse en lo que realmente le importa: las elecciones del año 2000. Muchos de sus principales políticos saben bien que sus propuestas de política económica son mucho más producto de sus buenos deseos que de un programa articulado e idóneo para el México del siglo XXI, plenamente integrado en la economía mundial. El propio discurso de Muñoz Ledo ya constituye un híbrido raro de sus viejas posturas y del reconocimiento de las realidades de la economía internacional actual.

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\par No cabe la menor duda que tanto el PAN como el PRD tendrían un problema de imagen con los electores si llegaran a sumarse a un acuerdo "de Estado" como el que propuso el presidente Zedillo. Luego de prometer el paraíso terrenal en sólo unas cuantas semanas, sería difícil ignorar todas esas promesas y condonar el conjunto de la política económica gubernamental. La capacidad que tenga cada uno de estos partidos de dar una vuelta en materia económica va a depender de su lectura del mensaje de los electores, así como de su interpretación de lo que es necesario y deseable hacer para ganar las elecciones del año 2000. Es obvio que hay muchas cosas en la política económica gubernamental que podrían cambiarse y mejorarse sin alterar la esencia de lo que ha permitido deja sentir. De hecho, no hay la menor duda que muchas de las propuestas del PAN y del PRD, sobre todo en cuanto a la distribución del gasto, bien podrían llevar a una más rápida generalización de los beneficios de la recuperación económica, toda vez que aportarían ideas frescas que no necesariamente ha contemplado la burocracia gubernamental. En ese espacio todos podrían acabar salvando su imagen.

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\par Pero el tema de fondo no es puramente de imagen. El tema de fondo se refiere tanto a la calidad de estadistas que prueben tener los políticos, de todos los partidos, que hoy tienen en sus manos al país, como a sus cálculos de lo que les conviene en lo particular. Un reconocimiento implícito como el que hizo Muñoz Ledo de la importancia de los mercados financieros y de la globalización sugiere que hay material de estadistas en todos los partidos. Por su parte, un acuerdo general de todos los partidos en materia económica eliminaría ese tema de la agenda de controversias y disputas partidistas, tal como ocurrió en Chile después de Pinochet. No hay que olvidar que, sin ese acuerdo respecto a la política económica por parte de la oposición chilena (tanto la izquierda como la Democracia Cristiana), su triunfo electoral habría sido imposible. Con tantita suerte y todos los partidos llegan al reconocimiento de que todos ganan de alcanzarse un consenso en materia económica, comenzando por el mexicano común y corriente.

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Las quejas al Informe

La inexistente separación de poderes que caracterizó a la era priísta de nuestro sistema político generó un profundo resentimiento entre muchos legisladores, cuya función se reducía a levantar el dedo cuando se los indicaba el representante gubernamental en la Cámara. Ese resentimiento se ha convertido en un casu beli, en una espina enterrada en los diputados, sobre todo los de la oposición y aquellos, hoy en el PRD, que en su pasado priísta obtenían algo a cambio de levantar el dedo. A lo largo de la última década, se han multiplicado las quejas respecto a los abusos que las diversas oficinas de la presidencia cometen al organizar los informes presidenciales anuales, del famoso besamanos que, hasta hace poco, los seguía y, en general, del que se tratara de una fiesta diseñada para ensalzar al presidente en turno. La nueva realidad política requiere cambios en la naturaleza del Informe Presidencial. Pero esos cambios poco o nada tienen que ver con el Congreso.

 

Los llamados para cambiar la práctica son muchos, algunos de ellos muy lógicos y hasta razonables. Parten del supuesto de que el Congreso actual es uno muy distinto a aquel que ratificaba sin más cualquier decisión presidencial -cuando el PRI ostentaba una mayoría absoluta-, y que al cambio en la composición y funciones del Congreso le debe seguir otro en la naturaleza del Informe Presidencial. Para la mayor parte de quienes así argumentan, todo lo relativo a los informes presidenciales está mal: desde la organización y el formato, hasta los festejos posteriores. En mucho tienen razón los críticos, pues la nueva realidad política crea una situación de paridad potencialmente real y efectiva entre el Congreso y el Ejecutivo. Sin embargo, la razón por la que el Informe tiene que cambiar es porque ahora las elecciones sí cuentan y por ello tanto los diputados como el presidente tienen que cortejar el apoyo de los electores.

 

El resentimiento de los diputados es, en muchos casos, justificado. Desde que la presidencia dejó de ser electa por el Congreso y, sobre todo, desde la creación del PRI, los Informes presidenciales anuales se convirtieron en mecanismos de legitimación presidencial. Los diversos presidentes utilizaron la oportunidad de su discurso anual para congratularse, para atacar a sus enemigos, para trazar algunas líneas de política y hasta para dramatizar sus acciones con llantos histéricos. Se trataba de un teatro organizado por la presidencia para sus propios fines, partiendo del supuesto (y realidad) de que el Congreso estaba ahí para aplaudir y nada más. El personal de la presidencia a cargo de los Informes no reparaba en el pequeño detalle constitucional de que el Legislativo era un poder autónomo que debía ser respetado. Esto llevó a que personal del Estado Mayor presidencial abusara de sus facultades, atropellara los derechos de los diputados y se comportara como dueño de un recinto que no era suyo. Por su parte, los presidentes solían organizarse grandes festejos, que iniciaban con el famoso besamanos, cuya sola caracterización claramente delinea la naturaleza del evento.

