La inexistente separación de poderes que caracterizó a la era priísta de nuestro sistema político generó un profundo resentimiento entre muchos legisladores, cuya función se reducía a levantar el dedo cuando se los indicaba el representante gubernamental en la Cámara. Ese resentimiento se ha convertido en un casu beli, en una espina enterrada en los diputados, sobre todo los de la oposición y aquellos, hoy en el PRD, que en su pasado priísta obtenían algo a cambio de levantar el dedo. A lo largo de la última década, se han multiplicado las quejas respecto a los abusos que las diversas oficinas de la presidencia cometen al organizar los informes presidenciales anuales, del famoso besamanos que, hasta hace poco, los seguía y, en general, del que se tratara de una fiesta diseñada para ensalzar al presidente en turno. La nueva realidad política requiere cambios en la naturaleza del Informe Presidencial. Pero esos cambios poco o nada tienen que ver con el Congreso.
Los llamados para cambiar la práctica son muchos, algunos de ellos muy lógicos y hasta razonables. Parten del supuesto de que el Congreso actual es uno muy distinto a aquel que ratificaba sin más cualquier decisión presidencial -cuando el PRI ostentaba una mayoría absoluta-, y que al cambio en la composición y funciones del Congreso le debe seguir otro en la naturaleza del Informe Presidencial. Para la mayor parte de quienes así argumentan, todo lo relativo a los informes presidenciales está mal: desde la organización y el formato, hasta los festejos posteriores. En mucho tienen razón los críticos, pues la nueva realidad política crea una situación de paridad potencialmente real y efectiva entre el Congreso y el Ejecutivo. Sin embargo, la razón por la que el Informe tiene que cambiar es porque ahora las elecciones sí cuentan y por ello tanto los diputados como el presidente tienen que cortejar el apoyo de los electores.
El resentimiento de los diputados es, en muchos casos, justificado. Desde que la presidencia dejó de ser electa por el Congreso y, sobre todo, desde la creación del PRI, los Informes presidenciales anuales se convirtieron en mecanismos de legitimación presidencial. Los diversos presidentes utilizaron la oportunidad de su discurso anual para congratularse, para atacar a sus enemigos, para trazar algunas líneas de política y hasta para dramatizar sus acciones con llantos histéricos. Se trataba de un teatro organizado por la presidencia para sus propios fines, partiendo del supuesto (y realidad) de que el Congreso estaba ahí para aplaudir y nada más. El personal de la presidencia a cargo de los Informes no reparaba en el pequeño detalle constitucional de que el Legislativo era un poder autónomo que debía ser respetado. Esto llevó a que personal del Estado Mayor presidencial abusara de sus facultades, atropellara los derechos de los diputados y se comportara como dueño de un recinto que no era suyo. Por su parte, los presidentes solían organizarse grandes festejos, que iniciaban con el famoso besamanos, cuya sola caracterización claramente delinea la naturaleza del evento.
Independientemente de si los priístas, en su era de control absoluto de la Cámara, resentían las acciones del Ejecutivo, el hecho es que, desde que llegó la oposición en forma masiva al Congreso, sobre todo a partir de 1988, las quejas y críticas se han multiplicado. Eso llevó a muchos diputados a tratar de interpelar al presidente y, en ocasiones, a hacer el ridículo, como cuando un diputado se disfrazó de cerdo durante toda la sesión del último Informe del presidente. Se trataba de hacerse notar a cualquier precio, de hacer evidente la protesta y protestar por el desprecio que el gobierno tradicionalmente le había tenido por el Congreso y, en general, por la incapacidad del Congreso de influir, así fuera en los grandes trazos de las decisiones gubernamentales.
Estas nuevas realidades comenzaron a cambiar la naturaleza de los informes anuales. Por una parte, se negociaban fragmentos del Informe entre el presidente y los partidos. Más importante quizá, el presidente Zedillo optó por darle una forma estrictamente republicana al Informe, al eliminar totalmente los besamanos y otros festejos posteriores al mismo. En este sentido, el reclamo de muchos diputados es un tanto vacío, pues en la práctica ya ha habido cambios que son sintomáticos de la nueva realidad del país. Lo que no ha habido es el reconocimiento de que la naturaleza de la política mexicana ha cambiado, tanto para los diputados como para el presidente. Eso es lo que se ha tornado crucial.
