Turbulencia e incontinencia

Los tiempos de turbulencia constituyen duras pruebas para los políticos de todos los países. La volatilidad que han mostrado los diversos mercados financieros del orbe en las últimas semanas ha sacado lo peor y lo mejor de los líderes políticos, los banqueros, los intelectuales y los políticos en general. Algunos otearon la turbulencia y prefirieron esconderse, como los avestruces, para no ver lo que ocurre.  Otros han orillado a sus países al abismo económico y han hecho retroceder décadas en materia política.  Algunas personas están aterradas ante la posibilidad de una depresión semejante a la de 1929 y otras más se han dedicado a recetar todo tipo de soluciones, unas sensatas y otras notorias por su total irracionalidad. Sin duda, la turbulencia financiera es de extrema gravedad y puede tener efectos devastadores. Peor, los países están a merced de la sensatez o insensatez de sus propios gobiernos, y, sobre todo, de la de los demás. Por ello, lo más grave que puede ocurrir es que quienes tienen la responsabilidad de decidir pierdan el piso.

 

Hay un sinnúmero de factores en el origen de la reciente turbulencia financiera. Pero sin duda, lo que la hace posible es el hecho de que vivamos en una época en la que los mercados financieros ya no tienen un carácter nacional ni regional, sino global. Hoy en día son pocos los países que no están incorporados en las corrientes financieras internacionales y en épocas de crisis como la actual mucha gente los quiere convertir en parangones de un nuevo paradigma internacional. Particularmente notorios son los casos de India y China, dos naciones que no han sido atacadas por la inestabilidad financiera y que, por esa misma razón, parecen muy atractivas como ejemplo, al menos a primera vista.

 

Cada día parece más ubicua la noción de que detrás de toda la turbulencia e inestabilidad se encuentra el fenómeno de la globalización económica que caracteriza cada vez más al mundo. De hecho, se suele culpar a la globalización de los males recientes, pero sin precisar por qué. Es evidente que si los mercados financieros no estuviesen integrados, la inestabilidad financiera no se transmitiría de un lugar a otro con la facilidad con la que lo ha venido haciendo.  Esto es lo que ha llevado a diversos países y organismos internacionales a contemplar la posibilidad de imponer controles al ingreso (y/o al movimiento) de capitales a fin de evitar una salida brusca de recursos que es, a final de cuentas, el problema inmediato con el que se debe lidiar. Sin embargo, la globalización de los mercados financieros no ha ocurrido en un vacío, ni es independiente de las cadenas productivas.

 

Hay tres fases en el proceso de globalización que son fácilmente discernibles. La manifestación más trascendente y antigua de la globalización es la de los grandes movimientos humanos. Es fácil pensar que la globalización se inició apenas ayer y que es cada día más imponente en sus características y consecuencias. Sin embargo, basta con observar cómo desde mediados del siglo pasado los flujos migratorios fueron la manifestación incipiente del proceso de globalización, puesto que pueblos enteros se mudaron de Italia a Argentina o de Irlanda a Estados Unidos. Quizá este antecedente histórico permita reconocer que esto de la globalización no es particularmente novedoso, aunque ciertamente ha venido cambiando de forma.

 

El segundo impulso a la globalización comenzó en los años setenta y se  caracteriza esencialmente por la internacionalización de la producción. Hasta esa época, la fábrica prototípica, sobre todo en industrias como la automotriz y la electrónica, adquiría materias primas y, luego de todo el proceso de manufactura, sacaba al mercado productos terminados -como coches y televisores o computadoras- para su distribución y venta.  En los setenta ese proceso cambió de una manera dramática. Para reducir costos luego del incremento extraordinario del precio del petróleo en 1973, la industria automotriz japonesa desató un proceso de transformación industrial que alteró la manera en que por décadas se había venido produciendo. Es así que las fábricas típicas empezaron a fragmentar sus procesos productivos y a especializarse en la fabricación de carburadores, de cajas de velocidades, de tableros y así sucesivamente. Lo mismo ocurrió con la computadora personal, los radios y las televisores: muchas fábricas comenzaron a producir componentes para la industria terminal. Este cambio permitió que se abriera la oportunidad para que productores de países como Corea y México, República Dominicana y Tailandia, se convirtieran en activos participantes en la producción de automóviles, computadoras y todo tipo de productos electrónicos, juguetes y demás. La globalización, y la consecuente especialización, ha hecho posible que México exporte hoy en día más de cien mil millones de dólares de manufacturas cada año.

 

La tercera ola de globalización es la financiera. Esta ola surgió como resultado de tres cambios fundamentales: la tecnología de las comunicaciones, que hizo posible el rompimiento de barreras geográficas; la apertura de los sistemas financieros y bancarios que, en distintos grados, ha tenido lugar en cada vez mas países; y los requerimientos de la producción industrial cada vez más internacionalizada. Cada uno de estos cambios produjo respuestas que, en conjunto, han acabado por conformar un mercado financiero mundial. Como hemos visto en los últimos meses, algunos de los componentes que sustentan la globalización financiera han resultado ser más endebles de lo que parecían. Si bien sería posible, al menos en teoría, el que un país se sustrajera de este tipo de corrientes globales, como recientemente ha pretendido hacerlo la República de Malasia, antes de llegar a ese absurdo extremo sería deseable, por lo menos, entender cuál es el problema de fondo.

 

Hoy en día existe un virtual consenso de que la crisis asiática, que yace en el origen de las olas de turbulencia recientes, surgió esencialmente como resultado de sistemas bancarios extraordinariamente débiles, mal supervisados y extraordinariamente sobregirados. Un ejemplo de lo anterior es particularmente ilustrativo. Por una parte, muchos países de la región liberalizaron los flujos de capital de corto plazo (es decir, permitieron que inversionistas internacionales hicieran depósitos en los bancos locales o que compraran instrumentos de ahorro gubernamentales), pero mantuvieron cerrada la puerta a la inversión de largo plazo (es decir, en la adquisición de bancos, casas de bolsa u otras entidades financieras). Esta siniestra combinación creó incentivos devastadores, porque los inversionistas del exterior podían comprar y vender instantáneamente valores a su antojo, pudiendo con ello provocar súbitamente una crisis como las de los últimos meses. Todo esto sin ninguna consideración de largo plazo, ni siquiera por interés propio, ya que, no habiendo sido autorizados a formar parte del escenario financiero institucional, no tenían responsabilidad alguna en países como Corea o México. Cuando la percepción de riesgo de los inversionistas cambia, generalmente como resultado de alguna acción o decisión gubernamental, es toda la población de estos países, a través de la deuda pública, quien ha tenido que cargar con el muerto. De haberse permitido la inversión extranjera en el accionariado o propiedad de la banca, siguiendo con el mismo ejemplo, habrían sido sus accionistas quienes hubieran tenido que cargar con el pato. En otras palabras, el problema no es la globalización, sino los incentivos que crean los gobiernos a través de las reglas del juego que establecen. La globalización financiera sentó las condiciones para que la crisis ocurriera, pero fue la debilidad del sistema financiero y no la globalización la que la causó.

 

Nadie sabe si estamos al borde de una depresión como la de 1929, aunque el aprendizaje que esa crisis produjo permite pensar que no estamos avanzando en esa dirección. Pero lo que no es tan seguro es que los diversos gobiernos tengan el temple necesario para aguantar la turbulencia que todavía está por venir. Lo fácil es pretender que nada está ocurriendo o, peor, que un país se puede aislar del mundo sin consecuencias. La noción de que un país puede resolver sus problemas imponiendo controles a los flujos de capital es simplemente absurda. Hay dos razones elementales para ello. Una es que es un tanto ridículo imponer controles cuando el capital ya se fue. Aun así, los controles tienen la mala costumbre de jugar en contra de quien los implanta: los controles quizá evitan las turbulencias más acusadas pero, sobre todo, impiden el acceso del capital que los países en desarrollo necesitan desesperadamente. Si queremos seguir produciendo y exportando, requerimos de inversiones que sólo se materializarán en la medida en que el capital esté disponible. Mientras más restricciones se le impongan, menos disponible estará.

 

La otra razón por la cual es errada la noción de que cerrando las puertas a los flujos de capital se evitan las turbulencias es que, a pesar de todos los males que acarrea la libertad de movimiento de los capitales, las alternativas son peores. No hay la menor duda de que a China e India les ha ido mucho mejor en estos meses de turbulencias que a la mayoría de los países del resto de Asia y de América Latina. El hecho de que esos países estén mucho menos conectados a los circuitos económicos, productivos y financieros del mundo sin duda los ha protegido de las turbulencias actuales. Pero al final del día, tanto China como India van a ser países infinitamente más pobres que Corea, Tailandia, Brasil, Argentina o México. El beneficio de no estar al borde del precipicio en estas últimas semanas les ha costado mucho a los chinos y a los hindúes, cuyo producto per cápita es entre una quinta y una sexta parte de la más pobre de estas otras naciones. Es mejor fortalecer el sistema financiero en serio, a la máxima brevedad, y evitar padecer las consecuencias de la imprudencia, que pretender controlar el devenir económico y financiero por decreto.

El voto de mexicanos en Estados Unidos

El voto de los mexicanos residentes en el exterior es quizá el tema más grave -y trascendente- de la política electoral en el país en la actualidad.  El tema es muy importante, por el número de mexicanos que viven fuera del país, sobre todo en Estados Unidos.  La incapacidad histórica de la economía mexicana de generar empleos y oportunidades de desarrollo personal ha creado un fenómeno excepcional: el de una enorme porción de mexicanos viviendo en otra nación. Desafortunadamente, como en tantos otros temas, los partidos políticos están viendo en el voto de este grupo de mexicanos una oportunidad para avanzar sus intereses inmediatos, sin reparar en las implicaciones y consecuencias que esto tendría en el desarrollo del país.

 

En concepto, el tema del voto de mexicanos residentes en el exterior no tiene mucha ciencia. Las leyes electorales prevén que, si una persona está residiendo fuera de su lugar de origen o de residencia permanente, puede votar en casillas especiales.  Esta es una provisión perfectamente natural, pues hay infinidad de gente que se encuentra viajando, de vacaciones o residiendo temporalmente en un lugar distinto al que indica su adscripción electoral. Si la persona no se encuentra en su distrito electoral pero si en su estado, puede votar para la elección del ejecutivo local y federal.  Si se encuentra fuera de su estado puede votar exclusivamente en la elección del ejecutivo federal. La pregunta es si las mismas condiciones pueden o deben extenderse a los mexicanos residentes en el exterior.