 

Independientemente de si los priístas, en su era de control absoluto de la Cámara, resentían las acciones del Ejecutivo, el hecho es que, desde que llegó la oposición en forma masiva al Congreso, sobre todo a partir de 1988, las quejas y críticas se han multiplicado. Eso llevó a muchos diputados a tratar de interpelar al presidente y, en ocasiones, a hacer el ridículo, como cuando un diputado se disfrazó de cerdo durante toda la sesión del último Informe del presidente. Se trataba de hacerse notar a cualquier precio, de hacer evidente la protesta y protestar por el desprecio que el gobierno tradicionalmente le había tenido por el Congreso y, en general, por la incapacidad del Congreso de influir, así fuera en los grandes trazos de  las decisiones gubernamentales.

 

Estas nuevas realidades comenzaron a cambiar la naturaleza de los informes anuales. Por una parte, se negociaban fragmentos del Informe entre el presidente y los partidos. Más importante quizá, el presidente Zedillo optó por darle una forma estrictamente republicana al Informe, al eliminar totalmente los besamanos y otros festejos posteriores al mismo.  En este sentido, el reclamo de muchos diputados es un tanto vacío, pues en la práctica ya ha habido cambios que son sintomáticos de la nueva realidad del país. Lo que no ha habido es el reconocimiento de que la naturaleza de la política mexicana ha cambiado, tanto para los diputados como para el presidente. Eso es lo que se ha tornado crucial.

 

Hasta hace muy poco tiempo, la estructura de gobierno en México le confería al presidente todas las facultades -legales y reales- para imponer sus prioridades y objetivos sobre la población. El presidente controlaba todo lo que era relevante en materia tanto política como económica. Nadie podía razonablemente retar el poder presidencial y, quien se atrevía, generalmente acababa muy mal. Por ejemplo, los presidentes igual expropiaron que privatizaron sin preocuparse de las contradicciones obvias en sus acciones. A partir de las disputadas elecciones de 1988, sin embargo, la naturaleza de la política cambió. A partir de ese momento, los electores comenzaron a contar y a hacer una diferencia. No es casualidad que, durante el sexenio pasado, buena parte de la labor gubernamental estuviera relacionada con el desarrollo de una opinión pública favorable para las políticas gubernamentales, algo que es común y corriente, de sentido común, en todas las democracias del mundo, pero algo que fue  novedoso en México.

 

En cierta forma, la crisis de 1995 abrió el boquete que necesitaban los partidos de oposición para poder acceder al poder. Esa crisis generó dos circunstancias que hicieron posible la nueva realidad del Congreso. Una fue la propia crisis económica, que puso en entredicho toda la credibilidad gubernamental y, de paso, la política económica. Pero quizá la circunstancia más importante para el cambio político fue el virtual abandono del gobierno actual a cualquier pretensión de influir en la opinión pública. Para el entonces nuevo gobierno, la opinión pública favorable se forjaría por si misma con base en los hechos y no en las palabras. La nueva estrategia gubernamental le abrió las puertas del poder al PAN y al PRD. Estos partidos, sobre todo el PRD, supieron aprovechar la ausencia gubernamental y la inexistencia de una política de comunicación, como fundamento para su triunfo en 1997.

 

Los próximos tres años, que formalmente comienzan el próximo primero de septiembre, día en que el nuevo Congreso, sin mayoría del PRI, entra en funciones, van a ser sumamente competidos en el sentido político. Cada uno de los partidos va a intentar capturar la presidencia en el año 2000, lo que les llevará a enfilar todas sus baterías a conquistar el apoyo de los electores. Algunos lo harán a través de sus acciones ejecutivas (como presidentes municipales, gobernadores, diputados, etc.), otros con su retórica y otros más a través de su activismo político. Todos, sin embargo, van a tener que enfocarse hacia los electores, circunstancia que representa el verdadero cambio político al  que acabamos de arribar.

 

En esta nueva etapa, nadie como el presidente tendrá que cambiar su manera de actuar. La noción de dejar que los resultados  formen la opinión de la población es muy sensata y muy razonable, siempre y cuando el tiempo fuese ilimitado y los tiempos políticos no existieran. Hoy, en nuestra realidad, el tiempo es la mercancía más valiosa y triunfará quien lo emplee con mayor éxito. Esto implicará cultivar a los electores, convencerlos de la estrategia gubernamental y hablar sobre el futuro, en lugar de enfatizar logros pasados que, además, quizá nadie percibió. La competencia por el apoyo de los electores va a ser la nueva cara de la política. Esta competencia ya inició con el debate en torno al IVA y seguramente se intensificará con las controversias que suscite el presupuesto de 1998 y la política económica en general. Los electores no van a apoyar a un gobierno que no les explica qué es lo que persigue y por qué la suya es la mejor manera de lograrlo. Por ello, el próximo Informe de Gobierno debe comenzar con un acercamiento a los mexicanos que, habiendo o no votado por el PRI, siguen sumamente escépticos del camino emprendido por la administración.  La realidad económica del país es extraordinariamente contrastante y no podrá prosperar meramente con el aliento de una pequeña parte de la sociedad.  El presidente tiene que convencer al electorado de los méritos de sus programas para que ésta, a su vez, presione a sus representantes.  Como en cualquier democracia.

