El voto de los mexicanos residentes en el exterior es quizá el tema más grave -y trascendente- de la política electoral en el país en la actualidad. El tema es muy importante, por el número de mexicanos que viven fuera del país, sobre todo en Estados Unidos. La incapacidad histórica de la economía mexicana de generar empleos y oportunidades de desarrollo personal ha creado un fenómeno excepcional: el de una enorme porción de mexicanos viviendo en otra nación. Desafortunadamente, como en tantos otros temas, los partidos políticos están viendo en el voto de este grupo de mexicanos una oportunidad para avanzar sus intereses inmediatos, sin reparar en las implicaciones y consecuencias que esto tendría en el desarrollo del país.
En concepto, el tema del voto de mexicanos residentes en el exterior no tiene mucha ciencia. Las leyes electorales prevén que, si una persona está residiendo fuera de su lugar de origen o de residencia permanente, puede votar en casillas especiales. Esta es una provisión perfectamente natural, pues hay infinidad de gente que se encuentra viajando, de vacaciones o residiendo temporalmente en un lugar distinto al que indica su adscripción electoral. Si la persona no se encuentra en su distrito electoral pero si en su estado, puede votar para la elección del ejecutivo local y federal. Si se encuentra fuera de su estado puede votar exclusivamente en la elección del ejecutivo federal. La pregunta es si las mismas condiciones pueden o deben extenderse a los mexicanos residentes en el exterior.
Algunas naciones permiten el voto de sus ciudadanos residentes en otros países. Varios países sudamericanos, por ejemplo, tienen mecanismos establecidos para que sus ciudadanos puedan votar en sus embajadas y consulados. Los estadounidenses pueden votar por correo en forma anticipada. Puesto en otros términos, nada impide desarrollar una mecánica apropiada para garantizarle sus derechos ciudadanos a los mexicanos residentes en el exterior. Las dificultades técnicas para emprender un esquema de esta naturaleza son monumentales, pero no constituyen el problema de fondo. Es decir, aunque hay problemas técnicos serios -como la necesidad de desarrollar un padrón electoral confiable, una credencialización completa y, no menos complejo, la logística para poder llevar a cabo una elección en otros países- es, al menos en teoría, factible crear las condiciones para que los mexicanos residentes en el exterior voten en elecciones mexicanas.
Si el problema técnico es resoluble, uno se pregunta qué es lo que hace tan explosivo el tema en la política mexicana. Si uno observa el debate partidista en torno al voto de mexicanos en el exterior resulta que la única consideración que importa es la de sus cálculos electorales inmediatos. No es secreto para nadie que hay políticos en lo individual y partidos en lo general (en especial el PRD), que llevan años visitando comunidades de mexicanos en Los Angeles, Chicago, Nueva York, entre otras. Naturalmente, y con toda razón, el PRD presiona al gobierno para que acelere el paso en la construcción del padrón electoral. Los perredistas estiman que una porción importante de los mexicanos que vive en Estados Unidos categoría favorecerlos, razón por la cual van a hacer hasta lo imposible para que se instalen los sistemas a tiempo para la próxima elección en el año 2000, a la que ven como definitiva, como si la historia del país se fuera a transformar por el resultado electoral en esa oportunidad.
Si bien la lógica partidista es obvia e impecable, no es evidente que, en nuestras circunstancias particulares, el voto de mexicanos en el exterior sea una buena idea. Es decir, no es necesariamente cierto que lo que es bueno para algunos partidos es bueno para los mexicanos en general. Esta dicotomía es la que, a mi modo de ver, debe guiar el debate sobre el tema.
No hay más que ver los problemas prácticos relativos al voto de mexicanos en el exterior para percatarse de la complejidad política que está implícita en este tema. Para comenzar, hay un problema de números. Hay estimaciones de que podría haber entre cinco y ocho millones de votantes potenciales residiendo en Estados Unidos. Si uno recuerda que, en las elecciones de 1994, los tres principales candidatos a la presidencia obtuvieron 17, 9 y 6 millones de votos, respectivamente, resulta evidente que, con un poco más de votación a favor del PAN y del PRD, como el que de hecho se registró en 1997, el voto de mexicanos en el exterior podría llegar a alterar el resultado final. Es decir, un total de cinco a ocho millones de votos podría fácilmente llegar a darle el triunfo a cualquiera de los candidatos.