 

Algunas naciones permiten el voto de sus ciudadanos residentes en otros países. Varios países sudamericanos, por ejemplo, tienen mecanismos establecidos para que sus ciudadanos puedan votar en sus embajadas y consulados.  Los estadounidenses pueden votar por correo en forma anticipada. Puesto en otros términos, nada impide desarrollar una mecánica apropiada para garantizarle sus derechos ciudadanos a los mexicanos residentes en el exterior.  Las dificultades técnicas para emprender un esquema de esta naturaleza son monumentales, pero no constituyen el problema de fondo. Es decir, aunque hay problemas técnicos serios -como la necesidad de desarrollar un padrón electoral confiable, una credencialización completa y, no menos complejo, la logística para poder llevar a cabo una elección en otros países- es, al menos en teoría, factible crear las condiciones para que los mexicanos residentes en el exterior voten en elecciones mexicanas.

 

Si el problema técnico es resoluble, uno se pregunta qué es lo que hace tan explosivo el tema en la política mexicana.  Si uno observa el debate partidista en torno al voto de mexicanos en el exterior resulta que la única consideración que importa es la de sus cálculos electorales inmediatos. No es secreto para nadie que hay políticos en lo individual y partidos en lo general (en especial el PRD), que llevan años visitando comunidades de mexicanos en Los Angeles, Chicago, Nueva York, entre otras.  Naturalmente, y con toda razón, el PRD presiona al gobierno para que acelere el paso en la construcción del padrón electoral. Los perredistas estiman que una porción importante de los mexicanos que vive en Estados Unidos categoría favorecerlos, razón por la cual van a hacer hasta lo imposible para que se instalen los sistemas a tiempo para la próxima elección en el año 2000, a la que ven como definitiva, como si la historia del país se fuera a transformar por el resultado electoral en esa oportunidad.

 

Si bien la lógica partidista es obvia e impecable, no es evidente que, en nuestras circunstancias particulares, el voto de mexicanos en el exterior sea una buena idea. Es decir, no es necesariamente cierto que lo que es bueno para algunos partidos es bueno para los mexicanos en general.  Esta dicotomía es la que, a mi modo de ver, debe guiar el debate sobre el tema.

 

No hay más que ver los problemas prácticos relativos al voto de mexicanos en el exterior para percatarse de la complejidad política que está implícita en este tema. Para comenzar, hay un problema de números.  Hay estimaciones de que podría haber entre cinco y ocho millones de votantes potenciales residiendo en Estados Unidos.  Si uno recuerda que, en las elecciones de 1994, los tres principales candidatos a la presidencia obtuvieron 17, 9 y 6 millones de votos, respectivamente, resulta evidente que, con un poco más de votación a favor del PAN y del PRD, como el que de hecho se registró en 1997, el voto de mexicanos en el exterior podría llegar a alterar el resultado final.  Es decir, un total de cinco a ocho millones de votos podría fácilmente llegar a darle el triunfo a cualquiera de los candidatos.

Lo anterior obviamente no es razón, por sí misma, para conceder o negar el derecho al voto a los mexicanos residentes en el exterior.  A final de cuentas, la principal razón por la cual hay tantos mexicanos residiendo fuera del país es por la incapacidad de la economía mexicana de generar empleos y, particularmente, buenos empleos, bien remunerados. Nadie podría cuestionar a esos mexicanos, personas emprendedoras que han logrado desarrollar una vida productiva y exitosa en muchísimos casos, el que decidan votar en contra del PRI.  De hecho, la comunidad hispana en Estados Unidos, categoría que agrupa a personas de todo el subcontinente, tiene un poder adquisitivo superior al de todos los mexicanos juntos, a pesar de ser sólo una fracción de la población de nuestro país. Para muchos mexicanos residentes en el exterior, la culpa de su destierro o exilio tiene nombre y apellido o, al menos, puede sintetizarse en la figura del partido político que ha estado en el gobierno por décadas. De seguirse esta lógica, lo razonable, desde una perspectiva ciudadana en su conjunto, sería acelerar el paso, tal como lo demanda el PRD.  En términos de equidad, no tiene por que ser más mexicano un residente de Guadalajara que uno de Chicago: ambos deberían tener derechos políticos plenos.

 

Pero la realidad específica es mucho más compleja.  Si bien hay un enorme número de mexicanos que llevan relativamente pocos años de haber salido del país y sus raíces están firmemente establecidas en territorio mexicano, hay otra porción -seguramente mayoritaria- de residentes en el exterior cuyo vínculo con el país es histórico y, en todo caso, emotivo. No es posible equiparar a ambos contingentes. En los meses previos a la pasada elección en Zacatecas, por ejemplo, los dos principales candidatos a la gubernatura visitaron varias veces las ciudades norteamericanas en que hay grandes concentraciones de zacatecanos. Su objetivo no era el de procurar el voto de esas personas directamente, sino el de influir el voto de los familiares radicados en aquel estado. Es decir, se trata de personas que guardan un vínculo muy estrecho con el país: hermanos, hijos, y padres de votantes mexicanos.  Desde esta perspectiva, esos mexicanos deberían tener todo el derecho -el mismo de que gozamos los mexicanos que residimos en el país- de votar en las elecciones federales.

 

Pero en adición a ese contingente hay otro que lleva décadas de residir en el exterior y cuyas raíces se encuentran firmemente establecidas en Estados Unidos. De acuerdo a la reciente legislación en materia electoral, se consideran mexicanos no sólo a personas nacidas en México, sino incluso a sus hijos, nietos o bisnietos nacidos en el exterior. En términos conceptuales esto es absolutamente correcto. Pero para fines electorales, la gran mayoría de los hijos, y demás descendencia, de mexicanos nacidos en Estados Unidos está totalmente desconectada del país.  Una cosa es que sean mexicanos y otra muy distinta es que puedan, en conjunto, decidir el resultado de una elección en México.

 

En nuestras circunstancias, el voto de mexicanos residentes en el exterior es una mala idea. Su número es tan grande que es prácticamente imposible evitar que acaben determinando el resultado de la elección, sobre todo ahora que el voto tiende a dividirse en terceras partes. Pero más allá de eso, abrir el voto a mexicanos en el exterior fácilmente podría convertirse en un mecanismo para que los partidos puedan darle la vuelta a las reglas en materia de financiamiento de partidos y campañas, toda vez que nadie podría controlar ese factor fuera de nuestras fronteras. Más importante, la mayoría de los votantes en Estados Unidos -mayoría que ya no tiene vínculos personales estrechos con México- no tendría que pagar las consecuencias de su decisión. Si su voto tiene el efecto de favorecer a un partido u otro y los resultados de ese gobierno son malos, ellos ni siquiera se enterarían.

 

Todas las soluciones que uno pudiera pensar para este dilema son malas. Otorgar el voto en forma abierta y sin cortapisas sería congruente con una naciente democracia. Pero las consecuencias de esa decisión son inaceptables por las razones expuestas. La alternativa de discriminar entre unos mexicanos y otros es igualmente inaceptable porque nadie tiene derecho de realizar semejante arbitrariedad. Hay solo dos salidas. Una es la de diferenciar a los mexicanos por su lugar de residencia. Al igual que con el pago de impuestos, una persona que reside más de seis meses en el país tiene obligación de pagar impuestos y, por lo tanto, el derecho a votar.  Conceptualmente, esta manera de diferenciar a unos mexicanos de otros es perfectamente nítida. El problema es que puede ser imposible de instrumentar, toda vez que no hay registros migratorios confiables, sobre todo en los cruces fronterizos por tierra.

 

La otra que se me ocurre no es perfecta y, desde un punto de vista democrático, arbitraria, pero al menos busca cierta equidad. La pregunta es cómo garantizar los derechos ciudadanos de aquellos mexicanos que si tienen vínculos con México, que son cercanos al país y que, en todo caso, tienen tanto derecho a votar como todos los demás. Como no hay una manera legal y ética de discriminar entre dos categorías de mexicanos, la única forma de hacer algo realista y práctico en este tema es otorgando el derecho a voto a todos los mexicanos, pero con la condición de que lo ejerzan dentro del país. Obviamente ésta no es una solución perfecta, pero las alternativas son peores. Que los consulados faciliten la credencialización, pero que quien quiera votar lo haga físicamente en el territorio nacional, así sea en la línea fronteriza.

FIN DE ARTICULO

Retorno al paternalismo

En lugar de estimular la libertad de los ciudadanos de optar por las películas que más les gusten, la iniciativa de ley que circula por los pasillos de la Cámara de Diputados tiende a cerrar las pocas puertas que ya están abiertas. Nadie en su sano juicio puede oponerse a que se promueva el cine nacional o a que se busquen maneras de fortalecerlo y desarrollarlo. Pero esa promoción no puede realizarse a costa del debilitamiento de los segmentos de distribución y exhibición de la industria cinematográfica. Se trata de un argumento económico que esconde un ataque a la libertad individual.

 

La industria cinematográfica enfrenta un dilema semejante en todos los países del mundo, con excepción de uno. Para nadie es novedad que la gran mayoría de las películas que se exhiben en los cines de todos los países son de origen estadounidense. Este hecho causa resquemor en un gran número de naciones. En algunos casos, los críticos e intelectuales reprueban el hecho mismo de que, a través del cine, se proyecte el llamado «American Way of Life» como ejemplo a seguirse en todo el mundo. El hecho de que los consumidores disfruten del cine estadounidense constituye una verdadera afrenta a los códigos culturales que, según esos críticos, la población debería sostener y respetar en su actuar cotidiano. Es decir, según esos críticos, en países tan diversos como Francia y Argentina y en regiones como Quebec, en Canadá, los individuos no deberían tener la libertad de hacer con sus horas de diversión lo que les dé la gana.

 

La consecuencia de esas posturas ha sido, en muchos países, la de introducir legislaciones dirigidas a limitar el número de películas extranjeras que pueden ser exhibidas y, a la vez, subsidiar a la industria cinematográfica local. Esas legislaciones típicamente utilizan dos instrumentos: por una parte, le exigen a los propietarios de los cines que destinen un amplio número de salas y asientos a la exhibición de películas nacionales que en algunos casos alcanza hasta el treinta por ciento del total. El otro instrumento que se emplea es el del subsidio a la industria local. Los resultados de esos esfuerzos han sido magros, si no es que contraproducentes, en todo el mundo, sin excepción.