NEGOCIO REDONDO

Luis Rubio

El conflicto de intereses y objetivos que genera en las autoridades su doble función de supervisión y rescate del sistema bancario ha vuelto a la palestra: la Secretaría de Hacienda parece haber encontrado una nueva manera de subsidiar a los bancos. Se trata de un mecanismo enmarañado y complejo, cuyo vehículo se denomina «SOCORE». Estas Sociedades de Coinversión para Reestructuras fueron originalmente diseñadas para reducir el enorme costo que representa para el erario público el fideicomiso a través del cual adquirió una buena parte de la cartera mala de los bancos, así como los activos de los bancos intervenidos (el FOBAPROA). Sin embargo, tal parece que se pretende convertir a las SOCORES en un nuevo mecanismo de subsidio a los bancos. De ser así, mientras que los políticos se enfrentan entre sí discutiendo los costos de toda índole que podría traer consigo la reducción del IVA, la burocracia, sin la intervención del Congreso, se está preparando para hacer más transferencias billonarias a los bancos.

En su esencia, los bancos son un mecanismo para la intermediación de los recursos de los ahorradores hacia los usuarios de crédito. El banco recibe fondos de las personas y empresas, a cambio de lo cual paga intereses. Por su parte, el banco presta ese dinero a otras personas y empresas y les cobra por ello una cantidad mayor por concepto de intereses de lo que le paga al ahorrador. Ese es su negocio. Si el banco tiene buen juicio y no hace demasiados préstamos malos, su negocio acaba siendo muy rentable. Tanto el banco como sus clientes -ahorradores y acreditados- apuestan a que las condiciones generales de la economía van a mantenerse más o menos estables, lo que les permite a todos lograr su objetivo sin mayores contratiempos. Normalmente así funciona la cosa. Pero en ocasiones las circunstancias cambian tanto, que todos esos cálculos acaban mal. Eso fue lo que pasó en 1995.

Uno de los sectores más gravemente afectados por la crisis de 1995 fue el de la banca y los deudores bancarios. De un plumazo, los bancos se encontraron con que la mayoría de sus clientes no podía pagar sus créditos, lo que amenazaba con crear una crisis financiera, pues si los banqueros no podían cobrar, tampoco podían pagar a los ahorradores. Si bien muchos banqueros se comportaron de manera injuriosa con sus acreditados y, en muchos casos, llevaron a cabo acciones de desahucio injustas, sobre todo cuando se trataba de casas por demás modestas y el único techo de una familia, la intervención del gobierno para apoyar a los bancos era necesaria e inevitable. De no haberse dado, la crisis financiera habría cobrado dimensiones aterradoras, toda vez que se habrían expoliado los ahorros de la mayoría de la población.

La intervención gubernamental en el rescate bancario era necesaria. Sin embargo, muchas de las formas que adquirió esa intervención fueron injustas, además de ineficaces, pues ni promovieron la recuperación de la planta productiva, ni han asegurado la supervivencia de los bancos. En lugar de salvar a los bancos -que hubiera sido del interés público- en muchos casos se comenzó por salvar a los propietarios de los mismos. Eventualmente se corrigió esa estrategia, para caer en otra todavía peor: se comenzó a subsidiar a banqueros extranjeros para que, sin poner su capital en riesgo, se quedaran con los bancos quebrados. De una o de otra forma, el costo siempre lo acabarán pagando nuestros impuestos. A pesar de las carretonadas de dinero que se han invertido, la mayoría de los bancos hoy, a casi tres años de la crisis, todavía no ha podido salir adelante. Este es el resultado del conflicto de interés inherente al hecho de que la institución que debe velar por la salud del sistema financiero es también responsable de su salvación, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

En el curso del tiempo, el gobierno, que por ley garantiza los depósitos en los bancos, comenzó a comprar parte de la cartera de los mismos a través de un fideicomiso, el ahora famoso FOBAPROA. La idea no era mala, pues el mecanismo permitía que los bancos redujeran parte de su cartera vencida, con lo cual podían comenzar a recapitalizarse. FOBAPROA luego creó una nueva entidad, conocida como VVA (Valuación y Venta de activos), encargada de vender la cartera que FOBAPROA había venido acumulando. Hace unas cuantas semanas, VVA realizó la primera subasta de activos y logró que se pagara un promedio de 49 centavos por cada peso de cartera. Como se trataba de la mejor cartera en poder del VVA, esos 49 centavos se convirtieron en un precio tope para las próximas subastas. Esta cifra es importante, pues toda la cartera que fue subastada en esa ocasión estaba vigente o había sido totalmente renegociada y las empresas endeudadas estaban al corriente de sus pagos. Es decir, los créditos de las empresas endeudadas que están al corriente en sus pagos valen menos de la mitad de su valor nominal.

