Los tiempos de turbulencia constituyen duras pruebas para los políticos de todos los países. La volatilidad que han mostrado los diversos mercados financieros del orbe en las últimas semanas ha sacado lo peor y lo mejor de los líderes políticos, los banqueros, los intelectuales y los políticos en general. Algunos otearon la turbulencia y prefirieron esconderse, como los avestruces, para no ver lo que ocurre. Otros han orillado a sus países al abismo económico y han hecho retroceder décadas en materia política. Algunas personas están aterradas ante la posibilidad de una depresión semejante a la de 1929 y otras más se han dedicado a recetar todo tipo de soluciones, unas sensatas y otras notorias por su total irracionalidad. Sin duda, la turbulencia financiera es de extrema gravedad y puede tener efectos devastadores. Peor, los países están a merced de la sensatez o insensatez de sus propios gobiernos, y, sobre todo, de la de los demás. Por ello, lo más grave que puede ocurrir es que quienes tienen la responsabilidad de decidir pierdan el piso.
Hay un sinnúmero de factores en el origen de la reciente turbulencia financiera. Pero sin duda, lo que la hace posible es el hecho de que vivamos en una época en la que los mercados financieros ya no tienen un carácter nacional ni regional, sino global. Hoy en día son pocos los países que no están incorporados en las corrientes financieras internacionales y en épocas de crisis como la actual mucha gente los quiere convertir en parangones de un nuevo paradigma internacional. Particularmente notorios son los casos de India y China, dos naciones que no han sido atacadas por la inestabilidad financiera y que, por esa misma razón, parecen muy atractivas como ejemplo, al menos a primera vista.
Cada día parece más ubicua la noción de que detrás de toda la turbulencia e inestabilidad se encuentra el fenómeno de la globalización económica que caracteriza cada vez más al mundo. De hecho, se suele culpar a la globalización de los males recientes, pero sin precisar por qué. Es evidente que si los mercados financieros no estuviesen integrados, la inestabilidad financiera no se transmitiría de un lugar a otro con la facilidad con la que lo ha venido haciendo. Esto es lo que ha llevado a diversos países y organismos internacionales a contemplar la posibilidad de imponer controles al ingreso (y/o al movimiento) de capitales a fin de evitar una salida brusca de recursos que es, a final de cuentas, el problema inmediato con el que se debe lidiar. Sin embargo, la globalización de los mercados financieros no ha ocurrido en un vacío, ni es independiente de las cadenas productivas.
Hay tres fases en el proceso de globalización que son fácilmente discernibles. La manifestación más trascendente y antigua de la globalización es la de los grandes movimientos humanos. Es fácil pensar que la globalización se inició apenas ayer y que es cada día más imponente en sus características y consecuencias. Sin embargo, basta con observar cómo desde mediados del siglo pasado los flujos migratorios fueron la manifestación incipiente del proceso de globalización, puesto que pueblos enteros se mudaron de Italia a Argentina o de Irlanda a Estados Unidos. Quizá este antecedente histórico permita reconocer que esto de la globalización no es particularmente novedoso, aunque ciertamente ha venido cambiando de forma.
El segundo impulso a la globalización comenzó en los años setenta y se caracteriza esencialmente por la internacionalización de la producción. Hasta esa época, la fábrica prototípica, sobre todo en industrias como la automotriz y la electrónica, adquiría materias primas y, luego de todo el proceso de manufactura, sacaba al mercado productos terminados -como coches y televisores o computadoras- para su distribución y venta. En los setenta ese proceso cambió de una manera dramática. Para reducir costos luego del incremento extraordinario del precio del petróleo en 1973, la industria automotriz japonesa desató un proceso de transformación industrial que alteró la manera en que por décadas se había venido produciendo. Es así que las fábricas típicas empezaron a fragmentar sus procesos productivos y a especializarse en la fabricación de carburadores, de cajas de velocidades, de tableros y así sucesivamente. Lo mismo ocurrió con la computadora personal, los radios y las televisores: muchas fábricas comenzaron a producir componentes para la industria terminal. Este cambio permitió que se abriera la oportunidad para que productores de países como Corea y México, República Dominicana y Tailandia, se convirtieran en activos participantes en la producción de automóviles, computadoras y todo tipo de productos electrónicos, juguetes y demás. La globalización, y la consecuente especialización, ha hecho posible que México exporte hoy en día más de cien mil millones de dólares de manufacturas cada año.