 

El hecho de que se facilite y subsidie la producción y exhibición de películas nacionales no ha traído como consecuencia que la calidad de esas cintas mejore o, mucho más importante, que la población las quiera ver. Muchas de las mejores cintas mexicanas de los últimos tiempos no han gozado de subsidio alguno, lo que no ha impedido que tengan un éxito enorme. El punto es que el subsidio no garantiza el éxito de una película y, en cambio, sí constituye un fuerte freno a la libertad ciudadana.

 

El gusto del consumidor no puede ser impuesto por un conjunto de críticos, intelectuales o productores de cine. La población va al cine porque ahí encuentra entretenimiento. Si hubiera películas nacionales de buena calidad, los espectadores las verían con el mismo interés que ven las extranjeras, como muestran ejemplos tan distintos como: Cilantro y Perejil, Como Agua Para Chocolate, El Secreto de Romelia, El Bulto, Sólo con tu Pareja y La Mujer de Benjamín. Más publicidad, mejor promoción y mercadotecnia seguramente habrían hecho todavía más exitosas a estas cintas y a otras más. Lo significativo es que hay cintas nacionales que son apreciadas por el auditorio sin necesidad de limitar la capacidad de decisión del ciudadano que asiste al cine.

 

Pero lo anterior no niega que efectivamente existe un grave problema  en el cine nacional. Las cintas que tienen éxito son muy pocas, su calidad suele ser ínfima, la producción con frecuencia es patética (inclusive en muchas de las cintas exitosas) y la capacidad de atraer a los auditorios prácticamente nula. Estos problemas son serios y requieren de atención. Pero la salida fácil que encuentran los promotores de una reforma a la Ley de Cinematografía en estudio está orientada a forrar los bolsillos de los productores fracasados y no a mejorar el cine nacional.

 

Según la «Iniciativa de Reformas y Adiciones a la Ley Federal de Cinematografía»: 1) las salas de exhibición y empresas que rentan películas tendrían que transferir el cinco por ciento de su cobranza a un fideicomiso de promoción de películas mexicanas;  2) estaría prohibido el doblaje de películas extranjeras; 3) las salas de exhibición tendrían que destinar por lo menos el treinta por ciento de sus funciones por pantalla al estreno de películas mexicanas; y 4) los empresarios cinematográficos no podrían exhibir películas importadas en un porcentaje mayor al treinta por ciento destinado a las películas nacionales.

 

Aunque cada uno de los requisitos propuestos en la iniciativa de ley pudiera responder a un objetivo razonable, el medio escogido para lograrlo es inaceptable. En primer lugar, es simplemente absurdo pretender obligar a que un empresario subsidie a otro empresario. La noción de que la producción cinematográfica nacional debe prosperar como resultado de la transferencia de un enorme subsidio por parte de los empresarios de la exhibición, no es distinta a la de pedirle a los productores de tela que subsidien a la industria de la confección (o viceversa) o a que los banqueros cobren tasas más bajas a una determinada industria porque eso conviene a sus empresarios. La única fuente socialmente aceptable de subsidio para una industria es el gobierno. Si existe consenso político (en el Congreso o en la sociedad) de que el apoyo, la promoción y el subsidio de la industria cinematográfica es una manera de preservar los valores nacionales, esto debe hacerse con cargo al presupuesto público, que está bajo el control de los diputados. Cualquier otra modalidad de subsidio sería atentatoria contra la esencia de la libertad de empresa.

 

Lo mismo ocurre en el tema de los porcentajes de salas y asientos que, según la iniciativa, deberían ser destinados a la exhibición de estrenos de películas nacionales. Los propietarios de las salas de exhibición están en el negocio de exhibir películas que les resulten rentables, sean éstas nacionales o extranjeras. Si una cinta determinada, independientemente de su origen, cautiva el interés del auditorio, la empresa exhibidora le destinará todas las salas y asientos que sean necesarios. Para que las cintas nacionales ganen ese auditorio necesitarán mejorar su calidad y sus estrategias de comercialización. Pero son los espectadores, en uso pleno de su libertad, quienes deben escoger. En este sentido, la iniciativa de ley es paternalista y persigue un obscuro medio de subsidio para hacer ricos a algunos productores de cine sin garantía alguna de que eso mejorará la calidad de las películas o, en todo caso, de que éstas gozarán de la preferencia del público. El último experimento de esa naturaleza, en los setenta, arrojó decenas de películas que no llevaron a ninguna parte pero que enriquecieron a algunos vivales, incluyendo a parientes cercanos de grandes personajes de la política. Nadie puede, por decreto, mejorar la calidad del cine nacional, ni debe tener autoridad para manipular el gusto de los espectadores.

 

El doblaje es un tema más controvertido. Las películas infantiles con frecuencia siguen ese proceso, por la naturaleza del público al que están dirigidas. Yo en lo personal detesto las películas dobladas, pero reconozco que hay un enorme número de adultos mexicanos que requiere del doblaje por las terribles deficiencias de nuestro sistema educativo. Por ello, prohibir el doblaje es una manera más, pero particularmente burda e indigna, de discriminar al núcleo menos educado de la población y esto con el fin de subsidiar y proteger a los productores cinematográficos nacionales, que parecen no tener mucho más que ofrecerle al público espectador.

 

La industria cinematográfica nacional está decrépita por la incompetencia de sus directores, creadores y empresarios, no por la exhibición de películas del exterior. Ciertamente es loable el propósito de promover el desarrollo de esa industria, pero no a costa de los empresarios de la exhibición, ni mucho menos de la libertad de los mexicanos de decidir su forma de entretenimiento. Promovamos una industria cinematográfica nacional de la misma manera en que promovemos el desarrollo tecnológico o la investigación científica: por la vía del presupuesto público, en forma transparente y perfectamente enfocada, y no por la vía de la imposición. Es tiempo de abandonar el paternalismo que siempre tiende a retornar por la puerta trasera y de fortalecer -en lugar de disminuir- las pocas libertades con que efectivamente todavía cuenta la ciudadanía.

La nueva escena política

Por varias largas semanas parecía que nos encaminábamos de manera inexorable hacia el caos político. Súbitamente se conjuntaron diversas circunstancias que han abierto una ventana de oportunidad para el desarrollo de la política mexicana y de una evolución económica libre de excesivos altibajos. La gran interrogante es si las fuerzas políticas, y los mexicanos en general, sabremos asir la oportunidad o si retornaremos al camino del caos.

 

El país parecía estarse desgranando. La controversia sobre el Fobaproa, las interminables denuncias de fraude, la mayoría de las cuales carente de toda evidencia, y la política de denuncia y descalificación a ultranza en que se embotaron algunos partidos políticos, parecían conducir al caos político. Cada quien jalaba para su lado y se encomendaba a su propia visión del mundo. La semana previa al IV Informe de Gobierno -y a la famosa consulta sobre el Fobaproa que organizó el PRD- parecía una escalada en la que la debacle financiera internacional competía con el ánimo destructivo de todo el aparato político. No faltaron nuevos llamados a la renuncia del presidente y editoriales argumentando que el primer mandatario se encontraba acorralado. En lugar de apostar a la continuidad y a la evolución gradual de la política mexicana, todo parecía conducir a una explosión.

 

Súbitamente, justo cuando el abismo amenazaba con aparecer en la escena, se abrió una ventana de oportunidad que, bien utilizada, puede convertirse en la pieza que faltaba en el rompecabezas de la política mexicana. De las más diversas esquinas del cuadrángulo político comenzaron a aparecer los componentes de lo que bien podría ser un nuevo arreglo político. Un arreglo político que amarre posiciones, establezca compromisos y genere un clima de paz política en anticipación al proceso de sucesión presidencial más competido y anticipado (y, confiadamente, civilizado) desde 1910.

 

Las paradojas jugaron un papel estelar. El primer gran cambio provino, con toda su ironía, de la esquina del PRD. La llamada consulta sobre el Fobaproa, en la que ese partido pretendía obtener un mandato que justificara el radicalismo de su retórica, fue tan exitosa que creó una nueva circunstancia política. No cabe la menor duda de que quienes concibieron la idea de llevarla a cabo pretendían acorralar al gobierno, desacreditar al conjunto de la política económica y crear una situación de caos que allanara el camino a la presidencia para el candidato del PRD. Incluso, no faltó la absurda especulación de que el PRD pretendía una sucesión anticipada, asumiendo que la población aclamaría a su candidato como salvador inmediatamente después de la consulta el pasado 30 de agosto.

 

Independientemente de los objetivos ulteriores que algunos miembros del PRD hubiesen podido albergar, el hecho es que la consulta que realizó les cambió la jugada. La pregunta que finalmente el PRD sometió a consulta fue propositiva: prefiere usted el programa del PRD o el del gobierno. Una vez más, los votantes, si así se les puede llamar, crearon un hecho político del que el presidente del PRD no se puede sustraer. La consulta acabó encajonando al propio PRD, toda vez que ahora tiene la responsabilidad de negociar con el gobierno (y con el PAN) una solución al problema de los deudores, pues justo ese era el corazón de su propuesta. En otras palabras, si el PRD quiere ahora presentarse ante los votantes como el catalizador de la solución al problema de los deudores, tendrá que ser parte del proceso legislativo que apruebe la iniciativa. Más que denigrante para el PRD, esta nueva circunstancia abre un mundo de posibilidades para la política mexicana.

 

Unos días antes de la consulta del PRD, el PAN fijó su posición respecto al mismo tema. En su propuesta, el PAN no validó la iniciativa gubernamental, pero propuso un conjunto de elementos que en lugar de cerrar espacios e impedir la negociación con sus contrapartes partidistas y el gobierno, abrió una oportunidad de entendimiento que, hasta ese momento, parecía simplemente imposible. La propuesta del PAN constituyó un primer bloque en este proceso de reconstrucción política, lo que le mereció el inmediato apoyo tanto del gobierno como del PRD. En un momento de extrema polarización, el PAN prendió la primera veladora a un proceso político que si bien no tiene que acabar siendo exitoso, es quizá el más promisorio desde que se aprobó la legislación electoral en 1996.

 

El clima de tensión creciente que se observó en todas las esquinas de la política nacional parecía ascender sin cesar. Las especulaciones en torno al Informe presidencial no se hacían esperar. Los llamados a la renuncia del presidente parecían casi ubicuos. Las caricaturas en los periódicos eran sugestivas de un ambiente caldeado y crecientemente peligroso. Sin embargo, a pesar del clima que anticipaba al Informe, el presidente salió airoso.