El pasado lunes 11 de agosto, el gobierno anunció la desaparición de VVA y la absorción de sus funciones por el propio FOBAPROA. Para las subastas subsecuentes se ha planteado la posibilidad de vender créditos de empresas que no están al corriente en sus pagos y que ni siquiera han sido reestructurados. En la venta de estos créditos corporativos, que se pretende llevar a cabo en septiembre de este año, FOBAPROA anunció la posibilidad de introducir una nueva modalidad: la creación de empresas poseedoras de la cartera vencida, propiedad de FOBAPROA, y la venta de participaciones minoritarias de estas empresas, llamadas «Sociedad de Coinversión para Reestructuras» o «SOCORES». Ya que se trata de créditos grandes, la idea detrás de la subasta es que muchos inversionistas puedan participar adquiriendo parte de las acciones de la SOCORE que sea tenedora del crédito individual (de un total de 27 «paquetes»). El total del valor nominal de dichos créditos asciende a un monto cercano a los $7,500 millones de pesos. Esto favorece la diversificación y abre oportunidades para muchos más inversionistas en el mercado. FOBAPROA se reserva el derecho de quedarse con una porción de las acciones de la SOCORE, a fin de beneficiarse de cualquier mejoría que llegase a experimentar la empresa en cuestión. Por su parte, los adquirentes de la SOCORE tendrán que renegociar el crédito con la empresa deudora a fin de que pueda recuperar su salud financiera y dichos créditos aumenten de valor.

Hasta aquí el mecanismo es lógico y viable y, dadas las circunstancias, extraordinariamente creativo y valioso. El siguiente paso, sin embargo, entraña graves consecuencias. Para comenzar, las acciones de las SOCORES no pueden ser adquiridas por los empresarios deudores (los propietarios de las empresas), pero sí pueden ser adquiridas por los bancos que originalmente otorgaron el crédito y que posteriormente se lo vendieron a FOBAPROA. De esta manera, el banco que vendió a un descuento mínimo al FOBAPROA queda en una situación privilegiada respecto al empresario endeudado y moroso ya que podrá volver a adquirir dichos créditos a un descuento mucho mayor.

Supongamos que un banco otorgó un crédito con valor de cien pesos. Cuando las cosas comenzaron a ir mal en 1995 y 1996, se lo vendió a FOBAPROA en ochenta pesos. Ahora podría recomprar ese mismo crédito en diez o doce pesos, pues hay que recordar que los créditos de las mejores empresas -los vigentes y al corriente- se vendieron en menos de la mitad de su valor nominal. De esta forma, el banco acabaría con el mismo crédito a una octava parte del precio en que se lo vendió hace año y medio a FOBAPROA. El negocio es redondo. ¡Nuestros impuestos están trabajando!

Ahora viene el aspecto verdaderamente escandaloso. Según las regulaciones bancarias, los bancos sólo pueden utilizar dinero de los depósitos en su banco para adquirir acciones de empresas cotizadas en bolsa. Si un banco desea adquirir acciones de una empresa que no está cotizada en bolsa, sólo puede adquirir esas acciones con su propio capital (o sea, con el dinero de los accionistas y no con el de los ahorradores). En adición a lo anterior, tratándose de créditos vencidos, la regulación bancaria establece que el banco tiene que constituir reservas para cubrir ese quebranto potencial. Sin embargo, para hacer expedita la subasta, las autoridades están considerando dispensar a los bancos de ambos requerimientos. Es decir, los bancos podrían adquirir acciones de las SOCORES con el dinero de los depositantes y no tendrían que constituir reservas para cubrir los créditos vencidos subyacentes. De esta forma, los propietarios de las empresas endeudadas quedan al margen de la posibilidad de rescatar a sus propias empresas, pero los bancos no tienen limitación alguna. ¿Dónde comienza el rescate del sistema bancario y dónde terminan los subsidios (y privilegios) de los bancos?.

La ironía de todo esto es que los montos que maneja FOBAPROA son fabulosos, equivalentes a 43 mil millones de dólares. La pérdida implícita en la venta de activos propiedad de FOBAPROA es fenomenal. Junto a esa suma de dinero la diferencia en la recaudación entre un IVA al 10% y uno al 15% (equivalente a aproximadamente 2,800 millones de dólares) es una minucia. Es por ello que no puede dejarse el tema en la obscuridad. La necesidad de comprar esa cartera, dadas las circunstancias del momento en que se hizo, es explicable. También lo es hoy la venta de la misma. Pero la forma en que se planea llevarla a cabo apunta a que se trata de un mero subterfugio para subsidiar a los bancos sin que las empresas reciban de ello beneficio alguno. La pregunta es si la absorción de VVA por FOBAPROA va a llevar a un esquema menos oneroso para el causante y más conducente a la recuperación de la planta productiva en su conjunt

IVA Y DEVALUACION

Luis Rubio

La moda de este periodo postelectoral parece ser la de poner en duda todo lo que sí funciona de la política económica. Si uno se atiene a las posturas partidistas, parecería que la solución a todos los problemas de la economía, del empleo y del ingreso de los mexicanos se resolvería si se devalúa la moneda, se eleva el gasto público y se baja el IVA. Es posible que alguna combinación de acciones en estos frentes pudiese traer algún beneficio en el corto plazo. Sin embargo, más parece que lo que se busca es cambiar por cambiar. Lo importante para buena parte de los contingentes de los tres partidos parece ser cambiar algo: lo que sea. El problema es que, una vez que se comienza a cambiar algo, se corre el riesgo de que todo se venga para abajo.