Lo anterior obviamente no es razón, por sí misma, para conceder o negar el derecho al voto a los mexicanos residentes en el exterior. A final de cuentas, la principal razón por la cual hay tantos mexicanos residiendo fuera del país es por la incapacidad de la economía mexicana de generar empleos y, particularmente, buenos empleos, bien remunerados. Nadie podría cuestionar a esos mexicanos, personas emprendedoras que han logrado desarrollar una vida productiva y exitosa en muchísimos casos, el que decidan votar en contra del PRI. De hecho, la comunidad hispana en Estados Unidos, categoría que agrupa a personas de todo el subcontinente, tiene un poder adquisitivo superior al de todos los mexicanos juntos, a pesar de ser sólo una fracción de la población de nuestro país. Para muchos mexicanos residentes en el exterior, la culpa de su destierro o exilio tiene nombre y apellido o, al menos, puede sintetizarse en la figura del partido político que ha estado en el gobierno por décadas. De seguirse esta lógica, lo razonable, desde una perspectiva ciudadana en su conjunto, sería acelerar el paso, tal como lo demanda el PRD. En términos de equidad, no tiene por que ser más mexicano un residente de Guadalajara que uno de Chicago: ambos deberían tener derechos políticos plenos.
Pero la realidad específica es mucho más compleja. Si bien hay un enorme número de mexicanos que llevan relativamente pocos años de haber salido del país y sus raíces están firmemente establecidas en territorio mexicano, hay otra porción -seguramente mayoritaria- de residentes en el exterior cuyo vínculo con el país es histórico y, en todo caso, emotivo. No es posible equiparar a ambos contingentes. En los meses previos a la pasada elección en Zacatecas, por ejemplo, los dos principales candidatos a la gubernatura visitaron varias veces las ciudades norteamericanas en que hay grandes concentraciones de zacatecanos. Su objetivo no era el de procurar el voto de esas personas directamente, sino el de influir el voto de los familiares radicados en aquel estado. Es decir, se trata de personas que guardan un vínculo muy estrecho con el país: hermanos, hijos, y padres de votantes mexicanos. Desde esta perspectiva, esos mexicanos deberían tener todo el derecho -el mismo de que gozamos los mexicanos que residimos en el país- de votar en las elecciones federales.
Pero en adición a ese contingente hay otro que lleva décadas de residir en el exterior y cuyas raíces se encuentran firmemente establecidas en Estados Unidos. De acuerdo a la reciente legislación en materia electoral, se consideran mexicanos no sólo a personas nacidas en México, sino incluso a sus hijos, nietos o bisnietos nacidos en el exterior. En términos conceptuales esto es absolutamente correcto. Pero para fines electorales, la gran mayoría de los hijos, y demás descendencia, de mexicanos nacidos en Estados Unidos está totalmente desconectada del país. Una cosa es que sean mexicanos y otra muy distinta es que puedan, en conjunto, decidir el resultado de una elección en México.
En nuestras circunstancias, el voto de mexicanos residentes en el exterior es una mala idea. Su número es tan grande que es prácticamente imposible evitar que acaben determinando el resultado de la elección, sobre todo ahora que el voto tiende a dividirse en terceras partes. Pero más allá de eso, abrir el voto a mexicanos en el exterior fácilmente podría convertirse en un mecanismo para que los partidos puedan darle la vuelta a las reglas en materia de financiamiento de partidos y campañas, toda vez que nadie podría controlar ese factor fuera de nuestras fronteras. Más importante, la mayoría de los votantes en Estados Unidos -mayoría que ya no tiene vínculos personales estrechos con México- no tendría que pagar las consecuencias de su decisión. Si su voto tiene el efecto de favorecer a un partido u otro y los resultados de ese gobierno son malos, ellos ni siquiera se enterarían.
Todas las soluciones que uno pudiera pensar para este dilema son malas. Otorgar el voto en forma abierta y sin cortapisas sería congruente con una naciente democracia. Pero las consecuencias de esa decisión son inaceptables por las razones expuestas. La alternativa de discriminar entre unos mexicanos y otros es igualmente inaceptable porque nadie tiene derecho de realizar semejante arbitrariedad. Hay solo dos salidas. Una es la de diferenciar a los mexicanos por su lugar de residencia. Al igual que con el pago de impuestos, una persona que reside más de seis meses en el país tiene obligación de pagar impuestos y, por lo tanto, el derecho a votar. Conceptualmente, esta manera de diferenciar a unos mexicanos de otros es perfectamente nítida. El problema es que puede ser imposible de instrumentar, toda vez que no hay registros migratorios confiables, sobre todo en los cruces fronterizos por tierra.
La otra que se me ocurre no es perfecta y, desde un punto de vista democrático, arbitraria, pero al menos busca cierta equidad. La pregunta es cómo garantizar los derechos ciudadanos de aquellos mexicanos que si tienen vínculos con México, que son cercanos al país y que, en todo caso, tienen tanto derecho a votar como todos los demás. Como no hay una manera legal y ética de discriminar entre dos categorías de mexicanos, la única forma de hacer algo realista y práctico en este tema es otorgando el derecho a voto a todos los mexicanos, pero con la condición de que lo ejerzan dentro del país. Obviamente ésta no es una solución perfecta, pero las alternativas son peores. Que los consulados faciliten la credencialización, pero que quien quiera votar lo haga físicamente en el territorio nacional, así sea en la línea fronteriza.
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