 

El IV Informe presidencial tuvo lugar en el contexto de la nueva realidad creada tanto por el PAN como por el PRD. El presidente leyó un mensaje que fue conciliador, convincente y, sobre todo, en el que el propio mandatario asumía la responsabilidad del rescate bancario. Con ese acto el presidente no sólo le otorga cobertura a los tres partidos políticos para su voto en el tema del Fobaproa, sino que abre la oportunidad de reiniciar un diálogo que parecía imposible hace sólo una semana. Además, el presidente estableció un precedente nunca antes visto: ratificó su convicción de que lo crucial para los siguientes 24 meses es garantizar una situación económica estable para que el próximo presidente, independientemente del partido de que provenga, tenga la posibilidad de construir sobre lo hecho previamente, en lugar de lidiar con una crisis más.  Ningún partido político puede desestimar ese compromiso, sobre todo porque ese es precisamente el mandato que la ciudadanía no se cansa de enfatizar a través de las encuestas.

 

La suma de estos tres factores ha tenido el efecto de crear un clima de convencimiento tanto en los pasillos de la política como en los diversos sectores de la sociedad, de que el camino del caos no beneficia a nadie. En una de esas paradojas que nunca dejan de sorprender, el radicalismo retórico que llevó a la consulta del PRD acabó dando vida a las alas moderadas, más serias y responsables del propio partido. Por donde uno le busque, la orilla del precipicio no pareció ser atractiva para nadie. La pregunta es si sabremos construir el andamiaje necesario para evitar volver a ese punto de confrontación.

 

Lo único que ha cambiado es el hecho de que en este momento hay un convencimiento de que el precipicio es el peor de todos los mundos, máxime cuando se observa la inestable situación financiera internacional.  Las diferencias al menos retóricas entre los diversos actores seguirán siendo tan actuales como siempre. Los partidos y los políticos seguirán teniendo sus propias agendas y tan pronto retornen al modo de campaña, inevitablemente reaparecerán las estridencias que, en un entorno de competencia política, son el alimento natural de los actores. La competencia electoral tiene su razón lógica de ser. Lo que se requiere es inscribirla en un conjunto de acuerdos sobre la esencia de lo que no está en disputa a fin de que todo mundo sepa a qué atenerse.

 

La oportunidad que hoy se ha abierto consiste en que parece haber un creciente reconocimiento de que se requieren acuerdos específicos sobre el contenido esencial del proceso de transición política en anticipación a la próxima sucesión presidencial. Es imperativo no dejar pasar la oportunidad. Todos conocemos, hasta la saciedad, los puntos de divergencia, materia natural de la retórica partidista y de la competencia electoral.  Pero dadas las difíciles circunstancias y la ausencia de instituciones sólidas que gocen de amplia credibilidad, lo urgente es encontrar los puntos de convergencia, amarrar compromisos de continuidad tanto política como económica, establecer mecanismos de protección contra actos de venganza respecto al pasado y definir las reglas de la sucesion presidencial: lo que se vale y lo que no se vale. Todas las fuerzas políticas tienen sus puntos vulnerables, razón por la cual a todos conviene establecer un piso de convergencia. Más importante, a nadie beneficia un país en situación de caos. La ventana de oportunidad no será eterna.

Fin de articulo.

Democracia y autocracia

Democracia sin presidente y autocracia sin autócrata.  Este es, quizá, el  más impactante contraste entre Estados Unidos y México en la actualidad.  Envuelto en un sinnúmero de dificultades legales y de opinión pública, el presidente norteamericano bien puede permanecer en la oficina del ejecutivo por el resto de su periodo presidencial, pero seguramente sin mayor capacidad de ejercer un liderazgo efectivo. Un presidente formalmente en funciones, pero neutralizado para todo fin práctico. Pero su país continuará funcionando como si nada hubiese pasado. Lo contrario ocurre en México. Lejos de ser una democracia funcional, nuestro país todavía se caracteriza por una infinidad de formas, estructuras e instituciones autocráticas, construidas en otra época con el fin de controlar todo el acontecer nacional. Pero ahora tenemos la peculiar paradoja de vivir en un régimen todavía autocrático, pero sin autócrata. Quizá muchas de nuestras deficiencias se remitan, al final del día, a ese contraste: ni tenemos una democracia ni se ejerce la autocracia.

 

La debacle del presidente Clinton es de sobra conocida. Independientemente de las infracciones legales en que hubiese podido incurrir, mucho de la controversia que lo envuelve es de naturaleza estrictamente política. Los políticos del partido Republicano acusan al presidente de todos los males del mundo y lo amenazan con la posibilidad de iniciar un juicio político que pudiese terminar, en el extremo, con su destitución. Detrás del debate y de la controversia se esconden cálculos políticos muy cuidadosos que tienen que ver con la sucesión presidencial en  aquel país. Los republicanos, por ejemplo, quisieran ver destituido al presidente Clinton si eso los favorece en las elecciones del 2000. Pero también saben que si Clinton se viera obligado a renunciar, el vicepresidente Gore tendría dos años de espacio para consolidarse en el poder, con lo que sería un contrincante mucho más difícil de vencer en la próxima elección. A partir de estos cálculos, la conclusión de muchos políticos estadounidenses es que lo mejor es desacreditar a Clinton lo suficiente para ganar puntos en la próxima carrera presidencial. Todo esto esta detrás de la controversia actual.  Los políticos hablan, discuten, escriben y amenazan. Según los republicanos,  Clinton es una catástrofe y el mundo está a punto de colapsarse.  Por el éxito que han tenido en términos prácticos y de opinión pública podría pensarse que los asesora el PRD.

 

En apariencia, la efervescencia política que caracteriza a México y a Estados Unidos tiene orígenes similares. En ambos países los partidos de oposición aprovechan las faltas, los errores, las torpezas y los engaños de sus respectivos gobiernos para avanzar su causa, para descalificar al gobierno y a su partido y para construir los pilares de una candidatura ganadora en el 2000. A final de cuentas, la competencia electoral tiene una dinámica igual en todos los países y genera, por sí misma, incentivos para una descalificación a ultranza del contrincante. Los errores de un gobierno, las insatisfacciones que genera su gestión y las insuficiencias de su trabajo son sujetos naturales y lógicos de explotación por parte de los partidos rivales.

 

Así como el presidente Clinton es acosado por acciones, afirmaciones y decisiones suyas que pudieron haber sido ilegales o por declaraciones en falso, el gobierno mexicano es acosado por factores que en nuestro entorno son igualmente sensibles, como son el Fobaproa, Chiapas, las agudas desigualdades en el desempeño económico de las distintas regiones del país y demás. En ambas naciones, los gobiernos sufren el embate de sus oposiciones. Nuestra desgracia es que el efecto de esta circunstancia es muy distinta en nuestro país.

 

Estados Unidos es un país extraordinariamente institucionalizado que se caracteriza por la existencia de mecanismos de pesos y contrapesos a todos los niveles de gobierno. Fuera de los temas de seguridad nacional, que conllevan el mando sobre las fuerzas armadas y de relaciones exteriores, las facultades del ejecutivo están muy restringidas y, en la práctica, se limitan a la capacidad que tenga el presidente de convencer al electorado de la bondad de sus iniciativas. Tanto Reagan como Clinton se distinguieron por su extraordinaria habilidad para construir apoyos en la sociedad en torno a sus proyectos. Los legisladores, que en ningún país comen lumbre, votan en favor de las iniciativas presidenciales cuando la población las hace suyas. Por su parte, un presidente que no logra convencer al electorado encuentra muy poco campo para desenvolverse. Lo extraordinario del sistema político de nuestros vecinos es que el ciudadano promedio no sufre mayor cosa cuando un presidente es malo o, cuando menos, mal comunicador. Lo peor que le puede pasar a ese ciudadano promedio es que sus impuestos suban o bajen un poco dependiendo del presidente en turno y que, en el peor de los casos, las cosas se congelen como están (que no es demasiado malo) por un período de cuatro años.

 

Nuestra realidad en nada se parece a la norteamericana. El hecho de que haya disputas y controversias puede ser, hoy en día, una característica común. Pero nosotros no contamos con una estructura institucional sólida y funcional que aísle las controversias del devenir cotidiano. Cuando un legislador estadounidense ataca a su presidente lo hace a sabiendas de que se trata de una disputa que no va  a afectar la vida diaria de la población. En nuestro país, con una democracia incierta y en ciernes, todo está por construirse. Una disputa que se sale de contexto puede tener efectos devastadores para la economía y la población. Las controversias relativas al Fobaproa, por ejemplo, podrían acabar con los flujos de inversión en la economía, si no es que llevarnos a una aguda recesión. Eso sería algo virtualmente imposible en un país plenamente democrático e institucionalizado.  De la misma manera, una devaluación mal manejada podría cortar, de la noche a la mañana, el cincuenta por ciento del ingreso real disponible del mexicano común y corriente. Es decir, nuestro sistema político es sumamente débil y cualquier cambio brusco puede traer consecuencias devastadoras.

 

Además, hay una diferencia fundamental en la manera en que funciona la política electoral en ambos países. En Estados Unidos no hay un solo político que aspire a mantener o mejorar un cargo de elección popular que no tenga un ojo permanentemente puesto en las encuestas.  Los republicanos atacan a Clinton siempre  pensando en sus votantes en la próxima elección. Para ponerlo en términos mexicanos, allá ningún candidato que se respete da paso sin huarache.  En México las encuestas, aunque cada vez más frecuentes, son todavía un instrumento eventual en el herramental de los políticos. Por ejemplo, ningún partido sabe, a ciencia cierta, cuál sería el impacto electoral de un voto respecto a Fobaproa.  Todos los partidos están calientes con el tema, pero todo mundo navega en la obscuridad.

 

La realidad es que estamos viviendo en un mundo artificial. Algunas de las formas de la política mexicana se parecen cada vez más a las norteamericanas, sobre todo aquellas relacionadas con las campañas electorales, con el protagonismo de nuestros políticos y con la naturaleza descalificadora del discurso y de la retórica. Pero detrás de esas formas, en la substancia, hay muy poco de parecido. Nuestra democracia apenas comienza a funcionar. De hecho, la mayor parte de las estructuras, organizaciones e instituciones de la política mexicana responden mucho más a la naturaleza autocrática de nuestro pasado que a una democracia que todavía está por consolidarse. Si bien un sistema democrático bien institucionalizado puede funcionar sin un presidente exitoso y pujante, como demuestra el norteamericano, un sistema autocrático sólo funciona cuando alguien lo controla todo. Nuestro problema, a diferencia del norteamericano, es que tenemos una autocracia sin autócrata.