La necedad de cambiar la política económica viene de una lectura muy peculiar de los resultados electorales recientes. Para muchos miembros importantes de los tres partidos, las ganancias o pérdidas que tuvieron el pasado seis de julio se debieron a un rechazo masivo de la política económica instrumentada por tres sucesivas administraciones. En función de esa lectura, muchos perredistas (particularmente los expriístas) están desatados proponiendo una reversión casi total de la política económica, para retornar a los días gloriosos del populismo revolucionario; los panistas pretenden alterar puntos específicos que les parecen errados, como si la planeación central fuese posible; y muchos priístas quisieran abandonar la política de su propio gobierno, a la que culpan de su derrota en las urnas. La realidad es que los tres partidos están proyectando sus propios prejuicios, pues las encuestas de salida no justifican su lectura.

Como en 1988, los partidos parecen estar viendo en los resultados electorales algo que no ocurrió. Según las encuestas de salida, sobre todo las del Distrito Federal, la población votó como lo hizo por tres razones principales: por la inseguridad pública que padecen en forma creciente, por la crisis económica y por su enojo contra el gobierno por el manejo de la devaluación, la corrupción y todos los vicios de un partido que ha estado en el poder por casi siete décadas. La población no objetó la política económica per se. El hecho de que la popularidad del presidente vaya en ascenso, casi en paralelo con el declive del PRI confirma que la población no está en contra de la política económica, sino de todo lo que ha ocurrido en el país a partir de 1994 y, sobre todo, al incompetente manejo de la crisis misma en 1995.

De ser válida esta lectura, los mexicanos ya expresaron su furia, como lo hicieron en 1988, y ahora podrían caminar en cualquier dirección. Es decir, sus preferencias futuras ya no estarían dominadas por los factores que les llevaron a votar como lo hicieron en esta ocasión. Lo importante ya no sería cambiar por cambiar (o sea, quitar al PRI), sino ver quién puede efectivamente resolver los problemas que aquejan sobre todo a esa masa de votantes que representan entre el 35% y el 40% del electorado- que no tienen filiación partidista y que son los que ahora determinan el resultado de las elecciones: en 1994 llevaron al PRI al gobierno y ahora le quitaron ese privilegio, al menos al nivel del Congreso, parcialmente del Senado y en algunos estados clave, incluyendo al Distrito Federal. Puesto en otros términos, el hecho de que los votantes le hayan dado una mayoría al PRD en el D.F. o le hayan quitado la mayoría absoluta al PRI en el Congreso no es necesariamente una condición permanente para el futuro. Todo es cambiante.

Por lo anterior, el debate en torno a la política económica es particularmente relevante. Los partidos y los políticos se guían por sus instintos y por sus dogmas. Los primeros pueden estar bien informados, pero los segundos jamás lo están. La filosofía de un partido sus dogmas- refleja una oferta política, una propuesta de visión política, una filosofía de gobierno, y no una lectura de la realidad específica en un momento dado. Los planes de gobierno, las propuestas de política y de acción son la esencia de las campañas, de los candidatos y de la política cotidiana. Es ahí donde los políticos y sus partidos intentan ganarse el favor de los votantes al proponer maneras concretas y específicas de combinar su filosofía partidista con su lectura del momento político. En el caso reciente de Inglaterra, Tony Blair comprendió que el dogmatismo histórico de su partido le llevaría al fracaso una vez más, por lo que lo abandonó e hizo virtualmente toda la estrategia de política económica de su rival, el Partido Conservador. La pregunta en nuestro caso es cuál será la estrategia que adopten los partidos en función de su lectura del momento actual con vista a las elecciones del año 2000.

A juzgar por el debate sobre la política económica y, particularmente, sobre el IVA y a política cambiaria no es obvio que los partidos hayan comprendido el mensaje de los electores. En la mayoría de los casos, los partidos siguen en la campaña pasada, cuando su responsabilidad ahora debería ser la de construir los elementos que servirían como fundamento para su próxima campaña. En el tema del IVA, por ejemplo, el debate es tan dogmático que resulta circular e inútil. De nada sirve que el gobierno se consuma en rasgarse las vestiduras sobre la manera en que salvó al país en 1995 gracias al aumento del IVA, cuando un manejo menos torpe de la economía en diciembre y enero de 1994 y 1995, respectivamente, habría evitado una crisis de las dimensiones de la de ese año. De la misma forma, la postura del PAN y del PRD sobre el IVA fue válida como táctica electoral, pero ahora resulta contraproducente: sí, efectivamente, el aumento del IVA en 1995 causó un enorme malestar entre los mexicanos, particularmente por el desprecio de los priístas hacia la población. Pero ese enojo fue materia del seis de julio pasado. Ahora que los votantes ya se desahogaron, lo que importa es definir la política de ingresos y egresos para el próximo año.