La tercera ola de globalización es la financiera. Esta ola surgió como resultado de tres cambios fundamentales: la tecnología de las comunicaciones, que hizo posible el rompimiento de barreras geográficas; la apertura de los sistemas financieros y bancarios que, en distintos grados, ha tenido lugar en cada vez mas países; y los requerimientos de la producción industrial cada vez más internacionalizada. Cada uno de estos cambios produjo respuestas que, en conjunto, han acabado por conformar un mercado financiero mundial. Como hemos visto en los últimos meses, algunos de los componentes que sustentan la globalización financiera han resultado ser más endebles de lo que parecían. Si bien sería posible, al menos en teoría, el que un país se sustrajera de este tipo de corrientes globales, como recientemente ha pretendido hacerlo la República de Malasia, antes de llegar a ese absurdo extremo sería deseable, por lo menos, entender cuál es el problema de fondo.
Hoy en día existe un virtual consenso de que la crisis asiática, que yace en el origen de las olas de turbulencia recientes, surgió esencialmente como resultado de sistemas bancarios extraordinariamente débiles, mal supervisados y extraordinariamente sobregirados. Un ejemplo de lo anterior es particularmente ilustrativo. Por una parte, muchos países de la región liberalizaron los flujos de capital de corto plazo (es decir, permitieron que inversionistas internacionales hicieran depósitos en los bancos locales o que compraran instrumentos de ahorro gubernamentales), pero mantuvieron cerrada la puerta a la inversión de largo plazo (es decir, en la adquisición de bancos, casas de bolsa u otras entidades financieras). Esta siniestra combinación creó incentivos devastadores, porque los inversionistas del exterior podían comprar y vender instantáneamente valores a su antojo, pudiendo con ello provocar súbitamente una crisis como las de los últimos meses. Todo esto sin ninguna consideración de largo plazo, ni siquiera por interés propio, ya que, no habiendo sido autorizados a formar parte del escenario financiero institucional, no tenían responsabilidad alguna en países como Corea o México. Cuando la percepción de riesgo de los inversionistas cambia, generalmente como resultado de alguna acción o decisión gubernamental, es toda la población de estos países, a través de la deuda pública, quien ha tenido que cargar con el muerto. De haberse permitido la inversión extranjera en el accionariado o propiedad de la banca, siguiendo con el mismo ejemplo, habrían sido sus accionistas quienes hubieran tenido que cargar con el pato. En otras palabras, el problema no es la globalización, sino los incentivos que crean los gobiernos a través de las reglas del juego que establecen. La globalización financiera sentó las condiciones para que la crisis ocurriera, pero fue la debilidad del sistema financiero y no la globalización la que la causó.
Nadie sabe si estamos al borde de una depresión como la de 1929, aunque el aprendizaje que esa crisis produjo permite pensar que no estamos avanzando en esa dirección. Pero lo que no es tan seguro es que los diversos gobiernos tengan el temple necesario para aguantar la turbulencia que todavía está por venir. Lo fácil es pretender que nada está ocurriendo o, peor, que un país se puede aislar del mundo sin consecuencias. La noción de que un país puede resolver sus problemas imponiendo controles a los flujos de capital es simplemente absurda. Hay dos razones elementales para ello. Una es que es un tanto ridículo imponer controles cuando el capital ya se fue. Aun así, los controles tienen la mala costumbre de jugar en contra de quien los implanta: los controles quizá evitan las turbulencias más acusadas pero, sobre todo, impiden el acceso del capital que los países en desarrollo necesitan desesperadamente. Si queremos seguir produciendo y exportando, requerimos de inversiones que sólo se materializarán en la medida en que el capital esté disponible. Mientras más restricciones se le impongan, menos disponible estará.
La otra razón por la cual es errada la noción de que cerrando las puertas a los flujos de capital se evitan las turbulencias es que, a pesar de todos los males que acarrea la libertad de movimiento de los capitales, las alternativas son peores. No hay la menor duda de que a China e India les ha ido mucho mejor en estos meses de turbulencias que a la mayoría de los países del resto de Asia y de América Latina. El hecho de que esos países estén mucho menos conectados a los circuitos económicos, productivos y financieros del mundo sin duda los ha protegido de las turbulencias actuales. Pero al final del día, tanto China como India van a ser países infinitamente más pobres que Corea, Tailandia, Brasil, Argentina o México. El beneficio de no estar al borde del precipicio en estas últimas semanas les ha costado mucho a los chinos y a los hindúes, cuyo producto per cápita es entre una quinta y una sexta parte de la más pobre de estas otras naciones. Es mejor fortalecer el sistema financiero en serio, a la máxima brevedad, y evitar padecer las consecuencias de la imprudencia, que pretender controlar el devenir económico y financiero por decreto.