Fobaproa y el futuro de los bancos

Luis Rubio

La interrogante central de la economía mexicana en la actualidad se refiere a la capacidad de los bancos de cumplir su función orgánica dentro de la actividad económica. Desde 1995, los bancos han estado permanentemente al borde del precipicio, mucho más preocupados por su supervivencia que por nuevamente otorgar crédito. En 1995 los bancos estuvieron a punto de quebrar. A esta situación contribuyeron directamente la devaluación del peso y la súbita y desproporcionada alza en el costo de los intereses, pero no se puede desdeñar el hecho de que, desde antes de la devaluación, la banca ya se encontraba en una posición de extrema fragilidad y vulnerabilidad. El Fobaproa evitó entonces la quiebra del sistema, pero creó una enorme deuda que ahora es el corazón de una enconada controversia política. No aprobar la transferencia de la deuda del Fobaproa a deuda pública ahora nos regresaría a la incertidumbre de 1995, pero con el agravante de que la realidad ha cambiado en forma fundamental.

Para nadie es secreto que el desempeño de la banca en las últimas tres décadas ha sido desastroso. Los bancos han ido de crisis en crisis, en gran medida, porque la burocracia los ha manejado a su antojo, ya sea en calidad de reguladores y supervisores, o en calidad de administradores luego de la expropiación de los mismos. En todos esos años, la banca pasó por las circunstancias más traumáticas que uno pudiera imaginar. Desde su sumisión a la burocracia política en los setenta hasta el llamado salvamento en la actualidad, lo que ha dominado es la burocratización de todo el sector financiero, burocratización que ha hecho posible todo tipo de comportamientos fraudulentos gracias a la existencia de regulaciones obsoletas, supervisión laxa y, sobre todo, incentivos que con frecuencia han favorecido actitudes delincuenciales.

Lo anterior explica el que los bancos prácticamente dejaran de otorgar crédito al sector privado para convertirse en la caja chica del gobierno. También el que se emitiera todo tipo de regulaciones absurdas que orillaron a prácticamente todas las instituciones financieras a la quiebra. La expropiación, la burocrática administración de los mismos en la década siguiente, el retraso tecnológico y los criterios faraónicos de la privatización de los bancos no hicieron más que sentar las bases para la crisis siguiente.

En vista de todas estas circunstancias, el riesgo de quiebra de los bancos en 1995 era real. Se dice fácil, pero la posibilidad de una quiebra bancaria es un tema por demás grave. A final de cuentas, todo en una economía gira alrededor de los bancos. El sistema de pagos opera a través de los bancos. Los flujos de capital -tanto internos como externos- mueven a la economía a través de los bancos. Los bancos son un conjunto de vasos comunicantes que hacen posible que las empresas compren y vendan, cobren y paguen. Sin bancos ninguna economía, así sea semi desarrollada, puede funcionar. En 1995 el gobierno tenía que evitar la quiebra del sistema bancario, para lo cual había tres opciones: su estatización, su salvamento o el subsidio de los deudores. Dado el desastroso resultado de una década de bancos bajo el control gubernamental, su salvamento, por la vía de compra de cartera, acabó siendo una decisión sensata y responsable aunque, a la luz de sus consecuencias, obviamente no la más feliz. El mecanismo adoptado permitió la inmovilización de activos productivos, fomentó la cultura del no pago y pudo hacer posible que se colaran créditos fraudulentos y vicios de nuestro sistema político, como donativos al PRI.

Los diputados de todos los partidos se enfrentan ahora ante la disyuntiva de aprobar o rechazar la transferencia de los pagarés del Fobaproa a deuda pública. Muchos diputados argumentan que, jurídicamente, esa transferencia es imposible y que, por lo tanto, debe ser rechazada la iniciativa gubernamental. Otros señalan que el gobierno no tiene facultades jurídicas para asumir pasivos contingentes y que, por lo tanto, la deuda del Fobaproa no es, de hecho, como argumenta el gobierno, deuda pública. Ambos planteamientos bien pueden ser correctos y acertados desde el punto de vista jurídico, pero los dos ignoran la realidad. El problema desatado por el Fobaproa es de naturaleza económica, con evidentes connotaciones políticas. El hecho de que algunos diputados encuentren argumentos jurídicos para rechazar la transferencia de deuda propuesta por el gobierno no cambia el hecho de que el problema económico ya existe.

Pero el dilema que enfrentan los partidos y los diputados no es pequeño. Ante ellos se encuentran dilemas tan graves como el de sancionar algo potencialmente ilegal, cuando su obligación es, precisamente, cumplir con la ley. Además, al menos hasta el día de hoy, se les está pidiendo que firmen un cheque en blanco, toda vez que no tienen ni la menor idea del contenido de la cartera en las arcas del Fobaproa, ni de la posibilidad de que ahí se encuentren créditos u otros activos fraudulentos. Además, para poder considerar una decisión, tienen que contar con una definición precisa sobre el modo en que habría de financiarse la nueva deuda: ¿mayores impuestos? ¿menor gasto? ¿qué gasto?

El cúmulo de interrogantes que acosa a los legisladores serios y sensatos es enorme. Quizá por ello fuese crucial que su decisión se fundamente en un análisis de las consecuencias -económicas, prácticas y jurídicas- de cada curso de acción. Para aquellos que dudan de la legalidad de la deuda acumulada en el Fobaproa, por ejemplo, la decisión lógica sería la de devolver la deuda a los bancos. Sin embargo, este planteamiento tendría consecuencias inmediatas de lo más complejas: por una parte se presenta el problema práctico de que, en términos jurídicos, ya no existen más que seis de las dieciocho instituciones bancarias que existían en 1995. Las otras fueron tomadas por el gobierno para ser liquidadas, fusionadas o vendidas a accionistas nuevos. Regresar activos a instituciones que ya no existen o que cambiaron de dueño constituiría un atropello. Todavía peor sería la noción de desconocer las ventas de algunos bancos a nuevos accionistas, con lo que se violarían los mas elementales principios del estado de derecho. Por otra parte se encuentra el problema económico de que todos o la gran mayoría de los bancos quebraría en el instante en que tuviesen que devolver el pagaré del Fobaproa a cambio de la cartera mala que retornaría a su hoja de balance. El gobierno tendría entonces que estatizar los bancos una vez más. Quizá el punto más importante es que, aun en estas circunstancias, la deuda permanecería idéntica: el gobierno, como propietario de los bancos, sería el nuevo deudor. Habríamos vuelto al lugar del que partimos.

Nos guste o no, el hecho concreto es que la deuda asumida por el Fobaproa ya existe y no va a desaparecer porque una parte de la población la rechace o porque un partido realice plebiscitos sesgados. La deuda que nos recetó el gobierno a través del Fobaproa ya existe y ninguna argucia legal o política la va a desaparecer, aunque algunas medidas, como la venta inmediata de la cartera del Fobaproa, la pudieran reducir.

A pesar de lo anterior, la aparente ausencia de opciones respecto a la iniciativa gubernamental es autoimpuesta. El país tiene un número tan enorme de rezagos, que el affaire Fobaproa bien pudiera ser la palanca a través de la cual se destrabe el estancamiento que el país sufre en un sinnúmero de frentes. La característica esencial del paquete que representa el Fobaproa es la ausencia total de transparencia. El solo hecho de que los diputados pudiesen abrir esa caja negra y pudiesen dilucidar la existencia de cualquier práctica impropia o fraudulenta constituiría, por sí mismo, un avance político trascendental. Se habría establecido el precedente de que ninguna legislatura firmará cheques en blanco en el futuro. La relación ejecutivo-legislativo comenzaría a redefinirse y se iniciaría la construcción de mecanismos de pesos y contrapesos cuya ausencia es, a final de cuentas, una de las principales causas de la debacle bancaria no de estos tres años, sino de las últimas tres décadas.

Más allá de las dificultades políticas, personales o viscerales que los diputados enfrenten en la decisión que tomen respecto al Fobaproa se encuentra un problema mucho más grave: el hecho de que se llegara a aprobar la transferencia de deuda del Fobaproa no va a restaurar la salud financiera de los bancos. La crisis de 1995 descapitalizó a los bancos, lo que les ha impedido retornar a una situación en la que puedan ser capaces de cumplir su función económica de otorgar crédito y financiar el desarrollo de la economía. Quizá la evidencia más acusada de la situación que actualmente impera en la economía y en el sistema financiero se puede encontrar en el hecho de que la parte de la economía que funciona, crece, se desarrolla y prospera es aquélla que tiene acceso al crédito del exterior. Todas las empresas que dependen de los bancos nacionales para funcionar, crecer, crear riqueza y generar empleos están condenadas a operar dentro de las lamentables limitaciones de todo género que caracterizan a esos bancos. A la luz de este contraste, nadie debería estar sorprendido de que una buena parte de la economía -y con ello la mayoría de la población- simplemente no prospere.

La economía mexicana requiere de bancos fuertes, sólidamente capitalizados y debidamente supervisados dentro de un entorno regulatorio moderno, compatible con las necesidades de la economía mexicana y del mundo actual. Ninguna de esas circunstancias es adecuada en el presente. En términos generales, los bancos están severamente subcapitalizados, las regulaciones son malas, viejas e inadecuadas y la supervisión, aunque ha mejorado, sigue siendo totalmente inadecuada y tristemente dependiente. Sin capital fresco los bancos no van a salir adelante. Urge el capital, que es insuficiente en el país, y una nueva regulación que controle a la burocracia, pero que también establezca condiciones y límites idóneos al funcionamiento de los bancos en el futuro. Crear las condiciones para que la banca se re-estatice sólo contribuirá a retrasar todavía más la recuperación de la economía.

 

El círculo vicioso de la impunidad

Hace algunas semanas, el PRI capitalino cometió una enorme pifia.  Al organizar y liderear una manifestación de ambulantes en el Zócalo capitalino, el PRI evidenció una faceta muy peligrosa de su naturaleza actual.  El PRI se presentó como el abogado, promotor y defensor de los intereses de un sector de la sociedad que vive, explota y lucra de la impunidad, con un agravante más: el de ser el principal conducto para la venta de mercancía robada.  Con esa manifestación el PRI abrió una caja de Pandora.