Hay buenas y muy convincentes razones económicas para argumentar que son mejores los impuestos indirectos (como el IVA) que los directos (como el impuesto sobre la renta), pues los impuestos indirectos reducen el consumo y estimulan el ahorro. En este sentido, la lógica del gobierno de no querer modificar el nivel del IVA es impecable. Sin embargo, no es la única manera en que se podría estimular el ahorro, ni el IVA al 15% es una cifra mágica. Según diversas estimaciones, el mismo efecto de ingresos fiscales se podría lograr si se pagara un IVA menor (de 10%) sobre muchos bienes y servicios que ahora están exentos de ese impuesto (como alimentos y medicinas), pero eso si efectivamente afectaría más a la población de menores ingresos. Quizá más práctico sería hacer cumplir el pago del impuesto, al que los consumidores están obligados, pero muchos de los productores y comerciantes deciden no pagar El punto importante es que no hay nada de mágico en el nivel del impuesto: como todo, es producto de una serie de discusiones y consideraciones políticas, filosóficas y de cálculos económicos. De discutirse esos elementos se podría llegar a acuerdos satisfactorios para todos.

El resultado electoral trajo consigo otro efecto muy peculiar: la inversión del exterior se ha elevado en forma extraordinaria, lo que ha hecho que el peso se aprecie (que el dólar cueste menos pesos). Muchos economistas y políticos no dejan de levantar la voz al cielo. Lo que urge, dicen, es devaluar pues sin ello vamos a caer en una nueva crisis cambiaria. La idea de devaluar en forma equivalente a la diferencia de inflaciones entre nuestro país y el de nuestros principales socios comerciales tiene sentido, siempre y cuando no acabe creando una espiral inflacionaria incontenible. Desde una perspectiva, parecería atractivo que el valor real del peso se mantenga constante por medio de un desliz permanente, de tal suerte que las exportaciones mexicanas reciban un subsidio y nos saquen del atolladero. El problema es que un desliz constante no hace sino empobrecer a los mexicanos y elevar la inflación en forma permanente. Quizá el mejor de todos los mundos sería el de reducir la inflación al nivel de nuestros socios comerciales y ya ahí, a muy bajos niveles, seguir una política de desliz de 1% al año o algo semejante.

Pero el problema es que los cuentos de hadas son eso: cuentos. Lo que los partidos y muchos de sus asesores pretenden es corregir lo que, desde su perspectiva, está mal, sin reparar en la consideración de que una vez que se comienza a hacer cambios, todo el esquema se puede caer, como un castillo de naipes. No hay que olvidar que el gobierno actual no tenía la menor intención de cambiar todo el esquema de política económica cuando, en diciembre de 1994, decidió devaluar. Solo quería cambiar un pequeño detalle. Lo que siguió habla por sí mismo.

Obviamente hay problemas y limitaciones en la política económica y, sin duda, hay muchas áreas en las que se podrían llevar a cabo cambios que mejoraran la situación general. El chiste es encontrar esos factores específicos que mejoren la situación general sin alterar el equilibrio general que ha permitido una incipiente recuperación. Por ello, en lugar de debatir el IVA, deberíamos estar debatiendo cómo incrementar el empleo y la inversión, pues sin éstos ni los partidos serían empleables.

 

LA INCERTIDUMBRE DE LA INVERSION

Luis Rubio

Mientras que una parte de la economía crece sin límites y otra está dominada por la incertidumbre, nada parece impedir el flujo de inversión extranjera hacia el país, aunque quizá sí la limita. Se trata de una contradicción sólo en apariencia. La realidad es que la inversión que viene hacia el país lo hace, en gran medida, porque tiene garantías suficientemente grandes como para hacer irrelevante esa incertidumbre. No obstante, no todo inversionista goza de ese beneficio, lo que hace que mucha de la inversión potencial -tanto de nacionales como de extranjeros- no se realice. ¿Será posible eliminar la incertidumbre para la inversión y en la economía en general?

La incertidumbre que permea a la economía tiene múltiples causas. La volatilidad política es claramente una de ellas, pero no la más importante. La volatilidad política tiene que ver con los procesos electorales, con el frecuente radicalismo en el lenguaje, con la aparición de grupos guerrilleros y demás. Sin embargo, nada de ello impidió que el país recibiera cerca de diez mil millones de dólares de inversión extranjera en 1996 y que vaya a recibir una cantidad semejante este año. Además, otros países que también enfrentan elevada volatilidad política, como China, han sido capaces de atraer enormes volúmenes de inversión extranjera. Ambas realidades sugieren que la volatilidad política es un problema serio y una fuerte causa de incertidumbre, pero no un impedimento absoluto a la inversión del exterior.

La abrumadora mayoría de la inversión que ha venido al país en los últimos años tiene una característica muy específica: se trata de empresas y fábricas que producen bienes que van a ser consumidos por la propia empresa inversionista. Es decir, se exportan a sí mismas, aprovechando el hecho de que en México tienen una mezcla óptima de menores costos y garantías jurídicas. Los menores costos son producto, esencialmente, del precio de la mano de obra. Las garantías jurídicas son resultado de la existencia del TLC. En ausencia del TLC, una gran parte de las empresas extranjeras que han invertido en el país se hubieran ido a otros países más baratos en materia laboral, como Haití, Vietnam o la República Dominicana.

La enorme incertidumbre que caracteriza a la economía mexicana se debe a los altibajos económicos y políticos, a la ausencia de reglas del juego que sean confiables, a los abusos de la burocracia, a los cambios constantes en las regulaciones tanto municipales como federales y, en general, a la inexistencia de mecanismos para que los empresarios se protejan de ese conjunto de decisiones y acciones generalmente arbitrarias. Estas realidades se traducen en elevadísimas tasas de interés, en costos de capital desproporcionadamente superiores a los de sus competidores en el resto del mundo y, en general, en desincentivos a la inversión. Un empresario mexicano que trata de realizar su actividad se encuentra ante la necesidad de vencer todos estos obstáculos. Muy pocos se animan a intentarlo.

