LA ECONOMIA DE MERCADO QUE NO TENEMOS

Luis Rubio

 

La controversia sobre la política económica desatada por el Informe del presidente el pasado primero de septiembre, corre el riesgo de empantanarse en un debate sobre creencias en lugar de realidades. Como en una buena tragedia griega, el mundo de las sombras de Platón parece dominar el panorama: nada de lo que parece es y, por lo tanto, todo es sujeto de disputa abstracta, ideológica y partidista.

 

Todos los partidos y probablemente todos los mexicanos compartimos la idea de que el crecimiento económico es elemento básico para el desarrollo del país, para la creación de empleos y para la elevación del ingreso. En el objetivo no hay controversia. Las disputas se encuentran en los medios necesarios para alcanzar ese objetivo. Para unos, el crecimiento es imposible mientras no se distribuya el pastel; para otros, el pastel primero tiene que haberse cocinado para poder ser repartido. Hasta aquí, la disputa es meramente de perogrullo: es evidente que tenemos que tener un gran pastel para que todo mundo se pueda beneficiar de él. Lo que no es obvio es que estemos avanzando hacia la creación de ese gran pastel.

 

El gobierno afirma que su política económica es la única capaz de lograr los índices de crecimiento que el país requiere y que todo mundo acepta como necesarios. Desde la perspectiva gubernamental, la combinación de un equilibrio fiscal, apertura de la economía y su política de elevación del ahorro, no sólo van a crear las condiciones para que el crecimiento económico sea elevado, sino además permanente. El gobierno afirma que las crisis que han interrumpido el ritmo de recuperación en los últimos años se han debido principalmente a los altibajos en el ahorro. En función de lo anterior, resume el gobierno, al resolverse el problema del ahorro, el país podrá lograr tasas elevadas de crecimiento, proseguir con la modernización de la economía y, en el curso de varios años, comenzar a resolver el problema del empleo en forma definitiva. Los resultados de los últimos meses parecen darle la razón al gobierno. La economía experimenta una pujante recuperación y, aunque ésta dista mucho de ser generalizada, sus beneficios comienzan a ser al menos perceptibles en cada vez más localidades.

 

Los críticos de la política económica, comenzando por el PRD, rechazan muchas de las premisas que animan la postura gubernamental. Para comenzar, los críticos afirman que la política económica está diseñada para apoyar a las empresas grandes, en  detrimento del resto del país.  En adición a ello, argumentan los críticos, la política económica no ha sido tan impoluta e imparcial como afirma el gobierno, toda vez que los rescates bancario y carretero no han hecho sino subsidiar a los ricos a costa de la política social. Partiendo de estas evaluaciones, los críticos de izquierda proponen una agresiva política fiscal para redistribuir la riqueza, extraer mayores recursos fiscales de los ricos para beneficiar a los pobres y conferirle al gobierno atribuciones mucho más amplias para guiar el desarrollo económico del país. Para los críticos, no hay diferencia entre la estrategia de la política económica general del gobierno (la política fiscal, la política de apertura y la política de ahorro) y las medidas específicas que éste ha emprendido en los rescates bancario y carretero. Al juntar ambos en un solo paquete, los críticos fustigan al gobierno de una manera fulminante.

 

La verdad es que el gobierno, desde hace años, ha venido pretendiendo que hace lo que en realidad no está haciendo. El gobierno lleva una década afirmando que promueve la  apertura al mercado, la liberalización y desregulación, cuando esto sólo ha ocurrido en algunos ámbitos de la actividad económica del país, aquellos que enfrentan la competencia del exterior. Es decir, las empresas que compiten con importaciones ciertamente viven en un entorno cercano a la economía de mercado, aunque salpicado por toda clase de pequeñas y grandes distorsiones. Sin embargo, el resto de la economía mexicana, casi en su totalidad, sigue sujeta a toda clase de mecanismos de control y regulación burocrática que obstaculizan el florecimiento de la creatividad individual, así como que exista competencia en el mercado interno y que, como resultado,  cada vez más mexicanos tengan acceso al gran pastel de la riqueza que todos, al menos en teoría, queremos crear.

 

El caso de las privatizaciones ilustra esto a la perfección. Ni (la mayoría de) las privatizaciones ni las concesiones para el desarrollo de infraestructura (empezando por las carreteras) fueron concebidas dentro de un esquema de mercado. En el caso de las carreteras, los defectos de origen fueron tan grandes, que era evidente desde entonces que tarde o temprano explotarían. De haberse seguido una estrategia de mercado, el gobierno habría anunciado que se sometería a concurso la construcción y operación de una carretera que va del punto A al punto B, bajo determinadas especificaciones. Los concursantes habrían hecho sus cálculos de costos, de diseño y de ingeniería, a sabiendas de que cualquier error los llevaría a enfrentar grandes pérdidas. Como en cualquier negocio privado, el empresario habría corrido los riesgos implícitos en cualquier actividad verdaderamente empresarial, es decir que sus errores o aciertos determinen el  fracaso o éxito de su apuesta. Eso habría llevado a decisiones más sensatas por parte de los concursantes respecto al costo de las carreteras y a las cuotas de peaje. Pero como nuestros burócratas son más duchos que el mercado,  lanzaron una convocatoria para el concurso que le garantizó a los participantes todos los valores clave: el aforo, las tasas de interés y las cuotas que podrían cobrar, independientemente del costo final de las carreteras. En otras palabras, el gobierno optó por ignorar al mercado, creando uno más de sus más costosos elefantes blancos. Las concesiones no respondían a la lógica de una economía de mercado, sino que simplemente fueron un disfraz para encubrir un esquema de obra pública bautizado con otro nombre. Con un agravante más: como el gobierno había garantizado los valores básicos, tiene ahora que apechugar en el caso de las carreteras económicamente inviables, en tanto que los concesionarios mantuvieron las que resultaron ser un buen negocio. Nunca hubo nada de mercado en todo el esquema porque los constructores y concesionarios jamás corrieron el riesgo de perder. Eso sí, como siempre, la retórica burocrática desacreditó un esquema (el de concesión para la construcción de infraestructura con financiamiento y riesgo del sector privado) que en realidad nunca existió.

 

El debate relativo a la política económica va a consumir enormes recursos, tinta y ondas herzianas, pero no va a resolver nada, porque nada se puede concluir mientras no cambien los términos del debate. Como vamos, el debate va a consistir en una confrontación retórica de ideas y supuestos, la mayoría de las cuales no tiene ancla en la realidad. La mexicana no es una economía de mercado. Todavía estamos esperando su arribo.

 

Por otra parte, la política económica, en su esencia, (es decir, la parte fiscal, comercial y de ahorro) es sana y saludable, además de adecuada. Pero no por ello deja de ser mejorable. No se puede decir los mismo de los demás componentes de la política económica que han venido sesgando el crecimiento, impidiendo su generalización y limitando el potencial de crecimiento y desarrollo de la abrumadora mayoría de los mexicanos. Es imperativo acabar con todas las barreras regulatorias, burocráticas, educativas, de infraestructura, etcétera, que condenan a todos esos mexicanos a un status de segunda, cuando no a la pobreza y marginación permanente.

 

La esencia de la política económica actual es, precisamente, la que requerimos y tenemos que preservar. Las distorsiones, favoritismos, corruptelas, burocratismos y sesgos que siguen subsistiendo y que impiden el desarrollo de empresas e iniciativas de los mexicanos comunes y corrientes son rezagos de antaño. Quizá se pudiera lograr un consenso sobre lo primero e iniciar la lucha para  cambiar lo segundo.