 

La promoción y defensa de grupos y sectores ilegales o irregulares no es algo nuevo en la vida del PRI.  Hace mucho que, a cambio de «apoyos», ese partido abandera causas como las de los taxistas «tolerados», los invasores de predios, los vendedores ambulantes y demás.  En un país en el que los trámites y regulaciones invitan al cohecho y a la ilegalidad, no es sorprendente que muchos de los partidos construyan apoyos políticos y bases electorales en sectores informales de la economía, de la misma manera en que lo hacen con maestros, enfermeras o sindicatos de empresas. Desde luego que sería razonable preguntarse por qué tiene el PRI que recurrir al abanderamiento de causas ilegales cuando, como gobierno, podría eliminar las circunstancias que las generan y propician. Pero ese es otro tema.  El hecho es que una parte importante -quizá la de mas rápido crecimiento- de los contingentes priístas actuales tiene como común denominador el hecho de vivir o sostenerse actividades que salen de la informalidad prototípica del comerciante callejero para ubicarse claramente en la ilegalidad y la criminalidad (desde la evasión de impuestos hasta la violación de todo tipo de regulaciones, leyes y reglamentos).

 

El ambulantaje, clientela priísta de hace tiempo, ha adquirido una característica muy particular en los últimos años, lo que lo hace particularmente relevante en el análisis del círculo de impunidad que existe en el país. En tiempos recientes los ambulantes, o al menos una buena parte de ellos, parecen haber dejado de ser parte de un mecanismo orientado a la subsistencia o a dar salida a las capacidades empresariales de un amplio segmento de la sociedad, para convertirse en el departamento de distribución y venta de la delincuencia.  En la medida en que esto se ha venido generalizando, el apoyo del PRI entraña una nueva faceta en la vida de ese partido.

 

Los vendedores ambulantes han cambiado la naturaleza de su actividad en forma radical en el curso de la última década. Hace años, los ambulantes se dedicaban a distribuir, esencialmente, mercancía producida por empresas pequeñas y medianas. Vendían saldos de algunas empresas mayores, pero su principal fuente de abastecimiento la constituía la infinidad de pequeñas empresas que tenía poca capacidad de accesar los principales circuitos  de distribución comercial en el país, como los supermercados, las tiendas de abarrotes, las ferreterías, etc. Aunque ciertamente ilegal en cuanto a que no pagaban impuestos ni cumplían con la infinidad de requisitos y complejidades de la legislación laboral, del IMSS, del INFONAVIT, etcétera, no había nada de ilegal en el origen de su mercancía.

A finales de los ochenta comenzó una campaña muy exitosa de combate a la evasión fiscal. Muchas de las empresas dedicadas a abastecer al ambulantaje se encontraron entre la espada y la pared.  El negocio, antes muy redituable, comenzó a resultar menos atractivo, toda vez que los riesgos de evadir impuestos se elevaron en forma extraordinaria. Pero el esfuerzo de las autoridades por  reducir la evasión fiscal de los empresarios industriales no se extendió para meter en cintura a los ambulantes, quienes continuaron al margen del régimen fiscal al que estamos sujetos todos los demás mexicanos. Sin embargo, la campaña de la Secretaría de Hacienda hizo mella en el sector. El éxito en la fiscalización de las empresas formales tuvo consecuencias colaterales muy significativas porque éstas perdieron su mercado natural. Esto, por una parte, redujo el tamaño del mercado de ese sector industrial, llevando a la desaparición de muchas centenas de empresas. Por la otra, los ambulantes, en su búsqueda por preservar su actividad y, en general, su modus vivendi, acabaron convirtiéndose en los distribuidores del contrabando, es decir de toda la mercancía ilegalmente importada en el país.

 

En los últimos años, el ambulantaje inauguró una nueva modalidad. Además del contrabando, ahora también distribuye toda la mercancía que, con cada vez con mayor frecuencia, es robada a las empresas y comercios establecidos, que pagan sus impuestos, crean empleos bien pagados y contribuyen al desarrollo del país. En otras palabras, el ambulantaje ha evolucionado de la forma más negativa posible. Pasó de evadir impuestos vendiendo saldos, a distribuir y comercializar el producto de los robos y asaltos que lleva a cabo tanto la delincuencia como el crimen organizado. Cuando el PRI hace suya la causa del ambulantaje también hace suyo el círculo vicioso que está destruyendo el tejido social del país.

 

Pero lo peor del asunto no reside en que el PRI abogue y lideree al ambulantaje per se, sino en que lo haga a sabiendas de que éste realiza actividades ilícitas.  Una cosa es abanderar la causa de un sector económico que reclama (por lo menos en teoría) acceso a la formalidad y otra muy distinta es avalar con esa representación el eslabón de la delincuencia inherente al ambulantaje en la actualidad.  Con esa representación el PRI parece estar presente, directa o indirectamente, en toda la cadena de ilegalidad e impunidad que comienza con el robo de las mercancías y concluye con su venta a través de los ambulantes.

 

A estas alturas ya nadie alberga muchas dudas de que la criminalidad, comenzando por el robo de mercancía, involucra a las más diversas policías del país. Sin ese contubernio sería imposible e impensable que se desarrollaran las actividades de la delincuencia de la manera en que ocurre en el país.  No es concebible que el crimen ascienda de la manera en que en México lo ha hecho sin la anuencia, participación y protección de las autoridades responsables de impedirlo.

 

Pero en ese círculo de impunidad, no sólo las policías son partícipes; tambien lo son las autoridades encargadas de la procuración de justicia. Cuando ocurre un hecho inusitado y excepcional como hoy en día es el que un delincuente sea atrapado por alguna policía, los ministerios públicos se encargan de resolver el inconveniente mediante la inadecuada o incompleta integración del expediente respectivo. Con esa fiscalía es imposible que el delincuente sea procesado.

 

El círculo de la delincuencia se cierra con el ambulantaje, que distribuye y comercializa la mercancía robada.  El país en su conjunto paga el enorme precio de la inseguridad pública, de la criminalidad y de la violencia. Pero resulta que, en todo ese proceso, el PRI comienza a aparecer como el padrino que asegura la total impunidad de los participantes en los diversos niveles que integran la cadena delictiva que ahoga al país.  Si lo anterior no fuese cierto, el PRI debería pensar con más cuidado el costo de sus desplantes sobre todo ahora que es oposición.

FIN DE ARTICULO

Legalidad o imposición en Indonesia

Reformar lo existente o cambiarlo por algo totalmente nuevo. Esta es la substancia del debate político cotidiano (pero hasta ahora desconocido) en Indonesia en la actualidad. Se trata de un debate mucho más trascendente de lo que aparenta a primera vista, porque de la manera en que se resuelva depende el tipo de sociedad, y la calidad de la democracia, que eventualmente pueda emerger. Es un debate que arroja lecciones importantes para la vivencia de nuestro país al cierre del siglo.

 

La historia es muy simple y no del todo extraña para nosotros: un presidente que se perpetúa en el poder; un sistema político diseñado para sostener a un partido y a una persona en el gobierno; un control más o menos férreo de las masas; una ideología oficial revolucionaria diseñada para legitimar al gobierno e impedir retos a sus formas autoritarias; una constitución y una estructura legal diseñadas para hacer posible, y legítimo, el gobierno de una sola persona; tasas de crecimiento económico elevadas y sostenidas que generan una movilidad social permanente y una satisfacción general lo suficientemente amplia como para que nadie dispute la estructura política. La historia de Indonesia en los últimos treinta y tantos años tiene muchos puntos de semejanza con el sistema político postrevolucionario en México. Sus dilemas no son del todo distintos, aunque los tiempos allá son brutalmente rápidos.

 

La caída de Sohearto ha precipitado los tiempos y los movimientos en Indonesia. Súbitamente, las carencias y las ausencias de todas estas décadas se han convertido en una cargada agenda política. Todo lo que faltó a lo largo de esos años tiene que ser resuelto casi de inmediato. En cierta forma, los indonesios tienen que resolver, en cuestión de meses, todo el conjunto de procesos y dilemas que los mexicanos hemos venido enfrentando -muchos todavía sin concluir- desde 1968. Las manifestaciones y desmanes que sacudieron a ese país en mayo pasado y que llevaron a la renuncia de Sohearto, precipitaron la disputa por el poder y crearon una situación de efervescencia política impresionante. En el curso de unos cuantos meses, Indonesia tiene que consolidar una extraordinaria variedad de arreglos e instituciones políticas: formar partidos políticos, aprobar una legislación electoral que goce de consenso, elegir un nuevo parlamento, convocar a elecciones presidenciales y fortalecer la independencia del poder judicial. Todo ello en medio de una crisis económica que no parece tener vías de solución.

 

La combinación de circunstancias es extraordinaria, sobre todo vista a la luz de los cambios políticos y económicos por los que México ha atravesado a lo largo de las últimas tres décadas. Por ejemplo, a pesar del ritmo insuficiente de recuperación de la economía en México, el contraste con Indonesia es impresionante. Aunque en los ochenta tomó varios años lograr alcanzar un nuevo equilibrio en nuestra economía, en el 95 la economía se estabilizó con gran rapidez después de atravesar por una de las crisis más agudas de las últimas décadas. La economía indonesia lleva más de un año en medio del caos más absoluto. Los bancos indonesios no sólo tienen problemas de capital, sino que nadie sabe qué tan cerca se encuentran de una crisis de insolvencia. Las empresas se manejan exclusivamente en efectivo, pues nadie quiere recibir un cheque sin fondos de un cliente potencialmente insolvente. No existen mecanismos para dirimir conflictos comerciales, por lo que sólo se firman contratos entre amigos, parientes o viejos socios. Quizá más importante, los tecnócratas indonesios no parecen tener recetas para salir de la parálisis. Esto último es particularmente contrastante con México: aunque con muchos tropiezos, titubeos y errores en el camino, los tecnócratas mexicanos siempre supieron qué debían hacer.

 

El debate político que caracteriza a Indonesia en la actualidad es particularmente relevante para nosotros. El nuevo gobierno del presidente Habibie ha diseñado un esquema de reforma política para poder sentar las bases para una nueva elección presidencial en el curso del próximo año y medio. El planteamiento gubernamental parte de un principio muy específico: para ser exitoso, el programa de reforma tiene que estar anclado en la legalidad existente, así sea para cambiarla. Es decir, para Habibie el proceso de cambio político tiene que partir de la legalidad vigente; como la única legalidad que existe es la que instumentó Sohearto, pues esa es la que tiene que servir de fundamento para las reformas. El poder legislativo actual -virtualmente todo nombado por Soeharto- tendría que aprobar cambios legislativos que lleven a una elección de la cual emerja un parlamento representativo. Una vez reformado el sistema político, dice el presidente Habibie, el nuevo parlamento podría convocar a una asamblea constituyente para reformar el orden legal que hoy rige. En otras palabras, Habibie propone un cambio institucional a partir de las instituciones existentes, aunque éstas no sean ideales, o incluso compatibles, con el objetivo de la reforma.