En contraste con las empresas mexicanas y extranjeras que no tienen el mercado garantizado y que, por lo tanto, enfrentan enormes costos para operar y todo el peso de la incertidumbre que padece el país, las empresas que producen para sí mismas y que tienen mercados seguros para sus productos, disfrutan costos bajísimos de capital y, por inscribirse dentro de las reglas del TLC, de garantías jurídicas de las que no goza ninguna empresa fuera de ese régimen. La inversión que viene del exterior es maravillosa y debe ser bienvenida. Esa inversión provee fuentes de empleo, capacitación, exportaciones y el efecto riqueza de toda inversión en la forma de pago de sueldos, pagos a proveedores, compras de materias primas, etc. Todo esto es obviamente benéfico para el desarrollo del país, pero hasta ahora ha sido insuficiente.

Lo que va a hacer rico al país es la multiplicación de este tipo de oportunidades. Sin embargo, no hay mayor evidencia de que esto esté ocurriendo. Si la única inversión que viene al país -independientemente si ésta es nacional o extranjera- es la que tiene mercados seguros y garantizados así como garantías jurídicas sólidas, entonces tenemos que encontrar otras maneras de crear garantías que disminuyan (o, al menos, compensen) el costo de la enorme incertidumbre que prevalece en el país. Sin ello, el horizonte de crecimiento de la economía va a ser muy limitado, por más que algunos indicadores macroeconómicos sean muy favorables.

El TLC se ha convertido en un factor central para atraer la inversión no tanto porque liberalice el comercio -que ya de por sí está bastante desregulado en la mayoría de las ramas de actividades-, sino más bien porque establece reglas del juego muy específicas y confiables para los inversionistas. Todavía más importante, el TLC establece límites muy específicos a la arbitrariedad gubernamental, en particular en el ámbito de expropiaciones. A muchas personas les parecerá sorprendente el que estos factores sean importantes para un inversionista. Sin embargo, el hecho es que estos factores son cruciales en el proceso de toma de decisiones sobre dónde invertir y por qué hacerlo. Lo que no hay son condiciones semejantes para inversionistas que no caen bajo los supuestos del TLC y/o que no tienen mercados garantizados.

Algunas empresas mexicanas han comenzado a realizar inversiones en el país como empresas extranjeras para recibir la protección del TLC. Pero la mayoría no puede lograr algo semejante. La solución correcta a este problema obviamente reside en transformar las instituciones jurídicas, judiciales, policiacas y gubernamentales que en la actualidad impiden la inversión. Mientras no se inicie un proceso orientado a enfrentar el problema, la inversión no se va a recuperar en forma masiva. En el corto plazo, el problema podría enfrentarse por medio de instituciones y empresas del exterior que estén dispuestas a garantizar la inversión en el país -tanto a mexicanos como a extranjeros- respecto a actos de gobierno, como ocurre en entidades como OPIC. Pero aun esta vuelta requeriría la disposición del gobierno a reconocer que existe un problema serio y, por lo tanto, a actuar. A la fecha, sin embargo, no hay la menor evidencia de que esto esté ocurriendo.

 

NUESTRA DEBILIDAD INSTITUCIONAL

Luis Rubio

La reciente elección mostró las dos caras de nuestro futuro: las oportunidades que genera un proceso institucional que goza de credibilidad, pero también la profunda debilidad institucional que caracteriza al país y que conlleva la enorme posibilidad de generar movimientos pendulares en todos los ámbitos. De hecho, nuestra historia política moderna es una de bandazos en la política gubernamental. La pregunta hoy es si predominará la construcción institucional que yace detrás de la reforma electoral que amparó a la reciente elección o si volverá esa otra, menos encomiable, tradición de los bandazos, la impunidad, el autoritarismo y la intolerancia. Ambos escenarios son igualmente posibles.

La reforma electoral constituyó un enorme paso hacia adelante. Si bien nadie puede ignorar algunas potenciales anomalías, algunas reales y otras figuradas (como en Campeche) en los días que siguieron a la elección, es claro que los comicios representaron un avance dramático respecto al pasado. También es evidente que mucho de la legitimidad de que gozó la elección fue en gran medida, producto de la existencia de voluntad política para reconocer los triunfos que llegaran a tener partidos distintos al PRI. De no haber ganado el PRD la ciudad de México y el PAN dos importantes estados, los conflictos post-electorales hubieran sido inmanejables, independientemente de lo que los partidos hubiesen logrado en las urnas. Este es un reflejo de la profunda debilidad de las instituciones que tenemos.

En el viejo sistema político era imposible fortalecer a las instituciones, pues éstas no existían como tales, sino como mera representación del presidente de la república. Todo en el viejo sistema giraba en torno al presidente: el organigrama formal del gobierno tenía semejanza al de otros países con sistema presidencial, pero todos los mexicanos sabíamos que poderes como el legislativo y el judicial eran meros instrumentos de acción del presidente o de negociación con él. El poder recaía sobre el individuo, quien contaba con enormes recursos, de todo tipo, para hacer valer su voluntad. En ese mundo, nadie, al menos en el gobierno y en el Estado en general, podía ser independiente o autónomo, pues todo dependía del presidente y, en última instancia, todos le rendían cuentas a él. Como diría Cosío Villegas, la magia de ese sistema cuasi-dictatorial residía en que el reino era temporal y no hereditario.