Hasta hace muy poco tiempo, la estructura de gobierno en México le confería al presidente todas las facultades -legales y reales- para imponer sus prioridades y objetivos sobre la población. El presidente controlaba todo lo que era relevante en materia tanto política como económica. Nadie podía razonablemente retar el poder presidencial y, quien se atrevía, generalmente acababa muy mal. Por ejemplo, los presidentes igual expropiaron que privatizaron sin preocuparse de las contradicciones obvias en sus acciones. A partir de las disputadas elecciones de 1988, sin embargo, la naturaleza de la política cambió. A partir de ese momento, los electores comenzaron a contar y a hacer una diferencia. No es casualidad que, durante el sexenio pasado, buena parte de la labor gubernamental estuviera relacionada con el desarrollo de una opinión pública favorable para las políticas gubernamentales, algo que es común y corriente, de sentido común, en todas las democracias del mundo, pero algo que fue novedoso en México.
En cierta forma, la crisis de 1995 abrió el boquete que necesitaban los partidos de oposición para poder acceder al poder. Esa crisis generó dos circunstancias que hicieron posible la nueva realidad del Congreso. Una fue la propia crisis económica, que puso en entredicho toda la credibilidad gubernamental y, de paso, la política económica. Pero quizá la circunstancia más importante para el cambio político fue el virtual abandono del gobierno actual a cualquier pretensión de influir en la opinión pública. Para el entonces nuevo gobierno, la opinión pública favorable se forjaría por si misma con base en los hechos y no en las palabras. La nueva estrategia gubernamental le abrió las puertas del poder al PAN y al PRD. Estos partidos, sobre todo el PRD, supieron aprovechar la ausencia gubernamental y la inexistencia de una política de comunicación, como fundamento para su triunfo en 1997.
Los próximos tres años, que formalmente comienzan el próximo primero de septiembre, día en que el nuevo Congreso, sin mayoría del PRI, entra en funciones, van a ser sumamente competidos en el sentido político. Cada uno de los partidos va a intentar capturar la presidencia en el año 2000, lo que les llevará a enfilar todas sus baterías a conquistar el apoyo de los electores. Algunos lo harán a través de sus acciones ejecutivas (como presidentes municipales, gobernadores, diputados, etc.), otros con su retórica y otros más a través de su activismo político. Todos, sin embargo, van a tener que enfocarse hacia los electores, circunstancia que representa el verdadero cambio político al que acabamos de arribar.
En esta nueva etapa, nadie como el presidente tendrá que cambiar su manera de actuar. La noción de dejar que los resultados formen la opinión de la población es muy sensata y muy razonable, siempre y cuando el tiempo fuese ilimitado y los tiempos políticos no existieran. Hoy, en nuestra realidad, el tiempo es la mercancía más valiosa y triunfará quien lo emplee con mayor éxito. Esto implicará cultivar a los electores, convencerlos de la estrategia gubernamental y hablar sobre el futuro, en lugar de enfatizar logros pasados que, además, quizá nadie percibió. La competencia por el apoyo de los electores va a ser la nueva cara de la política. Esta competencia ya inició con el debate en torno al IVA y seguramente se intensificará con las controversias que suscite el presupuesto de 1998 y la política económica en general. Los electores no van a apoyar a un gobierno que no les explica qué es lo que persigue y por qué la suya es la mejor manera de lograrlo. Por ello, el próximo Informe de Gobierno debe comenzar con un acercamiento a los mexicanos que, habiendo o no votado por el PRI, siguen sumamente escépticos del camino emprendido por la administración. La realidad económica del país es extraordinariamente contrastante y no podrá prosperar meramente con el aliento de una pequeña parte de la sociedad. El presidente tiene que convencer al electorado de los méritos de sus programas para que ésta, a su vez, presione a sus representantes. Como en cualquier democracia.