 

Los diversos grupos de oposición en Indonesia están muy dispersos, son sumamente débiles y no están unidos, excepto en un tema: todos demandan un cambio inmediato. La oposición actual, incluyendo personas hasta hace poco estrechamente vinculadas al régimen, le están exigiendo al presidente Habibie que renuncie para ser substituido por alguien no contaminado por el régimen de Sohearto. Los más generosos le exigen que convoque a elecciones de inmediato, pasando por alto que ni el presidente ni el parlamento actual tienen las facultades necesarias para llevar a cabo esa convocatoria. La respuesta de la oposición a este dilema es inmediata: que se redacte una nueva constitución. Su argumentación no es absurda: dicen que la realidad ha cambiado y que la situación actual no está contemplada por la constitución vigente, razón por la cual lo que procede es reconocer la realidad en una nueva constitución y no tratar de adaptar la realidad a la constitución vigente..

 

El dilema que enfrenta Indonesia en este momento es terriblemente serio. Nadie parece disputar el objetivo mismo: todo mundo quiere dar el salto a un sistema político representativo y democrático. El dilema es cómo llegar a ese nuevo estadio. Desde una perspectiva pragmática, lo que procede es reconocer la realidad actual y comenzar a construir los andamios institucionales necesarios para poder estructurar un nuevo sistema de gobierno que impida los abusos del pasado, establezca reglas para la competencia política y genere mecanismos de participación y representación popular. Pero la noción de reconocer la realidad actual tiene dos ángulos muy contrastantes.

 

Quienes abogan por la construcción inmediata y a rajatabla de un nuevo orden legal quieren dar el salto de la muerte sin red. Es decir, proponen abandonar lo existente y construir algo nuevo en su lugar. Esto suena muy lógico, pero tiene enormes problemas. Su argumento es que la constitución vieja ya no sirve a la nueva realidad, lo cual es indudable (e indisputado). Pero la manera en que proponen el cambio es sumamente peligrosa: de alguna manera están diciendo que la sociedad se está comportando de una manera a pesar de que la constitución le indica que debe comportarse de otra, y que va a cambiar de comportamiento una vez que haya una nueva constitución. Parece evidente que el problema no está en la constitución sino en el comportamiento de la población, algo que un documento legal no puede, por sí mismo, alterar. Mucho más importante, una vez que se rompe la estructura legal vigente, así sea una estructura inadecuada, no hay nada que pueda evitar que se transgreda cualquier otra en el futuro: desde esta perspectiva, no hay diferencia alguna entre un cambio «bueno» hacia la democracia y un golpe de estado.

 

La alternativa en Indonesia, que también es aplicable a México, es la de ceñirse al marco legal y regulatorio existente a fin de preservar un vestigio mínimo de legalidad y, sobre todo,  asegurar que nadie -en el presente o en el futuro- se proponga alterar el orden existente por medios ajenos a la legalidad. Esta ruta es mucho más engorrosa y lenta, pero tiene la enorme virtud de crear certidumbre y transparencia. Le obliga a la población a plantear modificaciones graduales a la legislación vigente, en lugar de imponer cambios dramáticos y potencialmente errados. Invita a los partidos a negociar y a encontrar puntos de acuerdo en lugar de imponer soluciones unilaterales que no satisfacen más que a intereses particulares. Quizá más importante, conduce por una vereda de cambios acumulativos, producto de la experiencia y del debate, en lugar de borrones absolutos que crean una destructiva incertidumbre sumamente difícil de remontar.

 

El dilema indonesio es increíblemente cercano al nuestro. Allá, como acá, existe una acre disputa sobre el camino a emprender. Aunque el objetivo general no parece estar en discusión, la disputa sobre los medios nos dice mucho sobre el «genuino» interés por ese objetivo final. La mayor parte de los actores políticos en Indonesia y en México parecen querer arribar a buen puerto: un lugar caracterizado por la civilidad, la legalidad y la representatividad de la población. Pero no todos esos actores creen en los mismos vehículos para llegar al objetivo. Algunos, por ejemplo, pretenden que un grupo de notables redacte una nueva constitución y que ésta se apruebe sin más. La idea es romper con el pasado de una vez por todas. El problema es que alguien dispuesto a romper con todo lo existente también podrá romper con cualquier arreglo futuro si éste no beneficia sus intereses. Las formas y los procedimientos hacen una enorme diferencia, pues son, a final de cuenta, las anclas que permiten afianzar un proceso de cambio en el que todo mundo está incluido y en el que todo mundo puede confiar. Algo que se impone desde arriba, ignorando las formas, estructuras e instituciones previamente existentes, así sean inadecuadas, constituye un riesgo a la civilidad, a la paz y, en última instancia, a la estabilidad y a la democracia. No hay duda que el camino de la reforma es simpre más difícil, pero a largo plazo nunca será tan difícil como el de la imposición.

Conflicto inevitable

Nadie puede culpar a los mexicanos de estar crecientemente preocupados por el devenir del país.  La multiplicación de luces rojas tiende a acelerarse y a causar toda clase de dislocaciones. Las tensiones se incrementan en Chiapas, el Fobaproa se torna explosivo, la relación oficial con Estados Unidos se vuelve cada vez más conflictiva, la inseguridad pública crece sin cesar y la tensión social comienza a desbordarse.  La función de los políticos en ésta -y todas- las circunstancias debería ser la de ofrecer un liderazgo convincente y certero. Sin embargo, la retórica política -desde el presidente hasta el último de los políticos- tiende a ir precisamente en la dirección contraria. La retórica está exacerbada, los políticos polarizan y la política se radicaliza, al menos en su versión retórica. En privado los políticos hablan de soluciones y arreglos pero en público elevan el nivel de conflicto cada vez que abren la boca. ¿Saben nuestros políticos a dónde nos quieren llevar?

 

Todos y cada uno de los conflictos y dificultades que enfrentamos evidentemente tienen solución.  Hay temas complicados, como el de Chiapas, y temas costosos, como el de Fobaproa, pero no hay razón alguna por la cual los problemas que enfrenta el país no puedan ser enfrentados y resueltos. Técnicamente no es imposible encontrar maneras de reducir el costo económico del Fobaproa, por ejemplo, con lo cual se podría reducir también el costo político de su aprobación. A pesar de su mayor complejidad, exactamente lo mismo se puede decir acerca de Chiapas. Los ánimos en y respecto a ese estado están por demás caldeados, lo que impide comenzar a resolver el conflicto, pero no hay razón objetiva para suponer que una solución es imposible. Chiapas ha dejado de ser un conflicto para convertirse en la excusa de todos y de todo, cada cual con su agenda particular.  Sin embargo, si uno sigue el discurso político, cualquier salida a estos problemas aparece como imposible.  La retórica de los políticos polariza, impide y hace cada vez más costosa la solución de los problemas. Quizá esto sea inevitable porque todo mundo parece identificar su interés con la polarización más extrema posible.  Ya que en el 2000 se concentran todas las expectativas partidistas y políticas, es imperativo identificar qué es lo que conduce a esa radicalización del lenguaje, para disminuirla o atenuarla.  Una definición clara respecto a las reglas del juego para esa contienda y acuerdos específicos en torno a la continuidad de lo esencial en lo político y en lo económico permitirían atenuar la radicalización política actual.

 

El lenguaje de los políticos es importante porque establece los patrones de comportamiento de la población, sobre todo en el contexto de una sociedad enojada, atemorizada, convencida de que su situación es injusta y en la que no existen parámetros absolutos (como serían la legalidad o el orden legal). Cuando un político dice cosas extremas hace pensar a todos los ciudadanos que se vale tomar posturas o acciones igualmente extremas.  Cuando un político condona o con su lenguaje legitima la violencia, le da pie a esos grupos, ya de por sí altamente motivados (y con frecuencia movilizados), a tomar las armas y a emprender acciones violentas.  El lenguaje tiene consecuencias.

 

Pero el otro lado de la moneda no es menos importante.  La población está enojada, ve con gran duda e incertidumbre el futuro y se siente atemorizada por la violencia y criminalidad.  El hecho de que la economía familiar en regiones muy amplias del país no haya mejorado en los últimos años no ayuda en nada.  La polarización social, la desigualdad económica -que no es nueva, pero ciertamente no ha disminuido- y la criminalidad son todos ingredientes de la tensión social que caracteriza a la sociedad y que se manifiesta de distintas maneras: desde los actos violentos que se observaron luego de los partidos de futbol hace algunas semanas, hasta el apoyo explícito o implícito que reciben personas o grupos que retan la legalidad, como es el caso del Barzón o de delincuentes convictos como Isidoro Rodríguez «el divino».  Todo parece indicar que la población está tan enojada y molesta que cualquier comportamiento contrario a la autoridad (incluso al concepto mismo de autoridad) es inmediatamente validado y aceptado como legítimo.

 

Estas realidades llevan años cobrando forma. Ninguna de ellas es particularmente nueva ni su manifestación actual casual. Pero la problemática no es igual en todo el país.  No es lo mismo, por ejemplo, el centro que el norte geográfico del país. Mientras que el primero se estanca -si no es que retrocede- en términos económicos y de distribución del ingreso, el segundo experimenta un crecimiento industrial que tiene pocos precedentes en el mundo, al grado en que muchos de los estados de la región gozan de pleno empleo.  No es casual, en este contexto, que existan diferencias muy agudas en el comportamiento de la población en distintas partes del país.

 

El país está atravesando por un proceso de cambio político sumamente agudo y profundo.  El gradual desmoronamiento del viejo sistema político ha liberado la competencia partidista, ha permitido una creciente libertad de expresión y el surgimiento de todo tipo de liderazgos, pero también ha venido acompañado del crecimiento de la criminalidad y la violencia.  Es decir, los viejos controles políticos desaparecieron justo cuando la economía sufría una de sus peores crisis, provocando el desencanto y empobrecimiento generalizado en la población.  Ambas cosas -la liberalización política y la debacle económica- generaron una crisis de  liderazgo que ahora se manifiesta en la forma de una retórica radical y polarizante, y un entorno político altamente volátil.