Los resultados electorales del seis de julio crean una nueva realidad política que, además, el presidente ha hecho suya. En ausencia de una mayoría absoluta del PRI en el Congreso, la imposición flagrante se vuelve imposible. Los tecnócratas ya no podrán controlar la aprobación o desaprobación de las iniciativas de ley que se presenten, ni los términos en que esto se realiza. Ahora sus habilidades van a tener que incluir la de negociar, con frecuencia con personas que no tienen los mismos conocimientos técnicos, pero cuya legitimidad proviene de haber tenido mejor capacidad de convencer al electorado. Se trata de dos mundos radicalmente distintos que tendrán que aprender a convivir y a entenderse, para bien del país. La división de poderes entraña el enorme beneficio potencial de generar pesos y contrapesos, del tipo que buena falta nos hace a los mexicanos, acostumbrados más a la impunidad del funcionario público y a la imposición de la burocracia que a ser representados por los gobernantes en calidad de ciudadanos en lugar de súbitos. Pero un Congreso dividido, dada nuestra historia, también puede venir acompañado de recriminaciones viscerales, odios irredentos y una total incapacidad de comunicación entre los partidos presentes en ese foro, lo que podría llevarnos a una espiral de crisis interminables.

La duda en este momento es si los partidos van a tener la capacidad de dejar atrás el pasado para comenzar a construir un futuro mejor. Puesto en otros términos, los tres partidos principales tienen ahora la opción de hacer tabla rasa del pasado y dedicarse a construir los cimientos de un nuevo sistema político, fundamentado en reglas escritas y definidas, leyes que se acatan y un sistema de gobierno que las hace cumplir. La alternativa para los partidos sería la de dejarse ganar por los rencores que dominan a la mayor parte de los integrantes de las tres principales fuerzas políticas y dedicarse a buscar el momento de la revancha. La motivación de muchos de los miembros del PRD es de venganza por lo que ellos creen que ocurrió en 1988 y, en términos más generales, por las reformas que ha sufrido la economía desde mediados de los ochenta y que, a su modo de ver, son antipatrióticas. Su comportamiento donde han perdido así lo evidencia. Los miembros del PAN guardan un tipo de rencillas muy distintos. Para muchos de ellos, destruir al sistema priísta es una motivación mucho más trascendente que la de construir algo mejor. Si bien ese partido ha colaborado, esencialmente en el plano legislativo, con las reformas económicas, muchas de sus acciones están motivadas más por las vísceras que por la política. De los priístas no hay mucho que hablar en tanto que la mayoría de ellos sigue pensando que tiene el derecho exclusivo de orientar el destino del país y que no hay nadie mejor que ellos para hacerlo. Su actitud has sido tradicionalmente excluyente y su capacidad de negociación comienza y termina con sus intereses y privilegios particulares.

Puesto en otros términos, todos los partidos tienen profundas razones para dedicarse a destruir no sólo la oportunidad que los resultados electorales crearon, sino las pocas cosas que van extraordinariamente bien en el país. Si todos los partidos se aferran a sus convicciones y motivaciones más mezquinas, los bandazos políticos y económicos van a dominar al país. Si, por otra parte, los partidos se dedican a aprovechar la oportunidad y a demostrar que los pesos y contrapesos son un instrumento de desarrollo nacional, las posibilidades de construcción institucional van a ser virtualmente infinitas. Parte de la respuesta a este dilema va a tener que venir de la combinación de lo que los propios partidos y el gobierno federal hagan. El gobierno puede proveer incentivos para la negociación, así como plantear la necesidad de establecer límites a la modificación de los programas, sobre todo en el ámbito económico, que comienzan a rendir frutos. Por su parte, los partidos pueden negociar la alteración de algunas de las características de los programas económicos que más agravian a sus votantes. No existe mayor latitud en el modelo de desarrollo, pero existen muchas posibilidades de alterar sus instrumentos para satisfacer a todos. Es decir, es perfectamente factible llegar a establecer marcos de negociación que satisfagan tanto las necesidades y prioridades del desarrollo económico en esta época del mundo en que los gobiernos realmente tienen muy poca latitud de movimiento, como las demandas de la ciudadanía que no comparte algunos aspectos específicos de la política económica. Ambas no son necesariamente excluyentes.

Pero el punto de fondo no es el de la negociación de un presupuesto, sino el de la capacidad de los políticos de todos los partidos de remontar sus motivaciones más primitivas e irracionales. Mucho de ello va a depender de la capacidad de aprendizaje de cada diputado y senador en lo individual, por lo cual temas como el de la profesionalización de la clase política (de todos los partidos), quizá a través de la reelección, deben adquirir la urgencia que los tiempos ameritan. Lo que desde una perspectiva ciudadana ya no es aceptable es que, ahora que el viejo estilo presidencialista ya no tiene sustento de poder real, sigamos viviendo sin instituciones autónomas e independientes, así como sin un estado de derecho al que todos estemos igualmente sujetos.