La creciente, lacerante y destructiva inseguridad pública que acosa a los mexicanos produce todo tipo de consecuencias indeseables. Mina la malla social, al grado de convertir a vecinos de toda la vida en sujetos distantes y hasta sospechosos; destruye la confianza de la población en el futuro y, sobre todo, en el gobierno; crea una incertidumbre permanente; inhibe el ahorro y la inversión; y crea un clima de irritación e inestabilidad que lleva a que nadie se comprometa con nada. También genera llamados para que se reinstaure la mano dura, como si eso residiera la solución.
La nostalgia por aquellos años en que la inseguridad era mínima o, al menos, relativamente rara ha reabierto la discusión sobre la bondad de las soluciones de fuerza, de imposición y de abuso. Es frecuente la afirmación de que la inseguridad es producto de la existencia de las Comisiones de Derechos Humanos pues, se dice, éstas le han atado las manos a las policías, impidiéndoles hacer su trabajo. De eliminarse las restricciones a la tortura y otras formas de abuso de los derechos ciudadanos y humanos, afirman los creyentes de la mano dura, podríamos volver al Nirvana del pasado.
Esta noción es falsa principalmente por dos razones. Ante todo, la razón por la cual la inseguridad era menor en el pasado no tiene que ver con el hecho de que la tortura fuera una práctica generalizada, sino con que el gobierno (y su partido) ejercían un acusado control sobre la población, en ocasiones con gran despliegue de fuerza y violencia. En ese contexto, la impunidad de los criminales era mucho menor que en la actualidad. Por décadas, el control gubernamental permitía capturar a los maleantes, lo que al menos servía de escarmiento para quienes pensaran tomar ese mismo camino a la diversión o a la riqueza fácil. La manera en que se encontraba y capturaba a los maleantes rebasaba, en prácticamente todos los casos, los límites legales, violando todos los principios no sólo jurídicos, sino civiles y humanos de convivencia social. Es en este sentido que muchos suponen que, de retornarse a la mano dura, todos los problemas desaparecerían.
Esta concepción carece de todo sentido de realidad. Lo que ha traído la inseguridad pública no es la desaparición de la tortura, sino el desquiciamiento del viejo sistema político. Las policías eran relativamente efectivas no por la tortura, su preparación, monto del gasto, armamento o decencia, sino porque el sistema político controlaba a los diversos grupos de la sociedad (y de las policías), lo que hacía muy difícil la impunidad. Al estilo mafioso, las ciudades se dividían en territorios controlados por grupos políticos los que, a su vez, conocían su espacio y a su “clientela”. Según algunos de los participantes en esos procesos, existían “cuotas de impunidad” que permitían mantener las relaciones clientelares, a cambio de lo cual existía un clima de tranquilidad en la población. Esa tranquilidad no era producto de que se castigara a todos los criminales o de que existiera el Estado de derecho, sino de los controles políticos que sólo un sistema autoritario podía ejercer. Por supuesto, además de los tolerados dentro de los arreglos clientelares, existían maleantes independientes, pero éstos vivían en un clima de incertidumbre, por el conocimiento de que el gobierno estaba a su acecho y podía caerles en cualquier minuto. ¡Como han cambiado las cosas!
Con la virtual desaparición del esquema de control político del gobierno en los últimos veinte años, se evaporaron todos los mecanismos de control sobre hampones, maleantes y asesinos, lo que ha desatado el clima de criminalidad, violencia e impunidad que vivimos. Ahora son los ciudadanos comunes y corrientes quienes viven acosados, quienes temen por sus vidas y posesiones y quienes tienen que encontrar formas de protegerse en lo individual.
Pero la noción de que el restablecimiento de los controles autoritarios -la mano dura- permitiría retornar a un clima de seguridad también es falsa por otra razón. El crecimiento demográfico, económico, urbano y demás que ha experimentado el país y que constituye la principal razón por la cual se ha desquiciado el viejo sistema político, hace imposible ya el funcionamiento y éxito de los viejos métodos autoritarios. La reinstauración de la tortura como método de control y extracción de información permitiría quizá capturar a uno de cada mil maleantes, pero no restablecería la seguridad pública porque eso requeriría de la revitalización de todo el aparato autoritario del pasado y no sólo de la tortura. La tortura no era la razón de la seguridad pública de antaño: la seguridad -como en la Unión Soviética del pasado o la Cuba de hoy- era producto de los controles autoritarios.
La desaparición de la inseguridad pública que hoy padecemos no va a lograrse con soluciones cosméticas. Las razzias y los «operativos» que, con frecuencia, no son más que asaltos disfrazados, las redadas, los toques de queda y otras acciones eminentemente violatorias de los derechos ciudadanos y las garantías individuales, no tienen la menos probabilidad de siquiera mellar los índices de criminalidad porque ahí no reside el problema. El hecho de que muchos aplaudan estas medidas no es mas que una muestra de la desesperación en que ha caído la población como resultado del fracaso gubernamental en cumplir su misión más fundamental (y su razón esencial de ser).
Ni los aumentos en el gasto ni los discursos públicos modifican el hecho de que la inseguridad existe, es creciente y está minando el futuro del país. Lo que se requiere es terminar con la impunidad, de tal suerte que se restablezcan los mecanismos normales de escarmiento para todo aquel que aspire a una carrera criminal. Hoy en día esa carrera ofrece un porcentaje de éxito mayor que cualquier otra. Mientras eso no cambie, la criminalidad y, con ella, la inseguridad pública, va a continuar siendo la principal amenaza para el futuro, económico y político, del país.
El problema es que terminar con la impunidad requiere desmantelar lo que queda del viejo sistema. Es decir, para terminar con la impunidad sería necesario hacer funcionar al poder judicial, crear nuevas policías, alterar radicalmente los incentivos que hoy tienen esos policías e instaurar el Estado de derecho. Puesto en otros términos, sería necesario alterar toda la estructura institucional del país. Esto implicaría poner a los individuos en el centro de la ley y la protección de sus derechos como la razón de ser del gobierno. Por ello, mientras lo que prive en México siga siendo la protección de los intereses particulares de los gobernantes y de aquellos que lucran con la situación actual, la criminalidad estará a la orden del día.