 

El caso más ilustrativo de los riesgos de la volatilidad política que caracteriza al país en la actualidad no tiene que buscarse en la era precolombina.  En 1994, la suma de violencia, polarización, lenguaje radical y falta absoluta de comprensión de la gravedad del momento político llevó al país a la orilla de un abismo.  El año comenzó con el levantamiento zapatista y de ahí no paró hasta la devaluación de diciembre.  En el camino pudimos observar a un negociador de la paz manejando su propia agenda, a un secretario de gobernación amenazando la estabilidad política del país y a un subprocurador acusando de corrupción a todos los mexicanos en un acto que probó ser un mero reflejo de sus propias culpas.  Fue poco lo que nos faltó para dar el salto al abismo. Lo mínimo que podríamos hacer en este momento es no repetir semejante faena. Pero todo parece indicar lo contrario.

 

Justo en el momento en que el país requiere un claro liderazgo, un fuerte sentido de dirección y una mayor responsabilidad por parte de los partidos y los políticos, la polarización y el lenguaje radical parecen ser la norma, en lugar de la excepción. Los políticos exacerban el discurso y luego se sorprenden de las respuestas violentas de la población. Lo urgente es reconocer la complejidad de los tiempos, la dificultad del momento y los extraordinarios riesgos que el país está corriendo, como resultado del lenguaje político y de la falta de acción en problemas centrales que nos afectan. Claramente, los políticos perciben fuertes incentivos para comportarse como lo hacen.  Con suerte algunos de ellos tendrán la capacidad para invitar a la concordia y a la civilidad antes que la violencia a la que han incitado los rebase o, con mucha fortuna, antes de que los electores les muestren la puerta de salida.

Más allá del Fobaproa

Nada impide que otros Fobaproas, en cualquier ámbito de la vida nacional, se puedan presentar en el futuro. El problema expuesto por el Fobaproa en el momento actual es un reflejo fiel de la enorme complejidad de la actividad financiera combinada con un conjunto de leyes y reglamentos asombrosamente, casi perversamente inadecuados a la realidad del México de hoy, de la falta de transparencia en la gestión pública y de la excesiva (¿absoluta?) discrecionalidad con que actúan las autoridades. Esta problemática no es privativa de la actividad bancaria; es cotidiana en los ámbitos político, social y económico en general, y constituye un obstáculo grave al desarrollo del país. Por otra parte, la apertura política y económica que también caracteriza a México en la actualidad, requiere necesariamente de leyes y regulaciones funcionales para que exista una convivencia pacífica, algo que hoy no está garantizado. Es tiempo de convertir el aprendizaje que nos dejó el desastre del Fobaproa en algo positivo para el futuro del país.

 

Nadie puede menospreciar el enorme peso que implicará para muchas generaciones el fondo creado para proteger el ahorro depositado en los bancos. Las cifras hablan por sí mismas, pero sólo cuentan una parte de la historia. Las cifras multimillonarias (en dólares) que se están discutiendo en la actualidad con relación al Fobaproa reflejan un salvamento mal concebido, mal llevado a cabo y, finalmente, malogrado, de las instituciones bancarias, pero no alcanzan ni siquiera a otear el enorme costo de oportunidad asociado al colapso de la banca a partir de su privatización, la devaluación y el mal llamado salvamento.

 

Para comenzar, pocas veces en la historia del país y del mundo se ha visto una destrucción tan grande de valor como el que experimentaron los bancos y sus accionistas en los últimos tres años. Con excepción de los pillos que amasaron fortunas saqueando a sus bancos, la gran mayoría de los accionistas ha sufrido pérdidas colosales. Inevitablemente, esas pérdidas tendrán profundas repercusiones en el dinamismo de la inversión productiva en los próximos años, toda vez que quienes fueron y son accionistas de los bancos -desde los pequeños hasta los más grandes- representan a una buena parte del empresariado del país.

 

Pero más allá de las pérdidas económicas de los bancos y sus accionistas, el mayor costo del que Fobaproa es la simple punta de iceberg no es estrictamente monetario. El costo debe medirse en términos de la disposición que exista en el futuro a realizar inversiones, sean éstas de mexicanos o de extranjeros. A final de cuentas, el problema del Fobaproa evidencia tres fenómenos que son ubicuos en nuestra realidad.

 

El primero es la inadecuación y complejidad de las leyes y lo costoso que resulta hacerlas cumplir, si acaso se puede.  El caso del anatocismo muestra la falta de transparencia en las reglas del juego entre bancos y acreditados: igual un contrato entre las partes puede considerarse de naturaleza civil que mercantil, con consecuencias completamente distintas para unos y otros. La Ley de Quiebras vigente ilustra otro ángulo de lo mismo: una empresa que se acoge a la suspensión de pagos, independientemente de que su situación lo amerite, por ejemplo, deja de causar intereses por el sólo hecho de haberse amparado bajo esta disposición legal. En una época inflacionaria como ésta, el costo de dicha suspensión de pagos, necesaria o supuesta, es enorme para el banco y, como hemos visto en el caso del Fobaproa, para la sociedad. Un último ejemplo de esto es la enorme dificultad que existe, en la práctica, para que se adjudiquen las garantías que supuestamente respaldaban los créditos que se encuentran en el Fobaproa. Es decir, una empresa puede garantizar un crédito con alguna propiedad pero el banco tiene enormes dificultades para hacerla efectiva en caso de incumplimiento por parte del acreditado. Estos tres problemas jurídicos-judiciales dan cuenta de una enorme porción de los créditos que, pudiendo haber sido pagados, dejaron de serlo porque la ley es ambigua, contradictoria y obsoleta,  o bien, porque el aparato judicial es ineficaz.

 

Un segundo fenómeno de nuestra realidad regulatoria y legislativa es el de la extraordinaria discrecionalidad de las autoridades. Esta atribución de nuestra burocracia es tan vieja como el país, pero es particularmente grave en una época en la que sociedad y economía adquieren la complejidad que hoy tienen las mexicanas. La enorme latitud de acción y decisión que un sinnúmero de leyes le otorgan a las autoridades hacen, paradójicamente,  irrelevantes a las propias leyes. Un ejemplo extremo de lo anterior, una verdadera joya de nuestra realidad, lo ofrecía la ley relativa a la inversión extranjera que fue aprobada en 1973: en esa ley se establecían los términos y porcentajes máximos permitidos de inversión extranjera en empresas mexicanas, por sector de actividad económica. Cada uno de los artículos de la ley definía atribuciones y responsabilidades y precisaba la relación que debía existir entre empresarios nacionales y extranjeros. Independientemente de la bondad de la ley, sus cláusulas eran apropiadas a los objetivos de la legislación y su naturaleza procesal guardaba similitud con leyes en otros países. Hasta aquí todo iba bien. El problema radicaba en una cláusula adicional al final en la que se le otorgaba al gobierno todas las facultades para hacer caso omiso del resto del clausulado. Es decir, la ley que con tanta precisión detallaba porcentajes y sectores económicos, también le permitía a la autoridad decidir lo que le viniera en gana. La discrecionalidad en la autoridad es necesaria en algunas condiciones, pues es ello lo que permite que un gobierno tenga un nivel de flexibilidad compatible con sus responsabilidades. La discrecionalidad excesiva se convierte en arbitrariedad lo que causa incertidumbre y, por lo tanto, impide que se realicen inversiones de largo plazo. Esta es sin duda una de las principales razones por las cuales la mayoría de la inversión que se materializa en el país, de mexicanos y de extranjeros, tiene como horizonte máximo el de un sexenio. Nuestra legislación induce la visión de corto plazo y  la consecuente búsqueda de utilidades rápidas, a cualquier precio.

 

Finalmente, el tercer fenómeno que entraña enormes costos (de todo tipo) para el desarrollo del país es el que está implícito en los conflictos de interés que genera la excesiva discrecionalidad con que cuenta la burocracia mexicana combinada con atribuciones contradictorias o traslapadas, que son la regla más que la excepción en nuestro país. Es decir, la burocracia no sólo cuenta con enormes atribuciones, sino que, además, con frecuencia también tiene autoridad en áreas que deberían ser independientes. Una vez más, el problema bancario de los últimos años ejemplifica generosamente el problema. Cuando los bancos fueron privatizados, la entidad encargada de hacerlo (la Secretaría de Hacienda) también tenía amplias facultades discrecionales en la determinación de las regulaciones que gobernarían a la banca. Es decir, los vendedores tuvieron la capacidad de manipular el marco regulatorio para elevar el precio de los bancos dramáticamente.  Esto, como lo vemos ahora,  con nefastas consecuencias.  Los conflictos de intereses no fueron ajenos a la Comisión Nacional Bancaria que, una vez en medio de la crisis, se encontró con que tenía dos funciones y responsabilidades contradictorias: una como reguladora y supervisora de los bancos, y la otra como salvadora de los mismos. Lo que le exigía una función impedía la consecución de la otra, y viceversa.

 

La suma de estas tres características de nuestra realidad político-económica se traduce en una obscuridad absoluta a plena luz del día.  La discrecionalidad de las autoridades, lo ambiguo de las leyes, la existencia de leyes contradictorias entre sí y los conflictos de objetivos e intereses en la burocracia hacen posible (y natural) procesos de toma de decisiones carentes de toda transparencia. Esto es lo que caracterizó la privatización de los bancos y el Fobaproa y es lo que predomina en el sinnúmero de procesos y decisiones que tienen lugar en el país en forma cotidiana.  Si el debate en torno al Fobaproa sirve para generar la transparencia en la gestión pública, los diputados le habrán hecho un gran servicio al país.

 

El problema del Fobaproa es notorio por la visibilidad que le confiere albergar a un monstruo de más de sesenta mil millones de dólares. Pero no es una excepción en nuestra historia. Todas nuestras leyes son confusas, contradictorias, con frecuencia inadecuadas y prácticamente siempre generadoras de extraordinarias facultades discrecionales y arbitrarias para la burocracia. Mientras no comencemos a resolver estas situaciones, nada impedirá que se repita un Fobaproa en el futuro, o que se dejen de materializar miles de inversiones potenciales que generarían riqueza y empleos en el país. Aquí tienen nuestros legisladores una oportunidad excepcional de comenzar a sentar las bases para un verdadero cambio político en el país: para hacer una diferencia en la vida de los mexicanos y no solo en la vida partidista y legislativa.  Ojalá tengan la visión y, sobre todo, la grandeza para lograrlo.

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